39: Otro recodo en el río del tiempo

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Otro recodo en el río del tiempo

Algunos sostienen que los qar son inmortales, otros que sólo son más longevos que los mortales. Pero ningún hombre sabe cuál es la verdad, ni qué pasa con las hadas cuando mueren.

Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand

Toda su vida Barrick Eddon había rezado para que las cosas que lo diferenciaban de los demás, su brazo tullido, sus terrores nocturnos y sus ataques de pesadumbre inexplicable, el terrible legado de la locura de su padre, tuvieran algún sentido, para que su verdad consistiera en algo más que una vida arruinada y descabellada. Ahora que su plegaria era respondida, estaba aterrado.

No salvé a la reina. ¿Y si también fracaso con la Flor de Fuego del rey? ¿Y si me rechaza?

Estaba en el balcón de la alcoba del rey. Un chaparrón había caído sobre el castillo; las torres y los techos a dos aguas sobresalían como lápidas en un cementerio atestado, en variados matices de negrura húmeda y lustrosa. En el poco tiempo que había pasado desde su llegada, Qul-na-Qar estaba siempre mojada, oscilando entre la niebla, la llovizna y el aguacero, como si ese antiguo baluarte fuera una nave capeando un temporal.

Aun así, había algo apacible en ese lugar, y no sólo porque estuviera casi desierto: el vasto laberinto de corredores tenía el aire tranquilo de un cementerio cuyos fantasmas ya no molestaban a los vivos porque habían muerto mucho tiempo atrás. Sabía que en las sombras acechaban cosas que lo habrían aterrado, pero se sentía a sus anchas en esa casa llena de desconocidos inquietantes. No extrañaba lo que antes había sido suyo: su casa en las tierras soleadas, su hermana, la muchacha de pelo oscuro de sus sueños. Ahora todo eso parecía lejano. ¿Había algo por lo que valiera la pena regresar?

Al fin Barrick se impacientó con el brillo de los techos mojados y con sus pensamientos recurrentes. Salió de la habitación, bajó por una empinada escalera de piedra rajada y blanca y salió a una columnata que lindaba con un jardín goteante y vacío. Hasta las extrañas plantas carecían de color: los verdes eran casi grises, los capullos eran tan claros que los tonos rosados y amarillos sólo se podían ver de cerca, como si la lluvia los hubiera desteñido. Desde ahí abajo las torres no parecían lápidas sino complejos frutos de la naturaleza, llenos de formas abstractas y reiterativas, columnas y barras y galones como los que los nobles humanos usaban como símbolos heráldicos, aunque que aquí se repetían en diseños incesantes como las escamas de una serpiente. Esta profusión de formas básicas tranquilizaba la vista pero también la confundía, y después de caminar un rato Barrick notó que aun sus pensamientos se fatigaban.

¿Por qué me haces afrontar esta decisión, Ynnir?, pensó. Nunca he sabido elegir…

Como en respuesta, un remolino de hojas susurrantes dobló la esquina y retrocedió cuando el rey con su ropa raída entró en la columnata frente a Barrick, apareciendo de pronto como si hubiera salido de un pliegue en el aire.

Ya no soporto oír el llanto de los celebrantes, dijo Ynnir, y sus pensamientos revolotearon como las hojas que caían en el sendero, así que he sacado a mi hermana, mi amada, de la Cámara de la Agonía. Al margen de tu decisión, Barrick Eddon, debo darle mi fuerza pronto si deseo preservar su vida. Sospecho que el Artífice ha fallado al fin, y mis fuerzas se están disipando. Pronto el don del cristal le fallará también a Saqri, y ya no importará lo que hagamos. Camina conmigo.

Barrick acompañó al rey en silencio. Salieron del jardín y regresaron a los resonantes corredores. Algunos sirvientes de Ynnir salieron susurrando de las sombras, criaturas de muchas formas y tamaños que los seguían a respetuosa distancia. Esas extrañas caras incomodaban a Barrick, pero sólo porque sabía que estaban en su elemento y él no.

—No sé qué hacer —dijo al fin—. No sé qué sucederá.

Si lo supieras, no sería una decisión, sino una mera selección. Ynnir se detuvo y lo encaró. Déjame mostrarte algo, hijo. Se llevó los largos dedos a la venda que lo cubría. Mientras pasaban los años de mi vida y el trance de nuestro pueblo se volvía cada vez más nefasto, me sumergí en mí mismo en busca de algo que nos salvara. Vivía casi continuamente con mis ancestros, con la Flor de Fuego y la Biblioteca Profunda, y viajé con el pensamiento a lugares cuyos nombres no entenderías. Me zambullí tan profundamente en lo que podía ser y lo que había sido que perdí de vista lo que tenía delante de mí. Pasó un siglo hasta que noté que mi esposa, mi amada hermana, estaba muriendo. Desató el nudo de la venda y aflojó la tela. Sus ojos eran blancos como la leche. Al fin perdí la vista. Hace mucho tiempo que no veo el rostro de mi amada, salvo en mi memoria. Nunca conoceré tu cara, muchacho, salvo por el aspecto que tienes en la mente de otros. Todo por tratar de conocer lo que sucederá. Y por tratar de no cometer ningún error.

—No entiendo…

Uno de nuestros oráculos dice: «Cae la lluvia, sube el rocío. Entre ambos, niebla. Lo que hay entre ambos es todo lo que hay». Ahí tienes tu respuesta, hijo de los hombres. No caviles demasiado sobre lo que sucedió ni te preocupes demasiado por lo que sucederá. Entre ambos está todo lo que importa, todo lo que existe.

Ynnir volvió a ponerse la venda y siguió caminando. Barrick lo siguió, y acompañó al rey en silencio largo rato, pensando.

—¿Podrías hacer esto aunque yo no quisiera? —preguntó al fin—. ¿Podrías imponérmelo?

No entiendo. ¿Preguntas si podría obligarte a aceptar la Flor de Fuego?

—Sí. ¿Podrías darme la Flor de Fuego aunque yo no quisiera?

Qué pregunta tan extraña. Ynnir parecía cansado: sus movimientos eran aún más lentos que cuando Barrick había llegado. Ni siquiera puedo imaginar semejante cosa. ¿Por qué haría eso?

—Porque necesitas hacerlo para que tu pueblo sobreviva. ¿No es un buen motivo?

Si aceptas la Flor de Fuego, Barrick Eddon, eso no significará la supervivencia de mi pueblo; sólo de lo que han aprendido.

—¿Pero podrías obligarme?

Ynnir sacudió la cabeza.

Yo no… Lo lamento, hijo, pero los pensamientos coloreados por tu idioma no transmiten bien el sentido. La Flor de Fuego es nuestro don más excelso, aquello que nos dio Torcido y nos diferencia de los demás. Los que están destinados a llevarla esperan una vida entera para recibirla, y la obtenemos sólo cuando nuestros padres están agonizando. Y cuando la tenemos, nos pasamos la vida procurando legarla a nuestros herederos, los hijos de nuestros cuerpos. Obligarte a aceptarla… No encuentro palabras para explicarlo, pero para mí es imposible. O bien la aceptas, y entonces veremos qué sucede, o bien no la aceptas, y mi pueblo seguirá hacia un final que ya no contiene la Flor de Fuego. Y así los días de la Gran Derrota desembocan en el sueño del Tiempo. Se detuvo. Hemos llegado a la sala donde aguarda Saqri.

Las enormes puertas estaban abiertas. El rey las traspuso y Barrick lo acompañó, pero las criaturas que los seguían no cruzaron el umbral. Muchas luces alumbraban la sala, pero lo que más impresionó a Barrick fue la oscuridad que se demoraba bajo las vigas talladas, a pesar de las velas y las lámparas; la oscuridad y los espejos.

En ambos lados de la sala, extendiéndose a tal distancia que Barrick pensó que soñaba despierto, las paredes estaban revestidas con espejos ovalados de muchos tamaños, cada uno con un marco distinto. En cada uno anidaban la luz y la sombra, y cada uno mostraba algo diferente, de modo que Barrick pensó que no estaba viendo reflejos sino ventanas que se abrían a mil lugares distintos. Estaba confundido y apabullado, pero había algo más.

—He visto esto… Lo he visto antes.

Ynnir sacudió la cabeza, pero no respondió de inmediato. Al fin habló, con voz más débil que nunca.

No has estado aquí, hijo. Ningún mortal ha estado.

—Entonces lo soñé. Pero sé que lo he visto… Los espejos, las luces… —Frunció el ceño—. Pero estaba lleno de gente, y al final del salón… al final del salón…

Todo había sido tan abrumador que no había reparado en la silueta que estaba en el extremo de la sala. Él y el rey se desplazaban hacia ella a través de un resplandor semejante al de un radiante día estival, aunque la sala era fresca y soplaba una corriente. Cuando se acercaron, Barrick vio que habían puesto a la reina en una de dos sillas de piedra, el cuerpo derrumbado como un cadáver; el otro trono estaba vacío. Parecía macabro e irrespetuoso que el rey la hubiera dejado así. Sintió el deseo de enderezarla, de acomodarla en una posición digna de una criatura de tan singular y lánguida elegancia.

—¿Por qué ella está…? ¿Mi señor?

Ynnir se había hincado de rodillas. Barrick pensó que se trataba de un gesto ritual de respeto o de dolor, pero notó que el rey respiraba con dificultad. Trató de ayudarlo a levantarse, pero el rey era demasiado corpulento y su debilidad era demasiado grande. Al fin Barrick se acuclilló y lo rodeó con los brazos, asombrado de encontrar músculo y hueso bajo las ropas raídas. A pesar de su extraña imponencia, el rey era de carne, y se estaba muriendo.

La mente de Barrick borró el mundo, las tierras de sombras, la sala espejada. Ahora sólo quedaban el rey, él y su decisión.

—Sí —dijo—. Lo he decidido, y digo que sí.

El rey respiró con más calma.

Tienes que estar seguro, dijo Ynnir. Nunca ha ocurrido nada semejante, y podrías morir al recibir la Flor de Fuego. Y si la recibes, nada te la quitará salvo la muerte. Serás un monumento viviente, rondado por los recuerdos de mis antepasados, hasta tu último instante en la tierra.

Ahora era Barrick quien respiraba con dificultad.

—Entiendo —dijo al fin—. Estoy seguro.

Ynnir sacudió la cabeza con tristeza.

No, hijo mío, no entiendes. Ni siquiera yo entiendo del todo lo que nos dio Torcido, y he convivido con ello toda mi larga vida. El rey se puso de pie, y Barrick quiso levantarse, pero Ynnir le indicó que se quedara sentado en el suelo. Pero así tenía que ser, y esto también tiene que ser así… Saqri, yo, tú y la trama de tontas decisiones y extraños accidentes que ligaron a nuestras familias.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Barrick. Tenía miedo, pero no del dolor que pudiera causarle la Flor de Fuego, sino de fallarle a Ynnir, de no tener la fuerza suficiente para recibir lo que le ofrecían.

Nada. Un fulgor llenó la sala, morado como la luz del atardecer. Barrick notó que no era un resplandor general, sino se originaba allí mismo, y aureolaba la cabeza de Ynnir como una niebla de montaña. El alto rey se agachó, cogió la cabeza de Barrick entre las manos y le besó la frente con labios frescos y secos. Por un instante Barrick pensó que esa luz tenue se había colado en su interior, pues todo aquello que lo rodeaba (Ynnir, los espejos polvorientos, las vigas del techo, que semejaban ramas cargadas de hojas y bayas) había adquirido el mismo fulgor violáceo.

—¿Qué? —Parpadeó. Sonaba una campana. ¡Tenía que ser una campana, muy fuerte y profunda!—. ¿Qué debo…? —La campana sonó de nuevo. Pero no podía ser una campana, porque era silenciosa. Aun así, sentía el tañido en los huesos.

Duerme, hijo, dijo Ynir, sosteniéndole la cabeza. Ya ha comenzado…

Y Barrick no pudo oír nada salvo el lento sonido de sus pensamientos, su corazón que latía como aguas heladas palpitando en las venas de una montaña, un dolor como fuego congelado, y su cráneo que temblaba con el eco de cada retumbo…

Al fin, cansado de luchar, traspasado por un dolor infinito, cayó en un lugar oscuro y silencioso.

* * *

Una criatura lampiña y humanoide lo miraba, y las sombras proyectadas por las lámparas oscilaban. No, no era sólo una criatura, eran muchas, y levemente transparentes.

Un susurro le rozó los pensamientos: Harsar sirviente fiel pero nunca merecedor de plena confianza el Círculo de Piedra perdió mucho con la Gran Derrota…

Esa voz se extinguió y la criatura que tenía delante volvió a ser una sola: Harsar, el servidor del rey. Por un momento vertiginoso, Barrick no pudo entender nada. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba?

—Todavía estás en la Sala de los Espejos —le respondió Harsar, aunque Barrick no había hablado. Vio que el sirviente movía la boca, sintió la voz monocorde de Harsar en los oídos, pero también en el pensamiento, y lo que decía allí era sutilmente distinto—. La Primera Piedra duerme. La Hija de la Primera Flor pregunta por ti.

El susurro silencioso lo atravesó de nuevo: Éxito ella vive pero nosotros somos estériles arrojamos nuestra simiente al viento tal como hacemos rodar los huesos. No era una mera voz en su cabeza sino una idea, silenciosa como hierba estirándose hacia el sol. Barrick trató de incorporarse. ¿Por qué estaba tumbado en el suelo? ¿Por qué su cabeza le parecía un saco lleno de piedras que amenazaba con rasgar sus costuras, mientras esos pensamientos palabras ideas sonidos olores crepitaban en su mente como piñas estallando en el fuego? Se agarró la cabeza para impedir que se partiera. Al rato esa sensación se disipó, aunque aún sentía la mente abarrotada y el mundo parecía habitado por fantasmas de sí mismo, como si mirase todo a través de un vidrio de mala calidad.

—Acércate —dijo Harsar—. La Hija de la Primera Flor…

Saqri, hermana, esposa, nieta, descendiente, murmuraron las voces en su cabeza.

—Ella te espera.

En el Lugar de la Angostura. La Sala de la Encrucijada. Bajo las ramas de espinos como en los Primeros Días, cuando el Pueblo era joven…

La cabeza de Barrick parecía una colmena. Tuvo que contenerse para no ahuyentar ese enjambre de pensamientos con las manos.

—¿Dónde está el rey? ¿Dónde está Ynnir?

—El Hijo de la Primera Piedra está en la Sala de la Despedida —dijo la voz.

Ha pasado al Corazón de la Danza del Cambio, dijeron sus pensamientos.

—Ven —dijo la voz—. Ella te conducirá hacia él.

Barrick ya no pudo hablar: siguió a Harsar por el pasillo mientras los nuevos pensamientos se arremolinaban como motas de polvo en una tormenta de viento. Nombres, momentos, destellos que parecían recuerdos, pero recuerdos de cosas que él nunca había visto y no reconocía del todo. Y no sólo lo acuciaban esos jirones de sentido: todo en el salón, los bancos, los espejos de las paredes, los intrincados entramados del suelo, parecía irradiar un fulgor, un brillo de realidad que él nunca había experimentado. Ni siquiera los objetos más familiares de su infancia estaban arraigados en él como las vigas de ese techo, esa oscura y antigua madera con forma de hojas de acebo y ramas sinuosas. Todo tenía una textura y una configuración que no podía pasar por alto; todo tenía una historia. Y como todo lo demás en Qul-na-Qar, la sala misma era una historia, una gran historia del Pueblo.

Entonces la vio, esperando con su brillante túnica blanca.

Fue como si lo barriera una ola, embistiendo contra sus sentidos, sumergiendo su mente en recuerdos que nunca había tenido: un bosque lleno de hojas rojas, un hombro terso, claro como marfil, ella montada en un caballo gris con una capa espolvoreada de nieve.

Saqri.

Hermana del Viento.

Última del linaje.

Enemiga amada.

Perdida y recobrada.

Reina del Pueblo…

Los recuerdos se amontonaron hasta que no quedó casi nada de Barrick, pero al mismo tiempo sintió el impacto de algo más puro, como si un haz de luz cegadora le perforase el ojo al tiempo que una flecha de plata le atravesaba el corazón.

Se tambaleó. No podía mantenerse en pie. Cayó de rodillas ante ella y lloró.

Saqri era la criatura más bella que había visto, tan poderosa y compleja que le dolía mirarla: por momentos parecía hecha de gasa, telarañas y ramillas secas, como una muñeca de cien años atrás, tan vieja y frágil que podía despedazarse al menor contacto, y por momentos parecía una estatua de piedra dura y reluciente. ¡Y sus ojos… tan negros y profundos! Barrick no podía mirarlos sin marearse, sin sentir que caería sin jamás tocar fondo.

La reina lo miraba con un rostro impasible como una máscara, una máscara que era el rostro más extraño pero más familiar del mundo. Curvaba la comisura de los labios como si sonriera, pero los ojos y los inexplicables recuerdos de Barrick le indicaban que no era así.

—¿Conque esto es lo que ha quedado de la preciosa sangre de mi hija Sanasu? —dijo ella en voz alta, como si no tolerase tocar sus pensamientos. La voz no tenía calidez—. Esta parodia, este trozo de material perdido, ¿esto es lo que recibo al final de los tiempos?

Barrick no tenía fuerzas para enfadarse, la presencia de ella era demasiado abrumadora. ¿Era ella o la Flor de Fuego lo que le llenaba la cabeza con colores, ruido y calor?

—Soy lo que los dioses hicieron de mí —atinó a responder.

—¡Los dioses! —exclamó Saqri, en una risa o un sollozo, pero sin cambiar de expresión—. ¿Acaso alguna vez hicieron algo por nosotros sin que se nos volviera en contra? Hasta el mayor regalo de Torcido ha sido un tormento.

Aun las sombras parecieron replegarse, como ante una blasfemia aterradora. Barrick comprendió que ella hablaba desde las profundidades de una angustia que él no podía comprender.

—Lamento que no te agrade lo que soy, mi señora. No elegí venir aquí y no elegí la sangre que corre por mis venas. No sé qué te habrán hecho mis ancestros, pero ninguno de ellos me consultó.

Ella lo miró largo tiempo, con ojos tan oscuros e intensos que él apenas podía sostenerle la mirada.

—Suficiente —dijo—. Basta de conversación. Debo llorar a mi esposo.

La reina bajó de la tarima como si la transportara una brisa, y su túnica ondeante apenas tocaba el suelo. Mientras Barrick la seguía por el centro de la sala, mil reinas de las hadas y mil príncipes mortales se dirigían hacia la puerta, reflejados en los espejos de ambos lados. Algunos Barricks volvieron la cabeza para mirarlo. Algunos de esos rostros no se parecían al suyo, pero lo más perturbador era la expresión de los que sí se le parecían.

Se dirigieron a la estancia contigua a la Sala de los Espejos y la encontraron abarrotada de crepusculares de cien especies. Para Barrick eran totalmente extrañas, y sin embargo las reconocía a todas: gorras rojas, cavadores de túneles, trows altos como árboles. Incluso supo que el lugar donde esperaban se conocía como la Cámara del Banquete de Invierno. Mientras la reina avanzaba seguida por Barrick, ellos iban detrás, las mujeres plañideras y los hombrecillos con ojos de animal, las sombras aladas y otros con cara de piedra sin pulir, engrosando la procesión hasta que llenó los corredores y se extendió más allá de la vista de Barrick, un rio de vida perturbadora.

Siguió a Saqri por un laberinto de corredores desconocidos, pero nombres e ideas flotaban en ellos como reflejos en un estanque: Reposo del Flautista Triste, Cámara Gruñona, el lugar donde se despidieron Cautela y Ave Nadadora. Al fin salieron a un jardín de esculturas de piedra que se retorcían como en un sueño inquieto, y la lluvia le salpicó la cara y le mojó el pelo. La sensación era tan antigua y reconocible que por un momento los otros pensamientos se disiparon y volvió a ser él mismo, el Barrick que siempre había sido, antes de la Línea de Sombra, antes de los soñadores, antes del beso de Ynnir.

¿Qué será de mí? No estaba tan asustado como antes, pero le costaba no llorar sus pérdidas. Nunca volveré a ser esa persona.

Tras cruzar el jardín (el Jardín de la Vigilia de Escarabajo, susurraron sus pensamientos, donde Sirviente Lluvia retuvo al Rey de los Pájaros y le contó cómo terminaría el mundo), entraron en una vasta habitación, oscura salvo por un círculo de velas en el suelo, y vacía salvo por esas velas y el cuerpo que yacía sobre una piedra chata en el centro del círculo.

Los ojos de Barrick se llenaron de lágrimas. No necesitaba que le dijeran quién era. Ahora el coro de susurros de su cabeza sólo servía para enturbiar la claridad de sus sentimientos. El hombre que tenía delante se había convertido, en un solo día, en una especie de padre para él. No, más que eso: Ynnir sólo le había demostrado tolerancia y bondad.

La reina se quedó mirando el cuerpo del esposo. Ynnir ya no tenía los ojos vendados, que estaban cerrados como si durmiera. Barrick avanzó unos pasos y se hincó de rodillas, pues ya no soportaba el peso de ese momento.

Hijo de la Primera Piedra, el Venado Saltarín, el Débil Inteligente… Era un coro de susurros semejante al arrullo de las palomas. ¡Traidor! No, el descendiente de Torcido…

Mírame, dijo otra voz con un suspiro distante. Tan pequeño. ¡Tan perdido en el momento!

Sobresaltado, Barrick miró en torno.

—¿Ynnir? —Barrick estaba seguro de que era la voz del rey. ¡No me abandones! Arrojó su pensamiento tras los pensamientos del rey. Los recuerdos, voces, fantasmas, el sinfín de sombras y jirones de entendimiento que lo rondaban, todo se dispersó ante su pregunta, pero si algo de Ynnir lo había tocado, desapareció.

—Viejo tonto —murmuró la reina, mirando el rostro pálido y rígido del rey—. Viejo tonto, ciego y hermoso.

* * *

El funeral del Señor de los Vientos y el Pensamiento pasó ante los sentidos de Barrick como un río crecido, con la corriente llena de objetos que se habían vuelto irreconocibles. En la oscuridad, formas murmurantes se reunían en torno al cuerpo del rey, llorando, cantando, haciendo ruidos y ademanes que Barrick no podía asociar con ninguna emoción humana, y al cabo de un rato se dispersaron. Algunos de esos gestos de duelo eran tan complejos como obras teatrales o ritos religiosos y parecían durar horas, mientras que otros eran apenas un breve aleteo. Barrick oyó discursos cuyas palabras entendió por completo, pero aun así no tenían el menor sentido para él. Otros se plantaban ante el cuerpo del rey y emitían un solo sonido que se abría en la mente de Barrick como un libro, como uno de esos cuentos que contaban los bardos en la Noche del Huérfano, y que duraban del ocaso al amanecer.

Y seguían llegando.

Un millar de ratas, una alfombra viviente de terciopelo que se arremolinó alrededor de Ynnir y luego desapareció; sombras plañideras; hombres con ojos rojos como rescoldos; una bella muchacha hecha de varas y telarañas, que cantó por el rey difunto en una voz suave como paja. Todos vinieron a despedirse mientras pasaban las horas, mientras el viento y la lluvia azotaban los tejados y las llamas de las lámparas chisporroteaban en la cámara mortuoria. Barrick no llegó a entender la plena profundidad de lo que allí se expresaba, pero sí lo que significaba formar parte de ese pueblo. Vio que la procesión era más que los individuos y lo que decían, los gestos que hacían para demostrar su dolor. Era una compilación de formas y sonidos en el tiempo, y cada parte individual se conectaba con la totalidad como las letras de una palabra o las palabras de un relato. El tiempo era el medio, y de algún modo (esto era apenas un destello de comprensión, como un pez diminuto en una corriente, y aprehenderlo era verlo desaparecer) los qar, el Pueblo, vivían en el tiempo de un modo que no vivían los mortales. Pertenecían al tiempo, pero estaban fuera de él. Lloraban, pero también decían: Esto es el duelo, y así debería ser. Éste es el baile y éstos son los pasos. Darle más o menos importancia era arrancarlo del tiempo, como sacar a un pez del río. El pez moriría. El río sería menos hermoso. Nada más cambiaría.

Al fin las luces se extinguieron. Se encendieron nuevas velas, y esto parecía otra parte de la danza, otro recodo en el río. Barrick dejó que fluyera sobre él y a través de él. A veces, aun antes de que los visitantes hablaran, cantaran o presentaran su tributo silencioso, sabía quiénes eran y qué habían llevado. Otras veces se perdía en la extrañeza, como cuando era niño y escuchaba el silbido del viento alrededor de las chimeneas y bajo las tejas de su hogar, abrumado por sugerencias de sentido que nunca podría aprehender, por la eterna frustración mortal de ser tan pequeño contra la indiferente vastedad de la noche.

* * *

Al fin emergió de una oscuridad llena de cantos y sombras menguantes. La gran sala estaba vacía. El cuerpo del rey había desaparecido. Sólo quedaba la reina.

—¿Dónde… dónde está él?

Saqri estaba tan quieta como la estatua que semejaba, mirando a la tarima vacía.

—Su cáscara ha sido devuelta. En cuanto a la verdad de Ynnir, él optó por darme sus últimas fuerzas para despertarme, y ahora lo hemos perdido para siempre, a él y sus antepasados.

Barrick se levantó sin comprender.

—Y así damos un paso más hacia el fin de todas las cosas —dijo ella, volviéndose hacia Barrick, aunque apenas parecía verlo y hablaba como para sí misma—. ¿Cuál será tu lugar en esto, hombre mortal? ¿Qué ha escrito el Libro para ti? Quizá estés destinado a mantener viva una sombra de nuestra memoria, de modo que cuando desaparezcamos del todo, un recuerdo vago y confuso perturbe a los vencedores. ¿Te perturbamos a ti? ¿Llegas a vislumbrar aquello que has destruido?

¡Feroz y brillante como fuego!, susurró una voz en su interior, pero Barrick estaba demasiado furioso para prestarle atención.

—Yo no he destruido nada —replicó—. Lo que hayan hecho mis antepasados no es culpa mía. ¡Para mí también ha sido una maldición! Y no vine aquí por decisión propia. Fui enviado por vuestra mujer Puerco Espín, Yasammez. —De pronto parte de su confusión se disipó, como si alguien hubiera limpiado una capa de suciedad de un objeto viejo y lustroso—. No, en parte sí decidí venir aquí. Porque Gyir deseaba que lo hiciera. Porque el rey me llamó, me lo pidió… me lo encareció. No pedí nacer, y ciertamente no pedí nacer con sangre qar ardiendo en mí. ¡Por poco me enloquece!

La reina no cambió la expresión de su rostro perfecto y delicado, pero guardó silencio un rato.

—Ella te eligió, ¿verdad, mi querido, mi amor, mi antepasado? —Saqri se le acercó, alzó una mano y le rozó la cara—. ¿Qué vio ella? —Aunque la reina no era más alta que Barrick y era delgada como un junco, esa caricia lo sobresaltó. Esos dedos eran como el beso del esposo, frescos y secos—. ¿Yasammez sólo deseaba burlarse de él? A ella nunca le agradó mi esposo; no como a mí. Pensaba que era demasiado flojo como protector del Pueblo, que valoraba lo correcto por encima de lo necesario.

Pero son lo mismo, murmuró algo en los pensamientos de Barrick. La reina dejó de tocarlo, como si se hubiera quemado.

—¿Qué artimaña es ésta? —De nuevo estiró la mano como una serpiente al ataque, luego la acható con asombrosa delicadeza sobre los ojos, presionándose la frente—. ¿Qué truco…?

Poco después se tambaleó, y por primera vez sus movimientos no fueron gráciles. Él la miró asombrado.

—No. ¡No es posible!

En este lugar de antigua sapiencia y antiguos rituales, esa sorpresa asustó a Barrick.

—¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así?

—¡Él… él está en ti! ¡Lo siento pero no puedo tocarlo! —Algo que ahora vivía dentro de Barrick permaneció impasible ante su consternación, y hasta parecía divertirse.

—Él dijo que intentaría pasarme la Flor de Fuego.

—¡No! —gritó ella, aunque pronto él comprendió que la reina lo sobresaltaba sólo porque abandonaba su mesura habitual—. Eres un mortal. Eres un cachorro de las criaturas que nos vejaron… nos mataron.

Todos somos hijos del bien y del mal que nos han precedido.

¿Ynnir? ¿Eres tú? Barrick procuró aprehender ese pensamiento, pero se había ido. La reina se le había acercado, y le costó afrontar sus intensos ojos. Ella le aferró el brazo con fuerza sorprendente.

—¿Qué sientes? ¿Él está ahí… mi hermano… mi esposo? ¿Habla en tu interior? ¿Qué hay de los predecesores, también los sientes?

—No lo sé. —Y entonces Barrick sintió que algo afloraba desde las profundidades y por un instante su cuerpo, su lengua y su cabeza no fueron suyos. Todos estamos aquí, todos, dijeron su mente y su boca, pero sin que Barrick interviniera. No es lo que esperábamos y muchos estamos confundidos… Otros se han perdido. Nunca se ha legado la Flor de Fuego de esta manera. Todo es diferente… Luego la presencia ajena se disipó y Barrick volvió a dominar su cuerpo, pero todo era distinto. Todo había cambiado para siempre.

La reina aún lo miraba, pero sus ojos parecían lejanos. Luego se arqueó y se desplomó, con un susurro de su túnica blanca. Surgieron sombras de los rincones y recovecos de la estancia, servidores que habían aguardado inmóviles y en silencio todo este tiempo. La rodearon, la alzaron y se la llevaron.

Barrick sólo pudo seguirlos con la mirada, a solas con esa tribu de incomprensibles desconocidos que ahora vivían en su sangre y en sus pensamientos.