—Al día siguiente hubo otra noche blanca, de apenas cinco horas sin sol, otra luna casi muerta, otros tres vasos de vodka casi llenos y esta vez un vestido amoratado; ajustado a la piel más que ningún hematoma caliente. Venas en su escote, venas en mi gollete. Nos cogimos de la mano y llegamos al parque, donde hubo que reemplazar la manzana del paseo por un par de besos rojos, que ella supo arrancarme pese a que fui yo quien acudió a por ellos.

»Morder su carmín en una noche sin penumbras era apurar el vino de un cáliz sacrificial frente a la asamblea de fieles, observar un poderoso incendio forestal tras unas gafas de sol tintadas de rojo, mascar un entrecot al punto justo después de haber desollado la res. Pintar una escena de caza con sangre, en la pared de una cueva iluminada por antorchas.

»Aquella mujerzuela me hacía sentir vivo, como si algo se hubiera puesto a latir en mi pecho. Bajo mis costillas no había sonado un corazón marcando el paso durante los últimos cien años. Veinte después de aquella noche, sigue moviéndose algo en mi interior. O eso me parece, cada vez que miro a Ksyusha.

—La cosa termina en boda, entonces —me aventuro a decirle yo, en tono socarrón, cabrón con pinturas que soy. No pierdo comba y no dejo de trabajar en mi lienzo.

Está siendo una noche insigne. Pinto como hacía años que no pintaba. Estoy exultante. Voy a clavar en mi tela a este bastardo lo mismo que a un Cristo. Miro el Gólgota de Munch y el Mil demonios aullando de mi humilde persona y sé que estoy más cerca de lo uno que de lo otro. Luego miro a Iván, agitándose frente a la hoguera, y tengo que volverle a interpelar.

—Digo que si la cosa termina en boda —le insisto. Nada me va a parar. Quiero más.

—Hay uniones que se mantienen por las bendiciones y la nuestra es más poderosa que ninguna otra maldición.

»Entonces ya lo era.

»Nos abrazábamos y la música entre nosotros movía su tórax y el mío mucho más que nuestra propia respiración.

»—¿De qué te escondes, Iván? —me preguntó ella, apretándose contra mí, bajo las estrellas más cobardes y el anochecer más valiente que se hayan visto en el cielo. Su voz me sosegaba como el batir de las ramas de los abedules, convertida en un susurro.

»—¿Debería hacerlo? ¿Tendría que esconderme?

»—No creo. Pero sé que lo haces. ¿Por qué si no iba un hombre sensible y dulce como tú a trabajar la noche?

»—No soy un hombre. No soy dulce. No soy sensible. Yo no trabajo.

»—No trabajas, sólo te escondes.

»No soy como los demás —respondí, tratando de hacerla callar con un beso. Pero, en aquellos tiempos, Ksyusha era de las que no callarían ni bajo el agua.

»Yo no sé mucho, pero estoy segura de que tú no eres como los demás. Hay algo que no encaja contigo, algo que se oculta. Para empezar, todavía no has dicho nada acerca de tu persona. ¿Por qué me gustas tanto si apenas te conozco, Iván? ¿Por qué no sé decir casi nada sobre ti?

»—La Revolución de Febrero convirtió en propiedad del Estado los castillos y los bosques que me pertenecen por legado histórico. Así que ahora soy otro proletario maleante más. No tengo otra cosa que contarte.

Oh, y qué más.

»—Y mis planes para el futuro pasan por aprovechar estos tiempos turbulentos de Perestroika y reformas para ver si consigo recuperar mis títulos nobiliarios. También pretendo reclamar legítima propiedad privada sobre tu corazón, sobre tu cuello y sobre tus posaderas, Ksyusha.

»Ella se rio. Su risa era la de una niña pequeña, fácil y fugaz. Cada vez que la hacía sonar yo sentía que hasta las conversaciones más insulsas que sosteníamos tenían su razón de ser en el mundo.

»—Y tienes buen sentido del humor… Me gustas mucho, Iván. ¿Cuántos años tienes?

»—Yo no tengo años, Матрёшка. No tengo años porque formo parte del infierno.

»Volvió a reírse. Música para mis oídos. Luego nos dimos otro beso. Miel para mis labios, aunque yo nunca he probado la miel. Apenas conozco el sabor de lo dulce.

»—En serio, Iván. Puedes contarme lo que sea. Deberías empezar a hacerlo.

»—Todo a su tiempo —le dije—. Poco a poco. Ahora tenemos que trabajar.

»Y reanudamos el paso. Nos desensamblamos y, sueltos pero enlazados, lo mismo que un plato y su cadena, pusimos rumbo al hotel donde ella se iba a volver a quedar desnuda y a solas con un perverso kirguís que había movido dinero e influencias como para que le dejaran abrir en canal a la mujer que me estaba robando el alma.

»Aquello me destrozaba la noche, pero era para mí poco más que otro de los trámites que la vida interpone entre tus planes y tus pasiones.

»De modo que me planté en aquel hotel e hice mi papel, lo mismo que la noche anterior. Y lo mismo que pasaría en la siguiente. Yo hacía de novio de Ksyusha y luego hacia de comadre. Bajo la ventana de la habitación número doce, el enorme automóvil del Partido aguardaba a que el kirguís terminara la sesión de pintura. Éramos media docena de personas, contando a los trabajadores del hotel, los que bailábamos aquella estúpida danza para que aquel ridículo tipejo pintara su maja desnuda. Volví a vomitar el vodka. Volví a patear uno de los rodapiés de la moqueta. Aquello ya empezaba a convertirse en un ritual. Poco después, ella me llamó para que entrara a recogerla, en cuanto terminó la sesión de pintura.

»Salir con Ksyusha era un placer si había que recogerla, luego venía el dolor, al entregársela al cliente y al final otro gustazo, antes de devolverla a casa. Me llevaba alto y luego bajo, como ningún otro revulsivo. Era mi trastorno bipolar. Mi sístole y mi diástole.

Diástole.

—Caminar con Ksyusha hacia su casa tras visitar la habitación doce del Evropeiskaya era gloria bendita. Faltaban apenas veinte minutos para que empezara a insinuarse en el horizonte la silueta del sol, la noche blanca subpolar se nos iba desangrando; pero nosotros todavía teníamos sangre en las venas.

»Y nos besamos. Y nos mordimos. Hicimos el amor bajo el manzano del jardín de Verano. No fue una gran sorpresa para ninguno de nosotros, no fue como cuando me hizo comer una manzana, pero fue la última y la primera vez en la que realmente sentí lo que era hacer el amor con una mujer.

»Después de algo como eso, un hombre nunca vuelve a ser el mismo.

»Después de algo como eso, alguien de mi condición se siente capaz de cualquier cosa para defender un momento así.