31: Un trozo de cordel

31

Un trozo de cordel

Kupilas el artífice, que figura brevemente en las leyendas del Trígono y la Teomaquia, ocupa un papel protagónico en las leyendas de los qar. Algunas historias sugieren que llegó a vencer a los hermanos del Trígono, y eso forma parte de lo que Kyros denomina «la herejía xixiana». En las leyendas qar, Kupilas, al que llaman Torcido, suele ser un personaje trágico.

Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand

Barrick sólo tuvo un instante para desenvainar la espada mientras el primer aullador se le abalanzaba. Salió de la luz oscura como impulsado por el viento, haciendo ondear la túnica, estirando los brazos andrajosos. La espada cortó una tela que parecía una mortaja podrida. El tono de la canción cambió, pero ese arrullo escalofriante no cesó mientras él asestaba una estocada tras otra. No podía herirlo. Su espada no tocaba nada que pareciera un cuerpo. ¿Esos seres solitarios sólo eran túnicas ondeantes? ¿Eran fantasmas?

El miedo le impedía pensar. Al menos los sedosos eran criaturas reales, aunque no supiera de qué estaban hechos. Podía herirlos y quemarlos. Pero no podía herir a los aulladores, y no tenía fuego.

Una y otra vez la criatura acometió y se alejó, y su canción rítmica hacía contrapunto con una melodía más débil. ¿Dónde estaba el segundo aullador? Barrick se giró cuando otra forma ondulante se acercó por detrás. Oyó la voz de Shaso en su cabeza, tan claramente como si lo tuviera al lado: ¡No dejes que te arrinconen! ¡No dejes de moverte!

Mientras eludía este nuevo ataque, desesperado por no quedar atrapado entre dos contrincantes, el primer aullador sacó una especie de fusta, aunque parecía hecha de niebla y telarañas. Barrick retrocedió, pero el látigo le rozó la pantorrilla provocándole un dolor helado.

Los dos aulladores empezaron a andar en círculos, de nuevo tratando de encerrarlo. Barrick era presa de un creciente terror. La segunda criatura también había sacado una fusta, y su canción se elevó de nuevo, esta vez con un apremiante tono de triunfo. ¿De qué estaban hechos? ¿Por qué sólo les veía los ojos, como manchas de sangre sobre sus caras harapientas? Tenían que ser algo más que aire. ¿Qué eran?

Como respondiendo a esta pregunta, un aullador se abalanzó sobre él y su capucha se abrió mostrando una cara de pesadilla, pálida y blanca salvo por unas magulladuras carmesíes alrededor de los ojos rojos y una boca que parecía un agujero, un rostro femenino sin humanidad ni bondad, estirado en una máscara estridente.

Ese momento de horror fue casi fatal: mientras Barrick se quedaba paralizado, la otra criatura le asestó un latigazo en medio de la espalda. El dolor lo sacudió como un rayo y lo tumbó de rodillas. La espada cayó, no supo dónde. El dolor lo había cegado. Mientras buscaba fuerzas para ponerse de pie, el primer atacante se le acercó, alzando su arma. En vez de retroceder hacia su otro enemigo, Barrick se arrojó hacia delante y aferró las piernas del atacante. Allí no había nada, o casi nada. Sintió harapos y humedad y una resistencia crujiente y quebradiza, como ramas heladas. El frío se propagó por los brazos de Barrick y pronto sintió que le penetraba el pecho, congelándole el corazón; apenas logró soltarlo y rodar al lado. Mientras agarraba la espada, las criaturas se lanzaron sobre él, gorjeando como azulejos alborotados, una canción salpicada de chasquidos y murmullos que quizá fueran palabras.

Gritando de asco y miedo, Barrick asestó una estocada tras otra, obligándolos a retroceder hasta que pudo incorporarse, pero tenía las piernas tan débiles que apenas podía tenerse en pie. Se tambaleó, respirando con dificultad, y ni siquiera podía empuñar la espada con firmeza. Era una situación desesperada, pero estaba dispuesto a vender cara su vida.

Cuando las dos criaturas se lanzaron sobre él, con ojos que eran puntos sangrientos y voces inhumanas que chillaban de fría alegría, algo negro cruzó el aire y atacó a una de ellas por la espalda. Por un momento Barrick pensó que era Skurn, pero luego la criatura atacada se enderezó, soltó un grito de dolor o asombro y Barrick vio que pequeñas olas negras le lamían la túnica, llamas negras.

El segundo aullador estaba desconcertado, como si no estuviera acostumbrado a encontrar resistencia. Barrick saltó y lo aferró con ambas manos. A pesar de su aparente fragilidad, su rival forcejeó vigorosamente, pero Barrick logró obligarlo a retroceder para que entrara en contacto con su compañero, que chillaba y agitaba los brazos. Poco después una llamarada de sombra subió por las mangas hasta la capucha.

El primer aullador estaba envuelto en llamas oscuras, y ya no cantaba. Su voz era un alarido discordante, casi inaudible. Las olas de frío que irradiaba eran demasiado dolorosas, así que Barrick se volvió hacia el segundo, y avanzó en el frío, cortando una y otra vez con la espada hasta que la tela se rasgó, y grandes jirones se enredaron con la hoja. Ahora su enemigo también estaba cubierto de llamas negras, y gritaba como si tuviera miedo, hasta que de pronto perdió su forma y se disolvió. Por un momento Barrick aferró varios zarcillos oscuros de algo viscoso como sebo que se derrite, luego la negrura se disolvió en el suelo y desapareció, y sólo sostuvo unos trapos podridos que se desmenuzaban como polvo.

Al volverse, vio que el otro aullador se debatía en un estallido de oscilante oscuridad, y luego se derrumbaba sobre sí mismo con un estruendo y un hervor de chispas heladas y desaparecía, dejando una humeante pila de ropa que se disipó en un último aleteo de sombra. Salvo por el mango calcinado, también la antorcha se había consumido.

Barrick se quedó mirando sin saber lo que había pasado, aturdido y dolorido. Raemon Beck se acercó tímidamente desde las sombras de los árboles.

—Fui a recoger una de las luces oscuras. La arrojé.

Barrick soltó el aliento y se sentó pesadamente.

—Vaya si la arrojaste.

En ese momento habría querido acostarse a dormir, pero parecía improbable que hubieran despachado a dos de los guardianes de la ciudad sin que nadie lo notara. Quizá sólo faltaran unos momentos para que aparecieran más criaturas aborrecibles. Barrick se levantó con un gruñido y condujo al renuente Beck hacia el muro de piedra.

Avanzaron cautelosamente por la maraña, siguiendo el muro hasta encontrar un arco. La puerta yacía destrozada en el suelo, en fragmentos de madera podrida y metal oxidado: nada les cerraba el paso.

Para sorpresa de Barrick, más allá de la puerta sólo había un campo de hierba lleno de malezas, como un terreno alrededor de una casa solariega, aunque este verdor no había conocido los dientes de animales que pacieran por largo tiempo. Estaba alto, salpicado de arbustos silvestres y plagado de enredaderas negras que parecían venas bajo la piel de un hombre. En el extremo del terreno se erguía una pared con otro arco y otra puerta derrumbada.

—Iré primero para ver qué hay allá —dijo Barrick.

Había avanzado unos pasos cuando algo le cogió los tobillos. Maldijo y zafó el pie, pero cuando volvió a bajarlo algo lo aferró de nuevo. La hierba se entrelazaba alrededor de él, y las briznas sondeaban el aire como lenguas de serpiente, envolviéndolo en largos tallos que seguían enroscándose alrededor de sus piernas.

—¡Quédate ahí! —le advirtió a Beck—. ¡La hierba… está viva!

Lanzó tajos desesperados a los tallos, pero la espada de Qu’arus causaba tan poco daño como si fuera de pergamino. Algunos manojos de hierba trataron de aferrarle la mano, como queriendo arrancarle el arma. A sus espaldas oyó los gritos de Beck, pero no entendió lo que decía.

Las briznas de hierba que se le enroscaban en las piernas intentaron derribarlo, contrayéndose como lonchas de cuero seco. Barrick supo que si caía no volvería a levantarse. Aún asestaba mandobles, pero no lograba nada. Algunos manojos se separaban, pero por cada uno que cortaba otros dos lo aferraban.

En el momento de mayor desesperación, se le ocurrió una idea.

Barrick se quitó la capa, la tiró en la hierba y se arrojó encima, cayendo de espaldas. Sintió que las briznas se retorcían como dedos bajo la tela, pero la gruesa lana, bajo el peso de su cuerpo, les impedía tocarlo. Con esta protección, empezó a cortar la hierba que le aferraba los pies. Tras un duro trabajo logró liberarse. Se quedó jadeando como un náufrago, y su capa era una balsa en un mar verde y furibundo. Cuando recobró sus fuerzas, comenzó a arrastrarse como una oruga por el terreno. Llevaba la capa consigo, protegiéndose con ella de esa hierba depredadora. Cuando llegó al otro extremo y subió al arco, echó una ojeada para cerciorarse de que no hubiera otra amenaza, luego se volvió y le arrojó la capa enrollada a Beck. Conociendo esta treta, Beck tardó menos tiempo que Barrick en cruzar la extensión de hierba.

Al fin se acurrucaron lado a lado en la hierba, mirando el próximo patio. Estaba cubierto de niebla, pero cuando Barrick miró con mayor atención vio que la niebla flotaba sobre una extensión de agua que llenaba el patio, tal como el otro estaba lleno de hierba.

—No intentarás cruzarlo a pie, ¿verdad, mi señor? —preguntó Beck.

Barrick negó con la cabeza.

—No sé qué más podemos hacer. Pero ya te he dicho que no tienes que venir.

—¿Qué, volver atrás? —gruñó el otro—. ¿Después de ayudar a matar a dos solitarios?

—Ah, sí. Eso fue astuto —dijo Barrick, echándose la capa sobre los hombros—. Quemarlos con su antorcha de luz oscura.

—No hubo ninguna astucia. Busqué algo con que pelear. La luz oscura fue lo primero que vi.

Por un instante Barrick sintió cierta estima por ese hombre, una especie de parentesco, pero no podía permitirse esa debilidad. Se volvió para examinar la piscina.

La niebla ondeaba sobre el agua, pero ahora veía que ocultaba una hilera de piedras antiguas y rajadas que se elevaban sobre la superficie y conducían a otro arco. Era obvio que formaban un camino, pero no creía que el cruce fuera tan fácil como parecía. Pisó la primera piedra y esperó un momento con ansiedad. Como no pasó nada, pisó la siguiente, empuñando la espada, escrutando el agua en busca del monstruo que podía atacarlo desde esas aguas engañosamente plácidas. No emergió ninguna amenaza, así que Barrick volvió a avanzar, y Raemon Beck lo siguió lentamente.

Sólo al llegar a la mitad, con la esperanza de que la piscina no estuviera habitada, Barrick empezó a sentir una debilidad en la parte inferior del cuerpo, como si sus piernas fueran sacos de grano y les hubieran abierto un agujero. Al mirar abajo, notó que la niebla se había espesado alrededor de sus tobillos y pantorrillas, y que zarcillos brumosos se movían de un modo que no tenía nada que ver con las corrientes de aire. La sensación de debilidad se propagaba, y creyó ver formas en la niebla, rostros grotescos y dedos amenazadores. Sentía frío donde lo tocaba la niebla. Dio otro paso, pero las piernas se le habían aflojado tanto que se tambaleó. Miró con desesperación a Beck, que afrontaba un ataque similar.

—¡Duele! —gimió Beck—. ¡Frío!

—¡No te caigas! —Barrick intentaba conservar el equilibrio. Si caía al agua, no volvería a salir; esos rostros de bruma le sorberían las fuerzas.

Nos están desangrando, como sanguijuelas…

El frío se extendía sobre su piel. La ropa no lo protegía de esos devoradores de calor, como si fuera presa de escalofríos de fiebre, sólo que éstos lo atacaban desde fuera, abriéndose paso…

Más calientes por dentro, pensó confusamente. Todos somos más calientes por dentro. Ellos quieren calor…

Era una idea descabellada, pero sólo contaba con unos instantes para actuar. Alzó la mano izquierda y abrió un tajo con la espada de Qu’arus. Apenas sintió el corte, como si hubiera sumergido el brazo en nieve, pero brotó sangre de la palma y empezó a gotear por la muñeca. Barrick extendió el brazo, tratando de mantenerse erguido, y dejó caer la sangre en el agua.

La niebla empezó a arremolinarse con celeridad, rodeando el lugar donde su sangre se esparcía en el agua. La niebla se espesó, y luego cobró un matiz rosado, como nubes bajas refractando el alba inminente.

—¡Muévete! —exclamó Barrick, pero su voz estaba tan débil que temió que Beck no le oyera. Dejó caer más sangre y dio un paso tambaleante hacia la próxima piedra. La niebla se arremolinó en torno a la sangre antes de seguirlo de nuevo. Barrick tiró más sangre, pero su palma ya sangraba menos. Se abrió un corte en otro lugar y dejó caer las gotas en el agua. La niebla que se aferraba a las piernas de Raemon Beck se diluyó mientras se deslizaba hacia el lugar donde caía la sangre. Beck dio el primer paso como un hombre hundido en el fango, pero el segundo le resultó un poco más fácil; pronto ambos avanzaban por las piedras hacia el extremo del terreno.

Cuando se desplomaron en el arco, jadeando y temblando, Barrick se había hecho otros tres cortes en el brazo. Tenía estrías y manchas rojas en el brazo y la mano, y los pocos fragmentos de piel limpia resaltaban como ojos en un bosque oscuro.

Cuando Beck recobró el aliento, se arrancó la punta de las mangas harapientas para vendar las heridas de Barrick. No eran vendas muy limpias, pero contuvieron la sangre.

Barrick miró consternadamente el terreno siguiente. Éste parecía más inocuo que los demás, un patio de piedra lisa en cuyo extremo una escalera conducía a una puerta cerrada, pero no se dejó engañar.

—¿Qué crees que nos espera esta vez? —preguntó con amargura—, ¿Un nido de áspides?

—Lo derrotarás, mi señor, sea lo que fuere. —Barrick lo miró sorprendido. ¿Eran palabras de admiración? ¿Alguien admiraba al mísero tullido, Barrick Eddon? ¿O los terrores de ese día habían deteriorado la mente de ese hombre?

—No quiero derrotarlo. —Barrick vio que Skurn volaba en círculos en lo alto, lejos de la hierba hechizada y la niebla bebedora de sangre. Al menos uno de ellos tenía cierta sensatez—. Quiero que alguien venga con un ariete y lo derribe. Estoy harto de todo esto.

Raemon Beck sacudió la cabeza.

—Debes seguir adelante. Más aulladores vendrán a vengar a sus hermanas y no los sorprenderemos de la misma manera.

—¿Hermanas? —Sintió náuseas—. ¿De veras son mujeres?

—No mujeres humanas —dijo Beck—. Demonios femeninos, quizá.

—Adelante, pues, como bien dices. —Barrick sabía que esto era inevitable: no podía retroceder, así como no podía retroceder en la vida para reparar los errores que había cometido. Se levantó con un gruñido. El entumecimiento provocado por la mordedura de la niebla se había disipado, y ahora le dolía todo el cuerpo. ¿Qué pensaría el pueblo de Marca Sur de su mísero príncipe si lo viera ahora?

Heme aquí, se dijo, príncipe de nada. Sin súbditos ni soldados ni familia ni amigos.

Skurn bajó del cielo y se posó en las piedras del otro lado del arco. Mientras el cuervo se paseaba a poca distancia, Barrick temía que algo surgiera de las piedras y estrangulara al pájaro negro, pero o bien el peligro que acechaba no se interesaba en los cuervos o bien era algo más sutil.

—¿Ahora estás contento? —preguntó Skurn—. Es lo que nos preguntábamos.

—Cierra ese sucio pico, pajarraco. Tenía que venir a esta ciudad nefasta. Y ahora tengo que hacer esto. Nadie te obligó a acompañarme.

—Claro, nos echaste. Lo único que hicimos fue prevenirte. Así nos pagas.

—Mira, en vez de protestar como una vieja, dime si has visto algo. ¿Qué hay más allá de este patio?

—Nada —respondió el cuervo.

—¿De veras? ¿Y qué hay al otro lado de aquella puerta?

Skurn escrutó el antiguo portal de madera, que no tenía ninguna marca salvo una trozo de metal corroído en el medio, tal vez una manija.

—¿Al otro lado? No hay otro lado.

—¿De qué hablas? —Barrick empezó a impacientarse—. Cuando crucemos ese patio y abramos esa puerta, tiene que haber algo del otro lado… ¿Un edificio? ¿Otro patio? ¿Qué?

—Nada. ¡Ya te lo hemos dicho! —El cuervo agitó las plumas con irritación—. Ni siquiera otra puerta. Al otro lado está el exterior de aquel gran muro. Luego árboles y cosas. Lo mismo que en el frente. Nada más.

Un interrogatorio intenso reveló que lo que parecía un malentendido era la verdad: según Skurn, que había sobrevolado el lugar varias veces, no había nada al otro lado de ese último muro con su puerta, y en el exterior no había indicios de que la puerta existiera siquiera. Era un truco complejo. Barrick se desplomó en el arco, derrotado, pero Raemon Beck le tiró del brazo.

—No desesperes, alteza. Casi hemos llegado al final. —Su ropa de harapos ahora estaba tan raída y sucia como la ropa de Barrick. Hacía meses que se ponía lo mismo. Barrick se preguntó cómo lo vería otra persona, cómo olería.

Príncipe de nada, volvió a pensar, y se echó a reír. Se rio tanto que por un largo momento sólo pudo quedarse sentado y encorvado, jadeando.

—Alteza, ¿estás herido? —Beck volvió a tirarle del brazo—. ¿Estás enfermo?

Barrick negó con la cabeza.

—Ayúdame a levantarme —dijo al fin, tratando de recobrar el aliento. Ni siquiera sabía de qué se reía—. Tienes razón. Casi hemos llegado al final. —Era sólo que él había pensado que el final sería diferente.

Barrick se puso de pie y no se detuvo (¿para qué esperar más?), sino que salió del arco y caminó por las rajadas losas de piedra del patio desierto. Procuró erguir la cabeza y avanzar gallardamente, aunque sabía que en cualquier momento algo saldría desde abajo o caería desde el cielo. Pero, para su asombro, ninguna mano intentó aferrarlo, ninguna amenaza saltó de las sombras. Beck y él marcharon lenta pero seguramente por el patio hasta llegar a la escalinata, frente a la puerta gris y su tosca manija de metal.

Skurn se posó en el hombro de Barrick, clavando las garras con nerviosismo, y Barrick se movió incómodo. Tendió la mano hacia la puerta, pensando que en cualquier momento algo intentaría detenerlo (un ruido, un movimiento súbito, un dolor lacerante), pero no hubo nada de eso. Aferró la oxidada manija de metal, pero cuando tiró la puerta no se movió, ni siquiera tembló. Era como si formara parte de la pared.

Barrick cogió la manija con ambas manos y tiró con más fuerza, sin prestar atención al dolor de su palma vendada, pero la puerta parecía tan inamovible como una montaña. Apoyó el pie en el escalón superior y se inclinó hacia atrás, valiéndose de las piernas y los brazos, pero era como tratar de echarse el mundo entero sobre los hombros. Raemon Beck rodeó la cintura de Barrick con los brazos y sumó su peso y su fuerza, pero no lograron nada.

—¿Pensaste en empujar la puerta en vez de tirar? —sugirió Skurn.

Barrick lo miró con mala cara, subió al umbral y empujó con todas sus fuerzas. La puerta no cedió.

—¿Ahora estás contento? —le preguntó al pájaro. Dio la espalda a la puerta y bajó al umbral para contemplar el sombrío crepúsculo en ese sitio donde no brillaban luces oscuras.

—Empujaste con fuerza, ¿verdad? —dijo Skurn.

—Prueba tú si no me crees —protestó Barrick.

—No tenemos manos, ¿ves? —dijo el cuervo con voz gutural.

Las palabras del cuervo despertaron un recuerdo. Manos. Barrick apoyó la cabeza en la puerta, que parecía sólida como un acantilado de granito, y cerró los ojos, pero el recuerdo se le escapaba. Estaba tan fatigado que el mundo oscilaba alrededor de él, y abrió los ojos. Nunca había estado tan cansado en su vida…

—Manos —dijo de golpe—. Había algo sobre las manos.

—¿Qué? —preguntó Raemon Beck, pero el mercader parecía haber perdido las esperanzas. Barrick sospechó que veía a un ejercito de aulladores dirigiéndose hacia ellos por la hierba y la piscina…

—Escucha —dijo Barrick—. Los durmientes me dijeron algo sobre este lugar, el Portal de Torcido, si es que aquí estamos. Dijo que ninguna mano mortal podía abrir la puerta.

Beck no parecía haberle oído.

—Tenemos que hacer algo, mi señor. ¡Pronto llegarán más solitarios!

Barrick rio con amargura. ¿De qué le servía ese conocimiento, aunque fuera correcto? Aquí todos eran mortales, hasta Skurn. Si le hubieran dicho que «ninguna mano humana» podía abrirla, quizá el cuervo habría podido abrir la puerta con el pico. Barrick resopló. Quizá debieran pedir ayuda a los aulladores …

—Espera. Ninguna mano mortal, dijeron. —Hurgó en su camisa, sacó el espejo de Gyir y se lo quitó del cuello. Al sentir el peso del espejo en la mano, tuvo la sensación de sostener una cosa viviente, pero no había tiempo para esos pensamientos. Se le acababa de ocurrir una idea que no se relacionaba con el espejo sino con el cordel del que colgaba.

El abatido Raemon Beck alzó la vista.

—¿Qué es eso?

—No digas nada. —Barrick pasó el cordel sobre la manija de la puerta, aferrando ambos lados del morral que contenía el espejo. Luego tiró. Nada.

Skurn se elevó en el aire y revoloteó sobre la cabeza de Barrick.

—Esas cosas grises. Veo más junto al río, y vienen hacia aquí —anunció—. ¡Rápido, por favor!

Barrick sintió un cosquilleo en los dedos. Poco después, un destello de luz recorrió el trozo de cordel, tan tenue que sólo era visible gracias a las sombras del portal. Sin pensarlo, torció las manos, una sobre la otra, y tironeó. La puerta se abrió hacia fuera con un murmullo profundo y un chillido casi inaudible, como si los goznes se liberasen del óxido de siglos. Barrick tuvo que retroceder mientras la puerta se abría, y Raemon Beck casi rodó por los escalones para eludirla. Skurn aleteó, revoloteando ante la entrada, pero luego giró en el aire y desapareció en la negrura que había más allá de las jambas, como si un gran viento lo hubiera apresado y atraído.

—¡Oye, pájaro! —Barrick tendió la mano hacia ese vacío, pero se contuvo antes de meter los dedos. Era más que sombra, era la nada misma, como el abismo negro que se había tragado al capitán Vansen.

Sintió un viento que le tiraba del pelo, de la ropa…

—Mi señor, me temo… —atinó a decir Raemon Beck, luego todo pareció ladearse y ambos se cayeron del mundo. Barrick no podía gritar, no podía llorar, no podía pensar, no podía hacer nada salvo rodar en la negrura, esa fría nada que parecía interminable…

* * *

Sólo había vacío, sin sonido ni luz ni dirección ni sentido. Hasta el tiempo había abandonado ese vacío, si alguna vez había entrado allí. Aguardó mil años para respirar, y otros mil para que palpitara su corazón. Estaba vivo pero no vivía. Estaba en ninguna parte, para siempre.

Pasó una eternidad. Se había olvidado de todo. Había olvidado su nombre, había perdido sus recuerdos, y todo propósito se había desvanecido mucho antes. Flotaba en el Intersticio como una hoja muerta en un río, sin voluntad ni interés, dejándose arrastrar. Quizá el vacío fuera torrentoso como una catarata, pero como él estaba en su interior no sentía nada. Era un grano de arena en una playa desierta. Era una estrella muerta y fría en los confines del firmamento. Apenas podía pensar. Era… era…

¿Barrick? Barrick, ¿dónde estás?

El sonido cayó sobre sus pensamientos, demoledor en su complejidad. No significaba nada para él, sólo terrones de ruido intermitente, instrumentos de intencionalidad que no significaban nada para una hoja, un guijarro, una chispa fría cuya luz se había extinguido. Aun así, tironeaba de él, lo despertaba. ¿Qué significaba?

Barrick, ¿adonde has ido? ¿Por qué no me hablas? ¿Por qué me has dejado sola?

Entonces pensó en algo, o lo sintió, una mota brillante bailando ante sus ojos, un fragmento de luz, un borrón de fuego. El brillo dio forma al vacío y también le dio un rumbo, arriba y abajo, atrás y adelante… La luz brotaba de una imagen menuda y esbelta de ojos oscuros y pelo más oscuro, un pelo casi tan negro como el vacío salvo por una estría reluciente, la mancha brillante que le había llamado la atención en esa interminable nulidad. Era una muchacha.

Barrick, te necesito. ¿Adonde te has ido?

Empezó a recordar, confusa y fragmentariamente, y por un momento la muchacha de pelo negro parecía ser su hermana, o quizá su prometida.

¿Qinnitan? Trató de llamarla con todas sus fuerzas. ¡Qinnitan!

Me siento tan sola, exclamó ella. ¿Por qué no vienes a mí? ¿Por qué me has abandonado?

¡Estoy aquí! Pero aunque parecía estar junto a ella, no lograba que ella le oyera. ¡Estoy aquí, Qinnitan! Era como si ella estuviera al otro lado de una ventana deformante. Estaban solos y juntos en el vacío, pero no podían tocarse, no podían comunicarse…

¿Por qué?, exclamó ella. ¿Por qué me has abandonado…?

Loados sean los ancestros. Otra voz, otro pensamiento, irrumpió en el vacío. He buscado y buscado. Creí que estabas perdido en el Gran Intersticio.

Era evidente que Qinnitan no percibía esta presencia, así como no oía ni veía a Barrick. Su voz se debilitaba.

Oh, Barrick, ¿por qué?

Ven, dijo la nueva voz, una voz masculina. La había oído antes. Te ayudaré, niño, pero tú debes cruzar la brecha. Es tarde… Debes atravesar directamente un tiempo oscuro… Entonces vio una silueta enorme de cuatro patas, y su cabeza era una maraña de ramas, como un árbol.

No, comprendió, era una cornamenta: lo que estaba delante de él en la interminable oscuridad, con su helado resplandor de estrella distante, que casi le impedía ver a Qinnitan, era un gran venado blanco.

Sígueme, dijo. Las palabras parecían resplandecer con luz propia. Sígueme… ¿O acaso te has enamorado de la nada? Algo pareció aferrarlo, un relámpago blanco que lo liberó del vacío y lo alejó de la muchacha de pelo oscuro.

¡No! Se resistió, pero no pudo contra esa fuerza. ¡No! ¡Qinnitan, estoy aquí, estoy aquí!

Pero ella no le oía, y él no podía luchar contra esa fuerza nueva. Poco después ella se escabulló, perdiéndose en la oscuridad como si se hundiera en un estanque fangoso, hasta ser sólo una chispa en la gran negrura. Barrick se sentía como si le hubieran arrancado el corazón y lo hubieran arrojado al vacío.

Empezó a girar entre alternancias de frío y calor y centelleos que le provocaban dolor y náuseas pero no lograban dispersar la oscuridad. Caía, volaba… Los centelleos se aceleraron, las pulsaciones de luz fueron más frecuentes. Pronto hubo sonido: siseos, gruñidos y rugidos, como si el mundo de la vida y el movimiento se estrellara sobre él como olas del mar y luego se retirase con igual rapidez.

¡Quiero regresar! Pero la fuerza que lo había alejado de la muchacha de pelo oscuro ya no le hablaba, o al menos Barrick ya no oía su voz.

Qinnitan, lo lamento…

Y luego la luz y el sonido estallaron como un río desbordante, una inundación de sensaciones que martilleó su mente hasta que ya no pudo pensar, sólo absorber. Lo rodeaba la locura.

Rostros grandes como montañas, rostros que eran montañas, vomitando aludes, y rostros como nubarrones escupiendo rayos. Hombres que eran tormentas y mujeres que eran columnas de fuego. Sombras montando caballos que pisoteaban altos árboles con sus cascos. La tierra desgarrada y revuelta, surcada por nuevos valles y montañas, el cielo ardiendo con luz blanca o restallando y crepitando mientras se llenaba de estrellas fugaces. Barrick sólo podía ovillarse y gimotear mientras todo se abalanzaba sobre él.

Era una guerra entre los dioses, una guerra de gigantes y monstruos, la guerra más alocada y extraña que jamás se había visto. Los guerreros se transformaban en animales, en vientos arremolinados o telones de llamas mientras luchaban ante las murallas de una ciudad estrafalaria, un amontonamiento de altas y afiladas torres cristalinas que eran imponentes pero temblaban como si el cielo se derrumbara sobre ellas. En un momento la ciudad parecía más alta que una montaña, al siguiente era más pequeña que los combatientes, tanto los sitiadores como los sitiados.

Se libraba una batalla. Llovían miles de pájaros del cielo, atacando a una mujer que parecía hecha de agua, que creció hasta ser una fuente más alta que las negras torres. Estallidos de luz cegadora revelaban ejércitos de soldados esqueléticos que volvían a ser invisibles cuando la luz se extinguía. Volaban piedras como hojas empujadas por el viento, una serpiente hecha de rayos estrujaba la cima de una montaña y la arrojaba contra una muralla. El agujero pronto era reparado por un enjambre de insectos de metal, que exhalaban vapor por sus fisuras y articulaciones.

En el centro de todo, tres gigantes miraban las puertas, borrosos en el resplandor salvo por el brillo estelar y helado de sus ojos. Uno empuñaba un gran martillo forjado con un metal gris y mate, y los otros empuñaban lanzas, una de doble punta, verde como el mar, la otra negra como un agujero en el suelo.

Barrick conocía a esos tres, aunque le aterraba admitirlo.

El gigante del medio alzó el martillo y una tormenta de sombras brillantes arremetió contra las murallas del gran castillo, formas feroces y cambiantes cuyo resplandor combinado era tan grande que Barrick apenas distinguía lo que estaba ocurriendo. Por un instante pareció que la ciudad, a pesar de su tamaño y magnificencia, se incineraría como un bosque seco en una tormenta. Luego una luz aún más brillante ardió como el sol del amanecer y los atacantes se desbandaron y retrocedieron.

Sólo dos formas avanzaron desde la ciudad sitiada, pero ahuyentaron a los atacantes. Una era una gran esfera de cegadora luz ambarina, la otra un fulgor helado y azulado que permanecía visible a pesar del brillo de la otra. Dentro de estas dos potentes luces se veía el contorno de dos jinetes que montaban con orgullo sus monturas, empuñando espadas; era imposible saber si el fulgor procedía de los jinetes, de sus espadas o de sus armaduras, pero el ejército atacante se desperdigó al afrontar ese doble resplandor.

El rugido se acrecentó en los oídos de Barrick, y su cráneo retumbó y reverberó como si una tormenta bramara dentro. La luz lo deslumbraba. Los tres gigantes de la colina espolearon a sus monturas, bajando por la cuesta, y los cascos de sus monstruosos caballos ni siquiera tocaban el suelo. Enarbolaron sus armas y el cielo pareció agrietarse para arrojar una lluvia de interminable oscuridad.

De golpe todos desaparecieron: las mujeres de fuego, los hombres de aire, las bellas figuras con su terrible furor, el combate y los combatientes se desvanecieron en un instante. Sólo quedaba el castillo. Las brillantes torres estaban derrumbadas como árboles después de una tormenta invernal, rotas y desperdigadas, y los fragmentos relucían en las lodosas cenizas como gotas de oro derretido en el suelo de una forja.

Barrick sólo había visto la descabellada belleza que precedía a estas ruinas por un instante, pero mientras presenciaba la destrucción lamentó lo que se había perdido con cada nervio de su ser.

Y de pronto empezó a caer. Las ruinas del castillo cambiaban mientras él se precipitaba hacia ellas: lo que había sido oro refulgente, verdor azulado o blanco cremoso estaba ennegrecido y retorcido, y lo que había sido traslúcido se llenó de sombras. El maravilloso castillo ya no era un nido de araña reluciente como lluvia sino una telaraña polvorienta y abandonada. La belleza se había desvanecido, pero de un modo extraño aún permanecía.

Era igual, era diferente. Y Barrick caía hacia ella como viento bajando por un pozo.

* * *

Sólo tuvo un instante para comprender que yacía de bruces en un suelo de piedras negras, chatas, bruñidas y cuidadosamente entrelazadas. Oyó chasquidos, susurro de pisadas.

Abrió los ojos y se encontró con una pesadilla. Los rostros que lo observaban eran bestiales, con ojos desorbitados e idiotas y bocas con colmillos. Sólo la forma de la cabeza era vagamente humana. Eso era lo peor.

—Ah —dijo a sus espaldas una voz fría y desconocida—. Muy bien, queridos míos. Hemos pillado a un intruso.