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Hijo de la Primera Piedra
Dicen que Eenur, rey de las hadas, es ciego. También dicen que quedó así porque luchó a favor de Zmeos Fuego Blanco en la Teomaquia, y fue herido por un rayo del martillo de Perin. Otros dicen que dio los ojos a cambio de que le permitieran leer el Libro de la Lamentación.
Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand
Un personaje de túnica clara salió de las sombras. Las tres bestias lo rodeaban como los sabuesos de un cazador, aunque esas criaturas agazapadas y simiescas no tenían nada de sabueso.
Barrick se irguió para defenderse, pero el desconocido sólo lo miraba intrigado. Al principio Barrick había pensado que era un hombre, pero ya no estaba tan seguro: las orejas tenían forma extraña y estaban a baja altura en la cabeza lampiña, y también era extraño el rostro, con sus pómulos altos, su larga mandíbula y una nariz que era sólo un bulto encima de dos cortes.
—¿Qué eres…? —Barrick titubeó—. ¿Quién eres? ¿Dónde estoy?
—Soy Harsar, un sirviente. Estás en la Casa del Pueblo. —El desconocido hablaba moviendo los labios, pero Barrick oía la voz en los huesos del cráneo—. ¿No era éste tu destino?
—Sí… supongo que sí. El rey. El rey me dijo que viniera aquí…
—En efecto. —El desconocido extendió una mano fría y seca como una pata de lagarto y ayudó a Barrick a levantarse. Las tres criaturas dieron brincos alrededor de él y echaron a correr hacia la luz azul de un corredor, donde esperaron en cuclillas. Barrick miró en torno y vio que se encontraba en una estancia decorada con ornamentos sombríos e intrincados, y rodeado por un bosque de columnas rayadas, demasiadas para cumplir una función estructural. Incrustado en el suelo de piedra negra, un gran disco de material perlado irradiaba la única luz del vasto recinto.
—¿Todavía estoy tras la Línea de Sombra? —preguntó Barrick, desconcertado—. Sí, debo estar.
El desconocido ladeó la cabeza, como meditando la respuesta.
—Todavía estás en las tierras del Pueblo, sí… y ésta es la mayor residencia del Pueblo.
—El rey. ¿El rey está aquí? Tengo que entregarle… —Vaciló. ¿Quién sabía qué intrigas había entre los crepusculares?—. Necesito hablar con él.
—En efecto —repitió Harsar. Su sonrisa fugaz fue como el movimiento de una lengua de serpiente—. Pero el rey está descansando. Acompáñame.
Las extrañas criaturas corretearon alrededor de ellos cuando salieron de la estancia de suelo reluciente y entraron en un alto corredor, oscuro salvo por destellos de luz turquesa. Barrick estaba agotado, sin aliento. Había llegado a su destino: Qul-na-Qar, como lo llamaba Gyir Farol de Tormentas. La compulsión que la mujer oscura le había impuesto, que con el tiempo se había reducido a una especie de dolor sordo y constante, estaba satisfecha. ¡Lo había logrado!
¿Pero qué he logrado exactamente? Una vez aplacada la necesidad, surgió la incertidumbre. ¿Qué me sucederá aquí?
Todo le resultaba extraño. La arquitectura era confusa, y cada ángulo recto era subvertido por una forma más inexplicable; hasta las dimensiones de los pasajes variaban entre una punta y otra, sin que él entendiera el motivo.
La luz también era rara. Por momentos se internaban en la oscuridad, pero luego relucían losas en el centro del suelo. La mayoría de los otros lugares estaban alumbrados por velas, pero las llamas no eran amarillentas: algunas eran azules o verdes, dando a los largos corredores la apariencia acuosa de cavernas submarinas.
También notó que dondequiera que iba estaba rodeado de ruidos sofocados, no sólo los jadeos de las criaturas que saltaban alrededor de Harsar, sino suspiros, susurros, voces cantarinas, la suave melodía de instrumentos invisibles, como si una hueste de cortesanos fantasmagóricos los siguiera flotando sobre sus cabezas. Barrick recordó una vieja historia del Día del Huérfano que le habían contado en su infancia, sir Caylor con el saco de vientos que había tragado todas las voces del mundo, y algunas se escapaban mientras andaba y lo enloquecían.
Y sólo él regresó para contar el cuento, pensó Barrick. Así era como terminaba.
Recordando esa famosa historia de una fuga solitaria, tuvo otro pensamiento.
—Espera —dijo—. ¿Dónde están los demás? Los que venían con…
Su delgado guía se detuvo y lo miró con severidad.
—Estabas solo.
—Atravesaron la puerta de Torcido conmigo. En la ciudad de Sueño. Un hombre llamado Beck y un pájaro negro. —Le costó recordar el nombre del mercader: los últimos momentos en Sueño parecían alejados no sólo en el espacio sino en el tiempo.
—Me temo que no puedo ayudarte —dijo el hombre de cabeza lampiña—. Debes preguntarle al Hijo de la Primera Piedra.
—¿Quién?
—El rey —dijo el desconocido, con más severidad que antes.
Continuaron atravesando los pasillos desiertos. A Barrick le costaba seguir el paso de su guía, pero estaba decidido a no quejarse.
Fue quizá la hora más extraña de su vida, pensaría después, esa primera visita a Qul-na-Qar, la última vez que la vio con sus viejos ojos, su viejo modo de mirar y entender. Las formas de ese lugar no se parecían a nada que hubiera experimentado: el edificio era ordenado y lógico, pero era una lógica que jamás había visto, con paredes que se curvaban de golpe o terminaban en medio de una habitación, y escaleras que subían a los altos techos y bajaban por el otro lado, como si las hubieran construido sólo por si alguien deseaba caminar encima del recinto. Algunas puertas se abrían al vacío o una luz fluctuante, otras estaban aisladas, sin paredes a los costados, entradas inconexas en medio de las salas. Hasta los materiales parecían estrafalarios: en muchos sitios una piedra oscura se acoplaba con una madera viviente que parecía crecer dentro de la sustancia de las paredes, con raíces y ramas. Los constructores habían cambiado tramos de pared por coloridas estrías de material rutilante, claro como vidrio pero grueso como losas de granito, mostrando un paisaje externo en que él sólo distinguía sombras borrosas. Y todo parecía desierto.
—¿Por qué no hay nadie aquí? —le preguntó a Harsar.
—Esta parte de la Casa del Pueblo pertenece al rey y la reina —respondió el sirviente, dirigiendo una mirada imperiosa a las criaturas, que volvieron trotando hacia él—. El rey tiene pocos servidores y la reina está… en otra parte.
—¿En otra parte?
Harsar siguió caminando.
—Ven. Aún nos queda un largo trecho.
Los pasillos y estancias que atravesaban tenían muebles, algunos muy normales para sus ojos, otros casi incomprensibles, pero Barrick detectaba una similitud entre ellos, de lo más simple a lo más complejo, una visión unificadora que le llamaba la atención porque no se parecía a nada que él conociera, como si los gatos confeccionaran ropa para sí mismos o las serpientes hubieran coreografiado una danza intrincada. Sillas, mesas, arcones, relicarios: todo tenía una similitud que no lograba aprehender completamente, una perturbadora sutileza en común. Desde lejos las alfombras de los suelos oscuros y bruñidos y los tapices de las paredes parecían objetos comunes, pero cuando los miraba con mayor atención sus complejos diseños lo mareaban y le recordaban incómodamente a la hierba viviente que custodiaba el Portal de Torcido. Y aunque algunas cámaras tenían ventanas altas que mostraban el cielo crepuscular, y algunas no tenían ventanas, aunque algunas brillaban con mil velas y otras no tenían velas ni lámparas, la luz era similar en todas, un fulgor opaco, acuoso, inconstante. Atravesar Qul-na-Qar era como nadar, pensó Barrick.
No, decidió un instante después, era como soñar. Como soñar con los ojos abiertos.
Pero la sensación más extraña que experimentaba al recorrer la Casa del Pueblo por primera vez era la de haber llegado a su hogar tras una vida de exilio.
Empezaba a tambalearse de fatiga cuando su guía lo llevó a una habitación pequeña y oscura que estaba construida a una escala más humana, una salita con sillas de madera bruñida de diseño sencillo, aunque innegablemente extraño. Las paredes estaban llenas de nichos, como una colmena. Cada uno de esos pequeños compartimientos albergaba una estatua de piedra lustrosa o de metal, pero Barrick no veía nada familiar en ellas; parecían improvisaciones, como sobras que hubieran quedado tras la construcción de objetos más sensatos, recogidas del suelo de la forja para exhibirlas allí.
Harsar señaló una cama, un sencillo mueble con un sencillo armazón de madera.
—Puedes descansar. El rey te verá cuando esté preparado. Te traeré comida y bebida.
Antes de que Barrick pudiera hacer preguntas, su guía había salido con su séquito de criaturas saltarinas.
En otro momento habría explorado la habitación, tan familiar pero tan extraña, pero no tenía fuerzas para permanecer en pie. Se tumbó en la cama y se hundió en su grata blandura como un hombre tembloroso que toma un baño caliente. Poco después lo venció el sueño.
* * *
Al despertar, Barrick no recordaba dónde estaba. Había tenido sueños tranquilos, apacibles como una música lejana. Se incorporó, y notó que no estaba solo en la habitación.
Había un hombre sentado a poca distancia. Al menos parecía un hombre, aunque no podía serlo en ese lugar. Una venda cubría los ojos del desconocido, y le ceñía el pelo blanco, largo y lacio. No usaba ningún emblema, ni corona, ni cetro ni medallón oficial en el pecho, y su ropa gris estaba tan raída como la de Raemon Beck, pero algo en su solemne postura le indicó a Barrick quién era.
¿Has descansado? Las palabras del rey ciego sonaron en la cabeza de Barrick, melodiosas como el chapoteo del agua en una piscina. Toma, Harsar te ha dejado comida.
Barrick ya había olido el aroma tentador del pan y se estaba levantando. Una bandeja llena de manjares aguardaba en una mesilla: una hogaza redonda, un pote de miel, gordas uvas moradas y otras frutas que no reconoció, así como una porción de queso cremoso. Ya había empezado a comer (todo sabía a gloria tras una dieta de raíces y bayas amargas) cuando se preguntó si no debía compartirlo.
No, dijo el rey cuando Barrick lo invitó. Últimamente como muy poco: sería como arrojar un tronco de pino a unas ascuas moribundas y esperar que ardiera. El rey soltó una risita que Barrick oyó con los oídos, una ráfaga invernal como nieve arrojada por la brisa, pero no volvió a hablar hasta que Barrick devoró el queso hasta la cáscara y limpió la bandeja con el último trozo de pan.
Bien, dijo. Soy Ynnir din’at sen-Qin. Bienvenido a la Casa del Pueblo, Barrick Eddon.
Barrick comprendió que no le había hecho ninguna reverencia a ese ser imponente, pues sólo había pensado en llenarse el estómago. Se limpió los dedos pegajosos en la ropa y se hincó de rodillas.
—Gracias. Os vi en sueños, majestad.
Esos títulos no son para mí. Y los que usa mi pueblo no serían apropiados para ti. Llámame Ynnir.
—No… no podría. —Y era cierto. Sería como llamar a su padre por su nombre de pila.
El rey volvió a sonreír, un fantasma de la alegría.
Entonces puedes llamarme «señor», como Harsar. Has dormido y comido. Nos queda una cosa para terminar nuestros deberes de anfitrión.
—¿A qué os referís?
Si entras en el cuarto contiguo, encontrarás agua caliente y una tina. No se requiere un gran poder de observación para saber que hace tiempo que no te bañas. El rey alzó los dedos delgados. Ve. Esperaré aquí. Todavía estoy cansado y tenemos que caminar mucho.
Barrick encontró la puerta y estaba a punto de abrirla cuando recordó algo.
—¡Por los dioses, casi me olvido! —Vaciló, preguntándose si había blasfemado al mencionar a los dioses en ese lugar, pero el rey no pareció notarlo—. Os he traído algo, mi señor, un obsequio de Gyir Farol de Tormentas, algo muy importante.
Ynnir volvió a alzar la mano.
Lo sé. Y completarás tu tarea, hijo de los hombres… pero no en este momento. He esperado tanto tiempo que una hora más no significará nada. Ve a lavarte el polvo del camino.
La habitación que estaba detrás de la puerta no se parecía a nada que Barrick hubiera visto. Era vaporosa y no tenía ventanas, pero estaba iluminada por relucientes piedras ambarinas incrustadas en la pared. En el centro del suelo de mosaico oscuro había una tina de piedra, y cuando probó el agua con la mano estaba deliciosamente caliente. Se quitó las ropas harapientas que había usado tanto tiempo y casi se zambulló.
Cuando salió un tiempo después, hasta sus huesos y su sangre parecían relucir con renovado calor. Le asombró descubrir que su ropa raída había desaparecido y en cambio le habían dejado otra indumentaria. ¿Cómo había sucedido? Barrick estaba seguro de que nadie había entrado mientras él se bañaba. Inspeccionó la ropa nueva: pantalones y una camisa larga de tela sedosa y sandalias de cuero suave, hermosas pero sencillas.
Al salir del cuarto de baño, pensó que si esas prendas finas estaban disponibles para los forasteros, la vestimenta andrajosa del rey era aún más inexplicable.
Ynnir lo aguardaba en el mismo sitio, durmiendo con la barbilla apoyada en el pecho. Sin duda era un engaño de la extraña iluminación, pero Barrick creyó ver un fulgor lavanda sobre la cabeza del rey, tenue como la luminiscencia de ciertos hongos.
Al aproximarse Barrick, Ynnir se movió y el fulgor se disipó de golpe.
Ven conmigo, dijo el rey. Es hora de internarse en el camino angosto, como dice mi gente.
Se levantó de la silla. Era más alto de lo que Barrick esperaba, más alto que la mayoría de los hombres, pero su gracia natural estaba inhibida por la vejez o la fatiga, porque por un instante se tambaleó y tuvo que apoyarse en el respaldo de la silla.
De algún modo el ciego Ynnir sabía lo que Barrick veía y pensaba.
Sí, estoy cansado. Creí que te había perdido en el Intersticio, y gasté mucha energía ayudándote a orientarte, y la energía no me sobra. Pero eso ya no importa. Hemos esperado largo tiempo. Ahora debemos ir a la Cámara de la Agonía.
Mientras caminaba con el rey, Barrick vio a otros habitantes del castillo. Costaba estar seguro en esos pasillos oscuros (todos se movían con rapidez, o sólo eran visibles fugazmente, y lo poco que veía era desconcertante), pero era evidente que el castillo estaba habitado.
—¿Cuántas personas viven aquí, mi señor? —preguntó.
Ynnir dio otros pasos lentos antes de responder. Alzó una mano y unió los dedos como si sostuviera algo pequeño.
La mayoría se han ido con Yasammez, pero ya éramos menos de los que antaño vivían aquí. Algunos se quedaron para servirme a mí y a Qul-na-Qar, y otros, como los cuidadores de la Biblioteca Profunda, no quieren ni pueden irse. Hay otros como ellos. Has visto a los hijos de Harsar.
—¿Hijos? —Barrick no entendió de qué hablaba el rey. Luego pensó en esas criaturas grotescas que correteaban alrededor del sirviente—. ¿Esas cosas?
El Primer Don no siempre ofrece cambios agradables, dijo el rey, sin dar explicaciones. Pero todos los hijos del Don son criados. Hizo un ademán que tenía la resignación de un suspiro. Creo que sumamos menos de dos mil en estas muchas, muchas habitaciones…
El paisaje que mostraban las ventanas distrajo a Barrick. Era la primera vez que veía el exterior con claridad. Qul-na-Qar se extendía hasta el horizonte, un bosque de torres en muchos matices de piedra negra y lustrosa, cuyos contornos se perdían en la bruma. Las torres tenían muchas formas y alturas, pero todas respetaban la misma idea, formas sencillas repetidas una y otra vez hasta formar estallidos negros y grises.
—¿Sólo dos mil… en todo esto? —Barrick se sorprendió. Tessis o Hierosol debían de tener doscientas veces esa cantidad de habitantes.
La mayoría se ha ido a la guerra, dijo Ynnir. Contra tu gente, para mayor precisión. Dudo que alguno de ellos regrese. La amargura de Yasammez es demasiado antigua, demasiado profunda…
El nombre, y el recuerdo de esa temible mujer de negro, instó a Barrick a detenerse y hurgar en su camisa.
—Lo tengo… —dijo, tratando de sacarlo—. El espejo…
Ynnir extendió la mano delgada.
Lo sé. Lo siento como un hierro candente. Y para eso lo usaremos, para restaurar el calor de la Flor de Fuego. Pero todavía no me lo des.
Los pensamientos se agolpaban en la mente de Barrick, tropezando entre sí.
—¿Por qué nosotros…? ¿Por qué tú…? —Hizo una pausa, confundido. Por un instante había olvidado quién era, o qué era—. ¿Por qué los qar están en guerra con Marca Sur?
Porque tu familia destruyó a la mía, respondió el rey sin rencor. Aunque también se podría decir que nuestra familia se está destruyendo a sí misma. Ahora cállate, niño, por favor. Hemos llegado a la antecámara.
Sin comprender del todo lo que decía el rey, Barrick salió de la luz tenue del corredor para entrar en una habitación que parecía tallada en piedra tosca, donde largas cintas de roca unían el techo y el suelo como telarañas, a pesar de que estaban en medio del gran palacio.
—¿Qué es este lugar? —preguntó.
El rey alzó una mano.
Ninguna pregunta por ahora, hijo de los hombres. Debo adelantarme y encargarme a solas del ritual. A los celebrantes no les agradan mucho los mortales. De todos modos, no estás preparado para ver estas cosas; no con tus ojos y tus pensamientos. Quédate aquí y regresaré a buscarte.
El rey se internó en un lugar oscuro y desapareció. Barrick avanzó unos pasos para examinar ese lugar. ¿Era una puerta? Sólo parecía una sombra.
Esperó largo tiempo, escuchando las voces que murmuraban por doquier. El rey lo había llamado asesino, o al menos a su familia, pero lo había tratado como a un huésped bienvenido. ¿Cómo era posible? Y el espejo que él había llevado, afrontando tantos peligros… ¿Por qué el rey no se había limitado a aceptarlo? Si los humanos eran los enemigos de Ynnir, ¿por qué seguía confiando a Barrick un trofeo por el que Gyir había dado la vida?
Al fin la confusión y el tedio superaron su paciencia. Barrick regresó al sitio donde el rey había desaparecido y prestó atención, pero no oyó nada: si era una puerta, al otro lado sólo había silencio. Extendió el brazo y sintió que se le congelaba, pero nada lo detenía, así que se internó en la sombra fría.
Por un instante fue como volver a caer desde el Portal de Torcido, y temió haber cometido una tontería fatal. Luego la luz se agrisó y distinguió una forma blanca, ondeante e irregular, rodeada por un remolino de sombras como un hombre atacado por pájaros furiosos. La forma blanca era Ynnir, que tenía las manos en alto y la boca abierta, como si pidiera ayuda o cantara. Las formas negras revoloteaban. Barrick oyó un jirón de esa melodía extraña y gemebunda antes de notar que las sombras se alejaban del rey para acercarse a él. Con el corazón palpitante, retrocedió hacia la fría oscuridad, y regresó a la estancia de piedra. Cuando llegó allí, temblaba y estaba empapado de sudor.
* * *
Debes inclinarte ante Zsan-sansis, le dijo Ynnir al volver. Si había reparado en la intrusión de Barrick, no la mencionó. Él es mucho más viejo que yo, al menos en un sentido, y su lealtad a la Flor de Fuego es incuestionable. El rey apoyó una mano fría en el hombro de Barrick y lo guio hacia la puerta oscura.
Esta vez la habitación del otro lado parecía diferente, no una confusión de grises sino un abismo sombrío, y la única iluminación era un fulgor amarillento. Barrick notó con alarma que el fulgor manaba del interior de la capucha de un personaje con túnica que esperaba allí como una estatua. La cabeza encapuchada se irguió y Barrick llegó a ver rasgos rígidos y plateados. Una máscara, pensó, tiene que ser una máscara. Derramaba luz verde por las fosas nasales, los ojos y la boca. La criatura alzó el brazo hacia ellos como para saludarlos, y una luminosa estrella verde de seis puntas floreció en el extremo de la manga.
—Él es Zsan-san-sis —dijo Ynnir, innecesariamente.
Barrick hizo una profunda reverencia. Eso era preferible a tener que mirar ese destello extraño y mórbido.
Hablaron, o al menos Barrick creyó oír susurros, no palabras sino siseos y burbujeos. Luego la criatura encapuchada y luminosa se plegó en sí misma y desapareció. Las paredes se disolvieron, y el rey lo condujo a un sitio donde las paredes, el suelo y el techo estaban cubiertos de motas luminosas de color que se movían continuamente, como un millar de velas diminutas.
A pesar de su deslumbramiento, Barrick reparó de inmediato en la persona que estaba en el centro de esa estancia pequeña de techo bajo, una mujer tendida en una cama ovalada como si durmiera. Estaba tan quieta y era tan pálida que pensó que era una estatua, pero al acercarse sintió un frío en el corazón. Esa mujer de pelo oscuro y rasgos angulosos debía de estar muerta, y él había llegado demasiado tarde a pesar de todo. Era un cadáver bello y austero, una reina en su funeral de cuerpo presente.
—Lo lamento, mi señor… —Sacó el espejo del morral de cuero y se lo ofreció al rey ciego.
Ella aún vive. Los pensamientos del rey eran blandos como nevisca. Cogió el espejo y lo sostuvo como si lo examinara con los ojos ciegos, a través de la venda que los cubría. Frunció el ceño. Algo está mal, murmuró. Falta algo.
—¿Cómo decís? —preguntó Barrick, alarmado.
El rey suspiró.
Esperaba algo más, hijo de los hombres, a pesar de que el Artífice está al borde del fin. Aun así, no tiene importancia. Esta época del mundo se reduce a lo que sostenemos aquí, a la esencia que él nos ha dado. No tenemos más opción que usarla y rezar para que el defecto no sea demasiado grande.
El rey ciego exhaló su aliento en el espejo y lo apoyó en el pecho de la reina.
Nada cambió por un largo momento. La luz de la estancia fluctuaba en silencio; el aire estaba tenso como si contuviera el aliento. Luego la reina contorsionó el rostro en lo que parecía una mueca de dolor y jadeó al inhalar. Abrió los ojos negros, oscuros y profundos, miró a Barrick y posó la vista en Ynnir. Luego, como un nadador que se ahoga y llega a la superficie para respirar por última vez antes de rendirse para siempre, pareció recaer. Sus ojos aletearon y volvieron a cerrarse: su mano, que se había movido hacia el pecho como para tocar el espejo, cayó sobre la cama.
Barrick sintió ganas de llorar, pero era un dolor demasiado frío y pétreo para el llanto. Había fracasado. ¿Por qué él y otros habían pensado que podía terminar de otra manera?
El rey inclinó la cabeza y se quedó de rodillas en silencio junto a la reina. Luego extendió una mano trémula y alzó el espejo. Lo sostuvo como para examinarlo, y arrojó ese objeto que Gyir y Barrick habían llevado tanto tiempo. Mientras repiqueteaba en la habitación, hubo un estallido de movimiento, y Barrick vio que las escamas brillantes que cubrían las paredes y el techo eran relucientes escarabajos, y cada élitro lanzaba destellos irisados como un charco de aceite.
Le ha dado unas horas más, quizá unos días, pero el espejo no contenía lo suficiente de nuestro ancestro como para despertarla, declaró Ynnir. Sólo me queda una salida. Ven, hijo de los hombres. Debo hablarte de cosas verdaderas y terribles, y luego tendrás que tomar una decisión que jamás se le ha pedido a ningún miembro de tu raza.
* * *
No sabemos si los dioses siempre estuvieron aquí o si vinieron a estas tierras desde otro lado. Los pensamientos de Ynnir eran lentos, como si nacieran de un gran esfuerzo.
Habían regresado a la estancia donde Barrick había dormido, y Barrick comprendió que esa habitación pequeña y humilde era la alcoba del rey en medio de ese vasto castillo.
Dicen que existieron siempre. Ynnir hizo una pausa para beber agua, un acto extrañamente cotidiano. Ninguno de nosotros vivía entonces, así que no podemos cuestionar lo que afirman.
—¿Los dioses dicen que ellos existieron siempre? —dijo Barrick, sin saber si había entendido.
Es lo que dijeron a nuestros ancestros. Es lo que Torcido, padre de mi linaje, le dijo a la primera generación de la Flor de Fuego, aunque quizá ni siquiera él lo supiera con certeza. Él nació aquí, durante la guerra de los dioses.
¿Nació aquí? Barrick se preguntó qué quería decir el rey, y por qué Ynnir se molestaba en contarle todo eso si el espejo había fallado, si Barrick mismo había fallado.
Pero sea cual fuere su origen, continuó el rey, los dioses ya estaban aquí cuando llegaron los primigenios.
—Los primigenios… ¿Así llamáis a vuestros ancestros?
Y los tuyos, hijo. Porque otrora todos éramos el mismo pueblo: los primigenios. Pero una parte de esa raza tenía el Primer Don, el Cambio, como lo llamaban algunos. Esa parte que se transformaría en nuestro pueblo era producto de una treta de la naturaleza, y de nuestra sangre, que nos permitía adoptar muchas formas, muchos modos de ser y de vivir, mientras que los demás primigenios, tu gente, eran inmutables en sus huesos y su piel. Con el paso del tiempo ambas tribus comenzaron a separarse hasta que se diferenciaron por completo, mi gente y la tuya, y a veces ni siquiera recordaban su raíz común. Pero era común, y lo sigue siendo; por eso algunos de nosotros, sobre todo en mi familia, nos parecemos tanto a vuestra especie. Hemos cambiado, pero principalmente por dentro. Por fuera hemos conservado nuestra apariencia original.
Barrick creía entender, y asintió con la cabeza, pero pensó que para la iglesia del Trígono sería un sacrilegio.
Perdóname por comunicarte todo esto con las alas del pensamiento, dijo Ynnir, pero me cansa menos que hablar como vuestra especie. Suspiró. Cuando el Señor de la Luna e Hija Pálida huyeron juntos a esta gran casa, iniciando la guerra de los dioses, nuestros dos pueblos ya no sólo quedaron separados por el Primer Don. La mayoría de tus antepasados se hallaba en el continente meridional, cerca del monte Xandos, y adoraba a Tronador y sus hermanos. La mayor parte de mi gente se había asentado aquí en el norte, cerca del baluarte del Señor de la Luna, y tomó partido por él y Fuego Blanco cuando el clan de Tronador inició su asedio.
—Señor de la Luna, Hija Pálida… No sé quiénes son esas personas, mi señor —dijo Barrick.
No son personas, sino dioses. Y los conoces bien, pero usas otros nombres. Llámalos Khors y Zoria, entonces, y Perin el Tronador, padre de Zoria, que airadamente puso sitio al castillo lunar de los amantes. Así que Khors pidió ayuda a sus hermanos Zmeos y Zuriyal, que acudieron en su defensa. Mi gente unió su suerte a la de ellos, incluso los antepasados míos que estaban lejos de aquí.
Barrick tardó en entender el sentido de lo que había dicho Ynnir.
—Un momento, por favor, mi señor. ¿Vuestros antepasados vinieron aquí?
Sí, este lugar es mucho más antiguo que mi pueblo, dijo Ynnir. El castillo donde estás, mejor dicho, el castillo que está debajo y detrás del castillo donde estás, fue otrora la sede del dios de la luna, Khors Destello de Plata. La próxima vez que veas las murallas y las altas y enhiestas torres, no mires la piedra negra con que hemos construido nosotros, sino busca el destello de la piedra lunar. Un ojo atento puede verlo.
Barrick miró en torno. Ese extraño castillo… ¿era realmente Escarcha Eterna, la oscura fortaleza de las leyendas?
Aun el más ignorante de vosotros sabe cómo terminó aquella batalla, aunque no conoce todas las razones, continuó Ynnir. Khors pereció, su hermano y su hermana fueron expulsados de la tierra. Su esposa, Zoria hija de Perin, escapó y erró perdida hasta que fue hallada por Kemios, hermano de Perin, oscuro amo de la tierra. La llevó a su morada y la desposó, contra la voluntad de ella. Pero ella tuvo un hijo durante la guerra, el inteligente Kupilas, engendrado por el Señor de la Luna, y adquirió tal destreza para fabricar cosas que, aunque se burlaban de él y lo trataban brutalmente, Perin y los otros dioses xandianos recibieron a Kupilas para aprovechar sus habilidades. Él fabricó muchas maravillas para ellos…
—Como Estrella de la Tierra, la lanza de Kernios —dijo Barrick, recordando la historia de Skurn.
Sí, y ese arma fue la gloria y la perdición de Torcido, dijo Ynnir. Pero no hablemos de eso. Lo cierto es que el destino de la Flor de Fuego, que nos agobia aún ahora, fue forjado en las ruinas de la guerra de los dioses. Torcido escapó de sus captores. Recorrió el mundo, impartiendo enseñanzas a tu gente y la mía, aprendiendo más que ningún otro hombre o dios sobre el arte de fabricar cosas. Y durante esos años también aprendió a recorrer los caminos de Vacío.
Barrick asintió, recordando otra de las extrañas historias del cuervo.
—Los caminos de su bisabuela.
Sí. Y al fin vino a vivir con mi gente, en las ruinas del castillo lunar, y mientras vivía entre nosotros se enamoró de una antepasada mía, la doncella Summu. En aquellos tiempos los dioses y los mortales compartían la tierra, e incluso tenían hijos. Pero a diferencia de la mayor parte de su especie, Torcido, o Kupilas, no legó a sus hijos meras historias. Summu tuvo tres hijos, dos niñas y un varón, y todos nacieron con el don que llamamos la Flor de Fuego. Cuando Kupilas pasó a cumplir su grandioso y terrible destino, se descubrió que sus descendientes no eran como otros de su tribu, sino que la vida era más fuerte en ellos. Uno de esos descendientes era Yasammez, la dama oscura que conociste, que ha vivido todas las épocas desde entonces, una vida casi tan larga como la que se otorga a los dioses. Su hermano Ayann y su hermana Yasudra usaron el don de otra manera, aunque al principio no sabían que lo tenían. Si bien no vivieron más que los miembros de nuestras familias, un tiempo que se puede contar en pocos siglos, no fueron ellos quienes recibieron el don, sino sus vástagos.
Summu era de la sangre más vieja de nuestra especie, así que su hijo y su hija mayor, como era la tradición entonces y ahora, se casaron para mantener puro y fuerte su linaje. Pero estos dos, Ayann y Yasudra, legaron la Flor de Fuego a sus hijos, y el don que otorgaba era que cuando Ayann y Yasudra estuvieran muertos y sus hijos gobernaran al Pueblo, sus hijos contendrían la esencia de sus padres, no sólo su espíritu o su sangre, sino su esencia viviente y todos sus recuerdos. Luego los hijos tuvieron sus propios hijos, los nietos de Ayann y Yasudra, y un día esos dos se casaron y recibieron la sabiduría y los pensamientos de sus padres y sus abuelos. Así ha sido desde entonces, y el rey y la reina de nuestra gente legan todo su ser a sus descendientes. Somos una Biblioteca Profunda viviente, y así tenemos lo que necesitamos para proteger a nuestros hijos durante el dolor de la Larga Derrota. El rey asintió lentamente. Tú no sabes lo que significa eso, ¿verdad, hijo de los hombres? Lo llamamos la Larga Derrota porque los qar somos demasiado pocos para rivalizar con nuestros primos, los hombres mortales, por la posesión de este mundo, así que sabemos que nuestro destino es menguar y con el tiempo ser reemplazados por tu gente, aunque repito que estoy simplificando cosas complicadas.
Pero aquí llegamos a verdades concretas.
La Flor de Fuego es eterna en Yasammez, porque ella no la ha compartido. Nunca ha tomado como amante a uno de su propia sangre, así que no ha reducido el don. Algunos dicen que es por egoísmo. Otros opinan que es lo contrario, un sacrificio. Dicen que ha aceptado una vida dolorosamente larga para velar por las generaciones del linaje de sus hermanos. Sea como fuere, Yasammez es lo que es.
Los que heredamos la Flor de Fuego de nuestros padres, y debemos legarla a nuestros vástagos, seguimos un camino más complicado. Ante todo, cada vez que se lega la Flor de Fuego, cada vez que se legan los recuerdos de todas las generaciones previas, se requiere gran fuerza. No podemos hallar esa fuerza sólo en nosotros mismos, el precio es demasiado alto. Hay un solo lugar al que podemos ir para obtenerla. Debemos acudir a Torcido, mejor dicho, al último rastro de él que queda en este mundo.
El último rastro del dios se encuentra debajo del castillo que tu gente llama Marca Sur, pero que otrora fue un portal de la morada de Kemios Señor de la Tierra. Es el último vestigio de los terribles tiempos en que todos los dioses andaban por la tierra.
La mayor parte de tu gente no sabe nada de eso, pero algunos que viven bajo el castillo lo saben. Lo llaman el Hombre Radiante.
—Yo no… no lo sabía, mi señor.
Pero los drows del castillo de tu familia sí lo saben. Lo han adorado y protegido durante años sin saber bien lo que era.
—¿Drows?
Él agitó la mano.
Vosotros los llamáis cavemeros, creo. No importa, porque ahora hemos llegado al meollo del asunto. Durante años el lugar que llamáis Marca Sur fue ocupado por hombres. Caudillos guerreros y nobles menores gobernaban en nombre de otros reyes, y aunque los miembros de la familia real del Pueblo no podíamos ir allá abiertamente, conocíamos otras maneras de llegar al Hombre Radiante y obtener la fuerza que necesitábamos para mantener viva la Flor de Fuego en nuestra sangre. Mi hermana Saqri y yo hicimos la peregrinación en tiempos del imperio de Sian. Nuestros abuelos habían estado allá cuando Hierosol dominaba a la humanidad. Pero luego vinieron los años de la peste y los humanos nos expulsaron de sus tierras. Esas tierras nos habían pertenecido, pero ahora éramos intrusos temidos y odiados. Lo más doloroso fue perder el lugar que llamáis Marca Sur, donde Torcido nos aguardaba en las profundidades. Luchamos para mantener abierto ese camino, pero fuimos derrotados, sobre todo por tu antepasado Anglin, y tuvimos que replegamos a nuestras tierras del norte, donde los humanos rara vez venían.
Así, cuando Saqri y yo comenzamos a padecer la vejez, no pudimos legar la Flor de Fuego a nuestros hijos. Pasó un siglo y nuestra situación se tomó desesperada. Yasammez, la hermana mayor de todo nuestro linaje, nos aconsejó que guerreáramos contra la humanidad para recobrar el castillo, pero yo temía que perdiéramos esa lucha y las cosas empeorasen. Mi esposa tomó partido por nuestra antepasada. Durante largo tiempo nuestra familia se enzarzó en una disputa, hasta que se propagó por toda Qul-na-Qar. Al fin, ocultando sus pensamientos a su madre y a mí, mi hijo Janniya y su hermana Sanasu enfilaron hacia Marca Sur con un pequeño contingente de guardias y escoltas.
Fueron capturados y llevados ante Kellick, heredero de Anglin, monarca del reino de la Marca. Tu antepasado Kellick vio a Sanasu, mi bella Sanasu… Ynnir hizo una pausa, y aunque su expresión no cambió, el cese de sus calmos pensamientos en la cabeza de Barrick fue tan impactante como si el rey hubiera roto a llorar. Y la quiso para sí, continuó. ¡Un mortal deseaba a la que habría sido reina inmortal de su pueblo! Y la tomó, como un lobo toma a una delicada cierva, sin reparar en la belleza que destruye con tal de saciar sus apetitos…
Esta vez la pausa fue más enfática. Barrick, en una especie de ensueño, vio que la cara del rey se endurecía aún más que antes.
La tomó. Su hermano Janniya, su prometido, mi hijo, luchó por ella, pero Kellick Eddon tenía muchos hombres. Janniya pereció. Sanasu fue tomada. La Flor de Fuego no pudo pasar a nuestros hijos. Se avecinaba el final del Pueblo.
¡La reina Sanasu! Barrick pensó en su retrato de la galería, un rostro que conocía bien, ojos extraños y alucinados, cabello llameante, tez pálida. ¡Pero estaba casada con el rey de Marca Sur! ¿De veras había sido qar?
Después de ese día terrible, continuó el rey, Yasammez y otros guerrearon con los humanos, y por un tiempo recobraron el lugar donde Torcido había destruido al último de los dioses, pero Kellick se llevó a mi hija Sanasu y se adentró en los dominios de los hombres hasta que encontró suficientes aliados para resistir. Mientras volvimos a ser dueños del castillo, Saqri y yo hicimos lo posible para fortalecer nuestra llama interior, pero sabíamos que sin herederos sólo postergábamos lo inevitable. Con el tiempo los humanos nos aplastaron y nos obligaron a retroceder, masacrando a tantos de los nuestros que dedicamos gran parte de nuestras fuerzas restantes a crear el Manto, una capa crepuscular que disuadiría a los hombres de seguimos a nuestras tierras. Y así hemos vivido estos últimos años.
Ahora la reina y yo estamos muriendo, y le he prestado fuerzas para ver qué ocurría con esta apuesta llamada Pacto del Cristal. Alzó el espejo. Pero no es suficiente. No volverá a despertar. A menos que yo le dé lo que queda de mí mismo. A menos que le dé mi vida.
—¿Tendríais que dar vuestra vida por ella? —preguntó Barrick, conmocionado—. Pero eso no ayudaría en nada.
En cualquier otra situación eso sería cierto, pero los caminos de la Flor de Fuego son complejos y sutiles. Quizá aún haya un modo de impedir el final inevitable de nuestro linaje, al menos por un tiempo. Quizá Yasammez haya pensado en eso cuando te envió aquí. Me gustaría creer que tenía alguna intención aparte de burlarse de mí.
—No entiendo, mi señor.
Claro que no. ¿Cómo podrías entenderlo? Tu gente ha ocultado la verdad de lo que ocurrió. Pero aun así, en ciertos momentos de tu joven vida te habrás hecho preguntas, habrás intuido que algo estaba mal…
Barrick sintió un escalofrío, como si fuera presa de una fiebre.
—¿Mal conmigo? ¿Estás hablando de mí?
De ti, de tu padre y de cualquiera que haya llevado el legado de la Flor de Fuego, doloroso y desconcertante cuando arde en venas humanas. Sí, hijo mío, hablo de ti. Eres descendiente de mi hija, Sanasu, y la sangre es fuerte en ti. En cierto modo eres mi nieto.
Barrick lo miró fijamente. Su corazón palpitaba con tal celeridad que sintió un mareo.
—¿Yo soy… un crepuscular?
No, eres menos que eso… y también más. Tienes la sangre de los Elevados, pero hasta hoy sólo te ha traído aflicción. Ahora, en cambio, podría transformarte en la última esperanza de nuestro antiguo pueblo, pero sólo si haces un gran sacrificio. Puedes permitir que te legue la Flor de Fuego.
Barrick no comprendía. Aún miraba el rostro calmo del rey, que tenía el mismo aspecto de una hora atrás, antes de decirle estas cosas que trastocaban el mundo entero.
—¿Quieres darme la Flor de Fuego a mí?
Para mantener a la reina con vida un tiempo más, necesitaré darle mis últimas fuerzas. Si te paso la Flor de Fuego, siempre que sea posible, ese legado perdurará. Pero aunque sobrevivas a esto, Barrick Eddon, nunca volverás a ser el mismo.
—Pero si hacéis eso… ¿qué sucederá con vos?
Ynnir apretó los labios en una delgada sonrisa.
Oh, hijo: moriré, por supuesto.