36
En busca de la dama Puerco Espín
Las hadas que sobrevivieron a la segunda guerra con los hombres y huyeron al norte invocaron, en un acto de hechicería que no se había visto desde los tiempos de los dioses, un gran manto de nube y niebla que los hombres llamaron la Línea de Sombra. Ahora los mortales que se internan en esas tierras se arriesgan a perder el juicio, cuando no la vida. Los pocos que han ido y regresado sostienen que todo el norte está cubierto por esa sombra.
Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand
Parezco condenado a formar parte de extraños tercetos en extraños lugares, pensó Ferras Vansen mientras subían por el camino curvo que Antimonio llamaba el Anillo de Cobre. Primero más allá de la Línea de Sombra, con el heredero del trono y un soldado qar sin rostro, ahora en las profundidades de la tierra con dos personas pequeñas. Sobreviví la primera vez. Ojalá que… Pero aun ahora estaba desconcertado por lo que había ocurrido: ¿por qué había caído a través de una puerta detrás de la Línea de Sombra y había aparecido en la ciudad cavernera debajo de Marca Sur?
No tenía respuesta. Quizá los dioses hubieran intervenido, aunque ni siquiera estaba seguro de eso. Lo único que le había quedado claro durante ese año de locura era que ni aun los dioses parecían ser dueños de su propio destino.
Antimonio y la mugrienta criatura llamada Lignito estaban discutiendo. El monje era una cabeza más alto (era el cavernero más grande que Vansen había conocido, y su cabeza le llegaba a las costillas), pero no estaba a la par de la ferocidad del drow, que gruñía como un gato acorralado. Era extraño verlos tan juntos, ver sus similitudes y diferencias, como si uno fuera un poni salvaje, velludo y pequeño, y el otro un macizo caballo de granja.
—¿Qué ocurre? —preguntó Vansen.
Antimonio frunció el ceño.
—Es una trampa o una treta. Nos quiere llevar a Bolsa de Toba por Cantera Vieja, pero yo estuve allí ayer. ¡No hay modo de salir! Por eso lo llamamos «bolsa»: sólo se puede salir por donde se entró.
Vansen miró a Lignito, que estaba irritado como un tejón al que han sacado de su madriguera.
—¿Explica por qué quiere ir allí si no hay salida?
—Él dice que la hay. Y dice que soy un tonto por creer lo contrario. —Antimonio apretó los puños. Si Vansen hubiera tenido el tamaño de Lignito, se habría puesto muy nervioso.
—Veamos adonde nos lleva. Si es una trampa, es un modo extraño de tenderla, pues nos conduce a un callejón sin salida. Además, sabe que si nos miente será el primero en morir. —Le mostró el hacha al drow—. Pero no viene mal recordárselo.
Lignito los condujo por el camino de Cantera Vieja hasta que dejaron atrás los pasajes laterales. El corredor empezó a descender, y al fin llegaron a una bifurcación.
Antimonio señaló el túnel de la derecha.
—Eso es Bolsa de Toba.
—¿Y adonde va el camino de Cantera Vieja desde aquí? —preguntó Vansen, señalando la otra ramificación.
—Retrocede hasta conectarse con el Anillo de Cobre, al otro lado de Cavernal. Es uno de los caminos de Piedra de Tormenta.
—¿Y por qué no hay salida?
—Ése era el camino original de la Cantera Vieja, pero la excavación resultó ser muy difícil; en aquellos tiempos no había polvo explosivo. Así que tomaron por aquí —señaló el ramal izquierdo—, donde la piedra era más blanda.
A pesar de la desconfianza de Antimonio, Vansen permitió que Lignito los guiara por el otro túnel, que tenía muchas curvas y por momentos era tan bajo que Vansen tenía que agacharse y avanzar agazapado. Al fin llegaron a un lugar un poco más ancho. A la luz de la lámpara de coral de Antimonio, Vansen vio que la descripción del monje era acertada: el corredor terminaba en un excavación abandonada y una pila de escombros. No había salida.
Mientras Antimonio meneaba la cabeza con huraña satisfacción, Lignito avanzó, se agachó y metió la mano bajo una de las piedras apiladas. Gruñó al levantarla; para sorpresa de Vansen, algunas piedras rodaron pero las demás formaban un solo bloque. Vansen se aproximó y vio que era un escudo drow cubierto con cemento y piedras, de modo que para el ojo desprevenido parecía una inocua pila de escombros.
—¡Por el martillo de Perin! —exclamó—. ¡Una puerta secreta!
Lignito mostró una desdentada sonrisa de triunfo y metió las piernas en el agujero. Tiró de la cuerda que le sujetaba el tobillo hasta tensarla, luego arrojó el resto por el agujero y se dejó caer. Antimonio y Vansen se miraron desconcertados, mientras la soga se aflojaba y volvía a tensarse.
—¡Por los Ancianos! ¡Está solo ahí abajo! —exclamó Antimonio, alarmado. Arrojó su mochila por el borde del agujero y se apresuró a seguirlo. Vansen vaciló. No le gustaba la idea de bajar a un sitio desconocido que no veía bien.
—¿Hermano Antimonio? —llamó desde el borde—. ¿Estás ahí? ¿Te encuentras bien?
—Baje, capitán Vansen —respondió el monje a poca distancia—. Puede saltar. La caída es fácil, y aquí abajo… Bien, tendrá que verlo con sus propios ojos. ¡Maravilloso!
Vansen tenía sus dudas, pero la voz del cavernero lo tranquilizó. Tiró su mochila, dio media vuelta y se dejó caer, cubriéndose la cara con los brazos.
Su cota de malla no pesaba mucho, pero su aterrizaje fue más brusco que el de los otros: patinó, tropezó, volvió a patinar, y apenas logró conservar el equilibrio para caer sentado en una pila de piedras.
—¡Por el Tronador! —maldijo, poniéndose de pie con un gruñido—. ¿A eso le llamas una caída fácil?
—Pero mire —dijo Antimonio—. ¿No vale la pena el porrazo?
Vansen tuvo que admitir que así era, siempre que uno fuera cavernero. El pasaje descendía por una pila de escoria y luego se ensanchaba. El fulgor del coral revelaba una enorme caverna con un techo tachonado de bultos redondos, cada uno del tamaño de Vansen, de modo que los otros dos parecían hallarse en el centro de una nube inmóvil. En el centro de la caverna había un lago que irradiaba una luz perlada. El agua estaba tan quieta que parecía cristal. Mientras Vansen escrutaba profundidades a las que ninguna lámpara de coral habría llegado, comprendió por qué los caverneros creían que su dios creador había surgido a orillas de una laguna así.
—¿No es magnífica? —preguntó Antimonio—. ¿Quién hubiera dicho que había esto al otro lado de Bolsa de Toba? Casi podría perdonar a esta bestia y su especie por tratar de matarnos, tan sólo por haberme traído aquí. ¡Así debía ser cuando mis antepasados exploraron los Misterios por primera vez!
Vansen no entendía muy bien a qué se refería.
—Es hermoso, ciertamente, pero debemos seguir adelante.
—Claro, claro. —El monje le dijo algo a Lignito, recibió una respuesta y se volvió a Vansen con una mueca de consternación—. Dice que lamenta haberme revelado esto para salvar el pellejo. Esperaba que ni mi gente ni los qar descubrieran estas cavernas, para que su pueblo pudiera reclamarlas. En ese sentido, demuestra su parentesco con los caverneros.
Los dos hombrecillos condujeron a Vansen rodeando el lago subterráneo, que parecía tan grande como una de las lagunas del castillo de Marca Sur. Al mirar nunca veía el fondo, pero un par de veces creyó ver movimiento en las sombras más profundas, aunque esperaba que sólo fuera un engaño de la luz que llevaban él y sus compañeros.
Llegaron al extremo de la caverna, donde un antiguo desagüe había cavado una especie de valle angosto en un ángulo aún más empinado. Siguieron esa cañada de techo bajo, tratando de no tocar los delicados cristales semejantes a copos de nieve cónicos que se aferraban a las paredes y se desintegraban al menor contacto. Antimonio incluso lloró después de romper por accidente un ejemplar grande y exuberante que había brotado de la roca como un árbol en miniatura, con un tronco que se ramificaba en exquisitos y angostos brotes de piedra traslúcida. El drow miró al afligido monje en silencio, torciendo la cara mugrienta en una mueca ininteligible.
A medida que se internaban en las cavernas, Vansen veía cosas que nunca habría imaginado, recintos adornados con estructuras ramificadas que parecían monstruosas cornamentas de ciervo, y cavernas llenas de columnas de tiza que crecían desde el suelo y desde el techo, como si hubieran untado dos trozos de pan con miel, los hubieran apretado y luego los hubieran separado lentamente. A menudo la belleza se hermanaba con el peligro cuando los viajeros se aventuraban en angostos senderos o en delgados puentes que franqueaban pozos de negrura.
¿Quién hubiera dicho que todo un mundo aguardaba bajo el suelo?, pensó Vansen mientras atravesaban lagunas con cangrejos blancos y ciegos y peces que se alejaban velozmente de sus pisadas. En algunas cavernas más grandes anidaban gran cantidad de murciélagos, y cuando perturbaban ese dormitorio la nube que aleteaba y chillaba tardaba una hora en despejarse, tan numerosas eran las criaturas. Pero en general Vansen seguía a sus guías por espacios cerrados donde tenía que arrastrarse de bruces, retorciéndose como una serpiente en agujeros estrechos, así que pronto quedó cubierto de lodo y polvo.
Al fin se detuvieron frente a una grieta tan pequeña que Vansen pensó que ni siquiera sus compañeros lograrían atravesarla. Dejó su mochila y se agazapó para medirla. No era más ancha que la distancia que separaba su codo de sus dedos.
—No puedo pasar por un espacio tan pequeño —dijo.
El drow pareció entender, y dijo algo en su lengua gutural.
—Dice que debes intentarlo —tradujo Antimonio—, Éste es el último pasaje angosto. —Escuchó lo que decía el otro—. También dice que por eso no intentaron atacar desde aquí. Era demasiado estrecho para los… —Guardó silencio—. Él los llama los profundos; creo que se refiere a los gigantes que nosotros llamamos ettins. No pasaban por este túnel y era demasiado largo para ensancharlo: alguien los habría oído mientras trabajaban.
Vansen reprimió un escalofrío.
—Eso no importa. Yo no puedo pasar.
—Dice que entonces debemos regresar —tradujo Antimonio—. No hay otra manera de llegar a la dama oscura.
Pero Vansen sabía que sólo él podía hablar con ella, que sólo él tenía la oportunidad de poner fin a esta situación antes de que masacraran a toda la gente de Marca Sur, grande y pequeña, encima y debajo de la superficie.
—Muy bien —dijo al fin—. Lo intentaré. ¿Puedes tomar mi armadura y mi arma?
Antimonio reflexionó.
—No puedo hacer eso y llevar el resto de la comida y el agua por un sitio angosto. No soy mucho más delgado que tú. Níquel dice que yo como por dos o tres metamorfos.
Vansen trató de sonreír ante la débil broma del monje.
—Entonces debo dejar la armadura… pero pasaré el hacha delante de mí. ¿Cómo haremos esto? —preguntó Vansen—. ¿Yo debo ir en último lugar?
—No. Si usted es tan necesario para esta misión como dice, no quiero que se quede atascado al otro lado de Cavernal, sin poder regresar pero sin poder zafarse. Si algo sale mal, alguien debe regresar en busca de ayuda. Y no pienso confiar en que esa criatura aberrante vaya primero. Si usted se atasca, no la veríamos más. No, me temo que tendrá que ir delante, capitán Vansen. Nuestro pequeño amigo lo seguirá, y yo seré el último.
Ferras Vansen se quitó la cota de malla y la camisa acolchada. Sintió frío y le castañetearon los dientes. Miró al drow, que lo observaba con interés.
—No dejes que me toque —le dijo a Antimonio.
—No se preocupe, capitán —dijo el monje con un gesto huraño, mientras recogía la soga del prisionero—. Si trata de hacer algo indebido, le tiraré de la pierna.
—Sí, pero no lo mates —dijo Vansen—. Quizá lo necesitemos al otro lado. ¿Meto primero la cabeza o los pies?
—Depende de lo que prefiera, luz u oscuridad. —El monje señaló el farol que Vansen llevaba en la frente—. No, debe ir de cabeza, capitán. Sus hombros son la parte más ancha. Acuérdese de alzar los brazos cuando necesite encogerse. No tema, yo estaré detrás.
Vansen aspiró profundamente varias veces, pero sabía que no podía demorarse más. Se metió en el agujero. ¿Cómo lograría entrar en un espacio tan estrecho?
—Un brazo arriba y un brazo abajo, si puede hacerlo —dijo el monje—. Le permitirá moverse, y así podrá encogerse aún más.
Vansen metió el hacha en el túnel y gateó. Logró pasar los hombros y el torso por el primer espacio angosto. Después el túnel se abría un poco, aunque todavía no podía poner los brazos bajo la cabeza, así que siguió empujando el hacha y luego se retorció como una víbora.
Una víbora lenta, torpe y asustada, pensó.
Le repugnaba la idea de internarse así en la tierra. Hasta el aire cálido y húmedo que respiraba empezaba a enrarecerse. El túnel no era, como había imaginado, un pasaje liso como la madriguera de un animal, sino que consistía en los espacios accidentales que habían dejado enormes losas de piedra fracturada. Empezó a pensar en temblores, esas veces en que la tierra se estremecía como un gigante dormido. Si pasaba ahora, bastaría una ínfima sacudida para triturarlo como un grano de trigo entre piedras molares.
Una vez, cuando la estrechez del pasaje le impidió llenarse bien los pulmones, tuvo que combatir un súbito terror. Antimonio hablaba a sus espaldas, sin duda para alentarlo, pero su propio cuerpo y el drow sofocaban el sonido y la voz del monje era apenas un murmullo.
Quizá no me esté alentando, pensó. Quizá se acordó de algo que no me había dicho: que hay un pozo o un lugar más angosto delante… o que me cuide de las serpientes o las arañas venenosas…
Atorado en una curva y tratando de liberarse, Vansen se golpeó la cabeza contra la pared del túnel. Sintió un goteo de humedad en la cabeza y supuso que era sangre. Poco después su lámpara se extinguió, dejándolo en total oscuridad.
Su corazón dio un respingo, y pensó que no podría recobrar el ritmo. Se estaba sofocando, atrapado en la negrura. ¡No tenía aire!
—¡Alto! —se dijo, aunque era más un jadeo que una palabra. Aun así, era su propia voz. Había aire. El súbito terror que le aceleraba el corazón y le atenaceaba la cabeza era sólo eso, miedo.
No importa la oscuridad, se dijo. Sólo puedes arrastrarte, avanzando palmo a palmo, Vansen. Eres un gusano. ¿Acaso los gusanos temen a la oscuridad?
Era un pensamiento absurdamente tranquilizador, y su corazón empezó a latir con más calma. Se vio como lo vería un dios; un dios con sentido del humor. Vansen era sólo una criaturilla que estaba donde no debía, metido en un túnel subterráneo como un guisante seco en un junco, como los que les disparaba a sus hermanos cuando eran niños. La tierra lo rodeaba, pero también lo acunaba. Sólo podía seguir avanzando. Cuando se trababa en los pasajes angostos se retorcía hasta que lograba liberarse.
Adelante. Sólo adelante, se dijo. No te queda más remedio.
¡Cómo se debían reír los dioses!
* * *
Transpirado y tembloroso, con los ojos inflamados por el barro y un aguijonazo en cada articulación, Ferras Vansen al fin atravesó la grieta y llegó a una pequeña caverna que después del túnel parecía tan amplia y aireada como el gran templo de Marca Sur. Lignito salió detrás de él, seguido por Antimonio, que aferraba la cuerda del drow como un niño sujetando el cordel de una cometa. Comieron y descansaron en silencio, y reanudaron la marcha cuando Vansen pudo levantarse sin que le temblaran las rodillas.
Encontraron otros pasajes angostos en el resto del camino, pero nada parecido a ese túnel largo y sofocante; tras un par de horas de ascenso, llegaron a una galería que había sido trabajada por criaturas pensantes, con toscas columnas de piedra que sustentaban el techo, de modo que esa larga serie de recintos parecía una colmena o el laberinto de un jardín. Vansen se preguntaba quién lo había creado cuando una andanada de flechas rebotó en las piedras encima de ellos. Vansen y Antimonio buscaron refugio, y el monje tiró de la soga del drow con tal fuerza que el prisionero cayó al suelo como un juguete.
Los atacantes pronto calcularon mejor la distancia y llovieron flechas en las rocas que los rodeaban. Una astilla de piedra rota lastimó la mejilla de Vansen. Lignito, agazapado junto a Antimonio, empezó a gritarles a los enemigos invisibles en su lengua gutural.
—¡Tradúceme lo que dice! —pidió Vansen.
—No entiendo todas las palabras. —Antimonio prestó atención a los gritos de los otros. Lignito volvió a llamarlos con desesperación—. Nuestro drow dice que venimos en paz para hablar con la dama oscura. Pero los demás, que también son drows, dicen algo sobre la soga que le sujeta la pierna. Creo que no se fían de él: sospechan que lo obligamos a mentir.
—Corta la soga.
—¿Qué?
—Lo que dije. Corta la soga, desátala, lo que quieras. Pero déjalo en libertad para que vean que decimos la verdad.
—Perdone, capitán. ¿Se ha vuelto loco? ¿Entonces qué les impedirá matarnos?
—¿No lo entiendes, hermano? No podemos luchar contra ellos. Ellos tienen arcos y nosotros no, y quizá ya hayan pedido refuerzos. Suelta al drow.
Antimonio obedeció, poco convencido. Cuando comprendió lo que hacía el monje, Lignito ensanchó los ojos. Cuando la cuerda se aflojó, empezó a alejarse de sus captores.
—Dile que anuncie a sus camaradas que venimos en paz.
Cuando Antimonio terminó de traducir, el drow ya estaba a varios pasos de distancia, alzando los brazos mientras caminaba hacia sus compañeros. Una flecha salió de las sombras pero por suerte le erró. Lignito miró con mala cara el lugar de donde había salido la flecha, y no volvieron a dispararle.
—Ahora esperamos —dijo Vansen.
—Ahora rezamos —corrigió Antimonio.
Ferras Vansen tuvo tiempo de interpelar a varios dioses antes de que Lignito regresara con un grupo de camaradas, todos vestidos con armadura de cuero y con expresión suspicaz. A pesar de las aprensiones de Antimonio, Vansen entregó el hacha. El drow que se encargó de llevarla parecía un hombre común tambaleándose bajo el peso de una res. Los drows usaron la soga con que habían amarrado a Lignito para atar las muñecas de Vansen y Antimonio. El ex prisionero les dirigió una frase cortante. Vansen no necesitaba la traducción, pero Antimonio la hizo de todos modos, con voz de fatigada resignación.
—Marchad, dice.
Siguieron subiendo un trecho. Drows curiosos y otras criaturas más extrañas surgieron de la oscuridad por todas partes, hasta que los siguió una numerosa muchedumbre. Vansen empezó a sentirse como si encabezara una procesión religiosa, pero recordó que en algunas procesiones las carretas de delante llevaban a las bestias destinadas al sacrificio.
Al fin llegaron a un enorme recinto semejante al interior de un templo. El sendero subía por el flanco de la caverna y lo habían ensanchado con veredas de madera clavadas en la piedra. Allí los aguardaba un contingente de soldados altos, de rostro severo, ojos brillantes y armadura oscura, y al principio Vansen pensó que habían llegado a su destino, pero los guardias se apartaron para revelar a un gigante con armadura sentado en una roca. Por un momento Vansen pensó que era el semidiós Jikuyin y lo embargó el terror, pero cuando los drows lo obligaron a avanzar notó que ese personaje, aunque enorme, era más pequeño que el monstruo que lo había tenido prisionero en las minas de Gran Abismo, y menos parecido a un hombre. Tenía la piel cubierta de escamas de lagarto y su cara de cejas gruesas parecía una parodia de los rasgos humanos, como si fuera obra de un dios atolondrado.
La criatura, sin levantarse, los miró desde arriba. Al aproximarse Vansen, sus ojos extrañamente pequeños lo observaban sin parpadear.
—Antimonio —murmuró Vansen—, pídele a Lignito que diga a esta criatura que venimos en paz para hablar con la dama oscura…
—No necesitaréis a maese Kronyuul —dijo el gigante, con voz de piedra raspando piedra—. Como veis, hablo vuestra lengua. A la dama Yasammez le gusta que sus generales conozcan bien al enemigo. —Su risa sonaba como un martillo golpeando pizarra. Se levantó, irguiéndose por encima de sus guardias más altos—. Soy Pie Martillo de Primer Abismo, caudillo de los ettins. Vosotros tramáis un atentado.
—¡No! —Vansen retrocedió un paso—. Venimos a parlamentar…
—¿Por qué querría ella parlamentar con vosotros? Dentro de pocos días os arrasaremos, en la superficie y bajo tierra, y lo sabéis. Venís por desesperación, con la esperanza de matar a nuestra generala. ¡No os preocupéis! Tendréis vuestra oportunidad, pero sólo si me matáis a mí primero.
—¿Qué? —Vansen retrocedió otro paso—. ¿No lo entiendes? Venimos a parlamentar.
—Toma tu arma —dijo Pie Martillo—. Devolvedle el hacha. Yo no usaré nada. —Un drow se acercó con el hacha cavernera. Vansen la empuñó, en parte por piedad hacia la criatura que había cargado con ese pesado objeto durante un largo trecho, pero no la alzó.
—No lucharé contigo —le dijo al gigante.
—Ni siquiera los soleados son tan cobardes —bramó Pie Martillo, inclinándose para acercar su inmensa cara cuarteada a la de Vansen—. Incluso te dejaré asestar el primer golpe. ¿Todavía tienes miedo? Tus antepasados no vacilaron tanto en Qul-Girah, donde mataron a mi padre con baldes de brea ardiente. ¿Sólo hay agua en las venas de sus descendientes?
En su infancia, y también después, cuando se hizo soldado, la serenidad y parsimonia de Vansen a menudo eran confundidas con cobardía. Sólo su capitán Donald Murroy había reconocido el fuego que ardía en su interior, viendo que Ferras Vansen era un hombre que soportaría cualquier provocación con tal de evitar una pelea inútil, pero que lucharía como un animal arrinconado cuando no tenía más opción. Aun así, Vansen se sentía abochornado por las burlas de Pie Martillo y las carcajadas de los qar que entendían lo que decía el gigante.
—Llévame a ver a la dama oscura —insistió.
—Tendrás que pasar a través de mí —dijo Pie Martillo—. ¿Es porque has dejado la armadura? —El ettin se quitó el enorme peto y lo dejó caer en el suelo de la caverna con el ruido del gong de un templo—. Ven a morir, soleado… ¿O no tienes honor?
—¡Capitán! —exclamó la temerosa voz de Antimonio.
Ferras Vansen ansiaba recoger el hacha para borrar la sonrisa de esa cara burlona en una cascada roja, o el color que tuviera la sangre del gigante. Alzó el arma y la sopesó. Pie Martillo extendió los enormes brazos para demostrar que no pararía el golpe.
Vansen dejó caer el hacha.
—No lucharé. Si no me llevas a ver a tu señora, puedes matarme. Sólo te pido que dejes regresar al monje cavernero. Tu Lignito te dirá que él vino de buena fe, y sólo para traducir.
—No hago tratos con soleados —se burló Pie Martillo, alzando su enorme puño sobre la cabeza de Vansen.
—No lo mates, cavador profundo —dijo una nueva voz, helada como un viento de eimene—. Todavía no.
—Que los Ancianos nos protejan —murmuró Antimonio.
—¡Señora Yasammez! —exclamó Pie Martillo.
Vansen vio que una pequeña procesión bajaba por el camino en espiral. La encabezaba alguien que nunca había visto pero que reconoció al instante. Era más alta que Vansen y vestía una armadura negra. Su larga espada blanca, desenvainada y colgada del cinturón como si fuera una daga, parecía resplandecer con luz propia. Pero lo más llamativo era la cara de esa mujer, pétrea como una máscara ritual, dura como una estatua esculpida sobre una tumba. Al principio Vansen no vio nada vivo en esa cara salvo los ojos, brillantes como tajos de fuego. Luego ella entornó los ojos llameantes y curvó los finos labios en una sonrisa sin humor, y Vansen vio que en efecto era un rostro, pero carente de bondad y compasión.
—Hoy tenemos muchos visitantes —dijo ella—, y todos indeseables. —Se aproximó. Aun al cerrar los ojos, Vansen sintió su cercanía como si se avecinara una tormenta de invierno. A su lado, Antimonio soltó un gemido—. Supongo que deseas convencerme de que nos unamos contra el enemigo común.
Vansen parpadeó. ¿Acaso ella hablaba de Hendon Tolly?
—Yo… yo no… —Era difícil mirarla, pero también era difícil desviar los ojos. Se sentía como una polilla revoloteando en torno a una vela, atraído aun sabiendo que el menor contacto lo incineraría—. No sé a qué te refieres, señora.
—Entonces el mundo gira de modo aún más extraño del que pensaba —dijo ella—. Esta pequeña delegación ha venido a informarme de que la criatura humana conocida como el autarca de Xis pronto ingresará en la bahía con un contingente de buques y de hombres.
Vansen notó que la dama Yasammez no sólo iba acompañada por guardias armados, sino por tres personas temerosas, lampiñas y de brazos largos.
—¡Acuanos! —exclamó Vansen, sorprendido—. ¿Sois de Marca Sur? —preguntó, pero los hombres lampiños desviaron la mirada como si hubiera dicho algo vergonzoso. Vansen se volvió hacia la dama oscura—. El autarca de Xis es el hombre más poderoso de los dos continentes. ¿Por qué vendría aquí? —Vansen miró en torno. Aun en ese momento de peligro extremo, le maravillaba que el mundo que había conocido se hubiera descalabrado al punto de terminar en esto: guerreros crepusculares, gigantes, caverneros. Y ahora parecía que el monstruo de Xand se sumaba a este descabellado festival de Zosimia—. Él posee el mayor ejército del mundo —dijo en voz alta, para que lo escucharan la dama y sus partidarios—. Ni siquiera la terrible dama Puerco Espín pude derrotarlo sin ayuda.
—Necio. —La voz de ella chasqueó como una fusta—. ¿Acaso crees que debo buscar la paz porque mi ejército pronto se encontrará entre dos ejércitos humanos? —Miró en torno como retando a sus sicarios a hablar. Evidentemente, a juzgar por su expresión, ninguno de ellos lo pensaba siquiera—. ¡Prefiero morir en el lodo de la otra costa antes que hacer otro pacto con mortales traicioneros! —Se volvió hacia el gigantesco ettin—. Esta charla no tiene sentido, Pie Martillo. Continúa con tu diversión. Mátalos rápido o despacio, como te plazca.
Antimonio lanzó un grito de temor, pero Vansen avanzó un paso hacia ella.
—¡Espera! —gritó.
Al instante varios qar tensaron los arcos y le apuntaron. Se detuvo, comprendiendo que podían matarlo antes de que hablara.
—Antes mencionaste un pacto, señora Yasammez. Yo sé de otro pacto: el Pacto del Cristal.
Ella lo miró con expresión inescrutable.
—¿Qué importancia tiene? Ha concluido… El gambito del Hijo de la Primera Piedra ha fallado. Ya nada me impide quemar esta casa de traición hasta los cimientos, ni siquiera ese brujo del sur que viene aquí con todos sus guerreros…
—¡Pero el Pacto del Cristal no ha concluido!
Quizá fuera un truco de las sombras y las antorchas fluctuantes, pero por un momento Ferras Vansen creyó que la dama oscura se agigantaba, vio que su silueta crecía y se volvía espinosa como un cardo negro.
—¿Cómo osas hablarme así? —exclamó ella, y él sintió el clamor de esas palabras airadas en la cabeza. Cayó de rodillas, aferrándose el cráneo, casi llorando de dolor—. ¡Mi padre ha muerto! ¡Kupilas el Artífice ha muerto! A pesar del encarcelamiento y la soledad, y un dolor que ni siquiera podrías imaginar, mantuvo a salvo este mundo siglo tras siglo… Pero ahora ha muerto. ¿Crees que volveré a escuchar a criaturas como tú, que destruyeron a mi familia? ¡Que venga el autarca! Sólo encontrará ruinas. ¡En nombre y en memoria de mi padre, y en memoria de todas las vidas que los mortales nos habéis arrebatado, nadie sobrevivirá aquí y los dioses seguirán durmiendo para siempre en el exilio!
Pero mientras ella se volvía, Vansen se puso de rodillas y estiró los brazos. Le palpitaba la cabeza, y le goteaba sangre de la nariz y la boca, así que sintió sabor a sal.
—Mátame si quieres, señora Yasammez —declaró—, pero óyeme antes. Conocí a Gyir Farol de Tormentas. Viajamos juntos más allá de la Línea de Sombra. Él fue… él fue mi amigo.
Ella se giró y dio dos zancadas hacia él, apoyando la mano en la empuñadura de la espada blanca.
—Gyir ha muerto. —Sus palabras eran una granizada—. Y no era amigo de ningún mortal. Eso no es posible.
—Lamento muchísimo saber que ha muerto. Yo estuve con él en Gran Abismo durante sus momentos finales, y si no éramos amigos, éramos aliados.
Ella le clavó su mirada de reptil.
—Lo dudo. ¿Pero qué más da, hombrecito? Él fracasó. Gyir ha muerto, y dentro de un instante tú también morirás.
—Quizá te equivoques, mi señora. Es posible que Gyir haya triunfado a pesar de su muerte, y en tal caso, será gracias al regalo que enviaste al rey de los qar, un regalo llamado Barrick Eddon, príncipe de Marca Sur.
Ella apretó la empuñadura de la espada. Vansen comprendió que estaba a punto de decapitarlo. Inclinó la cabeza, resignado a lo que fuere.
—Gyir no fracasó, mi señora, y si murió fue en cumplimiento de tu orden. El pacto todavía podría tener éxito.
Esperó el golpe, pero no llegó.
—Me dirás todo lo que sabes sobre Gyir Farol de Tormentas —dijo al fin Yasammez—. Vivirás el tiempo necesario para eso, al menos.