38
Ejércitos conquistadores
Se dice que algunos mortales aún llevan sangre qar en las venas, sobre todo en las tierras que rodean el legendario monte Xandos, en el continente meridional, y entre los vutianos y otros que antaño vivían en el lejano norte.
No he hallado ningún documento que consigne cuántos llevan esta mancha, y qué efecto surtiría sobre los mortales.
Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand
Olin Eddon estaba junto a la borda. Lo habían amarrado a uno de sus guardias, y otros dos lo vigilaban de cerca. Aunque al autarca no le preocupara lo que podía hacer un hombre desesperado y condenado, a Pinimmon Vash sí le preocupaba, y había ordenado mantenerlo vigilado todo el tiempo. Olin podía arrojarse por la borda y estropear el plan que el autarca tenía en mente. Vash no entendía por qué esto no inquietaba a Sulepis, aunque en general su amo se portaba como si fuera infalible. Hasta ahora nada había demostrado que el Dorado estuviera equivocado, pero por larga experiencia Vash sabía que si algo salía mal él cargaría con la culpa, no su monarca.
—No os veo bien, majestad —dijo Vash.
—No me siento bien. —El norteño estaba más pálido que de costumbre, y tenía ojeras—. Últimamente he dormido mal. He tenido muchas pesadillas.
—Lamento saberlo. —En qué extraño baile lo había metido el autarca, pensó Vash. En el barco todos sabían que ese hombre estaba condenado, pero el autarca quería que trataran a Olin no sólo con cortesía, sino como si todo fuera normal—. Es bueno que hayáis salido a cubierta. Se dice que el aire de mar es bueno para muchas dolencias del espíritu.
—Me temo que no para ésta —respondió Olin—. Empeorará a medida que me acerque a mi hogar.
Vash no sabía qué decir. Después de escuchar sus conversaciones, sospechaba que el rey Olin o su amo estaban locos de remate. Miró un castillo que se erguía en un promontorio rocoso. Una bandera flameaba en la torre, pero estaba demasiado lejos y sólo se distinguían los colores, rojo y oro.
—¿Conocéis ese lugar?
—Sí… Finisterra. Es la cuna de un viejo amigo de confianza. —La sonrisa de Olin parecía una mueca. Vash notó que ese hombre ocultaba un agudo dolor, pero no sabía si era físico o provocado por un recuerdo—. Un hombre llamado Brone. En muchos sentidos, fue mi ministro supremo, como tú lo eres del autarca.
Y apostaría a que lo tratabas mejor de lo que Sulepis me trata a mí, pues sólo me considera una mascota útil. Vash se sorprendió de su propia amargura.
—Ah. ¿Preferís que os deje a solas?
—No, tu presencia es bienvenida, ministro Vash. Más aún, esperaba que encontráramos un rato para hablar así… sólo nosotros dos.
Vash sintió un cosquilleo en la nuca.
—¿Qué significa eso?
—Sólo que creo que tú y yo tenemos más intereses en común de los que sospechas.
¿Ese idiota pensaba que podía persuadir a Pinimmon Vash de traicionar al autarca de Xis? Aunque no hubiera tenido miedo de su amo (y los dioses sabían que Sulepis lo aterraba), Vash nunca traicionaría al trono. ¡Hacía generaciones que su familia estaba al servicio de Xis!
—Sin duda tenemos muchas cosas interesantes de que hablar, majestad, aunque no me imagino qué intereses comunes podemos tener. Lamentablemente, de todos modos, acabo de recordar varias tareas que me han quedado pendientes esta mañana, así que nuestra conversación tendrá que esperar.
—No estés tan seguro de que no tenemos intereses comunes —dijo Olin cuando Vash se disponía a irse—. Ninguno de nosotros puede saber toda la verdad. Los mortales habitamos un mundo realmente extraño: ése es mi mayor consuelo y mi mayor temor.
* * *
La siguiente vez que Vash se reunió con el norteño, Olin fue llevado a proa para acompañar a Sulepis mientras los sacerdotes salmodiaban y usaban dos conchas marinas de oro para verter sangre del autarca en las aguas, para purificar las olas y reclamar ese nuevo mar para Xis. Al margen de los vendajes de lino que tenía en los antebrazos, Sulepis parecía rebosar de salud, y cuando Olin y sus guardias subieron al castillo de proa, el contraste entre ambos no podía ser mayor.
—Vash me ha dicho que no estás bien —dijo el autarca—. Si es el mar lo que te afecta, anímate: como sabrás, anclaremos dentro de un par de horas.
Olin no respondió. En vez de presenciar el espectáculo de Panhyssir y sus sacerdotes bendiciendo las aguas, se volvió para mirar el resto de la gran nave. Todos se preparaban para el desembarco y había una multitud de soldados y marineros en cubierta, y las cabrias crujían mientras el ejército izaba su equipo y se preparaba para bajar a tierra. Era inusitado y bastante peligroso empezar a descargar antes de que el barco llegara a la costa: Vash notó que Sulepis llevaba prisa.
Detrás de ellos, el resto de la flota estaba alineado en la bahía, casi la mitad de los barcos que el autarca había llevado al continente septentrional, y los halcones dorados de las velas parecían volar sobre las aguas en una gran bandada. Las murallas externas de Hierosol habían caído en pocos días. ¿Cuánto podía resistir el pequeño reino de Marca Sur?
Sin duda el norteño estaba pensando lo mismo.
—Has traído una fuerza impresionante —le dijo Olin al autarca—. Esto me recuerda pasajes de nuestra historia. Eres un hombre culto, Sulepis. ¿Has oído hablar de las Compañías Grises que merodeaban por estas tierras hace tres siglos?
El autarca extendió los dedos como para admirar el brillo de sus dedales de oro al sol.
—He oído hablar de los mercenarios, naturalmente —dijo—. Esas cosas no se permitirían en mi país. En Xis los bandidos son empalados en postes afilados para que todos los vean. Mi pueblo sabe que velo por él.
—Sin la menor duda —dijo Olin—, Pero al mirar tu flota y el numeroso ejército que transporta, recordé los tiempos de las Compañías Grises, y sobre todo a su caudillo más famoso, Davos el Mantis.
—¿El Mantis? —preguntó el autarca con aire divertido—. Nunca oí hablar de él.
—Creo que es porque has estudiado la historia reciente de mi familia más intensamente que ese periodo.
—¿Era un sacerdote, con ese nombre?
—Recibía las rentas de un monasterio, pero no por eso era un auténtico sacerdote. Tampoco lo llamaban así por sus buenas obras. Algunos dicen que nunca hubo un canalla más grande en el continente de Eion… aunque otros lo discutirían.
Sulepis rio con aparente sinceridad.
—¡Muy bien, Olin! Nunca un canalla más grande… hasta el día de hoy, quieres decir.
El norteño se encogió de hombros.
—¿Crees que sería tan grosero con un anfitrión tan considerado?
—Sigue hablando. Has captado mi interés.
—Sabrás que las Compañías Grises surgieron en el norte durante el caos de la primera guerra contra los crepusculares. Merodeaban por nuestras tierras en los años que siguieron a Brezal Gris, bandas de soldados que no tenían adonde ir, y primero luchaban para cualquier señor que les pagara, pero luego se dedicaron a pillar y robar por su cuenta. El peor de ellos, y el más poderoso, era el hijo de una familia noble sianesa, Davos de Elgi. A causa de las rentas de un monasterio, o quizá por su capa negra y larga, se ganó el apodo de Mantis. En el caos de aquellos días, Davos luchó por muchas causas y saqueó muchas ciudades, pero un gran caudillo guerrero es como un hombre montando un oso feroz. Todos le temen excepto el oso, y siempre debe acordarse de mantener alimentada a la bestia. El Mantis tuvo que continuar con sus incursiones aun después de que la mayoría de las guerras posteriores a la retirada de los qar habían concluido. A medida que saqueaba más ciudades, los hambrientos supervivientes no tenían más remedio que seguir al saqueador, así que los ejércitos del Mantis crecían cada vez más. Al fin gobernaba toda Brenia y grandes extensiones de Sian. Sus hombres también saquearon partes de mi país, y recorrían Marca Sur y Marca Oeste, robando y matando, hasta que la gente pidió a gritos que la salvaran de ese terror. La encargada de ayudarlos fue mi antepasada Lily Eddon, nieta del rey Anglin.
—Ah, sí —dijo el autarca—. ¡La mujer que gobernó una nación! He oído ese nombre.
—Su fama era merecida. Su marido había muerto luchando contra un camarada del Mantis, y su hijo había muerto junto a él. Lily debía gobernar el país a solas, y mucha gente asustada pedía que la depusieran, que la reemplazaran por un guerrero. Pero Lily era tan guerrera como cualquier hombre de su corte. La sangre de Anglin era fuerte y caliente en ella. No se dejó amedrentar.
»El Mantis admiraba Marca Sur, y no sólo por su joven reina. La tierra era fértil y el castillo era inexpugnable. Davos envió a la reina Lily un ofrecimiento de matrimonio. Ella no tenía marido ni hijo. El Mantis señaló que él era rico y fuerte, y que si se casaba con él su gran ejército estaría al servicio de los reinos de la Marca. En la corte de Marca Sur, muchos la instaron a aceptar esta propuesta. ¿Qué otra esperanza tenían?
»En cambio, Lily le envió una carta de respuesta a Davos de Elgi, el Mantis, que según era fama estaba al mando de cien mil soldados sanguinarios. La carta decía: «La reina Lily lamenta no poder honrar tu invitación. Estará demasiado ocupada matando a las ratas que infestan sus tierras». Y eso fue lo que comenzó a hacer. —Olin alzó la vista—. ¿Te aburro, Sulepis?
—¡En absoluto! Me estás entreteniendo, y eso es un raro tesoro. —El autarca se inclinó hacia el rey extranjero. Con su cara huesuda de nariz larga, y sus ojos brillantes y penetrantes, Sulepis parecía más que nunca un halcón humano—. Continúa, por favor.
—Lily sabía que las Compañías Grises no podían sobrevivir sin botín, pues habían arrasado las otras tierras que habían recorrido, así que mandó a sus agentes a pedir a la gente que se retirase, no sólo en el trayecto del Mantis sino en las inmediaciones, incluso en lugares que él no amenazaba. La reina dijo que la gente debía llevarse todo lo que pudiera y destruir todo lo que dejaba. Si podían llegar a Marca Sur, les dijo, ella los protegería allí. Luego envió a sus ejércitos, todavía llenos de curtidos veteranos de la guerra contra los crepusculares, a hostigar a la numerosa fuerza del Mantis, pero evitando una confrontación directa.
»Así, mientras los ejércitos de mercenarios cruzaban los reinos de la Marca, encontraban terrenos desiertos y calcinados. No había nobles para pedir rescate, ni objetos valiosos para robar, ni alimentos para comer. Mientras ellos avanzaban, los hombres de la Marca aparecían de golpe, atacaban y se desvanecían como sombras. Nunca mataban a muchos soldados del Mantis, pero les infundían temor porque sus ataques eran imprevisibles. A veces degollaban a un solo mercenario mientras dormía en medio de sus camaradas, y cuando los otros lo encontraban sabían que podía haber sido cualquiera de ellos. Las tropas de la reina Lily mataban a los hombres del Mantis de cien maneras, sutiles o no tanto, debilitando los puentes, envenenando el agua o las raciones del enemigo, o incendiando sus tiendas mientras dormían. Mataron a tantos centinelas de Davos que al final los retenes insistieron en montar guardia en grupos de tres o cuatro, y así dejaban sin vigilancia grandes tramos del perímetro.
»Al fin, con sus crispados hombres saltando ante cada sombra, Davos el Mantis lo apostó todo a un ataque rápido y directo contra el castillo de Marca Sur. Las costas de la bahía estaban llenas de viviendas precarias, construidas por los que habían huido de las incursiones de Davos pero no podían entrar en el abarrotado castillo. Al aproximarse los mercenarios, los refugiados volvieron a huir de ellos, y se internaron en las cavernas y las alturas boscosas de los promontorios. Mientras Davos y sus hombres recorrían la calle mayor, temiendo una emboscada, olieron el humo y vieron las primeras llamas. La ciudad de la costa ardía. Los mercenarios se miraron con temor. Esa gente de Marca Sur quemaba sus ciudades una y otra vez con tal de no ceder un palmo a los incursores. ¿Quién podía luchar contra esa locura?
»Al fin los hombres del Mantis vieron las murallas del castillo en la otra margen de la bahía, y supieron que tardarían un año o más en penetrar esa fortaleza tan poderosa; un año de hambre, porque la tierra que los rodeaba era inhabitable y no tenían provisiones. Hasta los lugartenientes más leales de Davos, los hombres que se habían enriquecido a su lado y habían pasado de ser bandidos a ser potentados a su servicio, se negaban a cumplir sus órdenes. Habían perdido la voluntad de luchar. Muchos soldados arrojaron sus armas y huyeron de ese paisaje desalentador, una Marca Sur invicta.
»Pero Lily había conservado sólo un ejército simbólico dentro del castillo. La mayor parte de sus fuerzas había viajado en barco a la costa de Finisterra, para iniciar su campaña hacia el sur. Cuando las fuerzas del Mantis estaban en total desorden, presa de deserciones y rencillas internas, el ejército de Marca Sur atacó.
»Las tropas de Marca Sur eran muchas menos, pero estaban bien alimentadas y furiosas, y luchaban por su tierra. Los mercenarios atrapados en la playa presentaron una breve resistencia hasta que la fuerza enemiga los partió en dos. Los de un lado quedaron arrinconados contra las olas de la helada bahía, y se rindieron o perecieron. Los del otro lado hicieron lo posible por seguir a los camaradas que habían huido antes, pero la mayoría fueron atrapados cuando trataban de escalar las rocas. Los arqueros de la reina los cazaron como pájaros en una rama baja, y sus cuerpos rodaron cuesta abajo en tal cantidad que hace siglos que en Marca Sur una pila desordenada se llama «pila de mantis», aunque pocos recuerdan el origen de la expresión.
»El Mantis, Davos de Elgi, murió en la bahía de Brenn, tratando de llegar al castillo, ensartado por una docena de flechas.
»Como ves, los reinos de la Marca fueron invadidos por Sian, Hierosol, los kracios y los mercenarios de las Compañías Grises. Los qar nos invadieron tres veces. Dos veces los expulsamos y ellos sufrieron grandes bajas, y los expulsaremos de nuevo. Y tú, Sulepis, pese a tu poder y tu suficiencia, pronto serás sólo otro nombre en las crónicas de mi país: otro invasor frustrado, otro hombre que tenía más orgullo que sensatez.
Aunque sólo Vash, el autarca y Panhyssir poseían conocimiento del idioma de Olin como para entender todo lo que había dicho, el tono del rey norteño al concluir su historia bastó para que muchos de los que rodeaban la litera del autarca mirasen a Sulepis con aprensión o terror. ¡Este extranjero insultaba al Dorado!
Sulepis no respondió de inmediato, pero al fin estiró la cara angulosa en una sonrisa.
—Muy bueno —dijo—. ¡Realmente muy bueno, Olin! ¡Una historia con moraleja! Aunque creo que podrías haber confiado en que el público dedujera el sentido sin el último comentario; demasiada miel sobre la torta, si me entiendes. Aun así, muy bueno. —Asintió, como si se le hubiera ocurrido una nueva idea—, Y tu consejo es excelente. No sería buena idea que todos mis barcos y todos mis hombres entraran en la bahía al mismo tiempo, dejándome expuesto a cualquier treta que hayan planeado los qar. —Se inclinó como para compartir un secreto—. Así que dentro de poco desembarcaremos una gran cantidad de soldados y dejaremos que avancen sobre Marca Sur por tierra, mientras la flota se acerca por mar. ¿Qué dices, rey Olin? Y ya que es idea tuya, ¿me acompañarás? Quizá sea tu única oportunidad de sentir tu terruño bajo los pies… Al menos, con el cielo sobre tu cabeza. —Rio, y dio una orden al capitán de la nave insignia—. ¡Prepárate para el desembarco!
El autarca bajó del castillo de proa y sus servidores se apartaron corriendo como hormigas. Pinimmon Vash tuvo que seguir al Dorado. Este desembarco inmediato era una novedad para él y tenía mucho que hacer. Cuando miró atrás, Olin Eddon seguía en el mismo lugar, rodeado por guardias, y la expresión de su cara pálida y fatigada era un enigma para Vash.
* * *
Si hubiera querido ser completamente franco, Pinimmon Vash habría tenido que confesar que Olin Eddon lo ponía nervioso. Sólo había conocido dos clases de monarcas, y todos los autarcas a los que había servido pertenecían a una de ambas: los que no tenían en cuenta sus limitaciones o los que se dejaban atosigar por ellas. Los más salvajes, como el abuelo del autarca actual, Parak, habían pertenecido a la segunda clase. Parak Bishakh a-Xis VI oía conspiraciones en cada susurro, y las veía en cada mirada gacha. Vash apenas había logrado sobrevivir a sus años en la corte de Parak, y había conservado la cabeza sólo porque había sabido desviar la atención del monarca hacia otros, con la mayor sutileza posible. Aun así, Pinimmon Vash había sido arrestado dos veces en aquellos años de pesadilla, y una vez había redactado su testamento (aunque si lo hubieran ejecutado, Parak no lo habría respetado: uno de los incentivos para que un autarca hablara de traición era que el trono siempre confiscaba el patrimonio del traidor).
El autarca actual pertenecía a la otra especie, los que se consideraban infalibles. La suerte del joven autarca era tan extravagante que hasta Vash empezaba a creer que el éxito de Sulepis había sido ordenado por el cielo.
Pero el norteño Olin Eddon no se parecía a ningún otro gobernante que el ministro supremo hubiera conocido: su hablar mesurado y su serena observación de lo que sucedía alrededor le recordaban a su propio padre. Tibunis Vash había sido mayordomo del Palacio del Huerto, y fue el primero en retirarse de ese puesto, pues todos los anteriores habían muerto engrillados o ejecutados por autarcas insatisfechos. Aun después de llegar a la madurez, y de obtener el puesto de ministro supremo, el más alto que podía alcanzar alguien que no pertenecía a la realeza, aún se sentía intimidado en presencia de su padre, como si el viejo pudiera ver más allá de las apariencias, como si pudiera ver al niño tembloroso bajo su túnica de funcionario.
—Murió hace diez años —había dicho una vez el hermano menor de Vash—, y todavía miramos por encima del hombro para ver si está observando.
Pero Tibunis Vash no era cruel ni demasiado frío, sólo un hombre reservado y cauto que siempre pensaba antes de hablar y hablaba antes de actuar. En ese sentido, Olin Eddon se le parecía mucho. Ninguno de los dos hablaba con precipitación y ambos escuchaban y veían lo que otros pasaban por alto. Si había una diferencia, era la impresión que daban al observador: el padre de Pinimmon Vash parecía elevarse por encima de las turbulencias de la traicionera corte xixiana, sereno como la estatua de un dios en un jardín del templo. El rey Olin parecía agobiado por una pena enorme pero secreta, de modo que todo lo demás, por maravilloso o espantoso que fuera, sólo podía parecerle trivial. Pero a pesar de su aura de derrota, había algo en el rey norteño que incomodaba a Pinimmon. Mientras estaba junto a Olin en la pedregosa playa de la caleta donde los habían dejado los botes, Vash tuvo la sensación de que él estaba en una situación peligrosa, y no el prisionero.
—No falta mucho —dijo Vash—. Nos pondremos en marcha antes de que el sol llegue al mediodía.
A Olin no parecía importarle: el norteño ni siquiera lo miró, sino que siguió observando a las tropas que se preparaban para la marcha, algunos cargando tinajas y baúles traídos de los barcos, otros ensamblando carretas que estaban desarmadas en la bodega, o preparando yuntas de caballos y bueyes para arrastrarlas.
—¿Deseas entablar esa conversación ahora? —preguntó al fin, aún sin mirar a Vash.
—¿Qué conversación? —¿Ese hombre estaba tan desesperado, o era tan necio?—. Mirad, ahí viene el Dorado. Conversad con él, rey Olin.
Playa abajo el autarca bajó de su bote dorado sobre la espalda de una docena de esclavos acuclillados, y de ahí pasó al trono de su litera. Los esclavos la alzaron para trasladarla por la playa. El revestimiento de pan de oro relucía tanto que parecía el carro del sol.
Los comandantes de las brigadas ordenaron a los soldados que aguardaban que se cuadraran. Cuando se pusieran en marcha, el convoy de pertrechos los seguiría.
Vash aún estaba de rodillas cuando la litera se detuvo junto a él.
—Ah, ahí estás —dijo el autarca—. No te había visto postrado en la arena. Ponte de pie.
Vash obedeció al instante, aunque tuvo que contenerse para no quejarse del dolor de las articulaciones. Era descabellado encontrarse en esa tierra agreste, expuesto a toda clase de fríos y vapores dañinos. Tendría que estar en Xis, supervisando el reino, dispensando una sabia justicia desde el trono del Halcón en ausencia del autarca, como correspondía a su edad y sus años de servicio.
—Sólo vivo para servirte, Dorado —dijo cuando logró levantarse.
—Claro que sí. —Sulepis, vestido con armadura completa, echó una ojeada a los soldados expectantes, varios miles de combatientes y una cantidad casi igual de auxiliares, y quedaban otros tantos en las naves hasta que llegaran a Marca Sur. Vash sabía que los norteños ni siquiera podían imaginar el poderío del autarca, el tamaño de su imperio, y mucho menos resistirlo: el Dorado podía congregar fácilmente a un ejército diez veces mayor si lo necesitaba, y aun así dejar Hierosol bajo asedio y su hogar de Xis bien custodiado.
El autarca también lo sabía, naturalmente: tenía el rostro sonriente y efusivo de un hombre que veía cómo se concretaba un proyecto caro a su corazón.
—¿Dónde está Olin? —preguntó—. Ah, allí. Convinimos en que viajarías conmigo, así que ven a sentarte a mis pies. Éste es tu país. Sin duda habrá muchos rasgos locales y costumbres pintorescas que podrás describirme.
Olin miró agriamente a Sulepis.
—Sí, aquí tenemos muchas costumbres pintorescas. Hablando de eso, ¿puedo caminar? Necesito ejercicio después de tantas semanas a bordo.
—Faltaría más. Pero tendrás que hablar en voz alta, así podré oírte desde aquí arriba. Una especie de metáfora, ¿verdad? ¡Una advertencia para los que se alejan demasiado de sus súbditos! —Sulepis soltó una risa aguda que hizo temblar a algunos porteadores, y la litera osciló un poco. A Vash se le fue el corazón a la garganta. El autarca estaba cada vez más extravagante e imprevisible.
Redoblaron los tambores y sonaron los cuernos. El gran ejército se puso en marcha, con armaduras relucientes bajo el sol de la tarde, de modo que las crestas de las olas parecían haber rodado sobre la playa y cubierto el terreno hasta donde alcanzaba la vista. Vash esperó con Olin y sus guardias, Panhyssir y los otros sacerdotes, y una multitud de cortesanos y funcionarios que hacían lo posible por agolparse a la sombra de la litera del autarca.
—Creo que no terminé de hablar contigo sobre las hadas —dijo el autarca cuando llegaron a la carretera de la costa y las filas de hombres y animales giraron para dirigirse al sudoeste, hacia Marca Sur—. Hablábamos de tu inusitada herencia familiar, ¿verdad, Olin?
El norteño resollaba después del corto ascenso desde la costa, y su rostro pálido se había arrebolado. No respondió.
—Pues bien… —dijo Sulepis—. Las hadas (o pariki, como las llamamos en Xand) fueron expulsadas de nuestras tierras tiempo atrás, incluso de las altas montañas y profundas junglas del sur. Pero cuando merodeaban por nuestras tierras en los primeros tiempos, a veces se apareaban con los dioses. A veces también se apareaban con los mortales, y de algunas de esas cópulas nacieron hijos. Así que mucho después de que se fueran los dioses y las hadas fueran expulsadas, la sangre celestial sobrevivió en ciertas familias mortales, sin ser vista ni percibida por muchas generaciones. Pero la sangre de los dioses es fuerte, y siempre se da a conocer.
»Con mis estudios aprendí que vuestros pariki norteños, los qar, nunca habían sido expulsados del todo, y retenían gran parte de la zona más septentrional del continente. Más importante aún, aprendí que habían compartido sangre con una familia real de Eion, y lo más interesante era que esos qar se proclamaban descendientes directos del dios Habbili; el que vosotros llamáis Kupilas, creo. Sí, Kupilas el Artífice. Podrás imaginar mi interés al enterarme de que en el norte había mortales con la sangre de Habbili en sus venas. Sabes a qué familia me refiero, ¿verdad, Olin?
El norteño apretó los puños.
—¿Te divierte burlarte de la maldición de los Eddon? ¿De la nefasta broma que nos gastaron los dioses?
—Ah, querido Olin, en eso te equivocas —gorjeó el autarca. Vash nunca había visto al rey dios de ánimo tan extraño, como un niño perverso—. No es ninguna maldición, sino la mayor bendición que puedas imaginar.
—¡Aún te burlas de mí! —El tono de Olin hizo que los Leopardos del autarca se dispusieran a desenvainar sus dagas. Vash se alegró de que no pensaran usar mosquetes a tan poca distancia. El estruendo de las armas de fuego lo ponía nervioso, y una vez había visto que a un subvisir le volaban la cabeza por accidente cuando los Leopardos hacían maniobras—. Me tienes prisionero, Sulepis. ¿No es suficiente? ¿También debes mofarte de mí? Mátame y termina de una vez.
Vash se había habituado a que el autarca tratara a Olin como un pasatiempo, que le aguantara desplantes por los que habría hecho torturar a cualquiera de sus súbditos, pero aun así se sorprendió de la apacible reacción de Sulepis.
—Es una bendición, Olin, aunque tú no lo sepas.
—Esta bendición mató a mi esposa durante el parto. Me hizo arrojar a mi pequeño hijo por una escalera, lisiándolo de por vida, y muchas noches al año me obligaba a ocultarme de mi familia por temor a lastimarla de nuevo. Bajo su influencia le he aullado a la luna como los hombres hiena xixianos. Y esa misma maldición que se arrastra por mis venas, y las venas de mis hijos, y que un día también envenenará a mis nietos si los dioses continúan odiándonos, ahora se fortalece a medida que nos acercamos a mi hogar. ¡Dioses, es como un fuego dentro de mí! ¡También fui cautivo de Ludis Drakava, pero al menos en Hierosol estaba libre de ella, que el cielo te maldiga! ¡Libre de ella! ¡Ahora la siento de nuevo, ardiendo en mi corazón, mi cuerpo y mi mente!
Vash estaba a punto de echar a correr. ¿Cómo podía alguien hablarle así al dios viviente en la Tierra y sobrevivir? Pero una vez más, el autarca apenas pareció oír lo que decía Olin.
—Claro que la sientes —dijo Sulepis—. No por eso es una maldición. ¡Tu sangre siente la llamada del destino! Tienes la sangre de un dios en tu interior, pero siempre has tratado de ser un hombre común, Olin Eddon. Yo, en cambio, no soy tan tonto.
—¿Qué significa eso? —preguntó el rey norteño—. Dijiste que en tu familia no existe esa maldición, que tus antepasados y tú no sois diferentes de otros hombres.
—En la sangre no, es verdad. Pero en otro sentido yo no me parezco a nada a ningún otro hombre, Olin. Veo lo que ninguno de vosotros puede ver. Y he aquí lo que vi: la sangre de tu familia te dio un modo de regatear con los dioses, pero no lo entendiste. Nunca usaste ese poder, pero yo lo usaré.
—¿De qué hablas? Tú mismo dijiste que no tenías la sangre.
—Tampoco la tendrás tú una vez que te la hayamos extraído en la noche del solsticio de verano —dijo el autarca, sonriendo—. Pero a mí me ayudará a tener poder sobre los dioses… ¡Tu sangre me transformará en un dios!
El rey Olin calló, y aminoró la marcha hasta que un guardia le cogió el codo y lo obligó a apresurarse. El autarca, por su parte, parecía disfrutar de la conversación: su rostro de largos huesos estaba animado y sus ojos centelleaban como las placas doradas de su cara armadura. Ese año Vash casi había perdido la cabeza cuando tuvo que decirle al autarca que la armadura no podía ser toda de oro, pues semejante peso paralizaría incluso a un rey dios. Había aprendido lo que ahora empezaba a ser obvio para Olin: era imposible razonar con Sulepis el Dorado, sólo se podía rezar cada mañana para que él te perdonara la vida un día más.
—¡Venga, Olin, no pongas esa cara de ofendido! —dijo el autarca—. Te dije hace tiempo que lamentaría terminar nuestra relación. He disfrutado de veras nuestras conversaciones, pero te necesito muerto más de lo que te necesito vivo.
—Si crees que voy a suplicar… —murmuró Olin.
—En absoluto. A decir verdad, quedaría defraudado. —El autarca extendió la copa y un esclavo arrodillado a sus pies usó una jarra dorada para llenarla—. Bebe un trago de vino. No morirás hoy, así que bien puedes disfrutar de esta hermosa tarde. ¡Mira, el sol es fuerte y brillante!
Olin sacudió la cabeza.
—Me disculparás si no bebo contigo.
El autarca revolvió los ojos.
—Como prefieras. Pero si cambias de parecer, no vaciles en pedirlo. Aún no te he contado toda mi historia. Ahora bien, ¿por dónde iba…?
Frunció el ceño, fingiendo pensar, un gesto juguetón que a Vash le revolvió el estómago. ¿Sería cierto? ¿Era posible que ese demente, que ya era el ser más poderoso del mundo, obtuviera el poderío de los dioses celestiales?
—Ah, sí —dijo el autarca—. Hablaba de tu bendición.
Olin soltó una especie de suspiro de dolor.
—Sabrás, desde luego, cómo recibiste ese don: la mujer qar Sanasu capturada por tu antepasado Kellick Eddon, los hijos que él engendró con ella y fueron tus antepasados. Ah, he estudiado a tu familia, Olin. El don es más fuerte en los que muestran la señal de la Flor de Fuego, el pelo color fuego que a veces llaman «rojo de Torcido» o «marca de Habbili», como le dicen en mi idioma. Sospecho que ese don está en la sangre de todos los descendientes de Kellick, aún los que no presentan las señales externas…
—No es así —dijo Olin con enfado—. La maldición nunca ha molestado a mi hijo mayor ni a mi hija.
El autarca sonrió con placer infantil.
—¿Y qué hay de tu abuelo, el tercer Anglin? Todos saben que tenía extraños ataques, sueños premonitorios, y que una vez estuvo a punto de matar a dos sirvientes con las manos, aunque lo consideraban un hombre muy bondadoso.
—Realmente has aprendido mucho sobre mi familia.
—Tu familia ha llamado mucho la atención en ciertos círculos, Olin Eddon. —El autarca se inclinó hacia él—. Sabrás que tu abuelo Anglin, a pesar de tener todos los síntomas de esta… mancha de la sangre… no era uno de los Eddon pelirrojos, ¿verdad? Tenía el cabello rubio de tus antiguos antepasados del norte, igual que tu hija y tu hijo mayor.
—Te burlas de mí. Mi hija no tiene ninguna mancha —dijo Olin, crispado.
—Eso no importa. Ella no me interesa. Gracias a Ludis, tengo lo que me interesa; es decir, a ti o, mejor dicho, tu sangre. Lo único en que coinciden los narradores más antiguos y fiables de ambos continentes, así como los alquimistas y taumaturgos de mi tierra que han realizado experimentos secretos y vivieron para describirlos, es que sólo la sangre de Habbili, el Kupilas de tu gente, puede allanarnos el camino hacia los dioses durmientes. ¿Por qué es importante? Porque si podemos abrir ese camino, podemos despertar y liberar a los dioses durmientes que Habbili desterró tanto tiempo atrás.
—Estás loco —dijo Olin—. Y aunque tuvieras razón en tu locura, ¿por qué lo harías? Si hemos vivido tanto tiempo sin ellos, ¿por qué los dejarías hollar de nuevo la tierra? ¿Crees que aun con todos tus ejércitos podrías oponerte a ellos? ¡Por los Tres Hermanos, hombre, hasta una diminuta gota de su sangre diluida en mis venas me ha trastornado la vida! ¡En sus tiempos derribaban montañas y cavaban océanos con las manos! ¿Por qué tú, que tanto amas el poder, liberarías a rivales tan tremendos?
—Ah, conque no eres del todo ingenuo —dijo con aprobación el autarca—. Al menos preguntas qué sucederá si esto es cierto. Sí, claro, sería un tonto si dejara en libertad a todos los dioses. ¿Pero qué pasaría si sólo liberase a uno? Más aún, ¿qué pasaría si tuviera un modo de dominar a ese dios? ¿Su poder no sería mío? Sería como dominar a uno de los antiguos shanni, pero con facultades mil veces mayores. Todo lo que estuviera en poder del dios sería mío.
—¿Y eso es lo que planeas hacer? —preguntó Olin, azorado—. Semejante hambre de poder y riqueza en alguien que ya tiene tanto es absurda… repugnante.
—No, es mucho más. Por eso yo soy quien soy mientras otros hombres, y aun otros reyes como tú, son mero ganado. Porque yo, Sulepis, no cederé lo que tengo cuando Xergal, el amo de los muertos, venga a llevarme con su cobarde garfio. ¿Qué sentido tiene conquistar la tierra si la picadura de un áspid o un trozo de piedra caída de una columna pueden poner fin a todo en un parpadeo?
—Todos mueren —dijo Olin con desprecio—. ¿Tanto te asusta eso?
El autarca negó con la cabeza.
—No entenderías lo que temo, Olin, pero esperaba que la magia de tu sangre cambiara las cosas. ¿Qué es un hombre que se conforma con lo que recibe? No es un hombre sino una bestia. ¿Preguntas qué puede desear un hombre que ya domina el mundo? El tiempo para disfrutar de lo que posee, y luego, cuando deje de disfrutarlo, de destruirlo para construir otra cosa. —Sulepis se inclinó tanto que Vash temió que se cayera de la litera—. Pequeño rey del norte, yo no maté a veinte hermanos, varias hermanas y Nushash sabrá cuántos otros para adueñarme del trono, sólo para entregárselo a otro dentro de breves años.
Alguien gritó a lo lejos y la litera aminoró la marcha.
—Nos acercamos a tu viejo hogar, Olin. Es verdad, no tienes buen aspecto… parece que tienes razón, y la proximidad te enferma. —El autarca rio un poco—. Pero ahí tienes otro motivo para darme gracias. Me aseguraré de que no sufras esa incomodidad por mucho tiempo.
—Dorado, ¿por qué nos detenemos? —preguntó Vash. Tenía visiones de gente de Olin saliendo del bosque para emboscarlos.
—Porque estamos a poca distancia del lugar donde esta carretera costera sale del bosque —dijo el autarca—. Hemos enviado exploradores para determinar dónde haremos nuestro campamento. Es probable que tengamos que expulsar a los qar, que hace meses han puesto sitio al castillo de nuestro amigo Olin. Tienen un ejército pequeño, pero son expertos en tretas. ¡Pero también Sulepis tiene sus tretas! —Rio alegremente, como un joven montando un caballo rápido.
—¿Por qué estamos aquí? —preguntó Olin—. Si crees que debes matarme para concretar tus ideas descabelladas, ¿por qué venir hasta aquí? ¿Sólo para castigar a los familiares y súbditos que aún se interesan por mí? ¿Para burlarte de su indefensión?
—¿Burlarme? —El autarca disfrutaba de su papel. En ese momento, fingió que se sentía ofendido—. ¡Hemos venido a salvarlos! Y cuando haya expulsado a los qar y yo haya terminado aquí, tus herederos podrán hacer lo que quieran con este lugar.
—¿Has venido a salvar a mi gente? Eso es mentira.
El autarca pasó por alto el insulto.
—No dije toda la verdad, lo confieso. Estamos aquí porque otrora éste fue el sitio al que fueron exiliados los dioses. Aquí, sepultada bajo los edificios que construyó tu gente, se encuentra la puerta del palacio de Xergal, al que los norteños llaman Kernios. Y aquí Habbili luchó contra él y lo derrotó, y luego lo desterró del mundo. Aquí es donde debe celebrarse el ritual.
—Ah —dijo Olin—. Entonces, como sospechaba, sólo tiene que ver con tus planes descabellados.
El autarca lo miró casi con tristeza.
—No soy codicioso, Olin, aunque pienses lo contrario. Cuando tenga el poder de los dioses a mi servicio, no tendré que regatear por un castillo u otro. ¡Reconstruiré los palacios celestiales del monte Xandos!
Olin y Vash lo miraron atónitos y aterrorizados, aunque el ministro supremo hizo lo posible por ocultar sus sentimientos.
Esperaron casi una hora en medio de la carretera. Olin guardaba silencio y el autarca parecía más interesado en beber vino y en abrazar a una de sus sirvientas mientras le susurraba al oído. Vash aprovechaba la demora para revisar sus documentos (estaría sumamente ocupado cuando llegaran al lugar donde acamparían) cuando un general del autarca se acercó a la litera y pidió hablar con él. Tras un intercambio de susurros, el autarca le ordenó que se fuera. Guardó silencio un instante, y se echó a reír.
—¿Qué pasa, Dorado? —preguntó Vash—. ¿Todo está bien?
—Mejor que nunca —dijo el autarca—. Esto será aún más fácil de lo que creía. —Agitó los dedos y la litera reanudó la marcha, con un bufido de los esclavos que empezaban a caminar—. Ya verás.
Vash tardó un rato en enterarse de lo que quería decir su amo. Cuando llegaron a una curva, los esclavos corrieron las cortinas, sobresaltando a Vash, pero poco después vio por qué lo habían hecho.
A orillas de la bahía de Brenn, la ciudad de Marca Sur estaba abandonada. Habían incendiado una gran parte, y el humo y las llamas eran lo único que se movía. No había un solo ser viviente a la vista, y hasta el castillo que se erguía en la otra margen parecía vacío, aunque Vash no dudaba que muchos compatriotas de Olin acechaban en su interior, afilando sus armas para derramar sangre xixiana.
—¿Ves? —dijo triunfalmente el autarca—. La costa es nuestra. Los qar se han ido. No querían quedar atrapados entre nuestro ejército y la bahía. ¡Han renunciado a su reclamación sobre el Hombre Radiante!
Un ruido distrajo a Vash, pero el autarca no le prestó atención. Sulepis contemplaba la escena con satisfacción, como si no fuera el hogar de Olin sino el suyo.
El ruido, comprendió Pinimmon Vash al cabo de un momento, era el rey Olin rezando mientras miraba el silencioso castillo.