Pinto primero sus ojos, aunque sé que no debería, tal vez luego los tenga que retocar… Pero me dejo llevar y comienzo por sus pupilas; todo girará en torno a ellas, como si fueran el epicentro de una tormenta. Sus ojos. Dos agujeros negros supermasivos. Un gato muerto mira a través de ellos, un destello de luz parece haberse desinstalado ahí, al fondo. Iván está mirando a una stripper que se contonea en las llamas de la chimenea, pero su mirada no refleja el fuego. La luz del mundo parece escapar de él.
No obstante, hay algo en su expresión que se regodea. Trempa. Se refocila. Salpica.
Está relamiéndose de placer. Mira la lumbre y se siente bien. Lo veo en sus tripas. Se siente complacido porque sabe que él y yo estamos empezando algo. El hijo de puta está posando para mí. Maldita sea, este hombre realmente quiere ser retratado.
—¿Por qué un retrato expresionista, señor? —le pregunto. Y los óleos se derraman sobre mi paleta.
—Yo no puedo hacerme fotos, hijo.
—Y yo tampoco puedo hacerlas, señor.
—Me llamo Iván.
Colores que nunca ha visto el sol están brotando como flores salvajes en el barbecho de mi paleta. Se mecen si el pincel las sobrevuela suavemente, igual que si el viento las estuviera acariciando. Ahora óleo azafrán y en mi paleta veo un campo de girasoles bamboleantes, ahora sumo dos azules y de pronto tengo delante una llanura cubierta de hierba fresca y flores amarillas que se peinan con el poniente, luego pongo cobrizo y aparece a mis ojos una pradera de posidonia que se pone a cimbrear cuando buceo sobre ella, cuando me sumerjo en el óleo. Cierro un instante los ojos y ahora mi pincel es una cerilla que prende un rosal de pétalos rojizos. Cosas vivas y felices que danzan al ritmo de mi música, un millón de flores imposibles, y yo me decido a libar de ellas.
Soy la puta abeja reina del expresionismo.
Bailad, bailad para mí, malditas.
Arded en mil colores furiosos. Quemad los ojos del que mire.
Desatad la luz.
—Iván, sabe usted de sobra que yo no voy a retratarle, sino a representarle.
—Por eso no suelo hacerme fotos, porque salgo mucho más que feo en todas las que me hacen. Tampoco me gusto si me miro en los espejos… Supongo que pierdo mucho ángel, al natural. Mi única esperanza es que un hombre como tú sea capaz de llevarme al lienzo, que alguien sepa sacar lo mejor y lo más profundo de mí, para ponerlo ante mis ojos.
—¿Se verá usted en mi cuadro si le pinto como a un monstruo?
—Me he visto hecho un monstruo cada vez que la vida me ha querido pintar así.
—Pues entonces cuénteme su vida. ¿De dónde es usted?
—He vivido aquí y allá. Casi siempre he ido y venido sin pasar demasiado tiempo en ningún lugar. No recuerdo haber nacido, lo mismo que tú.
—Yo me crie cerca de esta ciudad, marché a París para triunfar y volví aquí al fracasar —le digo yo, marcando las palabras con sorna. Tengo la esperanza de que mostrarme así le hará seguirme el juego y me siento cómodo enfrentándome a él, porque, al fin y a la postre, retratar a un hombre es un buen motivo para mirarlo de frente y plantarle cara—. Ya ve lo fácil que resulta contar la vida de uno en tres patadas. Pruebe usted, Iván. Seguro que lo consigue.
Mi cliente suspira y vuelve la vista de las llamas de la chimenea a las que parecen salir del genio de Munch.
Yo comienzo a trabajar con sus rasgos y mis óleos, a toda velocidad, barriendo los colores y blandiendo todos los pinceles de la arqueta. Cuando él empieza a hablar sucede que el pincel en mi mano se arranca sobre la piel del lienzo y así es como el retrato se pinta, se pinta solo, al ritmo de su historia.
Su historia me atrapa, como las fauces de un lobo. Más que un cepo para osos.
—Trabajé como proxeneta, en los ochenta. Aunque entonces el nombre de mi ciudad era Leningrado, yo prefiero el de San Petersburgo. Fui parido de espaldas, criado contra el Estado, crecido pese a la Unión Soviética. En ella me convertí en un tratante de blancas.
»Se suponía que estábamos en un país que no tenía entre sus filas a hombres como yo, se suponía que éramos los revolucionarios ciudadanos de un estado comunista, de un país donde la mujer ya era libre y la prostitución se había abolido definitivamente. Por eso no estaba ni prohibida.
»Por eso las enfermedades venéreas estaban tan lejos de ser erradicadas.
»Yo era el hombre tranquilo de Madame Chzov, su amigable y sereno puño de hierro. No hablaba con nadie y nadie hablaba conmigo. En rigor, yo no hacía otra cosa que garantizar la seguridad de las señoritas, algo que casi nunca era necesario. De modo que no me ocupaba de nada importante, salvo despachar con el Partido y disuadir con mi mera presencia a todo aquel que tratara de acercarse a las muchachas sin contar con la debida recomendación.
»Madame Chzov arreglaba citas entre hombres importantes y muchachas irrelevantes. Yo era quien recibía los encargos. Éramos un equipo ganador.
»—Llévate a Ksyusha al hotel Evropeiskaya, acompáñala hasta la habitación doce, digan lo que digan los recepcionistas. Que nada te detenga. Si alguno de ellos se niega a colaborar, le entregas esto de mi parte. No dejes a Ksyusha a solas con el cliente hasta que el cliente no te entregue un sobre con el membrete del Partido, el lacre del comité y mi nombre escrito en él. ¿Lo has entendido bien, Iván?
»Y yo asentía como sólo lo haría un idiota. Eran tiempos y sitios difíciles, si no eras un idiota. Lo mejor que podías hacer cuando te veías individuo de mi condición y estabas en una ciudad como aquella era pasar completamente desapercibido. Buscarte una ocupación nocturna. Hacerla como el que hace cualquier otra estupidez. Interpretar el papel de un alma de cántaro en el mundo de los desalmados. Rodearte de gente que no tiene un trabajo de verdad y hacer como que tú trabajas de verdad para ellos. Ésa fue mi jugada y me sirvió para medrar sin que nadie reparara jamás en mí, ni lo hicieron las personas decentes ni lo hicieron los canallas. Nadie presta atención a un alcahuete cretino.
»Y así es como un chulo le puede chulear a la vida. El mayor triunfo del demonio es haber convencido a los hombres de su inexistencia, de su intrascendencia. Tuve tranquilidad y estabilidad durante un par de lustros.
»Todo comenzó a irse al infierno para mí cuando Ksyusha salió de su cuarto aquella tarde. La fui a recoger a su casa y, al hacerlo, cometí el mayor error de todos los que todavía no he conseguido olvidar.
»Me planté en su barrio, en las afueras, en un distrito de kommunalkas de nueva construcción. Lo convenido era que nos reuniéramos frente a la parada de autobuses, pero Ksyusha se retrasó.
»Se retrasó más de media hora.
»Pregunté a unos vecinos por ella. Mi error. Resultaron ser sus hermanos. Me hicieron pasar al interior de la kommunalka en la que vivían pese a que yo no parecía la clase de hombre con el que habrían querido verla ni la clase de hombre que habría querido conocer a su familia. Acto seguido, me sirvieron vodka, aunque les dije que yo nunca bebo. Fue la primera vez que probé el vodka. Conocí a su padre, un cerrajero moscovita. Me presentaron al abuelo, a la abuela y hasta a la familia con la que compartían la vivienda, una pareja joven recién llegada de Karelia. Recorrí el edificio siendo recibido y acogido por todos aquellos desgraciados como el novio de Ksyusha.
»Un error terrible e imperdonable en un empleo en el que la discreción es vital. Yo no supe cómo escapar de todo aquello en lo que me acababa de ver metido por culpa de la tardanza de la pobre y anodina mujerzuela aquella. En cuanto me dejaran a solas con ella la iba a matar.
»Entonces Ksyusha salió de su cuarto y yo la vi por primera vez. Había estado acicalándose durante una interminable hora y cuando dio el emperifollamiento por terminado no tuvo mejor idea que irrumpir en el salón embutida en un precioso vestido rojo. Yo con ganas de matarla.
»Y ella estaba para matarla.
»No nos habíamos visto antes. No nos hizo falta volver a hacerlo para saber que nos gustábamos, demasiado.
»Nadie me preguntó por mi trabajo ni por mi edad. Nadie preguntó ni a qué hora volveríamos cuando me marché con la pequeña Ksyusha, todos dieron por hecho que íbamos al baile del distrito, al club social, como el resto de parejas de la ciudad. Para colmo, Ksyusha era tan pequeña y tan sencilla que se impregnó de todo aquello y se despidió de su familia tomándome del brazo como si nos fuéramos de verdad al baile.
Yo aparto por un instante la mirada del lienzo y la pongo sobre Iván, inquisitivo. Muevo la cabeza a los lados y pongo cara de rechazo.
—¿Cómo pudo dejar que aquella pardilla se pusiera cómoda a su lado siendo usted su chulo? ¿Eso no es endiabladamente cruel?
—En efecto. Lo cierto era que íbamos a que un viejo canalla la desflorara. Por mucho que ella se sintiera feliz haciendo el papel de mi novia, el caso es que a mí me habían encomendado que se vendiera su inocencia sin problemas y a ella le habían dicho que un miembro candidato del Politburó estaba buscando a una estudiante bonita con su perfil para un importante evento mediático del Komsomol, la organización juvenil del Partido, que por aquella época convertía en famosas a las azafatas, actrices y modelos que empleaba para sus constantes campañas de comunicación y propaganda.
»Aunque era cierto que el cliente de Madame Chzov era un hombre poderoso del que se podían obtener grandes prebendas y al que no solían negarse favores, también era verdad que a Ksyusha la llevábamos engañada.
»Y eso no era nada nuevo para mí, por supuesto. La mayoría de las muchachas a las que metíamos en aquello nunca sabían bien hacia dónde las arrastrábamos hasta que ya estaban bien rotas por dentro.
»Vivir de aquello no era bueno ni para mí ni para nadie que se me acercara, pero me permitía llevar la vida que alguien de mi condición tiene que llevar. No solía pesarme cargo de conciencia alguno porque yo no comprendo muy bien lo que significa eso.
»Al menos no hasta que conozco lo que habita tras las caras de la gente. Las personas tienen… luz, al otro lado de sus ojos, hogueras bailando por dentro, puedes escucharlas chascar si te acercas mucho, lo mismo que el mar puede escucharse en el interior de las caracolas. Hay interminables tormentas de fuego agitándose en todos y cada uno de vosotros. Por encima de ellas, expresiones, gestos, semblantes; caras que os ponéis como el que se viste, atuendos para las ocasiones. Disfraces de combate.
»El de Ksyusha era una enorme sonrisa, aquella noche. Una sonrisa tan pura y tan sencilla como ella. La acompañé por todo el jardín de Verano y no se soltó de mi brazo en ningún momento. Al principio la dejé hacer porque estábamos en su barrio y no tuve otro remedio que continuar pasando por su novio ante todo el vecindario, medio sindicato y un distrito de jrushchovkas. Ya tendría tiempo más adelante para ajustar cuentas con ella por haberme metido en todo aquel embrollo.
»Poco después de abandonar el distrito de su kommunalka nos tocó atravesar el parque en medio de la noche y decidí que era mejor tenerla sujeta a mi brazo como una lapa. Sería más seguro.
»Porque el jardín de Verano era peligroso en el San Petersburgo de aquella época. En una dictadura de semejante calibre se suponía que el proletariado no pendoneaba a las tantas si no era alrededor de las pocas zonas habilitadas a tal efecto, por lo que, pasada la hora de cenar, la única manera de cruzar de la Fontanka a Kutuzova o llegar al Troitskaya ploshchad era atravesar el jardín de Verano, que estaba supuestamente cerrado al público, y, siete meses al año, oscuro a más no poder.
»Oscuro en cada invierno… Porque en los veranos como aquel, la noche de Leningrado es de apenas cuatro horas. Es un anochecer que cubre al amanecer, manteniendo el cielo permanentemente iluminado por un sol que apenas se decide a hundirse bajo la línea del horizonte. Así de superficiales son las famosas noches blancas de Petersburgo, la única megalópolis subpolar del mundo: tres millones de almas sólo pueden reunirse tan al Norte del planeta en un sitio como San Petersburgo para vivir noches de verano repletas de luz y agitación, en las que igual se puede leer veintitantas horas al día. La urbe entera bulle actividad y vida, una vida diametralmente opuesta a la que se disfruta en invierno, en un invierno terriblemente oscuro, de días de apenas cinco horas de sol.
»Y cuando digo oscuro no digo oscuro para los estándares de las farolas que conoces tú, hijo mío. Un invierno oscuro en la decadente Unión Soviética de finales de los ochenta quiere decir oscuro como la madriguera de un topo. Para colmo, durante la medianoche el parque tenía fama de andar plagado de maleantes como nosotros; por lo que tampoco era mala idea, pese a lo vibrante del verano en el que Ksyusha y yo nos conocimos, dejar que la pobre desgraciada aquella continuara incubando el peligroso delirio de que éramos una pareja.
»Además, qué demonios, estaba empezando a gustarme que se apretara junto a mí. Era bonita. Nos estábamos dando un baño de luz solar post crepuscular, era dulce.
»Caminábamos despacio, a lo largo de un camino flanqueado por árboles de todo tipo, hablándonos en voz baja, para que nadie nos descubriera, cuando ella se soltó de mi brazo. Y echó una breve carrera que terminó en un gracioso salto.
»—¿Qué haces? ¡Baja de ahí ahora mismo! —le dije yo, al ver que se disponía a encaramarse a lo alto de un formidable manzano. La vi trepar y escalar con maneras de mono hasta casi coronar la copa, que igual levantaba doce metros del suelo.
»—¡Baja inmediatamente, baja o te subo yo a buscar! —insistí, sin atreverme a levantar la voz del todo. Pero ella seguía riéndose y tomándose mi enfado a broma, jugando con aquello.
»Siempre lo hace, siempre desobedece. En aquella época lo hacía todo el tiempo.
»Se estiró y se enroscó en una rama hasta llenar sus medias de carreras. El árbol se sacudió como si tratara de librarse de aquella muchacha, que al final consiguió salirse con la suya, porque alcanzó una preciosa manzana. Una enorme manzana Antonovka, roja como la sangre de un bebé. La única roja de todo el árbol.
»Si los zares comieran manzanas, serían como aquella, digna de un príncipe de Moscú. Si el demonio hecho serpiente tentó al primero de los hombres empleando una manzana, fue con aquella misma fruta maldita que Ksyusha acababa de arrancar de su rama.
»Se la metió en el interior de su vestido y comenzó a desandar el camino. Supo descender con cuidado y hacer pie rama tras rama hasta dejar caer ágilmente sus zapatitos en el suelo junto a mí.
»Yo estaba furioso. Solía golpear a las chicas que no respondían con diligencia a una orden directa. Sabía hacerlo sin dejarles marca. Los años de oficio me habían convertido en un experto en la canallada de la humillación y el amedrento. Supe de inmediato que, si Ksyusha y yo habíamos roto una norma sagrada al hacer creer a mucha gente que teníamos una relación, algo mucho más profundo se iba a romper alrededor de nosotros si en aquel preciso instante yo no le arreaba un bofetón de guante blanco.
»Quizás tocaba cogerla del pelo y ponerla de rodillas para luego llenarle la cara de insultos terribles y escupirle en los ojos. Tal vez amenazarla con algo terrible que le podía ocurrir a su abuelo. Ante los casos rebeldes, Madame Chzov me había llegado a recomendar que violara a sus muchachas o hasta que las apartara unos días de la circulación con una paliza de las de verdad. Y a mí no me faltaban arrestos para hacer cosas como esas incluso a chicas con una cara mucho más bonita que la de Ksyusha.
»Pero entonces Ksyusha se me acercó todavía más y me dio la manzana.
»Y me dijo:
»—Te la regalo.
»—¡¿…?!
»—Tienes que comer más fruta, Iván. Tienes muy mal color. Y yo no salgo con chicos que tienen mal color.
»Traté de reaccionar lo mejor que pude ante algo como aquello.
»—¿Pero qué…? ¡Tú y yo no estamos saliendo, pedazo de idiota! ¡Yo soy sólo el hombre que te lleva a un trabajo! ¡Y más te vale obedecerme si no quieres que te…!
»—Ya sé que he subido muy alto —me interrumpió ella, sin mirarme ni dejar de sonreír, al tiempo que se alisaba el vestido—, pero no hace falta que te preocupes por mí, que yo ya sé lo que me hago. Además, en pleno Jardín de Verano ya ves que no hay manera de conseguir una manzana tan buena y tan gorda como ésta si no es subiendo hasta lo alto de los manzanos. Y yo no quiero que mi novio se tenga que conformar con una manzana cualquiera, ¿sabes?
»—Deja de… ¿Has dicho novio? ¡Escúchame bien! ¡Me han enviado para…!
»Me puso la mano sobre la boca. Yo estaba hablando a voz en grito, en plena noche. Mala cosa. El haz de una linterna interrumpió nuestra bronca desde el otro extremo de la avenida.
»—¡Tsssch! ¿Ése de ahí no es el vigilante del parque?
»Y tuvimos que marcharnos, apretando el paso. La discusión tuvo que esperar. Ella me volvió a coger del brazo. Me dijo que me comiera la manzana y yo me comí la manzana. Y eso que yo no como manzanas. Nunca había comido antes una manzana, nunca jamás, que yo recordara. Tampoco he vuelto a hacerlo desde aquel día.
—¿Llegaría usted a enamorarse de aquella muchacha? —le pregunto yo, con una sonrisa en la boca que parece más ácida que una manzana verde; aprovecho que me toca cambiar de tono y voy a tener que limpiar a fondo dos de mis pinceles principales. El olor del disolvente impregna la estancia mientras Iván vuelve la mirada a la chimenea en busca de respuestas.
—Yo no suelo enamorarme, hijo —me responde mi cliente, mirando con ojos complacidos cómo reanudo la pintura—. No me interesan las mujeres ni el fornicio ni empatizo con la gente… Pero algunas cosas que hacen a veces las personas pueden conmoverme. El arte me hace vibrar y también los sentimientos intensos. Al fin y al cabo son la misma cosa.
»Ksyusha era todo sentimiento, era un ser puro y era arte vivo. Me gustaba mucho, como me gusta la luz de las estrellas. Tengo conmigo la luz de las estrellas todas las noches, pero eso es algo que contemplo desde un océano de distancia. Supongo que con Ksyusha me pasaba y me pasa algo parecido. Ella y yo podemos caminar bajo la luz de la misma luna, pero por encima de nuestras cabezas siempre estaremos separados por un mar de estrellas.
»Recuerdo cómo aquella noche la llevé hasta el hotel Evropeiskaya, sintiéndome como un idiota por cómo había ido aquel servicio, con el vodka y la manzana revolviéndome el estómago y el brazo de Ksyusha eternamente entrelazado con el mío, su parloteo insustancial envolviéndome en todo momento y la constante sensación de que algo funcionaba terriblemente mal cada vez que me preguntaba cómo era que yo no conseguía estar profundamente enfadado con ella.
»Pensé que todo aquello se disiparía en cuanto pusiéramos las cosas en su sitio, así que la conduje hasta la habitación doce. Ella aguardó fuera mientras yo entraba a tratar con el viejo kirguís que nos la había comprado. Él me entregó un sobre con el membrete del Partido, el lacre del comité y el nombre de pila de Madame Chzov escrito en él. Acto seguido, yo salí de la estancia y la hice pasar a ella.
»—Haz todo lo que te diga este hombre y no montes ningún escándalo —le dije yo, sin titubear ni dejar que respondiera. Después la empujé al interior de la habitación doce.
»—Te estaré esperando aquí afuera —añadí, zanjando todo indicio de conversación al ponerme el dedo índice frente a los labios. Y cerré la puerta tras ella.
»Ya estaba hecho. Me aposté frente a la puerta y me quedé mirando la punta de mis botas, sin entender porqué me sentía de repente tan incómodo con lo que me tocaba hacer en aquel momento.
»Aguardar.
»Aguardar a que Ksyusha hubiera sido consumida por aquel viejo. A saber qué depravaciones albergaba en su interior. Era un mal tipo. Lo supe en cuanto lo miré a los ojos. Yo siempre sé esas cosas. Puedo leer a muchas personas como si fueran libros abiertos y aquel tipo era malo, muy malo, insidioso. Algo en él me producía escalofríos.
»Creí que los gritos y los golpes se iban a desplegar tras aquella puerta, como sucedía algunas veces, pero no fue así. Me puse a andar en círculos y a moverme como un perro inquieto. Vomité la manzana y el vodka. Traté de distraerme, de ocuparme, y recorrí algunos metros del pasillo frente a la habitación aquella. Abrí una de las ventanas que había al final del corredor y saqué medio cuerpo fuera, tratando de respirar, aunque fuera aire helado. Descubrí que, en la puerta trasera del hotel, había aparcado un enorme automóvil de los que solían emplear los dignatarios del Partido. Acodados sobre maletero, dos fornidos escoltas charlaban entre ellos en idioma kirguís. Se les podía oír departiendo ruidosamente desde la primera planta en la que me encontraba yo. El chofer les escuchaba con una sonrisa. Se veía que el cliente de Madame Chzov también traía consigo un séquito, uno que me hacía parecer pequeño y humilde. Me pregunté qué clase de cacique acude custodiado por dos hombres armados cuando viene a verse con una joven señorita a un hotel donde no se hacen muchas preguntas.
»Cerré la ventana. Di otros dos largos paseos por el pasillo de aquella planta. Le propiné un puntapié al rodapié de la moqueta, repetí la operación hasta astillarlo. Fue como si en aquella habitación que yo estaba custodiando estuvieran pariendo a mi hijo primogénito. No paré quieto ni un instante durante las dos horas largas que duró aquello.
»Tras las cuales, la voz del viejo kirguís a través de la puerta me indicó que ya podía pasar.
»Y entré en la habitación, entré con el ímpetu del que espera encontrar un terrible desastre aguardándole. Y lo único que vi era a Ksyusha vistiéndose junto al sofá.
»Su sonrisa seguía siendo igual de enorme y de limpia que cuando la vi bajar de su cuarto.
»El kirguís recogió un par de maletas y un cartapacio y se acercó a mí para decirme:
»—Mañana de nuevo aquí, a la misma hora.
»Mis ojos lo traspasaron, miraron dentro de él y se posaron sobre la tormenta en su interior. ¿Qué tramaba aquel tipejo?
»Él me estrechó la mano y salió de la habitación, dejándonos a solas.
»Yo me volví a Ksyusha, perplejo. Ella ni se molestaba en cubrirse ante mí. Se vestía con la cachaza del que acaba de amanecer. Se subía lentamente y con descaro las medias, llenas de carreras. No parecía alterada ni lo más mínimo. Su cuerpo ante mis ojos, menudo y firme, insolente.
»¿Y bien?
Y bien ¿qué?
»—¿Cómo estás?
»—Cansada. Tengo sueño. ¿Me acompañas de vuelta a casa, entonces?
»—Pues… sí, claro. Entonces… ¿ha ido bien?
»—¿Qué te pasa, Iván? —me preguntó ella con un destello de mordacidad en su permanente sonrisa—. ¿Estás preocupado por lo que me haya podido hacer ese hombre?
»—Pues… un poco, sí. ¿No te ha hecho daño?
»Ella se rio como una niña. Siempre jugaba conmigo. Siempre juega.
»—No, no me ha hecho ningún daño. Me ha tratado con extremo respeto y me ha hecho sentir cómoda en todo momento.
»—Vaya. Me alegro.
»Lo cierto era que yo no entendía nada.
»—¿Necesitas saber todo lo que me ha hecho hacer, cariño?
»—Yo… no necesito nada.
»Lo cierto era que yo necesitaba todo tipo de explicaciones. Me sentía como un bailarín torpe que no consigue coger compás. Aquello me superaba.
»—Sólo me ha pedido… pintarme.
»—Pintarte.
»—Ajá. Quiere un posado. Me ha dicho que necesitaba sacar un óleo de mi cuerpo sin ropa y me ha prometido que no retratará mi cara. Luego ha desplegado equipo de pintura y se ha pasado todo el tiempo tras el lienzo.
»—Ya lo has oído. Dice que con cuatro sesiones tendrá suficiente para pintarme —añadió ella, visto que yo no conseguía pronunciar palabra—. Así que mañana me recoges de nuevo, a la misma hora.
»Yo no supe qué era lo que me tenía tan asombrado, si sería que aquel viejo kirguís acababa de sorprenderme por su honradez, o si era que me estaba empezando a importar demasiado aquella muchacha.
»Porque lo cierto era que me alegré sobremanera de que a Ksyusha no le hubiera pasado nada de lo malo que esperaba que le sucediera, en manos de aquel hombre.
»Y algo muy malo vibraba en las manos de aquel hombre. Algo que no terminaba con los pinceles, algo oscuro y enfermizo. Aquel individuo estaba podrido hasta la médula. ¿Y sólo quería pintar? ¿Había pagado por su inocencia y no la iba a deshonrar? ¿Y qué era el infierno que ardía tras sus ojos?
—Me cuenta usted una historia intrigante, Iván —le dije apartando un momento los pinceles y dejando caer mis brazos, en parte para descansar de la pintura y en parte para descansar de él.
—Usted preguntó.
—En efecto, porque soy el que pinta aquí. Le pintaré según le vea y, si sigue hablándome de sí mismo en esos términos, terminaré sacándole muy feo, terriblemente feo. ¿No puede usted contarme cosas buenas que haya hecho, algo bonito?
—He pasado los mejores momentos de mi vida entre lienzos bonitos, terriblemente bonitos. He tenido y perdido, comprado y vendido, quemado y admirado toda suerte de pinturas. El mundo me ha cansado lo mismo que mis cuadros, todos han terminado por hartarme la vista. Todos los óleos que me han hecho disfrutar han terminado pareciéndome insubstanciales y mediocres tiempo después de descubrirlos. A día de hoy, ya no disfruto contemplando a casi ninguno de los clásicos —añadió una mirada furibunda a su copia del Gólgota—. Ya ve, el mundo del arte pictórico ha terminado por hastiarme. Quizás porque ya no puedo pintar nada por mí mismo.
—Entonces, ¿por qué quiere que le pinte yo?
Iván volvió la mirada hacia mi cuadro, Mil demonios aullando.
—En realidad vine para conocerte, para seguirle el rastro a tu trabajo. Por desgracia, anteanoche sucedió una cosa que ha hecho que yo me sienta superado por la vida y ahora lo que más quiero es mirarme por los ojos de un pintor, de uno que todavía no me haya dejado de gustar.
No estaba mal como confesión.
Pero era todo un horror escuchar aquello cuando se tenía la paleta en una mano y el pincel en la otra.