35
Aros, bolos y cuchillos
Las hadas que perecieron en la batalla de Brezal Gris fueron sepultadas en una tumba común. Aunque los lugareños evitan ese lugar y sostienen que está rondado por los espíritus vengativos de los qar muertos, y yo no pude localizar la tumba con precisión, la zona es hoy un prado hermoso y floreciente.
Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand
Tuvieron que detenerse en los alrededores de Ugenion porque la Vía Regia estaba bloqueada por una procesión fúnebre que se dirigía al templo de la ciudad. Obviamente era el sepelio de un rico: cuatro caballos arrastraban una carreta que llevaba el ataúd revestido de negro, y lo seguían tantos deudos que Briony bajó de la carreta y se juntó con los otros actores a la vera del camino.
—¿Quién ha muerto? —preguntó Briony a una de las plañideras que iba al final de la procesión, una mujer que llevaba una larga rama de sauce.
—Nuestro buen barón, lord Favoros —dijo la mujer—. No fue una muerte prematura, pues ya tenía más de sesenta años, pero los caníbales del autarca mataron a su hijo, así que deja una esposa enfermiza y un heredero demasiado joven, que los Hermanos bendigan su linaje. —Hizo la señal de los Tres.
Briony hizo lo mismo mientras se alejaba.
—Nunca oí hablar de él —le dijo a Finn Teodoros mientras miraban pasar la procesión—. Pero por la pena que veo en la cara de esta gente, debe haber sido un buen hombre.
—O quizá prefieran al malo conocido y no al malo por conocer, en estos tiempos inciertos —comentó Finn—. Aun así, sospecho que tenéis razón. No veo muchas arenqueras en la multitud.
—¿Arenqueras? —La imagen le causaba gracia—. ¿Qué son?
—Las que caminan en una procesión fúnebre y lloran a moco tendido a cambio de un par de cangrejos de cobre, o que se pueden contratar en grupo por un arenque de plata. Tiene que ser un hombre muy amado para que su familia no deba contratar algunas arenqueras.
Miraron el final del lento desfile: niños que llevaban velas, y carretas que llevaban pan, vino y pescado seco para el templo donde el cuerpo sería velado y los sacerdotes rezarían día y noche para garantizar el rápido ascenso del difunto al cielo. Cuando pasaron las últimas plañideras y los últimos curiosos, Briony y Finn volvieron a la carreta. Dowan Birch agitó las riendas y la carreta se dirigió hacia las puertas de la ciudad, seguida por los demás actores de Makewell.
Una vez que negociaron un pequeño soborno con los guardias, les permitieron entrar en Ugenion. Siguieron la procesión que subía hacia el templo del centro de la ciudad por la empinada calle principal.
—A juzgar por lo que vemos, debía ser un hombre rico —dijo Finn cuando echaron un vistazo a toda la procesión, que llenaba la calle—. Pero no he oído hablar de juegos funerarios, que aquí son habituales aun tras la muerte de personajes menores. Quizá sea por el temor de lo que está pasando en el norte.
—Y en el sur —dijo Briony con tristeza—. Pobre Hierosol. —El zamarreo de la carreta hizo que se alejara de la ventana para sentarse en el suelo. ¿Dónde estaría su padre? ¿Vivo? ¿Aún sería un prisionero? Si Hierosol caía, ¿el autarca estaría dispuesto a aceptar un rescate? ¿Y de qué serviría si ni ella ni Barrick tenían acceso a las arcas de Marca Sur?
¿Sería cierto que su mellizo había regresado a Marca Sur? Ésa sería una buena noticia en medio de la primavera más oscura que Briony Eddon había conocido.
—Parecéis solemne, princesa —dijo Finn—. Como si conocierais a la pobre alma que es llevada al templo.
—Es sólo que… todo es tan incierto. Todo. ¿Qué haré cuando llegue a Marca Sur? ¿Y si las hadas ya han tomado el castillo?
Finn se alejó de la ventana.
—Entonces las cosas serán muy distintas de cuando nos fuimos. Es imposible prever lo que harán los qar, porque no son como los hombres. Creed lo que digo. A fin de cuentas, los conozco bastante.
—¿Por qué? ¿Escribiste una obra sobre ellos? —Trató de hacer el comentario con ligereza, pero su tristeza y su amargura se notaban—. ¿Sobre su magia encantadora y cómo la usan para secuestrar y asesinar a gente inocente?
Finn enarcó las cejas.
—He usado a los crepusculares como personajes de mis obras, y de muchas maneras. Si me he equivocado al describirlos, sospecho que fue por presentarlos como más misteriosos y temibles de lo que son, y no usarlos sólo para que repartieran anillos mágicos o dieran recompensas a doncellas testarudas. Obtuve mis conocimientos de un modo muy inusitado en un dramaturgo: los estudié.
—¿A qué te refieres?
—Lo que he dicho, alteza. Con todo respeto, pero quizá debáis descansar un poco en vez de hablar. Me parece que estáis fatigada.
Ella cerró los ojos y trató de aplacar la furia que hervía en su interior, pero no lo consiguió.
—Lo lamento, Finn. No te vayas. Tengo mis motivos para estar furiosa, y también tú. Aparte del daño que han sufrido súbditos inocentes, mi hermano mellizo ha desaparecido o muerto, y es culpa de esas criaturas. Y también se llevaron a alguien… —Titubeó; no sabía qué decir sobre Vansen—. Alguien a quien consideraba un amigo. Al igual que mi hermano, no regresó del campo de Kolkan, así que no estoy dispuesta a oír muchas alabanzas de los qar.
—No temáis. Dije que los he estudiado, alteza, no que me transformé en uno de ellos. Lord Brone me ordenó que averiguara todo lo posible sobre los «pacíficos», como los llaman con un eufemismo. Me pagó bien por mi trabajo, además, mucho más de lo que he ganado con mis obras, tuvieran o no crepusculares.
Ella rio un poco, contra su voluntad.
—Pues dime, Finn. ¿Qué sabes de ellos?
—Sé que no los entiendo, princesa Briony. También sé que tienen gran interés en Marca Sur, pero no sé por qué.
—Porque se les interpone en el camino, ¿verdad? Anglin, el fundador de nuestro linaje, recibió el castillo como primer bastión para impedir el regreso de los crepusculares. Desde entonces hemos considerado sagrado ese deber.
—¿Y dónde atacaron por primera vez en esta ocasión, alteza?
Ella recordó al patético Raemon Beck.
—En el camino a Setia, destruyeron la caravana de un mercader.
—Y si comenzaron allí, ¿por qué viajaron cien leguas al este para atacar Marca Sur? Podrían haber seguido hacia Setia, un objetivo mucho más débil, y si querían despojos podrían haber ido al sur para internarse en el valle del Esterian, lleno de poblados de gordos mercaderes y alejado de la protección del rey Enander. El extremo norte del valle está al doble de distancia de Tessis que el lugar donde tomaron la caravana respecto de Marca Sur.
—¿Qué estás diciendo, Finn?
—Que lo que han hecho no tiene mayor sentido, salvo por dos posibilidades. Nos atacaron por pura venganza, o su conquista de Marca Sur les ofrece otra ventaja… y no todo el país, sino sólo el castillo. Destruyeron todo a su paso mientras marchaban hacia el baluarte de vuestra familia, pero dejaron intactos Esponsales, Muro de Kerte y Argentia.
—¿Por qué? —gimió Briony. Estaba harta de misterios. Ya le costaba lidiar día a día con muchas preguntas sin respuesta sobre sus allegados—. ¿Por qué nos odian tanto?
Él se encogió de hombros.
—No lo sé, alteza.
—Entonces averigúalo. Será tu misión a partir de ahora.
El gordo dramaturgo se sorprendió.
—No entiendo, princesa…
—Ojalá Zoria permita el regreso de mi padre, pero si no sucede así, necesitaré ayuda. Debo entender las cosas que mi padre y mi hermano mayor pasaron años aprendiendo. Es obvio que una de esas cosas son los qar. No conozco a nadie que sepa tanto como tú, Finn. ¿Eres mi súbdito?
—Princesa Briony, os honro a vos y a vuestra familia…
—¿Eres mi súbdito o no?
Él parpadeó un par de veces, anonadado por su vehemencia.
—Claro que sí, alteza. Soy un leal hombre de la Marca y vos sois la hija del rey.
—Sí, y mientras no haya cambios, soy la princesa regente. Recuerda, Finn, te considero un amigo, pero no podemos fingir que las cosas no son como son. No puedo volver a ser Tim. Nunca seré una mera actriz, aunque por el momento me oculte entre vosotros. Mi pueblo me necesita, y haré lo que deba hacer para servirlo… y conducirlo.
Él sonrió débilmente.
—Desde luego, alteza. Me consideraré honrado de ser el… ¿cómo llamarlo? ¿Historiador oficial?
—Serás un historiador oficial, Teodoros, sin duda. —Le satisfizo ver que él se intranquilizaba, no porque le disgustara el dramaturgo, sino porque quería que él entendiera la seriedad de la situación—. De tu desempeño en tu tarea dependerá el que haya otros o no.
La carreta se detuvo y Briony oyó voces airadas. Preocupada, Briony tanteó sus cuchillos, que se había habituado a llevar en un bulto en la manga. Pasó bastante tiempo y aún no se movían; al fin, Estir Makewell asomó la cabeza.
—¿Por qué nos hemos detenido? —preguntó Finn.
—Pedder y Hewney hablan con un magistrado y un par de matones —dijo—. Parece que los guardias del rey han estado aquí dos veces en la última decena, haciendo preguntas sobre ciertos viajeros. —Miró a Briony con preocupación—. Los magistrados detienen a todos los forasteros y les preguntan a qué se dedican, dónde han estado y demás.
—¿Debo salir? —preguntó Finn.
—Si quieres, pero creo que mi hermano se las apañará. Aun así, quizá quieran revisar la carreta. ¿Qué les digo si quieren mirar dentro?
—Que miren, por supuesto —dijo Briony—. Finn, dame tu cuchillo, así no tendré que desenvolver los míos.
Estir y el dramaturgo la miraron con curiosidad.
—¡Venga! ¡No pienso usarlo para luchar contra los magistrados! Voy a volver a cortarme el pelo. —Cogió un mechón con la mano y lo examinó con tristeza—. Justo cuando empezaba a tener el aspecto de antes. Pero la vanidad no me ayudará en nada. Ya he actuado como varón, y volveré a hacerlo.
Cuando un hombre rubicundo asomó la cabeza en la carreta, Briony usaba uno de los disfraces de pastor de Pilney, estaba acuclillada a los pies de Finn Teodoros y reparaba la correa de un zapato del dramaturgo.
—¿Quién eres —le preguntó el magistrado a Finn—, y por qué viajas sentado cuando el propietario va a pie?
—¿Y quién eres tú, amigo?
—Soy Puntar, magistrado del rey; puedes preguntarle a cualquiera por aquí. —Miró a Briony un instante y luego echó una ojeada a la carreta abarrotada de disfraces, examinando la utilería de madera y los sombreros que colgaban de todas partes—. ¿Actores?
—En cierto modo —dijo Finn—. Pero si mi amigo te dijo que era el dueño, estaba mintiendo… Lo más probable es que esté borracho. —Echó una mirada de advertencia a Estir Makewell antes de que ella saliera en defensa de su hermano—. Pobre hombre. En un tiempo fue dueño de esta empresa, pero perdió todo en el juego. Tiene suerte de que yo lo haya retenido cuando se la compré.
—¿Y quién eres tú? —preguntó el magistrado.
—El hermano Doros de la orden del oráculo Sembla, a tu servicio.
—¿Un sacerdote? ¿Viajando con mujeres?
Finn vaciló, pero vio que el magistrado no señalaba a Briony sino a Estir Makewell.
—Ah, ella. Es cocinera y costurera. No temas por su maltrecha virtud, señoría. Los hermanos son gente piadosa y compasiva… Si no me crees, pídele al hombre barbado que llamamos Nevin que te hable del espantoso martirio de Oni Pouta, violada una y otra vez por bárbaros kracios. El hombre llora al describirlo, tanto ha estudiado esta y otras lecciones que nos dan los dioses.
El magistrado parecía totalmente confundido.
—¿Y qué son estos disfraces? ¿Cómo podéis ser sacerdotes y actores al mismo tiempo?
—No somos actores, en verdad —dijo Finn—. Realizamos una peregrinación a Costazul, en el norte, pero nuestra orden se dedica a montar espectáculos para los impuros, representando piadosas lecciones extraídas de la vida de los oráculos y del Libro del Trígono, para que los iletrados entiendan cosas que de lo contrario serían demasiado sutiles para ellos. ¿Quieres ver nuestra representación de la flagelación de Zakkas? Sus alaridos son muy hermosos, y luego es salvado por un avatar alado de los dioses…
El magistrado ya presentaba sus excusas. Estir Makewell se lo llevó de la carreta, deteniéndose para mirar a Finn con mala cara antes de bajar la escalera.
—¿Inventaste todo eso? —murmuró Briony cuando se fueron—. ¡Nunca oí tantos disparates!
—Entonces, como los oráculos, yo hablaba con la lengua de los dioses —dijo Finn, complacido consigo mismo—. Como ves, él se ha ido y estamos a salvo. Ahora encontremos un lugar para pasar la noche y descubramos qué placeres ofrece esta ciudad.
—Aquí están de luto por el barón —observó Briony.
—Cuando tengas más años, descubrirás que ése es otro motivo para celebrar el hecho de que los demás estemos vivos.
* * *
No siempre los actores lograban convencer a las autoridades de que eran peregrinos que se dirigían a Costazul. En las localidades grandes a veces sacaban sus herramientas de malabaristas y Hewney y Finn exhibían su colección de aros y bolos para ganarse unos cobres mientras los otros escuchaban los chismes y las noticias sobre acontecimientos importantes. Hewney era bastante ágil cuando estaba sobrio, pero el gordo Finn fue una revelación, pues podía hacer malabarismos con antorchas y cuchillos sin lastimarse.
—¿Dónde aprendiste eso? ■—le preguntó Briony.
—No siempre fui como me veis ahora, alteza —dijo el historiador oficial, moqueando—. He sido trashumante desde que era pequeño. Me he ganado la vida con oficios honrados y otros no tan honrados. Aprendí a hacer malabares con mi primer patrón, Bingulou el Kracio; era el mejor que he visto. Los hombres iban a la iglesia después de mirarlo, seguros de que los dioses habían obrado un milagro…
Dos cosas oían una y otra vez en cada lugar donde se detenían, en cada ciudad del valle del Esterian: los soldados sianeses no habían desistido de buscarlos, y sucedían cosas extrañas en el norte. Muchas de las personas que interrogaban, sobre todo los comerciantes y mendicantes religiosos que viajaban allá con frecuencia, hablaban de una especie de oscuridad que se había asentado sobre los reinos de la Marca. No era sólo un cambio climático, aunque todos pensaban que el cielo estaba más gris y encapotado de lo que correspondía a la estación, sino una oscuridad del corazón. Las carreteras estaban desiertas, y casi nadie asistía a las ferias y mercados que allí eran tan importantes. Los habitantes de las ciudades eran reacios a viajar, y la gente de la campiña trataba de mudarse a las ciudades en busca de seguridad, o al menos se agolpaba a la sombra de sus murallas.
Pero ni siquiera los que habían estado allí recientemente, como un calderero que encontraron al norte de Doros Kallida, podían describir con exactitud lo que pasaba. Todos convenían en que los crepusculares habían bajado del neblinoso norte, igual que dos siglos antes, y habían destruido Candelar y otras ciudades mientras avanzaban sobre Marca Sur. Pero el asedio que había comenzado antes de la partida de Briony parecía haber continuado con extraña displicencia, pues las hadas habían acampado pacíficamente frente a las murallas durante meses, sin librar ningún combate.
Recientemente eso había cambiado, les informó el calderero, por lo que había oído de otros viajeros con que se había cruzado más al norte. En las últimas decenas habían reanudado el asedio, esta vez con ímpetu, y las descripciones eran escalofriantes, casi increíbles: ramas gigantescas derribando las murallas, la fortaleza externa en llamas, demonios masacrando a los defensores y violando y asesinando a ciudadanos indefensos.
—Ya debe haber terminado, que los dioses los ayuden —dijo beatamente el hombre, haciendo la señal de los Tres—. No debe quedar nada.
Briony quedó tan abatida después de escuchar las palabras del calderero que apenas habló durante el resto del día.
—Sólo son cuentos de viajeros, alteza —le dijo Finn—. No los toméis a pecho. Escuchad a un historiador que investiga esos cuentos buscando la verdad: los primeros informes siempre son truculentos y exagerados, sobre todo si son transmitidos por gente que no estaba allí.
—¿Eso debería tranquilizarme? —preguntó ella—, ¿Sólo ha muerto la mitad de mis súbditos? ¿Sólo arde la mitad de mi castillo?
Finn y los otros procuraron consolarla, pero Briony siguió abatida durante varios días.
¿Y si Barrick regresó de veras?, pensaba una y otra vez. Después de todo eso, ¿lo he perdido para siempre? ¿Las hadas lo han matado? Estos pensamientos la atormentaban y la desvelaban. Si es así, haré exterminar a esas criaturas sacrílegas.
* * *
—Tenemos un problema —anunció Finn cuando se sentaron a comer su guiso de oveja. Estir lo había cocinado, compensando la escasez de carne con una generosa porción de granos de pimienta que habían comprado en el último mercado, de modo que aunque no saciara tanto, al menos calentaba el cuerpo.
—Ya lo creo —dijo Pedder Makewell—. Mi hermana gasta todo nuestro dinero en especias y de nuevo estamos casi sin blanca.
—Eres un tonto —dijo Estir—. Gastas mucho más dinero nuestro en bebida del que yo gasto en pimienta y canela.
—Porque la bebida es el alimento de la mente —declaró Nevin Hewney—. Si matas de hambre la mente de un artista con la sobriedad, estará demasiado débil para ejercer su oficio.
Finn agitó las manos.
—Suficiente, suficiente. Si nos cuidamos, el dinero de la princesa Briony nos durará todo el camino a casa, así que basta de quejas, Pedder… y tú también, Nevin.
—Mientras cuidarnos no signifique beber agua —rezongó Hewney.
—El problema es lo que dijeron esos granjeros que encontramos hoy —continuó Finn, sin prestarle atención—. Vosotros los oísteis. Sostienen que hay guardias sianeses acampados frente a las murallas de Layandros. ¿Qué pensáis que hacen allí?
—¿Trabando amistad con las ovejas? —sugirió Hewney.
Finn lo miró.
—Tu boca es tu posesión más valiosa, viejo amigo, aún más que tu billetera. Te sugiero que mantengas ambas bien cerradas. Ahora, si habéis terminado de infestar el aire con las fumarolas de vuestra ignorancia, prestad atención. Los soldados buscan a la princesa Briony, naturalmente, y también a nosotros. Hasta ahora hemos tenido la suerte de evitar la captura, aunque casi nos pillaron en Ugenion y un par de otros lugares. Me temo que esta vez quizá no tengamos tanta suerte. Éstos son soldados entrenados, no los mentecatos que hemos engañado… Dudo que podamos convencerlos de que somos peregrinos.
—Entonces queda una sola opción —dijo Briony—. Debo abandonaros. Soy yo a la que buscan.
—Dicho como la heroína de una historia trágica —dijo Finn—. Pero, con todo respeto por vuestro rango, princesa, si creéis eso sois tonta.
Por un momento ella se irritó (una cosa era hablar con confianza, y muy otra que un plebeyo la llamara tonta), pero luego pensó que los aduladores no le habían hecho ningún bien y recapacitó. No puedo tener amigos que no me digan lo que realmente piensan. De lo contrario no son amigos, sólo sirvientes.
—¿Por qué no debo abandonaros, Finn? —dijo—. Infringí la ley del rey al escapar, contravine su orden expresa. Y sin duda Ananka se ha dedicado a envenenarle aún más el oído desde entonces. A estas alturas debo ser culpable de la caída de todo el imperio sianés…
—Sin duda vos sois la que más les interesa, milady —dijo Finn—, Pero no penséis por un segundo que no nos buscan también a nosotros. ¿Por qué creéis que a menudo hicimos que Dowan plegara las largas piernas como un saltamontes para esconderse con vos en la carreta? Porque entre nosotros es el más reconocible. Aunque no estuvierais con nosotros, princesa Briony, no nos soltarían. Nos capturarían, y luego nos persuadirían de decir lo que sabemos sobre vuestro paradero. Ninguno de nosotros volvería a ver la libertad.
Sintió una súbita aflicción, tan fuerte que sólo pudo taparse la cara con las manos.
—¡Zoria misericordiosa! Lo lamento tanto… ¡No tenía derecho a someteros a esto…!
—Es demasiado tarde para cambiar eso —dijo Hewney—. No derrochéis lágrimas en nosotros. Bien, quizá en Makewell, que esperaba una vida fácil follando a niños huérfanos en Tessis, pero perdió la votación.
—No me dignaré responder una acusación tan ridícula —dijo Pedder Makewell—, salvo para decir que mi interés en los niños es puramente defensivo, pues son los únicos a los que no les has pegado la sífilis.
Finn revolvió los ojos mientras los otros reían.
—Vaya que sois groseros. ¿Habéis olvidado que la soberana de los reinos de la Marca viaja con nosotros?
—Es demasiado tarde para preocuparnos por ella, mi virginal Finn —dijo Makewell—, Ahora maldice como uno de nosotros. ¿Oíste lo que dijo de Hewney la otra noche?
—Y sin motivo —dijo el dramaturgo—. Sólo tropecé con ella en la oscuridad…
—¡Basta! —dijo Finn—. Bromeáis porque no queréis hablar de nuestra situación. La Vía Regia no es segura. Los hombres del rey nos esperan frente a Layandros, y aunque logremos sortearlos, faltan varios días para llegar a la frontera.
—¿Qué propones, Finn? —preguntó Briony—. Hablas como si tuvieras un plan.
—No sólo ella tiene mejores modales que los demás —dijo el dramaturgo—, sino que también tiene más cerebro. Pero supongo que sería difícil no tener más cerebro que vosotros —añadió, clavando la vista en Hewney y Makewell—. En todo caso, a poca distancia de aquí hay una pequeña carretera que vira hacia el este. El primer tramo parece sólo un camino para granjeros, pero al cabo entronca con una carretera más grande, no como ésta, pero un buen camino, y pasa por la linde del bosque. Al otro lado hay una abadía soteriana, así que quizá sólo debamos pasar una noche en el bosque, y luego seremos bien acogidos, y tendremos abrigo y alimento en la abadía al día siguiente.
—¿Por la linde del bosque del río Negro? —dijo Dowan Birch. Era la primera vez que el gigante hablaba.
—Sí —dijo el dramaturgo—. Desde luego.
—No sabía que llegaba tan al oeste, que podíamos estar allí en menos de un día —comentó Dowan con preocupación—. No es buen lugar, Finn. Está lleno de… cosas malas.
—¿De qué hablas? —preguntó Pedder Makewell—. ¿Qué cosas malas? ¿Lobos? ¿Osos?
Pero Dowan sólo meneó la cabeza y no quiso decir más.
—Estaremos allí apenas una noche —dijo Finn—. Somos bastantes y tenemos armas y fuego. Incluso tenemos comida, así que no hay que forrajear. Permaneceremos unidos y todo irá bien… más que bien. Venga, ¿o queréis probar suerte con los soldados del rey?
Trataron de convencer a Birch de que explicara sus temores, pero el grandote se negó. Al fin, a falta de un plan mejor, todos aceptaron.
* * *
Llegaron a la bifurcación antes de que el sol de la mañana siguiente estuviera alto. Pocos viajeros compartían el camino con ellos, en general lugareños, y todos miraron con sorprendida curiosidad cuando los actores abandonaron la carretera principal para coger la maltrecha senda del bosque.
Durante varios días habían pasado por un terreno cada vez más agreste, pero ahora era mucho más accidentado. La Vía Regia atravesaba principalmente zonas abiertas, y era tan ancha que cuando había árboles estaban tan separados que no tapaban el sol. En cuanto viraron al este, los robles y carpes de pronto parecían estar sobre ellos como gente curiosa que acudiera a ver a los desconocidos que habían entrado en sus tierras. El sol que los había acompañado durante gran parte del viaje estaba ausente durante largos tramos. Desaparecieron las voces de los granjeros que a veces saludaban a los viajeros, o llamaban a sus ovejas o vacas perdidas desde una loma. Aparte del chirrido de las ruedas de la carreta, del viento en las copas de los árboles y del gorjeo de algunas aves, la nueva ruta de los actores estaba en silencio.
Además, Finn no había tenido razón del todo: aunque al principio el camino parecía una senda para granjeros, en ciertos tramos era mucho más accidentado, como una senda para animales y no para personas, así que la carreta se atascaba y se requería mucho trabajo para liberarla y ponerla en marcha. Habían llegado a las inmediaciones del bosque cuando el sol oculto comenzó a sumergirse en el oeste y las sombras se estiraron por el mundo.
—No me gusta este sitio —le dijo Briony a Dowan Birch, que iba junto a ella. A causa del mal camino y la ausencia de otros viajeros, ella y el gigante habían dejado la carreta y caminaban detrás como todos los demás, preparados para empujarla cuando se atascara en otro bache.
El lugar le recordaba sus días errabundos después de la muerte de Shaso y el incendio de la casa de Effir dan-Mozan. Había algo furtivo y malicioso en el movimiento de las sombras, el modo en que la luz cambiante daba la impresión de que los árboles los siguieran con la mirada. Briony había sacado el talismán de Lisiya y hacía horas que lo llevaba puesto.
Dowan se encogió de hombros. Parecía aún más abatido que Briony.
—A mí tampoco me gusta, pero Finn tiene razón. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
—¿Por qué dijiste que aquí había cosas malas? —preguntó ella.
—No sé, alteza. Rumores que oí cuando era pequeño. —No le agradó que ella se riera—. Yo también fui pequeño.
—No fue sólo eso —dijo Briony—. Es que además me llamaste «alteza». ¡Mira tu propia altura!
Él frunció el ceño, pero sin enfado.
—Supongo que entonces hay varias clases de altura, o de alteza.
—¿Te criaste por aquí? Creí que habías nacido en Marca Sur.
Él negó con la angosta cabeza.
—Más cerca de Argentia. Pero muchos viajeros venían de la campiña al mercado de Primer Vado, que estaba al otro lado del río. Mi padre les herraba los caballos, si los tenían.
—¿Y cómo llegaste a Marca Sur?
—Mis padres pillaron la fiebre. Murieron. Fui a vivir con mi tío, pero era un hombre extraño. Oía voces. Decía que yo estaba mal hecho… Entonces me estaba poniendo grande. Que los dioses se habían llevado a mis padres porque… No recuerdo bien, pero decía que era culpa mía.
—¡Eso es cruel!
Down volvió a encogerse de hombros.
—Era él quien no estaba bien de la cabeza. Los dioses le enviaban pesadillas, aun durante el día. Pero tuve que escaparme, o lo habría matado. Viajé con algunos arrieros hasta Marca Sur y me gustó. La gente no me miraba tanto. —Se sonrojó, alzó la vista—. ¿Puedo preguntar algo, alteza?
—Desde luego.
—Sé que vamos a Marca Sur, pero, ¿qué haremos al llegar allí? ¿Qué haremos si los Tolly aún tienen la corona, y si las hadas aún están ahí?
—No lo sé —dijo ella, y era la verdad.
* * *
Poco antes del anochecer, acamparon. Compartieron la comida con gran algarabía, como si nadie quisiera prestar atención a los ruidos nocturnos del bosque, pero lo más inusitado fue que no se quedaron despiertos hasta tarde. Briony, cobijada entre las moles protectoras de Dowan y Finn Teodoros, se envolvió en su capa y se apretó el amuleto de Lisiya contra el pecho.
En ocasiones, mientras flotaba en el río del sueño, creía oír la voz de la semidiosa, lejana e implorante, como si Lisiya del Claro de Plata fuera arrastrada en otra dirección. Una vez creyó verla: la anciana le hacía señas desde una cima yerma. Al principio Briony pensó que la semidiosa trataba de llamarle la atención, pero luego comprendió que Lisiya le advertía que se fuera de allí.
Se despertó temblando en la oscuridad de la medianoche, y sólo la tenue luz de la fogata le indicó dónde estaba. Tenía los ojos húmedos, pero no recordaba ningún sueño que la hubiera hecho llorar.
* * *
Poco después del mediodía, cuando el sol tenía que estar en su punto más alto y más brillante, el mundo empezó a oscurecerse. Un pánico supersticioso se adueñó de la compañía hasta que Nevin Hewney señaló algo que todos tendrían que haber notado de inmediato.
—Es una tormenta —dijo—. Nubes tapando el sol.
A pesar de la tupida arboleda, el bosque no parecía un lugar ideal para afrontar una tormenta fuerte. Los actores y su aristocrática protegida apresuraron la marcha, con la esperanza de llegar a la abadía, o al menos a un terreno alto y seco, antes de que oscureciera más. Aquí el camino era más ancho. Se cruzaba con otros senderos, y Briony sintió esperanza por primera vez en horas. Sin duda se aproximaban a un lugar donde vivía gente.
Fue Finn Teodoros, que caminaba a su lado, quien vio los primeros rostros en el bosque.
—Briony… Alteza —susurró—. No os giréis ahora, pero dentro de un segundo mirad a mi izquierda. ¿Veis algo extraño?
Al principio no notó nada en el intrincado entramado de luz sobre las hojas. El día gris le impedía distinguir la luz de los objetos, pero luego vio un destello más brillante. Poco después el destello se convirtió en un borrón de pelambre anaranjada y un ojo negro y brillante. Luego desapareció.
—Dulce Zoria, ¿qué era eso? —murmuró—. Vi algo parecido a un zorro. ¡Pero tenía el tamaño de un hombre!
—No lo sé, pero no era el único —dijo Finn. Ya no hablaba con la ligereza habitual, y su voz estaba tensa de miedo. Siguió avanzando, mirando adelante, susurró algo al oído de Hewney y luego se adelantó para hablar con Pedder Makewell.
Mientras lo observaba, Briony vio otro rastro de movimiento a la luz vacilante, esta vez en el borde del camino, delante de ellos y al lado. Otro rostro bestial apareció un instante detrás de un árbol y desapareció, aunque por un momento habría jurado que se elevaba en el aire antes de desaparecer. Asustada, Briony tropezó y estuvo a punto de caerse. ¿Duendes? ¿Hadas? ¿Jinetes del ejército crepuscular que había atacado su hogar?
De pronto unos hombres bestia salieron de los árboles de ambos lados, aullando como demonios.
—¡A mí, a mí! —bramó Pedder Makewell. Briony vio que aferraba a su hermana y la ponía detrás de él, para que la carreta le protegiera la espalda. Makewell tenía un cuchillo, pero era poca cosa, pues sólo servía para cortar fruta y carne de oveja. Aun así, lo alzó como si fuera la Espada Suspirante de Caylor, y por un momento Briony admiró a ese hombre.
—¡Juntos! —llamó Finn Teodoros. Había abierto la puerta de la carreta y sacaba las armas que tenían, muchas de ellas de utilería. Los hombres bestia se habían detenido en el borde de la arboleda y avanzaban despacio.
—¡Arrojadlas! —vociferó uno de ellos—■. Arrojad las armas u os mataremos. —Briony sintió alivio al ver que no era una criatura mágica sino que usaba una máscara. Varios enmascarados tenían arcos, y los demás estaban bien armados con lanzas, hachas y espadas.
—Bandidos —protestó Nevin Hewney.
El cabecilla se le acercó, sonriendo bajo la tosca cara de zorro.
—Cuida esa lengua. Somos hombres honrados, pero, ¿qué son los hombres honrados que no pueden trabajar? ¿Qué son los hombres honrados cuyos señores les han robado las tierras, que no conocen ninguna ley salvo la propia?
—¿Acaso es culpa nuestra? —dijo Hewney, pero el cabecilla de los bandidos le golpeó en la cara con el dorso de la mano, y lo arrojó al suelo. Hewney se levantó maldiciendo, sangrando por la nariz. Dowan Birch lo contuvo.
—Bone, Hobkin, Col… Observadlos —dijo el cabecilla—. Los demás, tomad lo que tengan. Y revisad bien esa carreta. ¡Manos a la obra, hombres! —Miraba atentamente a cada miembro del grupo, y posó la mirada en Briony—. Un momento —dijo en voz baja, pero sus hombres ya estaban ocupados y no le oyeron. Caminó hacia ella, que estaba junto a Finn Teodoros—. ¿Qué tenemos aquí? Joven y bonita… ¿Y se hace pasar por un muchacho? —Se inclinó hacia ella, con aliento rancio. Le faltaban muchos dientes, y parecía mayor de lo que era. Los dos dientes de su mandíbula superior sobresalían sobre el borde de la máscara de zorro, y Briony no pudo más. Le lanzó el cuchillo hacia el vientre, pero era un hombre que había vivido largo tiempo como un fuera de la ley, y no se dejó sorprender por el ataque. Le aferró la muñeca y se la retorció. Para su vergüenza, el dolor le hizo soltar el cuchillo.
El bandido no sabía que el cuchillo yisti quizá valiera más que todas las demás posesiones de los actores, pero había hallado un trofeo que le apetecía más y le dedicó toda su atención.
—Eres bonita a tu manera, muchacha —dijo, atrayendo a Briony—. ¿De veras engañaste a estos imbéciles? ¿Se creyeron que eras un varón? Te alegrará saber que Lope el Rojo no es tan fácil de engañar. Ahora perteneces a un hombre de pelo en pecho.
—Déjala en paz —intervino Finn, pero el bandido lo tumbó de un puñetazo. Intentó levantarse mientras Lope el Rojo lo empujaba con el pie.
Briony miró al bandido y de pronto reconoció algo en él. Era un bruto, un ladrón y un matón, pero también era el hombre más fuerte y astuto entre ellos: si el mundo continuaba con las locuras recientes, muchos hombres así se levantarían de las sombras, y algunos conquistarían reinos.
He aquí la verdad, pensó. He aquí la fea verdad sobre mi linaje regio y todos los demás. Los que pueden adueñarse del poder lo toman, y luego se lo legan a sus hijos…
Después de divertirse con el gordo Finn, Lope volvió a abrazar a Briony. El bandido estiró una mano sucia para tocarle los senos, pero soltó un grito de dolor y retrocedió unos pasos: el cuchillo que había arrancado de la mano de Briony sobresalía del muslo.
—¡Cabrón! —dijo Finn con la cara roja, poniéndose de rodillas—. ¡Quería clavártelo en los cojones!
Los demás bandidos se volvieron al oír el grito del jefe, y lo miraron mientras él daba un paso tambaleante hacia el dramaturgo.
—¿Cojones? Yo te arrancaría los tuyos, si los tuvieras, eunuco cobarde. —Hizo una señal y dos bandidos se acercaron. Sometieron a Finn en segundos, lo arrojaron al suelo y lo inmovilizaron con el peso de sus cuerpos. Lope el Rojo se arrancó el cuchillo del muslo, sacudiendo la cabeza con desdén.
—En la parte carnosa. ¡Ja! Se nota que no eres un luchador. —Se le acercó—. Yo te enseñaré cómo se clava un cuchillo.
—¡No! —gritó Briony—. ¡No lo lastimes! ¡Puedes hacer lo que quieras conmigo!
—Haré lo que quiera contigo, zorra —rio el bandido—. Pero primero trincharé a éste como si fuera un trozo de carne…
El aire zumbó y Lope el Rojo se detuvo un momento, y luego se enderezó lentamente. Se llevó a la mano a la cara y trató de quitarse la máscara pero no pudo: una flecha de plumas aún trémulas le había perforado la frente encima del ojo y se la había clavado al cráneo.
—Yo… —dijo, y se desplomó como un árbol talado.
—¡A ellos! —gritó alguien. Una docena de hombres armados salió de la arboleda. Zumbaban flechas por todas partes, como avispas furiosas. Uno de los hombres que había inmovilizado a Finn saltó frente a Briony sólo para caer contra ella un instante después, con tres flechas en el pecho y el vientre.
Volaron más flechas. Los hombres gritaban como niños asustados. Uno de los bandidos aferró un árbol como si fuera su madre; cuando cayó, lo dejó pintado con su sangre.
Briony se arrojó al suelo y se cubrió la cabeza con los brazos.
* * *
Los soldados sianeses arrastraron al último bandido hasta la pila.
—Todos aquí, capitán —dijo un soldado—. Según nuestra cuenta.
—¿Y los otros?
—Un muerto. Los demás tienen heridas leves.
Briony se puso de pie. ¿Un muerto? Estir Makewell estaba de rodillas, sollozando. Briony fue hacia ella, pero un soldado le aferró el brazo para frenarla.
Estir se apartó del cadáver del hombre alto y señaló a Briony con furia.
—¡Es culpa tuya! ¡Tuya! De no ser por ti, nada de esto habría pasado y el pobre Dowan aún estaría con vida.
—¿Dowan? ¿Dowan ha muerto? Pero… yo no… —Briony no sabía qué decir. Hasta los otros integrantes de la compañía, el hermano de Estir, Nevin Hewney, incluso Finn, parecían mirarla con rencor desde el sitio donde los guardias los habían reunido.
Los soldados usaban colores sianeses pero una insignia que Briony nunca había visto, un sabueso rojo. El capitán se adelantó y la miró de arriba abajo. Tenía una barba larga pero bien recortada, y un penacho blanco le adornaba el yelmo. Briony vio que tenía los aires de un hombre que se consideraba muy elegante.
—¿Sois la princesa Briony Eddon de Marca Sur, que recientemente se alojó en la corte de nuestro rey en Sian?
No tenía sentido negarlo. Ya había causado bastante daño.
—Soy yo, sí. ¿Qué pasará con mis amigos?
—No es cosa vuestra, alteza —dijo él con gesto huraño—. Hace días que os buscamos. Ahora acompañadme sin resistencia. Estáis arrestada.