—Iba a ser el último día de pintura, la cuarta noche consecutiva en la que yo llevaría a Ksyusha al Evropeiskaya. Si todo salía bien, después de aquello terminaríamos con aquel cliente tan raro y podríamos decidir qué íbamos a hacer con el resto de nuestras vidas, juntos.

»Ella quería que yo renunciara a la noche. Yo quería que ella hiciera otro tanto. Ambos tendríamos que abandonar a Madame Chzov. Ambos temíamos que algo como eso no iba a resultar ni cómodo ni agradable para nadie, pero confiábamos en poder hacerlo. Habíamos fantaseado acerca de los empleos que podríamos aceptar si nos establecíamos en una bonita kommunalka, hablado de los hijos que íbamos a tener, planeado mudarnos a una dacha de las que el Estado asignaba a los jubilados ilustres, cuando nos llegara la vejez, tras una vida plena y feliz. Todo en tres noches blancas demasiado largas.

»Después de lo que sucedió aquella última noche, Ksyusha y yo construiríamos una vida juntos, sí, pero para ello tuvimos que pagar un caro precio. Ninguno de nosotros volvió a ser el mismo. Ninguno de nuestros planes salió adelante sin torcerse. Y tuvo que derramarse mucha, mucha sangre.

Hace ratos que ya no interrumpo a mi cliente, en parte porque estoy absorto en la pintura y en parte porque lo morboso de su historia me está cautivando. Pronto se habrá hecho de día y la verdad es que no tengo ganas de que salga el sol porque está siendo una de las mejores noches de mis últimos años.

Iván prosigue con su narración. Disfruta contándomelo todo, como si fuéramos amigos. No sé si es el típico fanfarrón que disfruta contándoles sus batallitas a los demás o si será que este hombre tiene pocos amigos y agradece mi conversación, pero parece que le hayan dado cuerda. Y que nada de todo cuanto le ha pasado tenga que acompañarle a la tumba.

—Recuerdo haber recogido a Ksyusha en su casa como empezaba a ser costumbre, sólo que aquella vez me personé en su kommunalka en cuanto pude. Cada día habíamos estado quedando un poco más pronto que el anterior, para poder pasar juntos más tiempo. Sus familiares comenzaban a preocuparse por si nos estábamos viendo demasiado, pero… Qué demonios, era verano, eran las noches blancas de Petersburgo; Ksyusha era joven y estaba de vacaciones, como todos los graduados de secundaria de la ciudad, que siempre reciben sus diplomas por el solsticio de junio, de modo que los puedan celebrar durante toda la estación de luz.

»Así las cosas, no me resultó difícil convencer a su padre de que confiara en mí. Eso sí, a sus hermanos no fui capaz de controlarlos y evitar que me volvieran a emborrachar con aquel vodka rojo tan fuerte que tenían.

»Eran un encanto de gente, la familia que nunca tuve y que jamás tendré. Me gustaban, todos. Y yo parecía gustarles a todos ellos. Desafortunadamente, aquella fue la última visita que pude hacerles. Jamás volvieron a verme tras lo que sucedió poco después, jamás creo que me perdonen lo que tuve que hacer aquella noche.

»Volví a llevarme a su pequeña y le hice el amor bajo el suave baile de las estrellas anémicas, el cielo electrificado y las ramas del enorme manzano, que ya se había convertido en nuestra alcoba. Llegamos al hotel cogidos de la mano y un nuevo vehículo del Partido nos estaba esperando, aquel día aparcado frente a la entrada principal del Evropeiskaya. Se nos hizo raro comprobar que no era el potente automóvil ZIL de cada noche, sino un vetusto carruaje tirado por cuatro caballos negros y bien engalanado. Los dos guardaespaldas, sentados junto a la cochera, nos miraron entrar en el edificio y no pudieron evitar el sonreírse. Nosotros les dimos la espalda y fuimos subiendo las escaleras hasta la puerta doce, donde nos besamos antes de despedirnos.

»Como cada noche, me aposté frente a la habitación, dispuesto a pasar un par de horas de espera allí en medio, plantado como un pasmarote. Fui al lavabo a vomitar el vodka. No me hizo falta golpear ningún rodapié porque ya no estaba enfadado con el mundo, me sentía a gusto, contento, ansioso por que todo terminara pronto y mi nueva vida pudiera comenzar.

»Entonces un aullido terrible hizo añicos mi momento de felicidad y la voz de Ksyusha gritando mi nombre hizo que, efectivamente, mi vida diera un vuelco.

»—¡Iván!

»La pesadilla acababa de empezar. Me planté a escasos centímetros de la puerta y bramé:

»—¡Ksyusha! ¡Voy a entrar!

»—¡Iván, Iván, ven enseguida!

»Y yo no me molesté en tratar de abrir la puerta de la habitación, sino que la tiré debajo de un golpe. La madera crujió y rechinó bajo mis botas como un pan recién hecho; acto seguido, me planté frente al kirguís, moviéndome como un relámpago.

»Y el individuo aquel sostenía frente a los ojos de Ksyusha un contrato que tenía el sello del Partido. Era un formulario oficial de La Unión.

»El papel terminaba con tres firmas. Bajo una, el cargo de un secretario; bajo la segunda, los apellidos del kirguís; bajo la tercera, el nombre de Ksyusha. En la cabecera del documento podían leerse dos palabras en tinta roja.

»Брачньіѝ союз.

»Contrato matrimonial.

»La perplejidad era poco para lo que yo sentía en aquel momento.

»—Ksyusha, ¿qué demonios es esto?

»—¡Un matrimonio por secuestro! —me respondió ella, tratando de vestirse con celeridad—. ¡Este canalla dice que ahora soy su esposa y pretende… raptarme! ¡Ha falsificado un acta matrimonial! ¡Esa no es mi firma!

»—Eso es algo que ningún grafólogo del Comité refrendará, muchacha —musitó aquel tipejo con voz de serpiente y con una sonrisa escrita en cursiva en sus labios.

»—¿Y qué importa eso? —le pregunté yo al cliente, en tono insolente y desafiante—. ¡Ksyusha no desea ser su esposa! ¡Conseguirá la nulidad de ese acuerdo en un abrir y cerrar de ojos!

»—En esta república, tan europea, quizás sí… Pero no creo que lo consiga en la de Kirguistán, adonde nos vamos ahora mismo —me respondió él, sin perder la sonrisa—. Allí sigue siendo habitual y tradicional el Ala-kachuu, el rapto conyugal. De modo que no, el Sóviet Supremo de mi tierra no anulará un contrato como éste. Por mucho que la esposa denuncie haber sido secuestrada, su demanda no se admitirá a trámite: una de cada tres familias del Kirguistán se forman mediante matrimonio por secuestro.

»Ante mis narices, en el caballete junto a su silla, se veía terminado y excitante, el retrato de mi novia, desnuda.

»Y abajo, en la calle, aguardaba el tradicional carruaje con el que aquel individuo planeaba perpetrar su rapto matrimonial.

»Una boda por secuestro.

»Iba a llevarse a mi novia por la fuerza y luego a desaparecer con ella.

»¡Pero esas son las costumbres de los antiguos pueblos nómadas! —bramé yo, cada vez más asustado—. ¡Fueron abolidas con la creación de la Unión Soviética! ¡Los tiempos en los que un hombre raptaba a una mujer en plena noche y huía a caballo con ella terminaron hace muchos años!

»—Eso es lo que os gusta pensar a algunos… Lo cierto es que lo que vosotros llamáis luna de miel no es más que un vestigio del secuestro matrimonial. Una simulación con la que se recrea el rapto orquestado por el marido, que huye con la joven para escapar de las represalias de sus familiares directos y que no vuelve hasta haberla preñado, momento en el que las familias ya deberán aceptar la unión.

»Yo ardía como una tea. Me aproximé a aquel tipejo y le hablé en un tono y a una distancia en la que habría bastado con mi aliento para hacer retroceder hasta a Ksyusha. Recuerdo que incluso lo hice apretando los puños hasta hacerlos temblar sobre las solapas de su camisa, remachando las palabras clave con acento kirguís y pronunciando sin apenas separar los colmillos.

»—Esto es ilegal. Esto es un oprobio. Lo que usted nos cuenta no es más que un montón de basura sacada de la propaganda nacionalista de los turco-mongoles tradicionalistas.

»El dignatario del Partido tragó saliva. Las venas de su cuello comenzaron a palpitar. Su pulso se podía escuchar bombeando sangre y sudor, desde donde estaba yo.

»Pero era un hombre poderoso, de los que no suelen arredrarse, así que dio dos pasos atrás, abrió la ventana y silbó a sus guardaespaldas.

»—Explícales eso a mis escoltas, chulo de putas. Yo no te tengo miedo y ellos menos todavía.

»Se apartó del ventanal y me enseñó lo que sucedía en la calle, donde los dos hombres armados del Partido abandonaban el carruaje y se dirigían hacia nosotros.

»—Estoy ansioso por celebrar mi noche de bodas con tu amiga —añadió, desafiándome.

»Aquellos dos profesionales del matonismo estaban habituados y dispuestos a resolver contingencias como aquella, porque echaron a andar sin pausa ni prisa y apenas variaron el ritmo de sus pasos cuando arranqué del suelo al kirguís asqueroso y le hice cruzar el ventanal, volando como un muñeco roto, rumbo a la calle.

»—¡Iván! ¡Iván, no! —dijo la voz de Ksyusha, pero no escuché. Resolví ocuparme de aquel miserable sin miramientos. Lo lancé de cabeza sobre los adoquines de la calzada, a escasos metros del carruaje nupcial.

»Apenas un grito ahogado y el tipejo aquel acababa de convertir formalmente a Ksyusha en viuda y a nosotros dos en enemigos del régimen, criminales perseguidos por el Estado: la cabeza del dignatario por Kirguistán en el Partido Comunista de la Unión Soviética se abrió como una piñata repleta de caramelos blancos y serpentinas de colores grises y rojos. Se partió la cabeza del dignatario frente a los que habían sido sus guardaespaldas y toda la reacción de la que fueron capaces aquellos dos hombretones se quedó en un leve movimiento de sus brazos hacia las armas de fuego que llevaban en sus sobaqueras.

»Funcionarios. En la URSS todo eran funcionarios. Hasta los escoltas eran funcionarios… Ni el Ejército Rojo parecía tener sangre en las venas al trabajar.

»Eso sí, matarnos allí mismo no creí que fuera a costarles mucho papeleo.

»—Ksyusha, amor mío, Матрёшка. Necesito que permanezcas aquí unos minutos mientras yo me ocupo de esos dos, ¿me oyes?

»—Pero…

»—Pero nada. Pase lo que pase ahora, no te muevas de aquí hasta que yo haya vuelto. ¿Harás lo que te digo?

»—Iván, no…

»Salí de la habitación a toda velocidad. Los pasos de los guardaespaldas hacían crujir la escalera de madera que conducía a la primera planta del hotel. Estaban a escasos metros de mí. El chasquido de una pistola sin seguro al amartillarse también pude oírlo.

»Armas de fuego. Malditos chismes. Los carga el diablo.

»El pasillo del hotel estaba flanqueado por puertas de habitaciones como la nuestra. Junto a cada una de ellas, había una lámpara eléctrica.

»Tiré de una de ellas y la arranqué de cuajo. El cable que la alimentaba salió tras ella, emergiendo del empapelado de la pared. Dos hilos de cobre plastificados que comencé a manipular.

»Se produjo un chispazo azul, se escuchó un crepitar de electricidad y mi improvisado cortocircuito se llevó por delante la iluminación de medio distrito.

»Esto puede parecerle exagerado a un europeo occidental, pero era lo que sucedía habitualmente en la Unión Soviética cada vez que se cruzaban dos de los cables de la luz. Y es que, en un barrio en el que nadie es ni propietario ni responsable de inmueble o instalación alguna, el tendido eléctrico de medio centenar de edificios es diseñado y reparado por un ejército de técnicos de mantenimiento y desarrollo que suelen desplegar mallas de suministro toscas y que comparten diferenciales. Los planes de electrificación de los núcleos urbanos como aquel siempre terminaban recurriendo a protocolos de seguridad globales y centralizados, así se abarataban costes, se simplificaban las tramas del cableado y, muy importante, se acababa rápido el trabajo.

»La noche más cerrada de la única hora negra del verano de Petersburgo se enseñoreó del edificio y de dos o tres manzanas alrededor de él, o casi. Así de sencillo resulta desarmar a los hombres que emplean pistolas, basta con abrir de par en par las puertas dobles de la oscuridad.

»Así que la ventaja era para mí. Me tomé unos instantes para que mis ojos se acostumbraran a la negrura… Tengo la suerte de mirar el mundo a través de dos ojos que funcionan muy bien cuando apenas hay luz.

»Desafortunadamente, Ksyusha nunca me obedece. Salió de la habitación y se puso a gritar en medio del pasillo, donde ya se encontraba, llegando a tientas, uno de los guardaespaldas.

»—¡Iván, Iván ven, por favor! ¡No veo nada!

»El escolta frente a mí tomó la decisión de abrir fuego en dirección a la voz de Ksyusha. Tal vez creyó que podría alcanzarme disparando a ciegas, tal vez sería que no le importaba dar muerte a la muchacha o quizás lo hizo sólo para iluminar la escena, empleando el fogonazo de su arma.

»Y el fogonazo le mostró durante un breve instante, a escasos centímetros de su hombro, mis ojos; observándole, sin reflejar la luz de su arma.

»Tras el resplandor del disparo, volvió rápida la oscuridad. Ksyusha escuchó el silbido de la bala de una Tokarev pasando cerca de su cabeza y, entonces sí, resolvió meterse de nuevo en la habitación doce. Luego sonó un terrible crujido cervical y el cuerpo sin vida del escolta que acaba de disparar cayó al suelo sin llegar a proferir ni un grito.

»El otro escolta acababa de llegar al pasillo, procedente de las escaleras. Pude escuchar sus pisadas primero, oír su voz ordenándonos que nos entregáramos si no queríamos morir. No le dejé terminar la frase.

»Su grito cuando lo lancé escaleras abajo fue lo último que escuchó el recepcionista del hotel antes del terrible silencio que vino después.

»Ksyusha sintió como unos brazos la levantaban por los aires y luego pudo oír mi voz en un susurro:

»—No hagas ningún ruido ahora, Матрёшка. Déjame hacer.

»Salí corriendo como un galgo, salté por encima de las convulsiones post mórtem del primer guardaespaldas, bajé la escalera caminando por la barandilla con la muchacha en brazos, a oscuras, y alcancé la calle justo para ver al cochero del carruaje subir a tientas al pescante. A lo lejos, dos farolas amarillas señalizaban el acceso al centro de la ciudad y servían por toda iluminación de la calle.

»Salté sobre la capota de cuero de la diligencia y le propiné un puntapié en la nuca al cochero justo cuando se disponía a fustigar a los caballos. El pobre desgraciado aquel se desplomó sobre el adoquinado lo mismo que un títere descordado.

»Acto seguido, salté de nuevo para caer junto a los animales y dejé por un instante a Ksyusha en el suelo, donde consiguió ponerse en pie.

»—Iván, ¿qué ha sido eso?

»Solté las trabas y el correaje del tirante que llevaba el primer caballo del carruaje, después volví a tomarla en brazos. La hice subir a horcajadas sobre la montura sin ensillar y luego me situé tras ella para aferrar las crines con ambas manos y propinar un formidable taconazo a aquel pobre trotón penco.

»Y aquel pobre trotón penco, acostumbrado al tiro y no a que lo cabalgaran a pelo, se encabritó como una mala bestia y galopó como alma que lleva el diablo, sacándonos de la ciudad.

»Sacándonos de la ciudad y del mundo de los hombres.

»Lo hice cabalgar rumbo al distrito Este, a través de callejas torcidas, alumbradas por farolas mortecinas. Las sirenas de la policía comenzaron a palpar el barrio y a buscarnos con luces de un azul hambriento, mientras yo me afanaba por escapar del casco urbano sin que me atraparan. Hice quiebros por todo aquel trazado, torciendo y serpenteando sobre una montura furiosa por todo el distrito, escurriéndome por callejones y atravesando plazas, subiéndome sobre los cascotes de una casa a medio derribar para luego arrancarme a correr sobre los tejados de los pequeños bloques de dos pisos de aquella zona, alejada de los edificios Jrushchov y las stalinkas. Tras el galope sobre los tejados y el descenso por el toldo de una frutería, tuve que reemprender la carrera sobre los bancos de una breve avenida para luego surcar los lavaderos y atravesar el patio de un colegio.

»Hacia el final, cuatro o cinco callejas torcidas y enrevesadas más y, poco a poco, supe ir avanzando hacia el Este, zafándome de los intentos de la policía por cercarme.

»Por desgracia, el ruido de los disparos primero y las sirenas después, tan poco frecuente incluso en aquella ciudad tan grande, consiguió sacar a buena parte de los vecinos de sus casas. La gente de San Petersburgo comenzó a dar voces, a salir al balcón y a asomarse por las ventanas al paso de los cascos de nuestro caballo.

»Algunos salían a la calle, dudando en detenernos al poco de preguntarse si no seríamos nosotros los malhechores a los que trataban de atrapar las fuerzas del orden.

»Uno de aquellos desgraciados nos arrojó una botella de vodka, otro hizo un amago de cerrarnos el paso. Después apareció tras él uno que hizo con nosotros algo que nos iba a destrozar la vida a Ksyusha y a mí, dos seres anónimos que malvivían de la noche.

»Nos desgració para siempre.

»Uno de aquellos vecinos en pijama, se plantó frente a nosotros con una cámara de fotos y disparó. Tiró a matar, con aquella máquina muchísimo más peligrosa que las pistolas. Nos fotografió encuadrándonos a ambos, huyendo juntos y a caballo.

»Como almas que llevaba el diablo.

»Aquella foto me perseguiría durante toda la vida.

»Sería la prueba de que yo y solamente yo había sido el contrarrevolucionario que había asesinado al dignatario. O eso iba a decir la prensa del régimen.

»Pensé en llevarme la cámara, pero la situación era muy comprometida y aquella bestia de cuatro cascos no parecía dispuesta a detenerse hasta alcanzar los bosques que se desplegaban junto al límite del casco urbano, donde la espesura nos envolvió.

»Las luces parpadeantes de medio Leningrado y las sirenas de la policía quedaron atrás. Dieron paso al canto de los pájaros del amanecer, al resplandor de la luna enferma de esas latitudes y al temblor de las estrellas de junio. Y al abrazo fuerte que ya no pude quitarle de encima en toda la noche a mi pequeña Ksyusha.

»La noche del verano de Leningrado estaba a punto de dar por concluida su hora escasa de oscuridad. Pronto daría paso a un amanecer interminable que podría destapar nuestra huida, revelar nuestro pecado, sacarnos a la luz.

»Hasta entonces, nos teníamos el uno al otro, eso era todo. Frente a nosotros, tomaba posiciones el imperio más grande de la historia, dispuesto a capturarnos. Dispuesto a desplegar medios sin parangón para dar caza y captura a un criminal de mi talla, que volvía a desafiar al régimen, tras veintisiete años en paradero desconocido y bajo una orden vitalicia de búsqueda y captura. Y esta vez el régimen no pensaba volver a dejarme escapar. Alguien en el distrito centro de Moscú sabía mucho acerca de mí y ahora se iba a proponer firmemente acabar conmigo, con nosotros.

»Vería el óleo de Ksyusha secándose y luego la foto que nos acababan de hacer. Al verla reconocería en mí una seria amenaza para el Estado.

»Reconocería en mí a una clase de hombres que Rusia trata de detener desde los tiempos anteriores a los zares. Vería mi estampa en la foto y vendría a por mí, dispuesto a revolverlo todo y a arramblarlo todo para darme caza como a un perro y atraparme para siempre.

»Para zanjar una lucha de siglos.

»Jamás lo conseguiría.

»O eso le juré a Ksyusha aquella noche.

»—Nos esconderemos, amor mío. Nunca nos encontrarán. Conozco un sitio donde no vendrán a buscarnos ni en un millón de años. Un sitio maldito al que ningún hombre cuerdo nos seguirá.

»Yo miraba al frente al galopar. Nuestro caballo sorteaba árboles y obstáculos ya con gran dificultad. Ella miraba al cielo subpolar, de un azul cada vez más eléctrico, más inclemente. Una estrella fugaz pasó sobre nuestras cabezas y apuesto a que ella pidió por nosotros, se preguntó por lo que podría depararnos el futuro a partir de aquel momento.

»—¿Vas a sacarme de la Unión Soviética, Iván?

»—Peor todavía, Матрёшка. Mucho peor. Te llevo conmigo al infierno. Al infierno en la tierra. Allí serás sólo para mí.

»Se abría un abismo frente a nosotros. Aquella iba a ser nuestra luna de miel. Aquel acababa de ser nuestro matrimonio.

»Nuestro matrimonio por secuestro. Nuestra huida a caballo en medio de la noche, rumbo a ninguna parte, juntos y solos, contra el mundo, contra todo.