33: Niños enjaulados

33

Niños enjaulados

Rhantys, quien sostenía que había hablado personalmente con las hadas, dice que la reina qar es conocida como Primera Flor porque es la madre de toda la raza.

Incluso sugiere que su nombre, Sakuri, viene de una palabra qar que significa «Interminablemente Fecunda», pero la ausencia de una gramática qar hace que esto sea difícil de confirmar o refutar.

Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand

A Pinimmon Vash no le disgustaban los niños. Siempre había tenido muchos de ellos como esclavos, sobre todo para sus necesidades más íntimas. Todos varones, pues las niñas le resultaban insatisfactorias. Aun así, tenía esclavas jóvenes en la servidumbre. Nadie podía afirmar que él tenía algo contra los críos. Pero no entendía para qué servían estos niños en particular.

Y ni hablar del trabajo que le habían dado. Una cosa era lidiar con los caprichos del autarca, su repentino afán de comer comidas exóticas o de oír música excéntrica o experimentar con una antigua y olvidada forma de interrogatorio. Eso estaba dentro de las funciones de Vash; había prestado esos servicios para otros autarcas. Más aún, se enorgullecía de su habilidad para prever esos requerimientos y estar siempre preparado para satisfacerlos. Pero Sulepis hacía que hasta su abuelo Parak, un hombre de apetitos y fantasías extravagantes, pareciera tan conservador como el sacerdote más viejo y estreñido del gran templo. Y ahora…

—Ve a la costa con un contingente de soldados —le había dicho el autarca cuando desembarcaron en Orms, una ciudad de la pantanosa región de Helobine, al sur de Brenia, y comenzaron a comerciar con los lugareños para renovar las provisiones de agua y comida del barco—. Aléjate unos kilómetros de las murallas… No quiero perder tiempo luchando contra esta gente, y si pongo a mis hombres en la ciudad tendré que darles rienda suelta y entonces nos quedaremos aquí durante días. Lleva a tus hombres a la campiña y tráeme niños. Vivos. Un centenar estará bien…

No le había dado explicaciones ni instrucciones: este autarca rara vez las daba.

Sacar a cien niños de sus hogares. Llevarlos a la nave. Albergarlos, alimentarlos, mantenerlos con vida y en relativo buen estado. ¿Pero me explican por qué? Claro que no. No hagas preguntas, Vash. Quizá seas el asesor más viejo y fiable del autarca, pero no mereces ninguna cortesía, se dijo amargamente. Sólo haz lo que te dicen.

El ministro supremo revisó una vez más el sector de la bodega que habían cerrado con duelas atadas para formar una jaula para los pequeños prisioneros. Allí había una docena, y los demás estaban repartidos entre otros barcos. El problema no era alimentarlos, pensó Vash mientras examinaba sus caras pálidas, llenas de confusión, hostilidad o terror. Pero, ¿cómo los mantendría con vida? Ya había varios que estaban resfriados y tosían. Una jaula en la bodega no era un lugar muy abrigado para albergar a una docena de niños semidesnudos. ¿El autarca lo entendería si había un contagio y una fiebre repentina los mataba a todos? No, no lo entendería.

Y entonces será mi cabeza, pensó Vash con abatimiento. Miró a un niño que sollozaba y tuvo ganas de silenciarlo de un puñetazo. Y aunque tenga suerte y logre mantenerlos con vida para la locura que él esté planeando, ¿qué vendrá después? ¿Qué vendrá después, Pinimmon?

* * *

El desfile de caprichos del autarca continuó. Habían zarpado de Hierosol en un sola nave, pero más barcos de la flota xixiana los habían alcanzado durante el viaje, todos cargados de soldados. Una vez que la flota sorteó Brenia y atravesó el estrecho de Connord, desembarcaron en una bahía en las tierras salvajes de la frontera este de Mar del Timón. Esto sorprendió a Pinimmon Vash tanto como la orden de capturar a cien niños. Estaba cada vez más convencido de que su amo se negaba a revelarle los aspectos más importantes de esta empresa extravagante.

Lo más extraño era el desembarco de un contingente de Sabuesos Blancos con sus caballos. Habían cabalgado hacia el oeste por el bosque y no habían regresado cuando el autarca ordenó al capitán que levara anclas. La flota aún estaba a muchas leguas de Marca Sur, su aparente destino, así que Vash no tenía la menor idea de la misión que cumplían los Sabuesos.

—Seamos francos, Olin, como hombres cultos y hermanos monarcas —dijo Sulepis. Ahora que estaban de nuevo aguas adentro, bordeando la costa, el autarca se hallaba de ánimo expansivo. Estaba tan cerca de la borda, y del rey norteño, que Vash casi podía sentir la preocupación de los Leopardos, que observaban la situación con la mirada del depredador que les daba nombre—. La mayoría de las cosas que nos dicen los sacerdotes y los libros sagrados sobre los dioses son disparates. Cuentos para niños.

—Quizá sea así con las historias sobre tu dios —respondió Olin—, pero eso no significa que yo desdeñé con tanta ligereza la sabiduría de nuestra iglesia…

—¿Así que crees todo lo que dice tu Libro del Trígono? ¿Mujeres que se transforman en lagartos para frustrar los intentos de seducción de los dioses? ¿Volos Luengabarba bebiendo el océano?

—No nos corresponde juzgar las intenciones de los dioses, ni lo que pueden lograr si lo desean.

—Ah, sí. En eso coincidimos, rey Olin. —El autarca sonrió—. ¿El tema no te resulta interesante? Entonces hablaré de cosas más específicas. Tu familia tiene cierta deformidad invisible. Una mancha, como quien dice. Creo que sabes a qué me refiero.

Era evidente que Olin estaba furioso, pero mantuvo la compostura.

—¿Mancha? Los Eddon no tienen ninguna mancha. El hecho de que tengas el poder para matarme no significa que tengas derecho a insultar a mi familia y mi sangre. Éramos reyes en Connord antes de llegar a los reinos de la Marca, y fuimos caudillos antes de ser reyes.

—Conque ninguna mancha, ¿eh? —dijo burlonamente el autarca—. ¿Ni en el carácter ni en el cuerpo? Bien, te hablaré un poco de lo que he aprendido. Si cuando termine todavía dices que me equivoco… juro que me disculparé. Eso sería entretenido, ¿verdad, Vash?

El ministro supremo ignoraba lo que debía contestar, pero su amo aguardaba una respuesta.

—Muy entretenido, Dorado. Aunque asombrosamente improbable.

—Pero primero te hablaré un poco de mi viaje, Olin. Quizá eso te dé una idea de lo que quiero decir. Tú también te interesarás, Vash. En toda Xis nadie ha oído esta historia, salvo Panhyssir.

El nombre de su rival fue como un carbón encendido arrojado dentro de la ropa, pero Vash puso su mejor sonrisa. Al menos el sumo sacerdote estaba en otra parte; de lo contrario, la humillación habría sido aún más dolorosa.

—Escucharé con avidez la sabiduría que mi señor desee compartir.

—Claro que sí. —Sulepis parecía divertirse: su cara de huesos largos se arrugaba en sonrisas de cocodrilo y sus inusitados ojos parecían más vivaces que de costumbre—. Claro que sí.

»Desde mi infancia supe que no era como otros niños. No sólo porque fuera hijo del autarca, ya que fui criado con muchos otros que podían afirmar lo mismo. Pero desde que era pequeño oí y vi cosas que otros no veían. Al cabo de un tiempo comprendí que yo, entre todos mis hermanos, era el único que percibía la presencia de los dioses. Todos los autarcas sostienen que oyen lo que dicen los dioses, pero yo notaba que en mi padre, Parnad, éstas eran palabras vacías.

»Conmigo no ocurría lo mismo.

»¡Pero he aquí algo extraño! Todos los demás y yo éramos hijos del dios en la tierra, pero sólo yo percibía la presencia de los dioses. Más aún, mi único poder era este pequeño don. Los dioses no me habían dado una fuerza superior a la de otros mortales, ni una vida más larga, nada. Y lo mismo sucedía con mi padre y sus demás herederos. El autarca de Xis era sólo un hombre común. Su sangre era sangre común. Todo lo que nos habían enseñado era mentira, pero sólo yo tenía el valor de admitirlo.

Vash nunca había oído tal blasfemia… ¡Y la pronunciaba el mismísimo autarca! ¿A qué se refería? ¿Cómo debía reaccionar él? Aunque fuera indiferente a la religión, salvo en lo que concernía a la etiqueta cortesana, Vash no pudo evitar cierta consternación, preguntándose si en cualquier momento el gran dios no los abatiría con sus rayos llameantes. ¡Era evidente que su temor por la cordura del autarca estaba justificado!

—Así que decidí aprender algo más sobre ello —continuó Sulepis—, sobre la sangre de los dioses y la historia de mi familia.

»Al principio pasé los días agotando las grandes bibliotecas del Palacio del Huerto. Aprendí que antes de que mis antepasados salieran del desierto para adueñarse del trono de Xis, la ciudad había sido gobernada por otras familias que también se decían descendientes de otros dioses. Cuanto más atrás me remontaba, más se describía a esos antepasados como allegados de los dioses. ¿Era porque estaban más cerca de sus ancestros divinos que nosotros los modernos, y tenían más sangre divina en las venas? ¿O las historias sólo se habían desarrollado con los años? Quizá esos antiguos monarcas, presuntos descendientes de Argal o Xergal, habían sido tan mortales como las obtusas criaturas que se criaban conmigo en el palacio, tan mortales como mi padre. Parnad sería feroz y astuto, pero hacía tiempo que yo había aprendido que no tenía inteligencia ni interés en cuestiones religiosas y filosóficas.

»Algunos sacerdotes reconocieron en mí un espíritu afín. Se equivocaban, naturalmente… El conocimiento esotérico nunca me interesó por sí mismo. Una sola vida mortal es demasiado breve para esos estudios caóticos e indisciplinados. Sólo tenía una obsesión. Sin la verdad no tenía herramienta, y sin herramienta no podía dar al mundo una forma que me agradara más.

»En todo caso, los sacerdotes de la biblioteca empezaron a hablarme de libros que habían oído nombrar pero nunca habían leído. Comprendí que había escritos que las bibliotecas del Palacio del Huerto no poseían, escritos en otras lenguas, y algunos ni siquiera se habían traducido al xixiano. ¿Te preguntas por qué mi hierosolano es tan fluido, rey Olin? Ahora lo sabes. Lo aprendí para poder leer lo que decían los antiguos eruditos del norte sobre los dioses y sus obras. Pohayallos, Kofas de Mindan, Rhantys… sobre todo Rhantys. Los leí a todos, y busqué los libros prohibidos del continente meridional también. Al fin hallé un ejemplar de los Anales de la guerra en el cielo en un templo cerca de Yist, donde un antepasado lejano había destruido la última ciudad de los crepusculares en nuestras tierras.

—¿Había qar en tus tierras? —Hacía rato que Olin no hablaba, y Vash pensó que parecía interesado contra su voluntad.

—Sí, los había. Mis antepasados solucionaron ese problema. —Sulepis rio—. Los reyes halcón no son tan sentimentales como los monarcas del norte: no esperamos a que una peste destruyera la mitad de nuestros reinos para expulsar a esas alimañas.

»Mi búsqueda de la verdad me llevó a muchos lugares extraños en mi juventud. Exhumé libros cilíndricos en las tumbas serpentinas de los hayyid, que cubren las planicies como los excrementos de los gatos del desierto. Regateé alrededor del fuego con los golya, devoradores de carne humana que también son cambiaformas, según se dice: con la luna llena se transforman en hienas. Me contaron historias sobre los primeros tiempos y me mostraron las tallas de piedra que habían llevado desde que los dioses hollaban la tierra. Me enseñaron el secreto de la maldición de Zhafaris, la maldición de la mortalidad que el gran dios lanzó sobre la humanidad cuando sus hijos se rebelaron contra él.

»Incluso saqueé el lugar de reposo de mi propia familia, la aguilera del Bishak, donde mis antepasados del desierto reposaban encima del monte Gowkha. Sus cuerpos momificados descansaban en nidos hechos con huesos de esclavos y sus caras sin carne miraban al este, donde despuntará el sol de la Resurrección. Cuando ascendía la luna y los aullidos de los golya se elevaban desde las cañadas del desierto, arranqué tablillas de piedra de las tumbas de mis ancestros, buscando secretos del cielo mientras mis guardias huían aterrados montaña abajo.

»Todo lo que aprendía sólo confirmaba lo que ya sabía. Los dioses podían ser reales, pero su poder se había ido y ningún hombre lo tenía, ni siquiera los autarcas de Xis. Mi linaje puede descender del sagrado Nushash, señor del sol, pero no puedo encender luz en una habitación oscura sin una lámpara, ni encender esa lámpara sin un pedernal.

»Pero mientras seguía a los antiguos eruditos por caminos tan oscuros y temibles que hasta los sacerdotes de la biblioteca empezaron a evitarme, aprendí que lo que era válido para mis ancestros no lo era necesariamente para todos. Aprendí que algunas familias llevaban realmente la sangre de los dioses, desde los tiempos antiguos, a menudo a través de los pariki, las hadas, los que vosotros llamáis qar.

—No deseo escuchar más esta historia —dijo Olin—. Estoy cansado y mareado, y ruego tu autorización para regresar a mi camarote.

—Puedes rogar todo lo que quieras —dijo el autarca con fastidio—. No te servirá de nada. Oirás esta historia aunque tenga que vendarte los ojos y amordazarte para que colabores, porque me divierte contarla y soy el autarca. —Sonrió—. No, lo haré más sencillo. Si no accedes a escuchar, haré traer a uno de nuestros niños cautivos y lo estrangularé frente a ti, Olin de Marca Sur. ¿Qué dices?

—Maldito seas. Te escucharé —dijo el rey norteño, en voz tan baja que a Vash le costó oírle con el ruido del mar.

—Harás mucho más que eso, Olin Eddon —dijo el autarca—. Verás, tú tienes esa sangre, la sangre que otorga el poder de un dios. Para ti no vale nada, es una maldición, pero para mí lo es todo. Y dentro de pocos días, cuando suene la campana final del solsticio de verano, me adueñaré de ella.

* * *

Las últimas horas de oscuridad ante las puertas de Tessis fueron terribles. Briony se acurrucó en el suelo de la carreta y trató de dormir, pero no logró conciliar el sueño a pesar de su fatiga. No podía dejar de pensar en la traición de Feival, en la crueldad de Ananka y en el dictamen erróneo, injusto y necio del rey Enander. Las palabras de sus enemigos zumbaban en su cabeza como moscas negras.

Y ahora vuelvo a ser una fugitiva, pensó. ¿Qué he logrado aquí en todo este tiempo? Nada; menos que nada. Tengo el ingreso prohibido en otra ciudad y he perdido toda esperanza de que Sian ayude a Marca Sur.

Finn Teodoros entró en la carreta.

—Perdón —dijo al ver que estaba despierta—, sólo buscaba mis plumas. ¿Zakkas os mordió, princesa? Parecéis sumida en pensamientos profundos.

A ella le molestó esa blasfemia gratuita. El oráculo era el patrón de la profecía y la locura, y los arrebatos de una y otra a veces se llamaban «mordeduras de Zakkas».

—Estoy inquieta y no puedo dormir. Lo he arruinado todo.

El dramaturgo se sentó junto a ella.

—Ah, cuántas veces me he dicho lo mismo. —Rio—. No tantas como debería, supongo… Rara vez veo qué hago mal hasta mucho después. Es bueno que vos lo veáis de inmediato, pero no dejéis que os deprima.

—Ojalá pudiera dormir, pero no puedo mantener los ojos cerrados. ¡Y si nos esperan en la puerta?

—¿A nosotros? No lo creo. A vos… puede que sí. Por eso os quedaréis en la carreta.

—Pero alguien puede acordarse de vosotros. Ese lord Jino es un hombre inteligente. Dijo que lamentaba lo que me había ocurrido, pero eso no le impedirá hacer su trabajo. Recordará el nombre de la compañía.

—Entonces nos cambiaremos el nombre —dijo Finn—. Tratad de descansar, princesa.

Salió por la escalera, haciendo oscilar la carreta con su peso, y la dejó a solas con la voz de sus muchos fracasos.

* * *

Cuando llegaron a las puertas de la ciudad, la gente de Makewell ya no parecía una compañía de actores ambulantes. Habían escondido las máscaras, las cintas y otros elementos que servían como insignia de su profesión, y estaban vestidos con ropa de viaje común. Aun así, por algún motivo llamaron la atención de un guardia, y Briony comenzó a preocuparse. ¿Alguien del castillo se habría acordado de los actores?

—¿Adonde dices que vas? —le preguntó el hombre a Finn por tercera o cuarta vez—. Nunca lo oí nombrar.

—El pozo de Oráculo Finneth, en Brenia —le dijo Finn con calma.

—¿Y todos ellos son peregrinos…?

—¡Por los Tres! —exclamó Pedder Makewell, que no se caracterizaba por su paciencia—. ¡Esto es intolerable!

—Cierra la boca, Pedder —le advirtió Teodoros.

—¿Nunca oíste hablar del pozo de Finneth? —dijo Nevin Hewney, poniéndose delante de Makewell—. Ah, es una pena, una verdadera pena. —Hewney era más conocido por sus obras que por su actuación, pero entró en escena con toda naturalidad y se puso a improvisar—. La joven Finneth era hija de un molinero, una muchacha casta y pura. Su padre era un escéptico… Esto sucedió en los tiempos en que Brenia y Connord eran paganas, y consideraban que los Tres Santos Hermanos eran iguales a los demás dioses. —Hewney adoptó la expresión embelesada de un creyente. Hasta Briony, que miraba por una grieta en los tablones de la carreta, llegó a creer en su fervor—, Y su padre se avergonzaba de que ella predicara la sagrada palabra del Trígono, y lo denunciara porque él vivía con una mujer lasciva sin haberse casado en el templo, como corresponde —continuó Hewney, cogiendo el codo del guardia y acercándose tanto que el hombre retrocedió—. Él y esta mujer lasciva sorprendieron a Finneth mientras dormía y la arrojaron entre las piedras del molino, pero las piedras no giraban, pues se negaban a lastimarla. Entonces la arrastraron al pozo por la noche y la tiraron ahí para que se ahogara, pero por la mañana…

—¿De qué estás hablando? —El guardia se zafó el brazo.

—Te estoy hablando del oráculo Finneth —dijo Hewney pacientemente—. Y por la mañana las mujeres de la aldea fueron al pozo a sacar agua, pero Finneth se elevó desde el agua radiante como una diosa, y predicó la verdad de los Tres Hermanos, de la Séxtuple Vía y la doctrina de la amabilidad hacia los animales domésticos…

—¡Basta, hombre! —protestó el guardia, pero cuando estaba a punto de decirles que siguieran, Briony sintió que la carreta se mecía y oyó el chasquido de la puerta. Se arrojó al suelo y se cubrió con la manta.

—¿Y qué tenemos aquí? —dijo un guardia. Subió a la carreta y se plantó ante ella. Briony gimió pero no abrió los ojos—. ¿Por qué está aquí esta muchacha? Déjame verte.

El guardia apartó la manta, y Briony alzó las manos para cubrirse el vientre y el bulto de trapos que llevaba bajo el vestido raído.

—¡Por favor, amigo! —dijo Finn—. Ella es mi esposa. La llevamos al pozo del oráculo para pedir un parto favorable. Ninguno de nuestros hijos sobrevivió…

—Sí —añadió Hewney—. Mi cuñado ha sufrido muchísimo. Su esposa tiene un problema… Creo que esa pobre mujer está enferma. En el último parto, un líquido negro y ponzoñoso salió de ella, con la pestilencia del pescado podrido…

A pesar de su temor, Briony casi se echó a reír cuando el guardia salió apresuradamente de la carreta.

Cuando dejaron atrás las puertas de la ciudad, Briony fue a sentarse en la escalera de la carreta mientras avanzaban por la Vía Regia, junto al río Esterian, que titilaba con la luz del amanecer.

—¿Amabilidad hacia los animales domésticos? —preguntó—. ¿Pescado podrido…?

Hewney la miró con aires de superioridad.

—En Gran Stell conocí a una mujer que olía a pescado podrido. Aun así, tenía sus pretendientes, créeme.

—Por no hablar del grupo de gatos que la seguía dondequiera que iba —rio Finn—. Bien hecho, princesa. Veo que no habéis olvidado nuestras enseñanzas. —Se aferró la amplia barriga—. ¡Ay, mi pobre bebé! ¡Ay, pobre de mí! Muy convincente.

Briony no pudo contener la risa. Hacía rato que no se reía.

—Sois todos unos truhanes.

—Lo cual confirma que los actores son más francos que la mayoría de los nobles.

—Con excepción de Feival —dijo Briony con amargura.

Hewney también puso mala cara.

—Sí, con excepción de él.

* * *

Esa noche llegaron a Doros Eco, una ciudad amurallada en los cerros que dominaban el río. Era una noche fresca y ventosa. Mientras Briony, arrebujada en su capa, miraba a Estir Makewell encargarse de la cocina, comprendió que se sentía libre por primera vez en meses. No, no exactamente libre, pero ya no padecía el agobio que sufría todos los días en el palacio Avenida, el peso de las sospechas o expectativas ajenas. Aún estaba preocupada, incluso aterrada, por lo que había sucedido con su vida y la gente que amaba, pero aquí en campo abierto, rodeada por gente que no le pedía nada que ella no diera con gusto, empezaba a sentir más esperanza.

—¿Puedo ayudar, Estir? —preguntó.

La mujer la miró con recelo.

—¿Por qué ibais a ayudarme, princesa?

—Porque quiero. Porque no deseo quedarme sentada, mirando trabajar a otra persona. He tenido eso toda mi vida.

—¿Y acaso es tan malo? —resopló la hermana de Pedder Makewell. Señaló un par de zanahorias y una cebolla bigotuda—. Pues sed feliz, entonces. El otro cuchillo está por allá. Picadme eso.

Briony se tendió un pañuelo en el regazo y se puso a picar verduras.

—¿Por qué estás aquí, Estir?

—¿Qué pregunta es ésa? —dijo la mujer sin mirarla—. ¿Dónde iba a estar?

—Pregunto por qué viajas con los actores. Eres una mujer guapa. Sin duda habrá habido hombres que se sentían atraídos. ¿Ninguno de ellos te propuso matrimonio?

Estir volvió a mirarla con desconfianza.

—Así es, pero eso no es cosa tuya… —De pronto palideció—. Perdonad, alteza, me olvidé…

—Por favor, Estir, olvida todo lo que quieras. En un tiempo éramos casi amigas. ¿No podemos volver a serlo?

Estir Makewell lloró.

—Es fácil decirlo. Vos podríais hacerme matar, milady. Sólo tenéis que hablar con la gente indicada y yo quedaría encerrada en una torre, esperando al verdugo. O sería azotada en la plaza pública. —Sacudió la cabeza con preocupación—. No creo que lo hicierais, desde luego. Sois una muchacha amable… Una auténtica princesa, quiero decir.

Era imposible tener una conversación normal con esa mujer. Briony desistió y se concentró en picar zanahorias.

Con el transcurso de los días Briony empezó a retomar el ritmo de la vida trashumante. Los actores tenían el dinero de ella, así que no se dedicaban a actuar, sino a preparar los escenarios, la utilería y los trajes para las obras que Finn, Hewney y Makewell se proponían representar cuando estuvieran de vuelta en los reinos de la Marca. Para asombro de todos el joven Pilney, ex marido de Briony en el escenario, se había enamorado de la hija de un posadero (no el traicionero Bedoyas, sino el dueño del Caballo Ballena), y se había quedado en Tessis para casarse y ayudar a su suegro. A raíz de esta pérdida y de la deserción menos encantadora de Feival Ulian, Briony tenía que representar la mayoría de los papeles femeninos y juveniles. Era divertido y lo disfrutaba, pero no podía librarse de la sensación de que era algo provisional, que ahora el mundo estaba mucho más cerca de ella que en su viaje hacia Tessis.

Una prueba de ello eran las noticias que les daban los habitantes de las ciudades y otros viajeros. En el viaje al sur la gente hablaba de los acontecimientos de los reinos de la Marca, rumores sobre la guerra con las hadas y el cambio de régimen de Marca Sur, y el asedio del autarca a Hierosol. Aún hablaban del autarca, pero ahora los rumores eran más temibles y confusos. Algunos decían que había arrasado Hierosol y marchaba hacia Sian. Otros sugerían que había ido a Jellon y había atacado ese país. Y otros sostenían que navegaba hacia Marca Sur, una versión que para Briony no tenía el menor sentido, pero aun así la llenaba de espanto. ¿Qué querría ese monstruo con su diminuto país? ¿Podía ser cierto? ¿Acaso ella se dirigía hacia una situación aún peor de la que temía? Desde luego, los otros rumores también eran perturbadores: si Hierosol había caído, ¿dónde estaba su padre? ¿Estaba vivo siquiera?

No era de extrañar que Briony no encontrara tanta alegría como antes en interpretar un papel.

* * *

Hewney y Pedder Makewell regresaron de la ciudad muy abatidos.

—Los soldados del rey también han estado aquí —dijo Makewell, enjuagándose la boca con un trago de cerveza amarga—. Tenemos que ir a la ciudad de uno en uno y de dos en dos.

Briony sintió desánimo. No tenía mayor interés en visitar la pequeña ciudad. ¿Qué habría allí para ella, en todo caso? ¿Una taberna donde tendría que ocultar la cara? ¿Un mercado donde podría comprar chucherías si tuviera dinero de sobra, que no tenía? Pero el saber que el rey Enander la estaba persiguiendo con tanto empeño, y tan pronto, era perturbador. Peor aún era el saber que si la capturaban, Finn y los actores sufrirían por su culpa.

Una larga sombra cayó sobre ella.

—Estáis triste, princesa. —Era Dowan Birch, el actor más alto de la compañía, condenado a representar ogros y gigantes caníbales a pesar de su carácter bondadoso. Briony no quería preocupar a nadie con sus temores. Todos sabían muy bien lo que pasaba.

—No es nada. ¿Por qué no fuiste a la ciudad con Pedder y los demás?

Él encogió los delgados hombros.

—Si alguien busca a la compañía de Makewell, me recordará a mí más que a los demás.

Ella se llevó la mano a la boca, sorprendida.

—¡Oh, Dowan, lo lamento! Ni siquiera pensé en ello. Te he condenado a quedar atrapado en el campamento, como yo misma.

Él sonrió con tristeza.

—No importa, de veras. La gente siempre me mira adonde voy y estoy cansado de eso. Me alegra quedarme aquí. —Señaló el campamento con su largo brazo—. Aquí nadie se fija en mí.

—Es un sueño muy pequeño, Dowan.

—Oh, tengo sueños más grandes. Sueño con el día en que tendré mi propia granja, y sentaré cabeza con una buena mujer… —Se sonrojó y desvió la cara—. E hijos, por supuesto…

—¡Birch! —llamó Pedder Makewell—. ¿Por qué remoloneas cuando hay reparaciones pendientes?

Él revolvió los ojos y Briony se rio.

—Ya voy, Pedder.

—Quería preguntarte una cosa —dijo ella—. ¿Cómo aprendiste a coser tan bien?

—Antes de ser actor estudié para ser sacerdote, y viví con otros acólitos en el templo de Onir Iaris. No había mujeres, y todos teníamos quehaceres. Algunos descubrieron que eran cocineros. Otros no, pero creían que sí —dijo con una risita—. Yo descubrí que era bastante hábil con aguja e hilo.

—Ojalá pudiera decir lo mismo. Mi padre decía que yo cosía como una mujer que mata arañas con una escoba: a golpes… —Briony también rio, aunque le dolía pensar en Olin—. ¡Dioses, cuánto lo echo de menos!

—Dijisteis que aún vive. Os volveréis a ver. —Birch asintió lentamente—, Confiad en mí. Suelo tener estos presentimientos, y en general tengo razón…

—Tendrás el presentimiento de que has perdido tu puesto y tendrás que mendigar para comer —vociferó Pedder Makewell—. ¡Continúa con tu trabajo, gran cigüeña!

—También teníamos uno como él en el templo —le susurró Birch a Briony mientras se ponía de pie—. Una noche le volcamos un balde de agua cuando dormía, y luego juramos que se había orinado encima.

Ella rio y el hombre alto se dispuso a irse, pero se volvió. Tenía una expresión extraña en la cara.

—No lo olvidéis, princesa —dijo—. Volveréis a verlo. Estad preparada para decir lo que tengáis que decir.

* * *

Al fin Qinnitan supo el nombre de pila de su captor, aunque por casualidad. También supo otra cosa que quizá fuera más útil que un nombre.

Había pasado media decena desde que había soñado que Barrick le daba la espalda en la colina, y aunque había vuelto a soñar con el muchacho pelirrojo, él nunca reaccionaba y cada vez parecía más distante. Su desesperada situación empezaba a minar su determinación. Se pasaba horas mirando la lejana costa, procurando elaborar un plan de fuga. A veces veía otras embarcaciones, pero sabía que aunque las llamara nadie trataría de ayudarla, y aunque así fuera nadie podría luchar contra el demonio Vo, así que mantenía la boca cerrada. Por culpa de ella el pobre Palomo había perdido los dedos. ¿Por qué causar la muerte de un pescador inocente?

La noche en que supo el nombre de Vo estaba cavilando antes de dormirse. Unas pisadas la despertaron poco después de medianoche; por los pasos supo que era Vo, caminando por la cubierta. Se quedó escuchando mientras él iba de aquí para allá a poca distancia. Le llamaron la atención los murmullos que en ocasiones se elevaban sobre el chapoteo de las olas, hasta que comprendió que era su captor hablando consigo mismo en xixiano.

Era alarmante que un hombre con esa voluntad de hierro hablara solo: indicaba locura y falta de control, y aunque Vo la aterrorizaba, Qinnitan sabía que si él mantenía la cordura ella al menos viviría hasta que la entregara al autarca. Pero Sulepis le había puesto algo en el cuerpo, y si lo estaba lastimando, si las gotas de veneno que ingería todos los días le estaban emponzoñando la mente, podía pasar cualquier cosa. Qinnitan se quedó temblando en la oscuridad, escuchando mientras él caminaba por la cubierta.

Parecía estar conversando con alguien, o al menos hablaba como si alguien escuchara. Enumeraba una larga lista de agravios, y Qinnitan no entendía la mayoría: una mujer que lo había mirado burlonamente, un hombre que se consideraba superior, otro hombre que se consideraba muy listo. En la mente febril de su captor, todos se equivocaban, y ahora se lo explicaba a un interlocutor imaginario.

—Ahora no tienen piel. —Su voz jadeante y triunfal era tan escalofriante que Qinnitan tuvo que contener un grito—. Ni piel ni ojos, y lloran sangre en el polvo del más allá. Porque nadie se burla de Daikonas Vo…

Poco después se detuvo a cierta distancia. Ella se arriesgó a entreabrir los ojos, pero no pudo distinguir lo que él hacía: Vo echaba la cabeza hacia atrás, como si empinara una copa de vino, pero el movimiento duró apenas un momento.

El veneno, comprendió. Él ingería el contenido de ese frasco negro de noche, no sólo por la mañana como ella había pensado. ¿Siempre hacía eso? ¿O esto era algo nuevo?

Luego Daikonas Vo se tambaleó y estuvo a punto de caerse, y eso era sumamente extraño: siempre se movía con peligrosa agilidad. Vo se sentó en la cubierta, de espaldas contra el mástil, apoyó la barbilla en el pecho y guardó silencio, como si hubiera caído en un sueño profundo.

Saber su nombre de pila no le servía de nada. Oír que hablaba airadamente consigo mismo sólo la dejaba más asustada que antes. Parecía que de veras se estaba volviendo loco. Pero tuvo en cuenta el modo en que se aflojaba y se derrumbaba después de llevarse el veneno a los labios.

Valía la pena pensar en eso.