37
Bajo una luna blanca como hueso
El Libro de la Lamentación de los qar no es su único documento escrito. Se dice que también tienen una compilación llamada Oráculos de Osario, que se ha conservado desde los primeros tiempos. Se dice que ambos forman parte de un libro, relato o canción mayor llamada «El fuego en el vacío», pero ningún erudito sabe con certeza qué es, ni siquiera Ximander.
Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand
Briony se asombró del tamaño del campamento sianés. Había esperado un grupo de hombres a caballo, quizá un penteconto de soldados acampados junto a la Vía Regia. En cambio, después de llegar a esa carretera y viajar una hora bajo la lluvia, Briony y sus captores habían llegado a un prado lodoso lleno de tiendas. Eran centenares, todo un campamento militar abarrotado de soldados de a pie, caballeros y sus asistentes. Mientras se volvían para mirarla con curiosidad, se le cerró el estómago. ¿La ejecutarían? Claro que no. ¡No por una mera fuga! Pero no se podía quitar de la cabeza la fría mirada de Ananka. Briony había aprendido pronto que cuando eras hija de un rey la gente podía odiarte aunque no te conociera.
Recuerda que para los demás no eres del todo real, decía su padre. Eres un espejo en que la gente ve lo que quiere ver, sobre todo tus propios súbditos. Si son felices, te verán bajo esa luz. Si son infelices, te considerarán su enemiga. Y si tienen un demonio en su interior, te verán como algo que debe ser destruido.
Si los dioses sólo tocaban a la gente en sueños, como había dicho Lisiya, ¿podían sembrar mentiras además de la verdad? ¿Un dios maligno había puesto a Ananka y al rey de Sian contra ella?
Escucha tus palabras, se reprochó. No sólo me enorgullezco de la cantidad de soldados que enviaron para engrillarme y llevarme de vuelta a Tessis. Ahora tengo la arrogancia de pensar que también los dioses se me oponen. ¡Mujer estúpida y soberbia!
De un modo u otro, no daría a nadie la satisfacción de ver que un Eddon lloraba y suplicaba piedad. Ni siquiera si tenía que afrontar el tajo del verdugo.
Llegaron a un gran pabellón cerca del centro del campamento. El capitán se apeó y la ayudó a bajar de la silla con seca y silenciosa eficiencia. Ahora que podía ver el emblema de la sobrepelliz con más claridad, notó que el sabueso rojo era esquelético y sus costillas parecían el peine de una dama. Le puso la piel de gallina.
El capitán la hizo pasar entre los centinelas del pabellón. Una vez adentro, le apretó el brazo con brusquedad para detenerla. En el interior había varios soldados más, todos con armadura, inclinados sobre una cama cubierta de mapas. Nadie había reparado en los visitantes.
—Perdón, alteza —dijo el capitán, que evidentemente no veía el momento de dar la buena noticia y recibir sus alabanzas—. He encontrado a la princesa del norte… y la tomé prisionera.
El hombre más alto se volvió con expresión sorprendida. Era Eneas, hijo del rey de Sian.
—¡Briony… princesa! —Encaró al capitán—. ¿Qué has hecho, Linas? ¿Dijiste que la tomaste prisionera?
—Como ordenasteis, alteza, la encontré y la capturé. —La voz del capitán ya no era tan firme—. Veréis, la he traído…
Eneas se acercó con el ceño fruncido.
—Tonto. ¿Alguna vez dije que la tomaras prisionera? Te dije que la encontraras. —Extendió las manos hacia Briony, y se hincó sobre una rodilla—. Os suplico perdón, princesa. He confundido a mis soldados, y la culpa es sólo mía. —Se volvió hacia el hombre que la había traído—. Me alegra que no la hayas engrillado, capitán Linas, pues de lo contrario te haría azotar. Es una mujer de alcurnia, y ya la hemos tratado espantosamente.
—Mis disculpas, princesa —tartamudeó el capitán—. No tenía idea… Os he agraviado…
El hombre no le caía bien, pero no quería que lo azotaran. No demasiado, al menos.
—Desde luego, estás perdonado.
—Ahora di a los demás que interrumpan la búsqueda —dijo Eneas, y el alicaído capitán se fue de la tienda. Eneas se dirigió a los otros hombres con armadura, que observaban con divertido interés—. Lord Helkis, vos y los demás podéis iros. Deseo hablar a solas con la princesa. —Recapacitó—. No, quedaos. No quiero que se arruine aún más la reputación de esta pobre mujer… Ya ha sufrido bastantes injusticias por culpa de mi familia.
El joven noble hizo una reverencia.
—Como gustéis, alteza. —Se sentó en un taburete en un rincón del pabellón. Briony se sentía como si flotara en un sueño. Antes se preguntaba si la ejecutarían, y ahora el príncipe se arrodillaba ante ella y le besaba la mano.
—Por favor —dijo Eneas—, no espero que perdonéis a mi familia, que en todo caso no lo merece, pero puedo volver a disculparme. Me enviaron a otra parte en cuanto regresamos de Sotopuente. Cuando descubrí lo que había ocurrido y regresé a Tessis, ya os habíais ido. —La miró con atención—. Esto es extraño, pero juraría que estáis usando mi vieja capa. En fin, no tiene importancia.
El príncipe explicó que se había enterado de la verdad porque Erasmias Jino había enviado a un mensajero que lo había puesto al corriente cuando dirigía sus tropas hacia la frontera sur por la Vía Regia. Briony deseaba poder dar las gracias a Jino, cuya buena voluntad (o al menos su lealtad a Eneas) había subestimado.
—Cuando leí la carta, aunque era plena noche, ordené a mis Perros del Templo que plegaran las tiendas y regresamos a Tessis.
—¿Perros del Templo?
—Los veis en derredor. Son mi tropa de caballería —dijo él con orgullo—. Escogí a cada uno de ellos. ¿Recordáis que os pregunté sobre Shaso y sus enseñanzas? Los Perros del Templo están inspirados en los jinetes tuaníes. No os dejéis confundir por Linas y su tonto error; son los mejores de Sian, entrenados para desplazarse con rapidez y eficiencia, en el camino y en la batalla. Lamento que vuestro primer encuentro haya sido tan lamentable.
Briony le restó importancia.
—No fue lamentable. Nos salvaron de unos bandidos. —Recordó la cara exangüe de Dowan Birch, y sus ojos ciegos y entornados—. A la mayoría de nosotros… —Su alegría por haberse salvado se disipó—. ¿Podemos mandar buscar a mis compañeros, los actores? No saben qué me ha pasado. Quizá piensen que van a decapitarme o llevarme de vuelta a Tessis. —Se detuvo, agitada—, ¿Regresaré a Tessis? ¿Qué me ocurrirá ahora que soy vuestra prisionera, príncipe Eneas?
—Nunca mi prisionera, milady —replicó él, sorprendido—. Jamás. Ni siquiera penséis semejante cosa. Sois libre de ir adonde os plazca… Pero sí, os ruego que me dejéis llevaros de vuelta a Tessis. Podremos limpiar vuestro nombre de esas acusaciones ofensivas e infundadas. Es lo menos que puedo hacer.
—Pero vuestra madrastra, Ananka, me odia…
La expresión de Eneas se endureció.
—No es mi madrastra. Con la gracia de los dioses, mi padre pronto pondrá fin a esa relación escandalosa.
Briony dudaba que fuera tan fácil.
—Aun así, dos personas cercanas a mí fueron envenenadas por alguien que trató de asesinarme —dijo ella.
—Pero estaríais conmigo. Bajo mi protección personal.
La idea de permitir que una persona amable, fuerte y competente como Eneas la protegiera era tentadora. Hacía mucho tiempo que Briony estaba sola. Su padre se había ido, sus hermanos se habían ido, y sería un gran alivio descansar…
—No —dijo al fin—. Os lo agradezco, alteza, pero no puedo regresar.
Él hizo lo posible por sonreír.
—Como os plazca. Aun así, princesa, espero que me permitáis escoltaros hasta el refugio que elijáis. Es lo menos que os debo por el duro tratamiento que recibisteis en la corte de mi padre.
—Entonces llevadme a ver a los actores. Vuestro capitán sabe dónde están. Y contadme todo lo que habéis visto y oído desde la última vez que hablamos. Pero creo que no cambiaré de parecer, oiga lo que oiga. Quiero regresar a Marca Sur. Mi pueblo me necesita.
—Si es vuestra elección, os llevaré allí —dijo Eneas solemnemente—, aunque las legiones del negro Zmeos se interpongan.
—Por favor, no habléis de los dioses, y menos de los coléricos —dijo Briony, alarmada—. Ya demasiado nos acompañan.
* * *
Cuando sucedió, sucedió rápidamente.
Durante muchos días la barca donde Qinnitan iba prisionera había bordeado la costa de Sian para internarse en Brenia y los estrechos que separaban Brenia de Connor y los rocosos islotes que la rodeaban. Siendo una mujer joven que había pasado la mayor parte de su vida en la Colmena o la Reclusión, Qinnitan no habría sabido nada de esto, pero había descubierto que durante las horas de la mañana, después de ingerir su poción, Daikonas Vo a veces respondía preguntas. Era evidente que estaba perdiendo su control férreo, pero Qinnitan trataba de no hablarle más de la cuenta, temiendo que esta improbable fuente de información se secara de golpe.
Hacía días que Qinnitan sabía que Vo tomaba su medicamento todas las noches, no sólo por la mañana: se agitaba cada vez más a medida que pasaban las tardes, y después del anochecer se tranquilizaba con su poción. Ella no entendía bien qué significaba esto, pero agradecía que él hubiera aflojado su atención, pues eso le daba tiempo para pensar y aserrar la soga contra una baranda de hierro.
Durante un tiempo lo único que vio en la costa eran promontorios rocosos, acantilados crueles con olas que los batían como mendigos golpeando una puerta atrancada. Pero hoy, mientras Vo recorría la cubierta y el viejo Vilas manejaba el timón, con los hijos tirados a sus pies como piedras, la barca pesquera dejó atrás una última estribación. El frente rocoso desapareció para revelar una ancha extensión de arena húmeda salpicada de piedras redondas, semejantes a los juguetes caídos de niños gigantes. Después de ese paraje chato el terreno se elevaba en colinas herbosas manchadas con bosquecillos de árboles de corteza blanca; más allá un bosque se extendía como una manta verde sobre las estribaciones de cerros distantes.
Esta noche, decidió: si alguna vez iba a ocurrir, tenía que ser esa noche. Pronto la línea costera consistiría de nuevo en acantilados rocosos, como había sido durante días, piedras contra las que el mejor nadador chocaría y se ahogaría. Tenía que ser esa noche.
* * *
No le costó permanecer despierta, pero sí quedarse quieta. Se obligó a mantener los ojos cerrados, combatiendo el afán de cerciorarse de que la luna que había mirado momentos antes aún siguiera brillando.
Vo murmuraba para sí mismo, una buena señal. La última vez que lo había observado se rascaba los brazos y el cuello, y se frotaba el vientre como si le doliera.
—… despertar —dijo, y soltó una ristra de maldiciones en xixiano que habría hecho sonrojar a la Qinnitan de un año atrás—. ¡Engañado! No dormían. ¡Ambos lo sabían! ¡Me jodieron!
Dejó de caminar y Qinnitan se quedó quieta, tratando de no respirar. Se arriesgó a entreabrir un ojo. Vo estaba de espaldas a ella y lamía la aguja que usaba para ingerir la poción. Para sorpresa de Qinnitan, volvió a sumergirla en el frasco y se llevó la aguja a la boca.
¡Había lamido la aguja tres veces en un día! ¿Eso era bueno o malo para ella? Reflexionó un instante y decidió que sólo podía ser bueno. Ahora le costaba aún más esperar, pero los dioses fueron amables con ella: al cabo de un rato, Vo se sentó en la cubierta.
Con los ojos entornados, ella observó hasta que la luna bajó detrás de la vela mayor. Luego, tras aspirar largamente y soltar el aire despacio, Qinnitan rodó, cortó las últimas hebras de soga y se arrastró hacia el hombre que se apoyaba en el mástil.
—Akar —susurró, «amo» en xixiano—. Akar Vo, ¿me oyes? —Lo sacudió con suavidad. Él ladeó la cabeza y entreabrió la boca como para decir algo. Ella se sobresaltó, pero él mantuvo los ojos cerrados y no dijo nada.
Volvió a sacudirlo suavemente y le metió la mano en la capa. Buscó la cartera de Vo y la extrajo. Era más pesada de lo que esperaba, hecha de cuero aceitado. Guardó allí los trozos de pan que había reunido, y se petrificó de terror cuando su captor se movió y murmuró. Cuando volvió a quedarse quieto, ella sujetó la cartera al cordel que llevaba como cinturón sobre su raído vestido de sirvienta de Hierosol. Su corazón palpitaba aceleradamente. ¿De veras se atrevería a hacer esto?
Claro que sí. No podía hacer otra cosa. Ahora que Palomo se había ido, no le debía la vida a nadie. Si moría tratando de escapar, eso sería mejor que la suerte que le esperaba cuando la entregaran al autarca, no tenía la menor duda.
Volvió a hurgar en la capa de Vo, encontró el frasco y lo cogió entre el pulgar y el índice. Por un momento vaciló. Si lo bebía, todos sus problemas habrían terminado, o al menos los problemas que preocupaban a los vivos. La oscuridad del pequeño frasco la atraía, un sueño del que nunca tendría que despertar. ¡Muy tentador…! Pero recordó al joven llamado Barrick, su amigo de los sueños. ¿De veras él le había dado la espalda? ¿O le había pasado algo? ¿Él necesitaría su ayuda? Si ponía fin a su vida, no lo sabría nunca.
Qinnitan se decidió: sacó la tapa, envió una plegaria a las abejas doradas de Nushash que había cuidado tanto tiempo y vertió el frasco en la boca de Vo.
Su intento casi quedó frustrado por culpa del espeso medicamento, que no brotaba como agua sino que se deslizaba como jarabe de granada: apenas había empezado a gotear cuando él empezó a resistirse. Ella logró verter al menos una cucharada en su garganta antes de que él despertara y se liberara, tosiendo y escupiendo. Vo le quitó el frasco de las manos y patinó por la cubierta, pero a Qinnitan no le importaba. Le había dado muchas veces la porción normal. Sin duda eso bastaría para matarlo.
No esperó para averiguarlo. Vilas y sus obtusos y crueles hijos estaban en la barca, el mayor cuidando el timón mientras los otros dormían. En un instante hasta ese imbécil vería sus forcejeos. Corrió hacia la borda y se arrojó por el lado de tierra. Cuando superó el primer aguijonazo del agua fría, emergió y se puso a nadar hacia la costa distante. Tras un breve trecho, se volvió para mirar al bote. Vio que algo oscuro caía por el flanco y chapoteaba en el agua alumbrada por la luna. Su corazón dio un salto. ¿Vo se disponía a perseguirla? ¿Era posible que semejante cantidad de veneno no lo hubiera matado?
Quizá tropezó y cayó por la borda, se dijo mientras seguía nadando. Quizá ya se haya ahogado.
A poca distancia de la barca pesquera, Qinnitan ya estaba helada y agotada. A veces parecía que la corriente la alejaba de la costa, como si Efiyal, el malvado dios del mar, hiciera lo posible por derrotarla.
No me daré por vencida, pensó, aturdida y sin saber bien contra qué luchaba. ¿La muerte? ¿Los dioses? ¿Daikonas Vo? ¡No me daré por vencida!
Siguió braceando, chapoteando de tal modo que sabía que la verían desde la barca, pero la barca no fue hacia ella. ¿Eso significaba que Vo había muerto? ¿O que pensaban que era imposible rescatarla?
No importaba. Sólo podía hacer lo que estaba haciendo.
El agua le inflamaba los ojos y amenazaba con llenarle la boca. La luna pendía en el cielo como un ojo gigante, ondeando cuando ella hundía y subía la cabeza. Sus piernas eran de piedra, y la arrastraban hacia abajo por mucho que luchara contra el abrazo del mar. Y la fatiga que se propagaba por su cuerpo, y que un rato antes ardía en sus venas y pulmones como fuego, se había convertido en un frío mortífero que avanzaba palmo a palmo, hasta que perdió la sensibilidad, no supo si subía o bajaba, si estaba viva o ahogada, si lo que veía era la luna o su reflejo en el espejo de las profundidades…
Qinnitan tocó arena y rocas lisas con los pies, pero sólo por un instante. Unas brazadas más y de nuevo pisó la costa, esta vez para siempre. Apoyó los pies en el fondo y el agua le llegó al cuello, a los senos, a la cintura…
Cuando dejó de sentir el agua, Qinnitan se desplomó sobre los guijarros húmedos de la playa y siguió a la luna hacia la oscuridad.
* * *
Despertó temblando bajo una luna blanca como hueso. No veía rastros de Vo ni de la barca, pero se sentía muy expuesta en la playa y soplaba un viento intenso y frío. Estrujó el vestido para quitarle el agua y caminó hacia las colinas, con los pies tan helados que apenas reparaba en las piedras afiladas que pisaba.
Cuesta arriba se encontró en un mar de hierbas altas que se mecían en el viento, susurrando como niños ansiosos. Qinnitan estaba demasiado cansada para seguir caminando. Se puso de rodillas y se arrastró un poco, pensando en medio de su ensueño que abría un túnel hacia su salvación, que llegaría a un sitio donde nadie podría verla. Luego se hundió en el murmullo de la hierba hasta que dejó de sentir la quemadura del viento, y el mundo volvió a disiparse.
* * *
—Ojalá no os hubierais cortado el pelo, princesa —dijo Eneas mientras la ayudaba a ponerse la cota de malla—. Aunque esa apariencia viril os sienta mejor con esta indumentaria.
—La gente hace cosas raras cuando huye para salvar el pellejo.
El príncipe se sonrojó.
—Desde luego, milady, no quise…
Briony cambió de tema.
—Esto es muy liviano; mucho más liviano de lo que esperaba. —La armadura no le resultaba mucho más incómoda que los vestidos formales que había usado en la corte, por no mencionar el corsé, el cuello almidonado y las capas de enaguas que tenía que llevar bajo los vestidos. La cota de malla colgaba cómodamente sobre una camisa acolchada y le llegaba casi a las rodillas, pero tenía cortes en los lados para que anduviera cómodamente a caballo.
—Sí. —El príncipe se alegró de que ella lo hubiera notado. Era una de sus cualidades más entrañables, pensó Briony, que siempre era feliz cuando ella demostraba interés en armas y armaduras, o al menos más interés que otras mujeres—. Como os dije, está inspirado en el modelo de los tuaníes y mihaníes, rápidos jinetes del desierto como los que comandaba vuestro maestro Shaso. Los caballeros lentos ya no pueden pisotear al enemigo a voluntad. Los arcos largos lo dificultaron en tiempos de nuestros abuelos, y las armas de fuego pronto lo harán imposible. Una armadura fuerte puede detener una bala de rifle a cierta distancia, pero el jinete pierde impulso, y queda indefenso al caer. —Volvió a sonrojarse—. Hablo de más. Dejadme ayudaros con la sobrepelliz. —Eneas y su paje le pusieron la prenda mientras ella alzaba los brazos, y luego Eneas retrocedió, quizá por sentido del decoro, mientras el joven paje sujetaba los costados.
—Perfecto —dijo el príncipe—. ¡Ahora sois todo un Perro del Templo!
Briony rio.
—Y me honra serlo, aunque sólo sea en apariencia. ¿Pero es tan necesario en este momento?
—Marca Sur está a larga distancia, princesa, y el norte es inestable y peligroso. El ejército de las hadas ha sembrado el caos a su paso. Los bandidos que mataron el capitán Linas y sus hombres no son los únicos, y hay muchos otros que no aman a mi padre ni a Sian, aun dentro de nuestras fronteras.
—¡Pero nadie osaría atacar a un ejército de este tamaño!
—Sin duda tenéis razón. Pero eso no significa que no puedan dispararnos desde lejos con un arco o un rifle. —Le ofreció un yelmo con un cuello de cota de malla—. Y también llevaréis esto, princesa.
—¿Puedo esperar a salir de la tienda para ponérmelo?
Él sonrió al fin. Briony tenía que admitir que Eneas era muy guapo, con su rostro grande y franco y su mandíbula fuerte.
—Claro, milady. Pero luego no os lo podréis quitar hasta que lleguemos a Marca Sur. No, ni siquiera allí.
* * *
El príncipe ordenó a sus hombres que se preparasen para viajar al norte mientras él, Briony y su guardia privada regresaban al sitio donde los actores aún estaban vigilados por soldados sianeses.
—De nuevo nos rescatáis de un destino desagradable, princesa —dijo Finn Teodoros.
—Un destino que no os habría amenazado de no ser por mí —dijo ella—. Haré lo posible para compensaros a todos. ¿Cómo están los demás?
—Llorando la muerte de Dowan Birch, como imaginaréis. Todos lo amábamos, pero creo que Estir lo amaba más de lo que creíamos los demás.
Briony suspiró.
—Pobre Dowan. Siempre fue amable conmigo. Si alguna vez recupero el trono, haré construir un teatro y le pondré su nombre.
—Sería un buen gesto, pero yo aún no lo mencionaría. La herida es demasiado reciente. —Finn sacudió la cabeza—. No sé deciros cuánto abatimiento sentí cuando os llevaron, alteza… ¡Pero aquí estáis! Hay algo épico en vuestras aventuras, y sospecho que sólo me habéis contado la mitad.
—Teodoros puede cubrirte de alabanzas —dijo una voz a sus espaldas—, pero no esperes lo mismo de mí.
Briony se volvió y se topó con Estir Makewell, que tenía los ojos rojos y el pelo desgreñado.
—Estir, lo lamento mucho…
—¿De veras? —La mujer parecía hundida en sí misma, pero tensa, como un animal dispuesto a saltar—. ¿Entonces por qué no fuiste a presentar tus respetos a Dowan en cuanto regresaste?
—Pensaba hacerlo…
—Desde luego. —Estir aferró el brazo de Briony con tal fuerza que parecía un ataque—. Ven pues. Ven a verle.
—Estir… —dijo Finn Teodoros con voz de advertencia.
—No, iré —le dijo Briony—. Claro que iré.
Dejó que la mujer la arrastrara por el camino y retrocediera unos pasos hacia el comienzo del bosque donde los habían emboscado. El cuerpo del hombre alto yacía en el suelo, con la cara y el pecho cubiertos con una de las capas brillantes que había usado para representar al dios Volios.
—Ahí está —dijo Estir—. Esto es lo que me queda de él. —Echó la capa hacia atrás, revelando la pálida cara de Dowan. Le había cerrado los ojos y le había sujetado la mandíbula con una tela, pero a pesar de las palabras tranquilizadoras que siempre decía la gente, el gigante no parecía dormido. Parecía un mero objeto, roto e inservible.
Como el pobre Kendrick, pensó Briony. En un momento la sangre le arrebolaba las mejillas, y al siguiente era sólo un charco seco en el suelo. No somos nada cuando se nos va la vida. Nuestros cuerpos no son nada.
—¿Estás llorando? —preguntó Estir—. ¿Estás llorando por mi Dowan? Pues eres muy descarada, por muy princesa que seas. Tienes el orgullo de los dioses si puedes llorar por él cuando fuiste tú quien provocó esto. —Señaló la cara vacía del gigante—. ¡Míralo! ¡Mira! ¡Él era todo lo que yo tenía! ¡Iba a casarse conmigo cuando tuviéramos un poco de dinero! Ahora… ahora es sólo… —Osciló y cayó de rodillas, sollozando—. Que Kernios te conduzca a salvo y te acepte, querido Dowan…
Briony quiso tocarle el hombro, pero Estir le apartó la mano de un golpe.
—¡No me toques! ¡Los demás pueden adularte, pero esto fue culpa tuya! Nunca te preocupaste por nosotros.
—Estir —dijo Finn, acercándose—, te estás portando como una tonta. La princesa no tuvo nada que ver con esto…
—¿Nada que ver? Todo lo contrario —replicó Estir Makewell—. Pero nadie se atreverá a decir nada porque ella es una maldita princesa. ¿Y a mí qué? Mi amante ha muerto… Era mi última oportunidad. Mi última… —Volvió a caer hacia delante, llorando mientras apoyaba la cabeza en el pecho del cadáver—. ¡Dowan!
—Venid conmigo, princesa —dijo Finn—. El resto no os echa la culpa.
Pero Briony notó que ninguno de los demás había ido a recibirla, que Nevin Hewney, Pedder Makewell y el resto miraban desde lejos, como si un hechizo la hubiera transformado en algo diferente y temible.
—Veré de que tenga un buen funeral en Layandros —le dijo a Finn. Briony miró hacia donde el príncipe Eneas esperaba con sus hombres, manteniéndose a distancia para que ella tuviera su reencuentro con lo que él suponía (y ella misma había supuesto) eran sus amigos—. Es lo mínimo que puedo hacer.
—Insisto, no os echéis la culpa, princesa. Hoy en día las carreteras son peligrosas, y hemos pasado gran parte de nuestra vida en el camino. Esto pudo haber ocurrido aunque no viajáramos con vos.
—Pero viajabais conmigo, Finn, y no os dejé opción. Sin mí, Dowan se podía haber quedado, podía haberse ido a cuidar una granja con Estir.
—Y pillar la peste, o ser corneado por su propio toro. No estoy seguro de creer en los dioses, pero sí creo en el destino. La muerte siempre nos encuentra, princesa; la mía, la vuestra, la de Estir Makewell, por mucho que nos ocultemos. La muerte de Dowan lo encontró aquí, eso es todo.
Ella calló un largo instante. El peso de lo que había perdido y lo que no había logrado hacer la agobiaba tanto que apenas podía respirar.
—Gracias —dijo al fin—. Eres buen hombre, Finn Teodoros. Lamento haberte metido en mis problemas.
El dramaturgo guardó silencio, pero era un silencio reflexivo, más que emocional.
—Venid aparte conmigo antes de iros, princesa Briony —dijo al fin.
Se alejaron hasta estar a buena distancia de Eneas y sus soldados, pero aún a la vista, y lejos de Estir Makewell, de modo que Briony pudo volver a respirar.
—Si necesitas algo, pídelo —dijo Briony—. Querido Finn, eres una de las pocas personas de este mundo que sólo me ha brindado amabilidad. —No podía olvidar la actitud autoritaria que le había demostrado antes, y se arrepentía de haberlo amenazado con su rango—. Serás mi historiador, como dije, pero espero que también seas mi amigo.
Él no se decidía a hablar, pero este silencio tampoco parecía deberse a los sentimientos. Al fin sacudió la cabeza como para liberarse de un fastidio.
—Debo hablar con vos, princesa.
—Me intrigas, maese Teodoros. ¿Acaso no estamos hablando?
—Hablar con franqueza, quiero decir. —Tragó saliva—. Habéis sufrido mucho por vuestro pueblo, y habéis arriesgado aún más, alteza. Ahora escuchadme. Algunos de los que creéis vuestros amigos y aliados… Bien, algunos no son amigos. En absoluto.
Dawet le había dicho algo parecido mucho tiempo atrás, en Marca Sur. Aquello parecía otro mundo.
—¿A qué te refieres? No quiero burlarme de ti, pero no se me ocurre nadie que no haya traicionado la confianza de mi familia: los Tolly, Hesper de Jellon, el rey Enander…
—No, me refiero a alguien más cercano a vos. —Su aire habitual de cinismo irónico se había disipado—. Sabéis que durante largo tiempo he servido a Avin Brone, como estudioso y como espía.
—Sí, y un día te pediré que me hables de esos días y esas tareas. Brone decía que yo era demasiado confiada, que necesitaba hallar mis propios espías e informadores, pero confieso que no conozco bien ese juego…
Teodoros alzó la mano, y luego comprendió que no era conveniente demostrar impaciencia ante una princesa.
—Perdonadme, alteza, pero hablo precisamente de Brone.
Ella tardó un instante en comprender.
—¿Brone? ¿Me estás diciendo que Avin Brone es un traidor?
—Esto es difícil, milady —dijo Teodoros, compungido—. Lord Brone siempre ha sido justo conmigo, alteza, y nunca me ha dicho nada que sugiriese que no os era leal… pero una vez me dejó a solas en su alcoba, cuando otro de sus espías llegó imprevistamente de la carretera del sur, herido por una flecha…
—Rule. Se llama Rule —dijo Briony—. Piadosa Zoria, recuerdo aquella noche. Yo estaba en los aposentos de Brone.
—Y yo estaba en una habitación contigua, donde el conde atiende sus asuntos. —Finn miró en torno para cerciorarse de que nadie los oyera—. Soy un hombre curioso, por deciros algo que no os sorprenderá. Por Zosim el de muchas caras, no es culpa mía… ¡Soy escritor! Nunca me habían dejado solo con las cosas de lord Brone, y debo confesar que aproveché la oportunidad para echar una ojeada a sus papeles. Algunos no tenían sentido para mí: mapas de lugares que yo no conocía, listas de nombres, informes sobre Estío, Hierosol, Jellon y otros lugares, obviamente informes de sus espías. Pero en el fondo de una pila de su escritorio descubrí una cubierta de pergamino con el emblema de los Eddon, aunque sin sello.
—Ni siquiera tendrías que haber tocado esa cosa. Te podrían haber ejecutado si alguien te pillaba leyéndola —bromeó Briony, pero en realidad sólo deseaba postergar las cosas. No quería oír lo que él diría a continuación.
—Como decía, princesa, soy escritor, y todos saben que ése es otro modo de llamar a un tonto. Me acerqué a la puerta para cerciorarme de que no viniera nadie y luego alcé la cubierta. Dentro había una lista de personas (las que reconocí eran agentes de confianza de lord Brone) que en cierto momento y a cierta señal, matarían o encarcelarían a los miembros de la familia real. También había planes para consolidar el poder después y mantener al pueblo pacificado. Y el plan estaba en la letra de Brone. La conozco tan bien como la mía.
—¿Qué…? —Briony no podía creer lo que oía—. ¿Me estás diciendo que Brone planea asesinarnos?
Finn Teodoros tenía cara de aflicción.
—Quizá me equivoque, alteza. Quizá fuera otro informe, una conspiración que él había descubierto y tal vez frustrado, copiado en su propia letra. O quizá fuera otra cosa. No quiero declarar culpable al conde sólo por lo que vi, y tener su muerte en mi conciencia. Pero juro que fue como os digo, princesa. Había hecho una lista de su puño y letra que parecía un plan de traición y asesinato, un plan para adueñarse del trono de Marca Sur. Ojalá no fuera así, pero eso es lo que vi.
Ese claro junto al camino de pronto parecía tan inestable como la cubierta de un barco. Por un momento Briony temió que se le escapara bajo los pies y ella se desmayara.
—¿Por qué me cuentas esto ahora, Finn?
—Porque pronto nos dejaréis —dijo él—. No podremos seguir el paso de los soldados del príncipe, y tampoco lo deseamos. No somos combatientes, pero los dioses saben que habrá combates en el sitio adonde vais. —Finn agachó la cabeza, como si no pudiera mirarla a los ojos—. Y… porque habéis sido bondadosa conmigo, princesa. Os tengo afecto. Como dijisteis, me gustaría pensar en vos como amiga… y no sólo por el poder que se obtiene con la amistad de una princesa. Una vez logré convencerme de que podía estar equivocado, de que no era cosa mía. Ahora… Bien, os conozco demasiado, Briony Eddon, princesa. Es la verdad.
—Yo… tendré que pensarlo. —Se había sentido muy sola desde que su mellizo se había ido, pero esto era peor. El mundo, un lugar peligroso y confuso, ahora ni siquiera tenía centro ni sentido—. Tengo que pensar. Déjame a solas, por favor.
Él hizo una reverencia y se alejó. Y cuando el príncipe Eneas se acercó para hablarle, sospechando que algo iba mal, también le pidió que se fuera. La compañía de los demás no la consolaba. No ahora, al menos. Quizá nunca más.