32: Misterios y evasiones

32

Misterios y evasiones

El Libro de Ximander también describe la tribu crepuscular de los Embaucadores, que parecen ser las hadas negociadoras de muchas leyendas humanas. Sólo Ximander y un puñado de estudiosos afirman saber algo sobre ellas, y como Ximander falleció antes de que su libro fuera leído por otros, desconocemos sus fuentes, así que sus conclusiones no son de fiar.

Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand

—En verdad no es nada extraño —dijo el hermano Antimonio, entusiasmándose con el tema—. El idioma que habla el prisionero es parecido a la vieja lengua de las Gramáticas de Feldespato. Quizá no lo sepáis, pero las Gramáticas fueron escritas en perfectas láminas de mica, cada una forjada con un solo cristal, y contienen historias de los viejos tiempos que no se encuentran en ninguna otra parte…

Vansen se aclaró la garganta, interrumpiendo al joven monje.

—Estupendo, Antimonio, pero necesitamos saber lo que este sujeto está diciendo ahora.

El monje se sonrojó tanto que Vansen pudo verlo a pesar de la luz tenue que amaban los caverneros.

—Mis disculpas…

—Sólo continúa, hijo —dijo Cinabrio—. Habla con el prisionero, si puedes.

El joven monje encaró al tembloroso drow, que obviamente creía que lo habían llevado al refectorio para torturarlo. Dos alguaciles caverneros estaban detrás de esa criatura barbada, preparados para intervenir, pero Vansen no estaba preocupado. Había visto interrogar a muchos hombres y éste revelaba esa actitud bravucona que no tardaría en derrumbarse.

—Pregúntale por qué nos atacaron en nuestro hogar —dijo Vansen.

Antimonio emitió un vacilante caudal de sonidos guturales. Los caverneros demostraron desconcierto, como si algo les sonara conocido, pero para Vansen era puro ruido. El barbado drow miró al monje con resentimiento y no respondió.

—Pregúntale por qué siguen a la dama oscura. —Procuró recordar el nombre con que la llamaba Gyir—. Pregúntale por qué los drow siguen a Yasammez.

Esta pregunta sorprendió al drow. Al cabo de un momento dijo algo, una respuesta breve y renuente, pero algo.

Antimonio se aclaró la garganta.

—Él dice que la dama Puerco Espín… creo que así se llama… dice que ella os aplastará. Que ella se vengará de los soleados. Creo que eso ha dicho.

Vansen reprimió una sonrisa. Meras consignas: eso era lo que decían los prisioneros que no sabían por qué peleaban.

—Yo iré al fondo de la habitación, Antimonio —le dijo al monje—. Vosotros preguntadle por qué los drows toman las armas contra sus hermanos… contra los caverneros.

Fingió frustración y se alejó. Cinabrio se puso a hacer preguntas, y Antimonio las traducía. Vansen notó que en ocasiones Cinabrio reconocía una de las palabras extranjeras y la repetía. La inteligencia del magíster lo impresionaba.

Así enfatiza el parentesco que hay entre ellos. ¡Mira, drow, ahora prácticamente habla tu idioma!

Vansen se quedó en el fondo mientras Cinabrio seguía haciendo preguntas, insistiendo con la idea de que los caverneros estaban más emparentados con los drows que los líderes qar a los que seguían, pero el prisionero aún se negaba a hacer revelaciones.

Ah, pero con que hayamos creado un mínimo de compasión o bochorno…, pensó Vansen.

—Pregúntale cómo se llama.

Antimonio se sorprendió, pero hizo la pregunta. El drow puso cara de vergüenza, pero gruñó una respuesta.

Kronyuul, dice… Creo que significa «lignito» en la antigua lengua.

—Bien —dijo Vansen en voz baja, para no llamar la atención sobre sí mismo—. Entonces pregunta a maese Lignito por qué su dama Puerco Espín quiere nuestro castillo. ¿Qué hará con él si lo conquista? ¿Por qué quiere desperdiciar tantas vidas drows para tomar el castillo?

Antimonio tradujo, y el drow lo miró como si no supiera qué responder. Al fin se puso a murmurar. Siguió un rato. El joven monje se acercó para oír mejor, y se enderezó.

—Dice que la dama oscura está furiosa. El rey de los qar no le permitió masacrar a sus malvados enemigos… Nos llaman «habitantes de las tierras soleadas», o algo así. En cambio le impuso una especie de pacto. La dama oscura procuró respetarlo, pero el pacto fracasó. Hay una palabra que no entiendo: pariente, amigo o algo parecido… quizá miembro del clan. Esa persona fue muerta, y ella sostiene que se ha roto el pacto. Le echa la culpa al rey de las hadas, pero también está furiosa a causa de su pariente. —Antimonio se reclinó—. Al parecer, es todo lo que sabe; es sólo un oficial menor del ejército subterráneo…

El corazón de Vansen se aceleró.

—Por el martillo de Perin, no puedo creerlo. ¿Habló de un pacto?

Antimonio vaciló.

—Trato, pacto, convenio… La palabra no es exactamente lo mismo que…

—¡Silencio! No, disculpa, pero no digas nada por un momento, Antimonio. —Vansen hizo lo posible por recordar. Sí, pensó, todo encajaba—. Pregúntale si conoce el nombre del pariente de la dama, el que murió. El pariente cuya muerte puso fin al pacto.

El joven monje, sorprendido por la vehemencia de Vansen, le repitió la pregunta al drow, que ahora parecía menos asustado y más intrigado.

—Quiere saber si usted piensa matarlo —dijo Antimonio después de escuchar la respuesta—. Y cree que el nombre de ese pariente era Farol de Tormentas.

—¡Lo sabía! —Vansen asestó una palmada en la mesa de piedra, y el prisionero se sobresaltó—. Dile que no, Antimonio, que no vamos a matarlo. Al contrario, será puesto en libertad y me conducirá ante su señora. Sí, iré a hablar con ella. Le contaré la verdad sobre Farol de Tormentas y el pacto. Porque yo estaba allí.

Titubeando, el monje tradujo las palabras de Ferras Vansen. Se hizo el silencio en la estancia. Vansen miró en torno. Cinabrio, el hermano Antimonio, Malaquita Cobre, incluso el drow: todos lo miraban como si se hubiera vuelto loco.

* * *

Nadie había dormido en la cama de Chaven. No había indicios de que el médico hubiera estado en su celda.

—No está aquí —dijo Pedernal con su voz solemne y aguda.

—Ya sé que no está —gruñó Sílex—. Hace días que no lo vemos: desde que te dejó escapar cuando debía vigilarte. Pero quiero hablar con él. ¿Te mencionó si iba a alguna parte?

—No está aquí —repitió Pedernal.

—Vas a volverme loco, niño —dijo Sílex, saliendo de la habitación.

—El capitán Vansen no está aquí —dijo Cinabrio—. Se está preparando para un viaje en que arriesgará la vida para hacer algo que no entiendo y que no parece tener la menor posibilidad de éxito. —Suspiró—. Espero que tú traigas mejores noticias.

—Me temo que no —dijo Sílex—. No encontré rastros de Chaven en ninguna parte del templo.

Cinabrio frunció el ceño.

—Eso es muy extraño y me preocupa. Hendon Tolly lo ha amenazado de muerte. ¿Por qué iría al castillo, o incluso a Cavernal?

—Esperemos que no haya ido a alguna parte por su cuenta y se haya caído —dijo Malaquita Cobre—. Aquí abajo hay mucha oscuridad, sobre todo más allá de los Cinco Arcos… Nunca encontraríamos su cuerpo.

—Os dije que sería un problema —protestó el hermano Níquel—. Un forastero que ni siquiera pertenece a nuestra tribu, errando a su antojo en las inmediaciones del templo. ¿No basta con que el crío de Sílex Cuarzo Azul bajara a los Misterios? ¿Qué pasará si ese hombre de la superficie, ese sacerdote mago, hace lo mismo? ¿Qué clase de infortunio puede acarrearnos?

—¿Por qué Chaven querría entrar en los Misterios? —preguntó Sílex.

—¿Por qué no? —replicó Níquel sin poder dominar su furia—. ¡Últimamente todo el mundo se cree con derecho a invadir nuestros lugares más sagrados! ¡Gente de la superficie, niños, hasta las hadas!

—¿Hadas? —El desconcertado Sílex encaró a Cinabrio y Jaspe—. ¿Qué significa eso? No estoy enterado.

—Jaspe y sus alguaciles han detenido varios intentos de cavar en los túneles que están bajo los niveles del templo —dijo Malaquita Cobre—. Pero eso no prueba nada; lo más probable es que las hadas buscaran un modo de atacarnos por sorpresa. Después de derrotarnos, podrían sorprender a los defensores del castillo irrumpiendo desde las puertas de Cavernal, que están bien dentro de las murallas.

—Te engañas —dijo Níquel—. Buscan el poder de las profundidades. —Fulminó con la mirada a Sílex, como si la familia Cuarzo Azul fuera cómplice de ese plan malévolo—. Quieren controlar los Misterios.

—¿Por qué? ¿Por qué los crepusculares querrían semejante cosa? ¿Qué significaría eso? —Sílex miró la cara airada de Níquel y notó que estaba preocupado, como un niño sorprendido en una mentira—. Un momento. Aquí está pasando algo que no entiendo. ¿Qué es?

—Díselo, o se lo diré yo —dijo Cinabrio—, Sílex se ha ganado nuestra confianza.

—¡Magíster! —exclamó el consternado Níquel—. Pronto todo el mundo sabrá los secretos…

—El gremio me ha dado autoridad y yo decidiré, hermano. Además, ya pasó el tiempo de los secretos. —El magister suspiró y se reclinó en la silla—. Que los Ancianos de la Tierra me perdonen, pero ojalá otra generación hubiera recibido este peso.

Sílex los miró uno tras otro.

—No entiendo nada. ¿Alguien tendrá la amabilidad de decirme de qué se trata?

A pesar de su relativa juventud, Níquel tenía la cara de un hombre mucho más viejo, y ahora parecía que hubiera mordido el rábano más amargo de una cosecha agria.

—No es la primera vez que los qar intentan entrar en los Misterios. Han estado allí muchas veces.

—¿Qué? —preguntó el azorado Sílex.

—Lo que he dicho —replicó Níquel—. Han venido desde que los hermanos metamorfos tienen registro. Los ancianos de la Hermandad y del gremio lo sabían y lo permitían, en cierto modo; es una historia complicada. Pero luego terminó, y hace mucho desde la última vez que vinieron. Más de doscientos años.

—Aún no lo entiendo —dijo Sílex—, ¿Qué hacían en los Misterios?

—No lo sabemos —dijo Cinabrio—. Hay una vieja historia sobre algunos monjes que bajaron a los Misterios y trataron de espiar a los crepusculares… los qar, como se hacen llamar ellos. La historia dice que esos hombres perdieron el juicio. Las hadas venían rara vez, quizá una vez cada siglo, y siempre en grupos pequeños, y quizá por eso se permitía. La tradición era antigua cuando se formó el primer gremio de picapedreros, hace siete siglos. Siempre venían por la Puerta de la Piedra Caliza, desde el camino más largo de Piedra de Tormenta, el que conduce a la tierra firme. Se quedaban unos días y nunca tomaban nada de valor ni causaban el menor daño. Durante largo tiempo nuestros antepasados decidieron no intervenir, según se cuenta. Luego, después de la batalla de Brezal Gris, los qar dejaron de venir.

—Pero si tenían un modo de ingresar, ¿por qué no lo usaron esta vez? —preguntó Sílex.

—Porque cerramos herméticamente la Puerta de la Piedra Caliza después de la segunda guerra con las hadas —resopló Níquel—. No eran dignas de confianza. Por eso han tenido que cavar desde la superficie. ¡Por eso se empeñan en llegar a nuestros sagrados Misterios!

Sílex se frotó la frente, como para dar una forma más sensata a lo que acababa de oír.

—Aunque eso sea cierto, no explica el porqué, Níquel. ¿Alguien sabe qué hacían allí, o por qué se les permitía entrar en los Misterios?

Cinabrio asintió.

—Parece que en tiempos pasados los qar ayudaron a construir los Misterios… No, mis disculpas, Níquel, no quiero blasfemar. Quiero decir que ayudaron a construir los túneles y los recintos, no los Misterios mismos.

—¡Fractura y fisura! —Sílex se sintió como si lo arrastrara un alud, como si rodara cuesta abajo, alejándose de todo lo que conocía—. ¿Y sólo ahora me entero de esto? ¿Soy la única persona de Cavernal que no lo sabía?

—También es nuevo para mí —dijo Cobre—. No sé qué decir.

—Es nuevo para todos nosotros, incluso para mí —dijo Cinabrio—. Los prefectos Sardo y Estrato me lo revelaron antes de enviarme aquí. Sólo los prefectos y un grupo selecto del gremio sabían esto. Lo mismo pasaba con Níquel.

—Es verdad —dijo Níquel—. El abad me lo dijo cuando enfermó. Me dijo que era hora de revelárselo a un hombre joven, que él era demasiado viejo para seguir guardando esos secretos. —El monje frunció el ceño—. He recibido regalos más generosos.

—Como dice el refrán, «no guardamos el hacha del abuelo porque sea un buen adorno en el vestíbulo» —le dijo Cinabrio—. Contamos con la confianza de todos los que nos precedieron y todos los que nos sucederán. Debemos hacer lo correcto.

—Entonces reguemos al Señor de la Piedra Húmeda y Caliente que vuestro capitán Vansen no haya perdido la cabeza —dijo Níquel—, y que consiga algo más que hacerse matar. De lo contrario, es posible que rechacemos otro ataque, quizá dos, pero al fin caeremos y ellos se adueñarán de los Misterios.

—No sólo de los Misterios —dijo Malaquita Cobre—. Si caemos, caerá Cavernal, y luego se adueñarán también del castillo.

* * *

—¿Qué estamos haciendo, padre?

Era extraño que el niño lo llamara así, como si desempeñara el papel de hijo obediente en una obra de los Misterios.

—Estoy preocupado por Chaven y quiero encontrarlo —explicó Sílex—. Pero no cometeré el error de volver a dejarte solo. ¡Por los Ancianos, echo de menos a tu madre!

Pedernal lo miró con ojos calmos.

—Yo también la echo de menos.

—Quizá debería mandarte a Cavernal para que te quedes con ella. Así no te meterías en problemas… Al menos, no te meterías en problemas en el templo.

—¡No! —exclamó el niño con inusitada vehemencia—. No me envíes fuera de aquí, padre. Tengo cosas que hacer aquí. Tengo que estar aquí.

—¿Qué tonterías dices, niño? ¿Qué necesitas hacer? —Ciertamente Pedernal inquietaba a Sílex—, Ya no volverás a husmear en la biblioteca, ¿te enteras? Ni harás excursiones sorpresivas a los Misterios. Los hermanos todavía no nos han perdonado del todo.

—Necesito quedarme en el templo —dijo tercamente el niño—. No sé por qué, pero es así.

—Bien, hablaremos de ello más tarde —dijo Sílex—. Por ahora puedes venir conmigo. Pero no te despegarás de mí, ¿entendido?

En realidad le alegraba contar con la compañía del niño. Sílex estaba muy preocupado por el médico, cada vez más seguro de que Chaven no había salido simplemente de paseo. O bien lo habían capturado los qar, lo cual ya era escalofriante, o bien era presa de su locura de los espejos, que podía llevar a algo peor. Sílex no pensaba buscar en zonas peligrosas, aunque ningún sitio que estuviera debajo de Cavernal parecía seguro después de la locura del último año, pero no se habría atrevido a sacar al niño del templo si no hubieran pasado varios días tranquilos desde el último ataque qar. Aun así, llevaba un pico y un hacha en el cinturón, y una buena provisión de coral para las lámparas.

Que los Ancianos nos protejan, pensó. Al niño de todo mal, y a mí de Ópalo si llegara a pasarle algo.

Echaba de menos a su esposa. Nunca en su vida, desde sus días de aprendiz con el viejo Hierro Cuarzo, en que había viajado hasta Setia, se había separado tanto tiempo de ella. No la echaba de menos igual que cuando eran recién casados, cuando la separación era como un dolor corporal, cuando no podía estar cerca de ella sin tocarla, provocarla, besarla, y la negación de esas cosas era un tormento. Ahora la extrañaba tal como hubiera extrañado una parte de sí mismo si se la hubieran arrancado. Estaba incompleto.

¡Ah, muchacha, cuánto me duele tu ausencia! Tendré que decírtelo en cuanto te vea, en vez de actuar como un imbécil. No veo el momento de darte los abrazos que he guardado. Y quiero oír tu voz, aunque me llames tonto. Prefiero tus burlas a las alabanzas del gremio.

—Tu madre es una buena mujer —dijo en voz alta.

Pedernal ladeó la cabeza.

—No es mi verdadera madre. Pero es una buena mujer.

—¿Recuerdas a tu verdadera madre? —preguntó Sílex.

Pedernal siguió caminando, pero Sílex había aprendido que el niño tenía varios tipos de silencio. En este caso, el silencio significaba que estaba pensando.

—Mi madre está muerta —dijo al fin con voz átona como pizarra partida—. Murió tratando de salvarme.

A pesar de esta sorprendente afirmación, Pedernal no recordó nada más cuando lo presionaron. Al cabo de un rato, viendo que estaban lejos del templo y el silencio era más prudente que la charla innecesaria, Sílex dejó de lado el asunto.

Buscaron en las oscuras inmediaciones de la Escalera de la Cascada y en los túneles del nivel que estaba bajo la Salada, y luego se detuvieron para comer setas y un poco de topo ahumado que había llevado Sílex. Tenían sed cuando terminaron, así que caminaron escalera arriba hasta un sitio donde la caverna tenía un respiradero natural, un fenómeno que los caverneros llamaban «pozo de los Ancianos». A diferencia de la Salada, que se filtraba desde la bahía y cuya superficie siempre tenía la misma altura que el mar, los pozos de los Ancianos estaban llenos de agua dulce que caía de las precipitaciones del monte Midlan. Estos agujeros permitían que la vida en la gran roca fuera posible para los caverneros y la gente alta, que cavaban sus propios pozos para llegar a estas capas acuíferas desde la superficie.

Pedernal se arrodilló a orillas de la laguna, llenándose las manos y bebiendo con su concentración habitual, como si experimentara algo nuevo, y Sílex se preguntó cómo era posible que las cosas más sencillas de la vida fueran tan complicadas. Aquí, agua dulce. Pocos cientos de codos más arriba, estaba el agua salada de la bahía de Brenn. Sólo la piedra caliza del Midlan las mantenía separadas, y si eso cambiaba (quizá por un temblor de tierra como los que eran frecuentes en las islas meridionales, aunque Sílex no recordaba ninguno aquí) todo lo demás también cambiaría: el agua de la bahía inundaría todo lo que estuviera más abajo que la Salada, matando a los habitantes del templo. Muchos manantiales de agua dulce serían imbebibles.

Pero la vida había seguido allí a pesar de este precario equilibrio, y no había sufrido grandes cambios en varios siglos. Sílex, con la ayuda de las tablillas de la familia Cuarzo Azul, podía rastrear su genealogía hasta diez generaciones atrás; las familias más ricas y poderosas sostenían que podían nombrar un linaje de cien antepasados.

¿La próxima generación podría decir lo mismo? ¿O recitarían la historia de los caverneros en un mísero hoyo, porque la victoria qar habría destruido su antiguo hogar? ¿Los caverneros de días venideros vivirían como salvajes en cavernas naturales, tal como habían hecho sus antepasados, de acuerdo con sus filósofos más excéntricos?

Sílex dio un respingo al ver que Pedernal había terminado de beber y estaba frente a él, mirándolo con esos ojos grandes y calmos.

—¿Oíste eso? —preguntó—. Me pareció oír un gemido.

—¿Podrá ser Chaven?

—Demasiado intenso, demasiado profundo —dijo el niño, negando con la cabeza.

—Entonces deben ser ruidos de la tierra. Lo lamento, niño. Estaba pensando en el agua y la piedra; las cosas en que suele pensar un viejo picapedrero como yo.

—Esto es coquina —dijo solemnemente el niño, alzando una piedra irregular—. Piedra caliza con conchas.

Sílex rio y se puso de pie.

—Me alegra que hayas prestado atención. Así me gusta.

* * *

Como no encontraron rastros de Chaven ni nada extraño en la zona de la Escalera de la Cascada, Sílex y Pedernal volvieron a bajar hacia el templo, atravesaron las puertas de los Cinco Arcos y se internaron en la compleja red de túneles que conducían al Laberinto. No pensaba aproximarse más a los Misterios, pues no quería correr el riesgo de perder al niño en esas confusas profundidades, pero si Chaven estaba perdido debajo del templo, éste parecía un buen lugar para buscarlo. El Laberinto era aún más intrincado, pero si el médico había llegado tan abajo Sílex necesitaría la ayuda de los monjes para buscarlo bien: no había olvidado sus propias experiencias en ese lugar oscuro.

Una hora después Sílex estaba ante la bifurcación de dos túneles, pensando que debería desistir y regresar al templo si querían llegar a tiempo para cenar, cuando notó que Pedernal ya no estaba detrás de él.

Echó a correr por el túnel, atemorizado.

—¡Pedernal! —gritó—. Niño, ¿dónde estás? —Sílex se maldijo una y otra vez mientras revisaba cada camino lateral que habían pasado: todo lo que Ópalo había dicho sobre él, aun en sus momentos más mordaces, era verdad. Era un imbécil. ¡Llevar al niño de vuelta al sitio donde se había perdido una vez, un sitio donde había sufrido terrores que sólo los Ancianos conocían!

Mientras exploraba el sexto o séptimo camino transversal se encontró en un largo y tortuoso corredor. Después de correr un rato, Sílex pensó que estaba perdiendo demasiado tiempo en esa conejera. Iba emprender el regreso cuando el corredor se ensanchó. Ese espacio más amplio terminaba en una grieta ancha y alta, y poco después vio al niño de pelo claro tumbado en las sombras a poca distancia.

—¡Que los Ancianos nos guarden! —exclamó, y se arrojó de rodillas junto a Pedernal. Afortunadamente el niño respiraba, y empezó a moverse cuando Sílex lo alzó un poco y lo acunó torpemente contra su pecho.

—Oh, niño, ¿qué hice? —dijo Sílex. El niño se retorcía en sus brazos, cada vez más. Sílex sintió algo húmedo y caliente contra el cuello y se inclinó hacia atrás, buscando desesperadamente una herida sangrante. Pero no era sangre lo que brotaba de la cara del niño sino otra cosa. Pedernal estaba llorando.

—¿Niño? Niño, ¿qué te pasa? ¿Te encuentras bien? ¿Puedes oírme?

—Muriendo… —dijo Pedernal—, Muriendo.

—¡Claro que no! No digas esas cosas… ¡Llamarás la atención de los Ancianos! —Estrechó al niño—. No los tientes. Todos los días tienen que llenar sus cuezos con almas.

—Pero siento que… —gruñó Pedernal—. ¡Oh, papá Sílex, me duele mucho!

—No temas, niño. Te llevaré de regreso.

—No, no soy yo. Es… —El niño se movía tanto que Sílex apenas podía sostenerlo—. Está ahí. Lo sentí. ¡Ahí! —Señaló la grieta del final del pasaje—. ¡Muriendo! —gimió, como presa de una enfermedad dolorosa.

Sílex bajó al niño suavemente y se aproximó a la grieta, alumbrándola con su farol.

—¿Qué quieres decir? ¿Hay algo ahí?

—Algo… algo que yo no… —Pedernal sacudió la cabeza. Estaba pálido, y a la luz del farol Sílex veía su frente perlada de sudor—. Me asusta. Duele. Por favor, papá… me estoy muriendo.

—No te estás muriendo. —Sílex sintió un cosquilleo en la espalda y el cuello. Tiempo atrás, en la tumba familiar de los Eddon, el niño había actuado del mismo modo, aun antes de desaparecer en los Misterios—. Es un agujero, niño; mejor dicho, es una grieta donde se juntan dos losas grandes. ¿Por qué te asusta?

Pedernal sólo pudo mover la cabeza con abatimiento.

—No lo sé.

Sílex avanzó hasta que pudo mirar el interior de la grieta, pero no vio nada bajo esa luz amarillenta. La grieta tenía sólo dos palmos de anchura.

—Yo no veo nada anormal… —comenzó, pero luego reparó en algo que le resultaba conocido. ¿Cómo era posible? Eran sólo dos grandes fragmentos de piedra y el angosto espacio que las separaba…

—Ese olor —dijo. Era tenue, pero ahora que había reparado en él era tan claro como un martillo vibrando sobre cristal—. Lo he olido antes…

De pronto el recuerdo fue como un puñetazo: la enorme caverna de los Misterios, el lago de metal reluciente y el Hombre Radiante…

—Por el Señor Caliente —imprecó, y ni siquiera notó que había blasfemado frente al niño—. Allí es donde… Ese olor… En la caverna. El lago de mercurio. ¡El Mar de las Profundidades! —Recordó que en aquel momento se había preguntado hacia dónde escapaba el aire, porque los vapores de mercurio eran venenosos, pero él y el niño (y quizá muchos monjes a lo largo de los años) habían salido con vida del Mar de las Profundidades. Y ahora que lo pensaba, el mercurio no tenía olor.

Se inclinó sobre la grieta, olfateando. También detectó otro olor (algo procedente del mar, que debía ser aire bajando de la superficie), pero lo más notable era el olor que identificaba con esa laguna plateada. Tendría que preguntarle a Cinabrio qué podía ser.

—Vamos —le dijo al niño—. Levántate y regresemos al templo.

Pedernal hizo un esfuerzo, pero estaba débil y apenas podía tenerse en pie. Era demasiado grande para que Sílex lo cargara sobre su espalda, pero el niño se apoyó en él y pudieron avanzar despacio. Aun así, llegarían tarde para la cena. En otro momento eso lo habría amargado, pero el susto que le había dado el niño, junto con el extraño olor del Mar de las Profundidades, le había quitado el apetito.

Volvió a pensar en la rareza de ese mundo que estaba debajo de Marca Sur. No sólo era más vasto y complejo de lo que creía la gente alta, sino más de lo que creían él y los demás caverneros. Si el Mar de las Profundidades tenía salida a la superficie, la abertura debía estar dentro de las murallas del castillo. Eso no era extraño. La piedra caliza del Midlan estaba llena de agujeros, y había muchas fisuras que mantenían el aire en movimiento en Cavernal y los túneles, de lo contrario tanta gente no habría podido vivir allí, pero por algún motivo inexplicable le resultaba perturbador saber que sólo había aire entre el Hombre Radiante y la superficie del mundo.

Pedernal recobró las fuerzas cuando dejaron atrás los Cinco Arcos: al llegar a la Escalera de la Cascada ya podía caminar sin apoyarse, aunque todavía respiraba con dificultad y a menudo tenía que detenerse a descansar.

—Lo lamento, padre —dijo durante una pausa—. Pensé que me moría. Pero también tuve la sensación de que alguien que yo amaba me abandonaba… como si tú o mamá Ópalo os fuerais.

—No te preocupes, hijo. Te sentirás mejor cuando tomes un poco de sopa. En todo caso, no te avergüences: todos saben que esos pasajes de abajo son extraños.

Cuando atravesaron los jardines de hongos para acercarse al templo, vieron una forma abultada en una punta donde se cruzaban dos senderos, mirando una tracería de blancos cordeles de hongo que habían sido inducidos a crecer sobre un bastidor con la forma del azadón sagrado. Al acercarse, Sílex creyó reconocerlo.

—¿Chaven? ¿Es usted? —Se dio prisa—. ¡Loados sean los Ancianos, ha regresado!

El médico se volvió hacia él con una sonrisa.

—Así es —dijo, como si sólo hubiera salido a dar una vuelta.

—¿Adonde fue?

Chaven miró el lugar donde Pedernal se había detenido. El niño no parecía tener prisa por acercarse.

—Hola, amiguito. ¿Adonde fui? —Asintió como si se tratara de una pregunta perspicaz que requería cierta meditación—. A los pasajes que están más allá de los Cinco Arcos. Sí.

—Nosotros venimos de allí. ¿Cómo es posible que no lo hayamos visto? ¿Hace mucho que regresó?

Aún esa sonrisa sorprendida.

—Yo estaba… No lo recuerdo del todo. Estaba analizando ciertas ideas… ciertos pensamientos que tuve. —Frunció el ceño, como alguien que recuerda una tarea inconclusa—. Sí, tenía que meditar… y me puse a caminar.

Sílex estaba dispuesto a interrogarlo para obtener respuestas más satisfactorias, pero uno de los monjes apareció en el sendero, agitando los brazos alborotadamente.

—Cuarzo Azul, ¿eres tú? ¡Ven pronto! Nos han invadido.

—¿Invadido? —preguntó Sílex, aterrado. ¿Nunca habría paz? ¿Esto significaba que Vansen había fracasado?

—Sí —dijo el monje—. Es espantoso. ¡Hay mujeres por todas partes!

—¿Qué? ¿Mujeres? ¿De qué estás hablando?

—Mujeres de Cavernal. La esposa del magíster y muchas más. Acaban de llegar. ¡Son muchísimas! ¡El templo no está preparado para esas mujeres!

Sílex rio con alivio.

—Sí, a los monjes os espera un momento difícil, pobres desgraciados. —Se volvió hacia Pedernal—. Eso significa que nuestra Ópalo también ha regresado. Ven, muchacho.

Fueron detrás del monje y Chaven los siguió a pocos pasos, todavía sumido en sus pensamientos.

Pedernal se acercó a Sílex.

—Él no dice toda la verdad —susurró. No era un reproche, sólo una observación—. Nos está ocultando algo importante.

—Tuve la misma sensación —murmuró Sílex. Adelante, los monjes estaban amontonados en la columnata del templo, como ratones escapando de un gato—. La misma sensación. Y no me gusta nada.

* * *

De vuelta en mi armadura, pensó Ferras Vansen con agrio humor, ciñéndose la cota de malla que le habían dado los caverneros. Estaba hecha con eslabones exquisitamente entrelazados, y era tan liviana que apenas necesitaba acolchado. Bien, al menos no me dieron tiempo para acostumbrarme a la libertad.

—Le preparé comida, como usted pidió, capitán —dijo el hermano Antimonio—. Pan con queso y un par de cebollas. Y tenemos suerte. ¡Mire! —El monje abrió un saco—. ¡Orejas de viejo!

Vansen pensó que vomitaría, pero vio que las cosas que le mostraba Antimonio eran setas, aunque tenían el aspecto de orejas carnosas y arrugadas. Aun así, el olor era extraño, húmedo y musgoso.

—Sí, estupendo —dijo sin entusiasmo.

—Aún no creo que sea buena idea, capitán —dijo Cinabrio—, Enviemos una docena de hombres con usted. Jaspe ya está recobrado.

—Sí, lléveme, capitán. —La cabeza calva de Martillo Jaspe tenía tantos cortes y magulladuras que parecía tallada en mármol—. Sabré enfrentarme a esos bailarines de los prados. No me molestaría matar a algunos más.

—Por eso esta misión no es para ti —dijo Vansen—. Desperdiciaría a nuestro mejor combatiente cuando no quiero combatir. Aquí te necesitan más.

—Pero a usted lo necesitamos aquí, Vansen —dijo Malaquita Cobre—. Ésa es la verdad más importante.

—Confiad en mí, amigos… Seré más útil así. ¿Preferís que esté aquí, esperando para rechazar otro ataque, o que esté allá, procurando que no haya más ataques?

—No es un argumento lógico —protestó Cinabrio—. No son los dos únicos desenlaces posibles. Quizá lo maten sin haber llegado a ningún trato, y entonces nos quedaremos sin defensor y sin negociador.

—No es un pensamiento muy alentador, magíster, pero correré el riesgo. Soy la única persona que puede hacerlo, créeme. Y si llevo demasiados hombres conmigo, no sólo debilitaré vuestras defensas, sino que ellos podrían pensar que es un ataque. Mi única esperanza es hablar con su señora, cara a cara. —Se volvió hacia Antimonio—. Admiro la soga que sujeta al prisionero, hermano, pues debemos tenerlo amarrado, pero preferiría verla en los tobillos y no en la cintura. Si trata de escaparse, podré hacerlo caer. —Miró severamente al drow, que entendió el tono de voz, aunque no entendiera las palabras. El hombrecillo barbado hizo una mueca de temor, desnudando los dientes amarillos e irregulares.

No prolongaron la despedida: Vansen sabía que Cinabrio y los demás no estaban de acuerdo con él, y no le agradaba tener que llevarse a Antimonio, un sujeto con el que todos simpatizaban. Quizá otro monje cavernero pudiera traducir, pero sabía que el joven Antimonio conservaría la cabeza en una crisis, y a pesar de su actitud confiada era consciente de que muchas cosas podían salir mal.

El drow, que parecía temer una traición de sus captores, iba adelante con su tramo de soga, enfilando hacia las Salas Ceremoniales, regresando al sitio donde los qar habían penetrado. Los hombres de Cinabrio estaban terminando de rellenar el espacio donde los qar habían cavado, apilando rocas con tanta habilidad que era imposible pasar. Vansen se inquietó. Había olvidado que estaban reparando la brecha. ¿Cómo llegarían a los qar? No por una ruta de superficie: si las confusas noticias que habían llegado a Cavernal y al templo eran veraces, en la superficie el asedio se había convertido en una invasión arrasadora. Antimonio y él no sobrevivirían a un intento de llegar a los qar así.

Tardarían horas en volver a quitar esas piedras, y los caverneros necesitaban dedicar esas horas a mejorar las defensas en otras partes en vez de deshacer o rehacer su trabajo. Ferras Vansen se apoyó en la pared, súbitamente extenuado. ¿Comandante? ¿General? Ni siquiera era apto para su viejo puesto de capitán de la guardia.

El drow echó una ojeada a las reparaciones, y luego miró a Vansen. Dijo algo en su áspero idioma.

—Creo que dice que hay otro modo de llegar a su campamento desde aquí —explicó Antimonio.

—¿Otro modo? ¿Los qar tienen otro modo de entrar en nuestras cavernas? —Miró al hombrecillo barbado—. ¿Y por qué nos revela ese secreto?

—Teme que si regresamos ahora el resto de mi gente pierda la paciencia y lo mate. Dice que el lampiño, es decir Jaspe, hacía… gestos. —Antimonio reprimió una sonrisa—. Dándole a entender que le agradaría retorcerle el cogote… o algo peor.

—Apuesto a que fue así. —Vansen asintió—. Sí, dile que dejaremos que nos guíe.

—Pide algo más. Te ruega que no le digas a la dama Puerco Espín que él te mostró un camino que no conocías. Dice que para él eso significaría un final más terrible que cualquier cosa que el lampiño pudiera imaginar.