Mi coche parece haber rejuvenecido. Tiene hasta ganas de joder, o eso parece. Me ha puesto música. Está metiendo las manos de sus faros bajo la falda de la montaña y ahora remonta con cuidado las curvas de la carretera hacia arriba, persigue un trofeo, palpa la oscuridad en busca del agujero que hemos venido a encontrar. Se comporta de repente como un joven que tantea su camino en pos de las bragas de la noche y eso que lo que le aguarda al final de la cuesta no es un coño. Es la verja de la residencia, que está tan oxidada como abierta, de par en par. Una abertura cortante, enferma de tétanos. Una mala follada.
Chico, parece que todavía no somos ni tan chungos ni tan viejos, le digo complacido al salpicadero de mi viejo Talbot Horizon. Él sigue sobando el camino y se esfuerza en afinar el tacto de sus ruedas sobre la grava hasta que hemos entrado en el chalé de nuestro cliente. Y ya está, conseguido.
Estamos en el sitio, en lo que sería una bonita finca, de no estar tan descuidada. Arbustos afean el jardín. Vemos estatuas ora blancas, ora recubiertas de liquen. Un entramado de plantas enredaderas que alfombra los pavimentos, los tramos de las fachadas, un trozo del tejado, varios árboles. Hay calvas en el césped, manchas de humedad y de mugre, campando a bofetones; un enorme algarrobo muerto junto a la entrada, restos de la madera de un columpio enmohecida que se bambolea tras el cadáver del algarrobo.
Al otro lado de la verja aparece de repente la figura de un corpulento retaco vestido con lo que parece ser un mono de trabajo que tiene el peto manchado de verde del césped, o de las enormes enredaderas que pueblan el lugar, que no se entiende para qué tiene un jardinero. Este hombre se toca los cojones. Si a él le pagan por tener el chalé hecho unos zorros, a mí me van a hacer de oro por soltarle cuatro brochazos a un lienzo.
A todo esto…
Nos aguardaba, el jardinero. Nos aguardaba junto a la reja. Nos aguardaba a oscuras.
Reconozco su cara, es el destripaterrones que me contrató. Cierra la verja tras nosotros y yo maniobro un poco en el porche hasta que consigo hacer a un lado a mi viejo coche. Cuando veo que ya he aparcado y que el jardinero ha terminado de cerrar el enrejado que circunda los jardines de la finca, tomo aire y quito el contacto de las llaves, con solemnidad, preguntándome si no acabo de desentubar a un hermano moribundo.
Se apagan de repente todas las luces del coche y entonces me doy cuenta de lo solo que acabo de quedarme.
Me doy cuenta de eso y de que no hay ninguna otra luz en todo el lugar.
Al igual que el resto de la montaña, el chalé está envuelto en una negrura espesa. Ningún farol señaliza su posición y tan sólo puede adivinarse una suave luz a lo lejos de una de sus ventanas.
¿El jardinero de la residencia me estaba esperando sin más alumbrado que el de la luna, con lo poco que luce esta noche?
No puede ser.
Me saca de mis pensamientos el chirrido del columpio de madera podrida, que se mece a escasos metros del asiento del copiloto.
Este sitio es mosqueante.
Lo mismo que los dos perros de trineo que lo habitan. Una pareja de enormes chukchas siberianos que no han ladrado al verme llegar ni se han movido al verme entrar. Ahora los tengo justo enfrente, los distingo en medio de la noche gracias a la luz de las estrellas, aunque lo cierto es que no hay ni rastro de las centellas que tendrían que verse en los ojos de ese par de perrazos. No parecen interesados en olerme ni a mí ni a mi coche. Se limitan a mirarme. Uno de ellos, creo haberlo visto blanco y gris, permanece tumbado en el porche. El otro, que me parece que era gris y negro, debe de estar tomando asiento junto a la verja. ¿Y se supone que estos dos están aquí para guardar la casa? ¿Es que en este sitio no trabajan ni los chuchos?
Salgo del coche, medio encabronado, medio preocupado. Y eso que no veo tres en un burro. Y que hace un frío de cojones.
—Oiga, usted. Aparte de que insisto en que estas no son horas para ponerse a pintar —voy diciendo con la voz cada vez más levantada—, ahora resulta que voy a tener que descargar de mi coche todo tipo de herramientas y no sé cómo cree que voy a hacerlo con tan poca luz. Tendrá que ayudarme a cargar los bastidores, los caballetes, varios rollos de lienzo, y tres cajas de herramientas repletas de óleos, pinceles, carboncillos, muchos frascos de médium y…
—Tranquilo, amigo —me responde el jardinero con su marcado acento rumano al tiempo que se va acercando a mí—. Ya le dije que conocemos su trabajo. Contamos con que le llevará tiempo desplegar sus materiales.
—Pues entonces hágame el favor de encender las luces de la casa porque…
Tres de las doce ventanas del primer piso de la mansión se iluminan en ese preciso instante.
—Hace usted demasiado ruido, amigo. Parece que mi señor acaba de despertarse —dice el jardinero rumano levantando las cejas y negando con la cabeza, justo antes de arrancar a caminar hacia la casa.
La casa ésta. Es enorme. El chalé más grande que he visto. Su antigüedad se me hace incalculable, más de un siglo y medio, por lo poco que sé de arquitectura. Fachada de piedra gris y negra.
Alguien con tan mal gusto a la hora de escoger residencia sólo podría ser uno de mis clientes. Si va a pedirme que le pinte un retrato que sirva para decorar el horror de casa en la que vive, entonces sí, creo que soy su hombre.
Porque de un tiempo a esta parte mis pinturas espantan casi tanto como su chalé.
Y eso que me pareció una mansión señorial más cuando lo único que alcancé a ver de ella fue su silueta, recortándose contra la luz de la luna, en el camino hacia aquí.
Dios santo, qué cosa más fea de casa. Y le habrá costado un cojón. Si es casi tan repelente y vieja como mi coche…
Mi coche al menos tiene la decencia de desplazarse, trata de escapar del mundo. Ahora me estoy preguntando si querrá arrancar la próxima vez que se lo pida. Nunca me ha fallado, pero siempre me pregunto cuándo lo hará. Es como un hijo tonto, supongo.
—Vale. Ahora está mejor, ya veo más allá de mis propias narices. ¿Puede encender también las luces del porche? ¿Por favor? —le digo al jardinero. Y me enciendo un cigarro.
—Ahora mismo voy.
—Oiga, ¿y cómo es que me estaba esperando a oscuras? ¡Me ha dado usted un susto de muerte!
—No conviene molestar a mi señor —dice él mientras sube las escaleras de la casa—. Es un hombre exigente.
Nah, no lo creo. No tiene ni idea de estética.
Y conste que yo he sido un gran pintor. De los buenos. De los bohemios. De los yonquis. Lástima esto último, supongo que empezará a ser un problema en cuatro o cinco horas más, porque me he chutado poco y creo que volveré a tener el mono cuando amanezca.
Espero que no me hagan pintar toda la noche este par de zumbados. Me preocupa lo chungo que me puedo poner si me sorprende la madrugada frente al lienzo. Me aterra la idea. Sístole. Diástole. Sístole.
El retaco rechoncho saca una llave de dos palmos de su mono de lona azul y abre la entrada del chalé. Una puerta acorazada. La oscuridad parece brotar del interior de la casa negra como algo vivo. Le traga, tiene hambre. Acto seguido, dos bombillas amarillentas se encienden en el porche de la casa, chisporroteando lo mismo que un par de huevos en una sartén oxidada.
Este sitio me está poniendo enfermo y eso que acabo de llegar.
Dos bombillas enclenques por toda luz de un porche más grande que el antro en el que malvivo. Alucinante. Definitivamente, aquí no leen poesía. Al menos no en el porche.
Bajo el soportal hay una butaca de mimbre y una tumbona a juego, ambas ramplonas y decrépitas. Eso es todo. No parece que mi cliente sea muy dado a pasar las tardes junto a la entrada de su casa. Me pregunto para qué usará el porche, visto el conjunto en perspectiva.
—Puede ir pasando, amigo —me indica el jardinero desde el umbral de la puerta.
—¿No me ayuda usted a descargar mis bártulos?
—Uh… Está bien.
Y en cuanto se me acerca yo le doy bastidores y caballetes como para que termine peor que la burra de mi abuelo, el buhonero.
La suspensión de mi Talbot Horizon gruñe aliviada al desprenderse de tamaña colección de trastos. Ochenta y tantos kilos de enseres, la mayoría de ellos casi inservibles. Ahí van la mitad de mis pertenencias, le digo al coche mientras la espalda del jardinero rumano desaparece de nuestra vista, sepultada por los bártulos. Cojo un par de maletines repletos de óleos y pinceles y me apresuro a seguirles el rastro.
A seguirles el rastro por el interior de la casa, tras el jardinero del demonio, que parece que tenga ruedas y que no gruñe ni cuando está transportando todo ese peso aparatoso.
Huele rancia y húmeda la casa. Huele a cueva de oso, a herida llena de pus. Me recuerda a la alberca de la alquería de mi tío abuelo (el borde), que tuvo que ser drenada y luego cegada tras ponerse negra y amanecer cubierta de bichos y pececillos muertos. No es que esta casa apeste, es que algo añejo se está pudriendo aquí. Eso y que en este sitio nunca se abren las ventanas.
—¿Hay alguna otra tontería que yo tenga que recordar, aparte de que tengo que pintar a las tantas de la noche?
—Nada, lo convenido —me responde el jardinero, hablando con celeridad—. Ya sabe, serán cuatro sesiones de pintura, consecutivas, siempre durante las noches de la presente semana. Se empieza a pintar tras la medianoche y, si hace falta, hasta el amanecer. Mi señor posará para usted de forma diferente cada noche y él escogerá los posados.
—¿Entonces serán cuatro lienzos? —jadeo yo, mientras atravesamos un segundo salón repleto de mobiliario del siglo diecinueve. Algunas veces atravesamos pasillos oscuros y otras veces salas mal iluminadas.
—No, amigo. Será uno. Usted deberá… captar todos los posados… en un único retrato —me responde él, con gran dificultad para encontrar las palabras. Quizás falla su francés, quizás ni siquiera hubiera podido expresarse mejor en rumano. O quizás lo que estuviera pensando al hilar la frase fuera demasiado… para traducirlo.
La frase en cualquier caso me arranca un escalofrío.
¿Quieren un retrato expresionista?
¿Que yo pinte una conceptualización del cliente en cuatro secuencias consecutivas, tras observarla en cuatro escenas, escogidas y escenificadas por él?
¿Pero esto qué es?
—El cuadro no se lo podrá llevar usted —sigue diciéndome el jardinero, sin aflojar la marcha ni mostrar signos de agotamiento ni dejarme un instante para que yo pueda recuperar el resuello—. El lienzo no saldrá de esta casa, permanecerá siempre en poder de mi señor, que será quien le facilite las pinturas y los óleos en todo momento.
Dejo caer los maletines que llevo y tomo aire para protestar. Ni me parece bien ni es momento de comunicármelo, si es que realmente voy a tener que pintar sin emplear mis propios óleos. Me dispongo a bramar a la menguante figura del jardinero rumano cuando un movimiento a mi derecha me hace mirar a un lado del pasillo que atravesábamos.
Junto a mí, se abre un corredor que va a dar con una puerta abierta.
Tras la puerta, una cama con dosel. Un fino visillo blanco la encortina.
Tras la seda, el cuerpo desnudo de una anciana asiática manca y coja de todas sus extremidades.
Su piel está surcada por tatuajes y cicatrices, apenas se deja ver, su piel, entre tanto camuflaje. Su vagina menos. Su boca tampoco. Está amordazada por una mascarilla de gas unida por un tubo a una enorme y anticuada máquina que retiembla, retumba, rechina y respira por ella, al fondo de la habitación.
La mirada y la expresión de la anciana asiática están trastornadas como las de un alcohólico decrépito.
De repente aparecen a escasos metros de mi cara los ojos punzantes del jardinero rumano.
—Tenemos prisa, amigo. La noche avanza.
¿Cómo ha vuelto de adonde iba? ¿Cómo se me ha plantado encima tan de repente? ¿No estaba a diez metros de mí?
—¡Ah! ¡No vuelva a hacer eso! ¡Me pone usted los pelos de punta!
El jardinero rumano tira de mí hacia adelante. Vuelve a conducirme hacia su señor. No me atrevo a preguntarle por la anciana, no quiero ni imaginarme si lo que huele a rancio en esta casa son sus habitantes. Mejor ni saber qué demonios ha sido esa visión fugaz que se acaba de escapar hacia mis ojos, saliendo de aquella puerta.
Llegamos a una enorme sala, cuatro paredes forradas con libros, viejos casi todos ellos. Muebles todavía más viejos; mesa, interminable; sillas, estanterías mil, varias butacas. Una chimenea encendida y crepitando. En el centro de la estantería principal, los libros se apartan para abrirle paso a una formidable reproducción al óleo del Gólgota de Munch.
Su calidad me quita la respiración.
Mi cliente está en un rincón de la sala, me mira cuando miro el cuadro. Sé que me está observando, lo noto, de reojo. Me escruta obscenamente. Es un hombre de edad indefinida que se ha instalado en mi campo visual pero que no consigue captar mi atención ni cuando su jardinero mete cuatro billetes de cien euros en mi bolsillo, la paga que hemos acordado por el posado de hoy.
Tendría que cuadrarme, presentarme y tal vez hasta bajarme los pantalones del alma, pero el protocolo dice que si debo despojarme de mi dignidad cuando llego a un sitio como este primero tengo que empezar por rendirle mis respetos a Edvard Munch.
Y al tío que hizo esta copia habría que hacerle un monumento también.
—Creo que es la mejor imitación que he visto. Y habré visto unas cuántas —le digo a mi cliente sin dejar de mirar el lienzo—. También recuerdo haber pintado un par de facsímiles como este, pero los míos no fueron tan buenos.
Él no me responde. Pasan unos instantes y algo que todavía funciona dentro de mí decide que si quiero trabajar no puedo seguir pasando del patrón. Vuelvo la mirada hacia la pared sur de la biblioteca y clavo mis ojos en los suyos mientras esbozo una sonrisa torpe.
—Discúlpeme, porque no me he presentado, me llamo…
No puede ser.
Una enorme O mayúscula se instala en mi boca para amordazarme y borrar toda expresión de mi rostro. No puedo verme, pero sé cuándo se me ha puesto cara de muñeca hinchable.
Porque esto es increíble.
En la pared sur, junto a mi cliente, hay un cuadro mío.
Uno de los mejores. Lo pinté cuando estaba entrando en mi apogeo. Se vendió por una buena cifra, en la misma noche en que lo presenté por primera vez, en una vergonzante exposición al aire libre de las que yo solía hacer al comenzar el despegue de mi carrera, mucho antes de que mis cuadros llegaran a cuatro galerías decentes para luego desaparecer del mundo, rumbo al infierno donde arden los lienzos de los pintores olvidados.
Por aquel entonces muchos decíamos que yo iba a poner al día el expresionismo y tal vez llevarlo mucho más allá de lo modernista. Recuerdo haberme ganado la vida holgadamente y hasta haberme mudado a una buhardilla bastante cara, en aquellos años. Fue hace diez. Antes de que me rompieran el corazón. Sístole. Diástole. Sístole. Antes de las moscas, del silencio, de que mis cuadros perdieran la luz y la profundidad, antes de que se me terminara el numen. Antes de la heroína.
—Es… Es uno de mis últimos óleos por veladuras.
—Ni siquiera supe su nombre, hasta hace escasos meses —responde él hablándome en un francés perfecto—. No se lee bien, al otro lado del lienzo, no constaba en el catálogo de la exposición donde lo compré, y tuve que pagarlo muy caro cuando me obstiné en contratar a un marchante de Londres para que me identificara y luego localizara al signatario.
—Me llamo Jérôme Fournier —le digo yo, conmovido—. Aquí me tiene, pese a que nunca pensé que volviera a ver enmarcada ninguna de mis obras. No puedo creerme que haya usted seguido mi rastro desde París hasta aquí.
—Hijo, yo vine desde el centro de Europa hasta tu ciudad para alquilar esta casa sin más compañía que la de Dumitru, mi ayudante, al que ya conoces. Por todo equipaje traje obras como la tuya —añade apuntando a mi cuadro con ambas manos—, que viajaron enmarcadas y embaladas entre piezas de tablex. Llámame Iván.
Y vuelve las manos hacia mí, adelanta primero la izquierda, quizás para comprobar si es verdad eso de que soy ambidiestro. Un truco de gato viejo, no me lo habían hecho desde que dejé de pintar por encargo. Los ambidiestros tenemos algunas destrezas importantes a la hora de abordar ciertos trabajos, aunque yo no pinto a dos manos, jamás.
Nos damos un estrechón protocolario y nuestras respectivas manos parecen medir sus fuerzas por un instante. La suya es firme y estirada, vieja y fría. La mía está temblando y sudando, debilitada, enjuta y sucia. Nos miramos. Sus ojos no reflejan la luz de la chimenea y los butrones que hay donde tendrían que estar las chiribitas de sus pupilas se quedan grabados a escoplo en mi retina, cuando bajo la mirada a los pies y me quedo mirando mis zapatillas de tenis manchadas a partes iguales de pintura y mierda. Sigo conmovido. Diástole. Rayos. Joder. Hay algo que tengo que decirle ahora a este hombre, ahora o nunca.
—Es un placer, señor. Me temo que debe ser usted el único admirador que me queda y… la verdad, temo decepcionarle.
—Todo el mundo lo hace.
—¿Decepcionarle?
—No. Temerme.
—¿Euh…? Mire, la verdad es que no estoy en mi mejor momento, no sé ni si sería capaz de trazar y mezclar con la precisión con la que lo hice en los tiempos en los que pinté ese cuadro.
—No has respondido a mi pregunta.
—¿Qué pregunta?
—Tengo que asegurarme de que eres quien creo que eres, hijo. ¿Cómo se llama tu cuadro?
—Mil demonios aullando.
—Sí, eso me dijo el marchante. Buen nombre. Bienvenido, Jérôme.
Nos quedamos callados otra vez.
Durante los últimos meses he ido cayendo cada vez más bajo. Primero cambié la cocaína y los cristales por heroína y pasé de ser un desgraciado a ser un yonqui desgraciado. Al poco, tuve que acostumbrarme a dar palos, a robar y a joderle el dinero a quien pudiera para ir saliendo adelante.
Creo que en mi camino habré pisoteado a unos cuantos. Pero seguro que nunca jodí a alguien que me apreciara. Que apreciara mi trabajo.
Dios, no puedo timar a este hombre.
—Insisto. Me temo que no estoy en condiciones de pintar otra obra como ésta que tiene usted aquí. Necesito su dinero, pero si realmente quiere usted que pinte como solía hacerlo en mis mejores tiempos, lo cierto es que soy un pintor acabado. Y también que no me siento capaz ni de rechazar su oferta… ni de estafarle.
—¿Cuánto hace que te estás envenenando la sangre, hijo?
Callo un momento.
Sin rodeos él, sin rodeos yo.
—Comencé a diario con el caballo hace pocos meses. Se supone que todavía estoy a tiempo de dejarlo, pero no me veo con corazón, señor.
Sístole.
—Te agradezco la honestidad, hijo, pero no he venido hasta aquí para escuchar tus lamentos. Puedes hacer el trabajo que te encomiendo. Lo sé. Lo puedo oler.
Niego con la cabeza. Él insiste. Es implacable.
—Tú vas a pintarme. Tienes los óleos a tu izquierda.
Tomo aire y me vuelvo a un lado para examinar el equipo que termina de desplegar el jardinero rumano frente a un magnífico caballete de roble. Tomo una paleta nueva, de madera blanca, y saco dos pinceles de la arqueta. Examino los aceites, agito algunos, dejo que me envuelvan por un instante y de pronto, mil óleos me están aullando.
Un cadmio naranja como ningún otro naranja que haya visto yo en el mundo si no es yendo hasta las cejas de heroína y luz solar. Un azul sévres soberbio. Dos tubos de carmín oscuro y profundo como ningún otro, uno podría arder con tanto rojo. El tierra de siena también es mucho más válido que ningún otro que mi mano haya mezclado antes. Este hombre sabe lo que se hace incluso mejor que yo. Conoce el trabajo, lo conoce de verdad.
Una pena no haberle encontrado antes, cuando yo todavía no me había convertido en un juguete roto.
No se me ocurre ningún tecnicismo razonable que esgrimir como excusa para rechazar el encargo, tras examinar todo el equipo que han puesto a mi alcance: un material de pintura exquisito, ejemplar. Me cago en sus muertos, diría que hasta me están entrando ganas de ponerme a esbozar.
Miro a mi cliente, me ha dado la espalda para devolver a su estantería el libro que estaba leyendo cuando he irrumpido en la sala. Vuelvo a mirar el equipo y todavía me parece mejor si me pongo a examinarlo con detenimiento y abro unos cuantos frascos, olfateo otros tantos óleos. De nuevo, le lanzo mi mirada a Iván y mi mirada lo atraviesa y cae al vacío.
No veo nada que pintar. ¿Cómo puedo yo hacerle un retrato a este tío? Nada en él me dice nada. Tendría que conocerle mejor para hacerle un retrato simbólico, supongo.
—El equipo es formidable, pero insisto en que yo no lo soy. Apenas he sacado a nadie al óleo, jamás fui un pintor de retratos. Y no sé si puedo hacer un cuadro de usted si va a posar como le parezca cada noche. Tampoco sé si cuatro noches serán mucho o poco tiempo para mí —hago aquí una pausa dramática, porque sé perfectamente lo que voy a decir a continuación—. En fin. Me temo que está usted planteando las cosas muy mal.
Él calla y yo insisto. Prosigo con mi discurso:
—Entiéndame. A mí me halaga mucho lo que está haciendo conmigo al traerme hasta aquí, pero…
—Escoja lienzo —responde él.
Dos palabras. Un único imperativo.
Y catorce mil telas que Dumitru, el jardinero, expone ante mis ojos. Hay lienzos de algodón, de cáñamo, de lino, de mil tamaños. Los va sacando de un cilindro de plástico y los extiende ante mis ojos para luego dejarlos caer sobre el caballete, uno tras otro, como el vendedor de modas que va desplegando prendas y tejidos ante los ojos hambrientos de una muchacha que viene a hacerse el mejor vestido para el baile.
Mis ojos van directos a un lienzo claro, fino y mestizo cuyo tacto se apodera de mi atención. Las manos van al pan.
Más que un lienzo es un cedazo. Me retiene, no me deja pasar, quiero quedarme en él. Es un paño único. Sobre una tela tan excepcional, hasta yo pinto algo.
Dios. Me siento como James Ensor a punto de pintar su Entrada de Cristo en Bruselas.
No puedo parar esto. Tengo que pintar.
Sístole. Diástole.
—Muy bien, esto se va a hacer —digo.
Y de repente comprendo que algo grande en mi vida se ha puesto a respirar.
Dumitru se marcha y nos deja solos. Yo me quito mi anorak y me arremango el chándal. Tomo aire, tomo paleta, tomo riendas. Afianzo el bastidor. Sístole, diástole. Esto va a ser un óleo grande, de cincuenta por sesenta. No habrá borrador ni apenas boceto. Algo que todavía funciona muy hondo y muy dentro de mí musita un débil no lo hagas, pero yo aprieto los dientes y vuelvo la mirada a mi cliente. Meto mis ojos en el negro de sus pupilas y la oscuridad que tiene Iván ahí adentro me envuelve y me lleva consigo.
Iván y yo nos estamos metiendo en un túnel muy oscuro.
Juntos atravesamos la noche.