30
Luz al pie de la escalera
Kyros, monje soteriano y erudito, estaba convencido de que los qar no eran criaturas de carne y hueso sino las almas irredentas de los hombres mortales que habían vivido antes de la fundación de la iglesia del Trígono. Phayallos disiente con él, y declara que las hadas «son criaturas vivientes, aunque a menudo monstruosas».
Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand
Hasta el cielo parecía peligroso, pero la gente volvía a congregarse en la pequeña plaza frente a la sala del trono, instalando puestos, regateando por un objeto que alguien había descubierto en su sótano o la magra pesca de la Laguna Este, que no estaba vigilada. Como todos los demás, Matt Tinwright miraba temerosamente por encima del hombro, pero aunque los negros troncos del puente de espinas aún se curvaban sobre las murallas externas del castillo, sumiendo la plaza en la oscuridad con sus inmensas y erizadas sombras, los crepusculares habían abandonado la fortaleza externa.
Pero Tinwright no creía que la hubieran abandonado para siempre: desde las murallas aún se los veía a través del humo y la niebla, trajinando en su campamento de tierra firme como si la masacre de los últimos días no hubiera pasado.
Nadie confiaba en esa súbita paz porque la retirada no tenía sentido. Los invasores habían rebasado las murallas, un enjambre de horrores que parecían demonios salidos de un fresco del templo; a pesar de los esfuerzos de Avin Brone, Durstin Crowel y Hendon Tolly, los crepusculares habían expulsado a los humanos de la fortaleza externa. Habían incendiado gran parte de la plaza del Mercado y el templo del Trígono, y había partes del vecindario que estaba al sudoeste de la puerta que aún humeaban. Las calles de la fortaleza interna ahora estaban abarrotadas de refugiados. Los que no tenían hogar se habían acurrucado contra las murallas en tiendas confeccionadas con retazos, había heridos sin curar por todas partes, y era como si una inundación hubiera irrumpido por la Puerta del Cuervo para estrellarse contra la sala del trono, desperdigando restos flotantes por doquier. Esa mañana Tinwright había visto espectáculos que lo desvelarían durante años: niños que lloraban lastimeramente, ennegrecidos por quemaduras, familias enteras enfermas o muertas de hambre, amontonadas frente a casas destruidas, sin acceso al abrigo y la asistencia que estaban a pocos metros.
Pero ayer, después de toda esa destrucción, después de provocar tanto horror, los crepusculares habían interrumpido el asedio de la fortaleza interna como si hubieran oído una llamada silenciosa y habían iniciado un ordenado repliegue. No se llevaron nada, ni prisioneros ni oro (hombres de Hendon Tolly custodiaban ahora el arruinado templo del Trígono para contener a los saqueadores), y desaparecieron en la niebla como si el asedio sólo hubiera sido una pesadilla cruel.
Por la razón que fuere, Matt Tinwright y sus conciudadanos gozaban de una tregua, y no podía desaprovecharla preguntándose cuáles eran los incomprensibles motivos de los crepusculares. Ahora se podía decir que debía mantener a una familia: Elan y su madre se alojaban con la sobrina de Acertijo en Camposanto, un vecindario relativamente tranquilo en la parte sudoeste de la fortaleza, pero las despensas estaban vacías y, en una casa de mujeres, la tarea de ir a buscar comida a la ciudad había recaído en Tinwright. Él no quería encargarse de las compras, pero las angostas calles de Camposanto estaban tan abarrotadas de refugiados que le daba miedo mandar a las mujeres. Además temía que su madre, siempre con sus monsergas beatas, dijera algo en público que revelara quién era la muchacha que él estaba cuidando.
Así, como de costumbre, se había quedado con dos malas alternativas: enviar a su madre en busca de comida o ir él mismo. Había elegido la que consideró menos peligrosa.
Era extraño, pensó Tinwright mientras se abría paso entre las inquietas muchedumbres, pisar a los desamparados y tratar de endurecer el corazón para no escuchar las súplicas de los heridos o las madres con hijos famélicos. Los soldados que un día antes luchaban en las murallas contra criaturas legendarias ahora tenían que interrumpir riñas entre los hambrientos ciudadanos de Marca Sur. Vio a dos hombres que peleaban en el lodo por un raquítico calabacín que alguien había cultivado en su maceta. Por un momento pensó en componer un poema, muy alejado de los asuntos habituales, pero últimamente Matt Tinwright servía a tantos amos que no tenía tiempo de pensar, y mucho menos de escribir. Aun así, era una idea interesante, un poema sobre gente que peleaba por una hortaliza. Ciertamente decía más sobre la época que le tocaba vivir que un poema cortesano sobre el niveo cuello de una doncella.
* * *
Regresaba de la plaza del Mercado con un pan mohoso dentro de la capa, junto a una pequeña cebolla y su hallazgo más emocionante, un trozo de anguila seca por la que había pagado casi todo su dinero. Los guisos de anguila de su madre eran uno de los pocos recuerdos felices de su infancia. Anamesiya Tinwright sólo compraba anguilas en los días en que los botes regresaban con muchas y los precios eran bajos, así que esa comida había sido un manjar para Matt y su padre. Se les hacía agua la boca e iban a la mesa temprano, tras lavarse las manos y la cara.
Veré si encuentro algunas vainas de pimienta marashi en esta ciudad arruinada, pensaba, cuando se topó con Okros, el médico real, que acababa de salir de una pollería.
—Buenos días, milord —dijo Tinwright, súbitamente alarmado. ¿Él sabe que lo conozco? ¿Alguna vez hemos hablado, o sólo me limité a espiarlo?
Okros parecía más sobresaltado que el poeta. Tenía algo bajo la capa, y pronto fue evidente que era algo vivo. Mientras intentaba pasar de largo, un ojo desesperado y un pico amarillo se asomaron a la altura del cuello. Era un gallo, y bastante bonito a juzgar por su breve aparición, con cresta roja y plumas negras y lustrosas.
Okros echó un breve vistazo a Tinwright, como si le doliera mirar a alguien a los ojos.
—Sí, sí, buenos días —dijo. Poco después se perdió de vista, regresando hacia el castillo como si poseer un gallo fuera un delito contra el trono.
Quizá tema que lo atraquen, pensó Tinwright. Algunas personas matarían por una comida menor que ésa. Pero la situación era rara. Sin duda había más aves en la residencia del castillo que en las ruinas de la fortaleza externa. ¿Y por qué el médico era tan sigiloso?
Mientras regresaba a la fortaleza interna, Tinwright tuvo un vago recuerdo relacionado con un libro que había leído, un libro de su padre…
El amor por la lectura era el único regalo que le había hecho el viejo, pensaba a veces, pero era un buen regalo: una interminable provisión de libros, la mayoría tomados en préstamo (o quizá robados, pensó Tinwright) en las casas donde Kearn Tinwright había sido tutor: Clemon, Phelsas, todos los clásicos, así como obras más livianas, como la poesía de Vanderin Uegenios y las obras de los maestros hierosolanos y sianeses. La lectura de Vanderin había inspirado al joven Matt con visiones de la vida cortesana, una carrera en que era admirado por finas damas y recompensado en oro por finos caballeros. Era extraño que al fin viviera esa vida pero fuera tan desdichado…
Ese vago recuerdo se aclaró de repente; unos versos de Meno Strivolis, el gran poeta sianés de dos siglos atrás:
Ella tomó el gallo negro,
lo apoyó en la piedra, sacó el afilado cuchillo,
esparció el vino salado que bebe Kemios…
Eso era todo, sólo un fragmento de Meno sobre Vais, la nefasta reina bruja de Kracia, unos versos que hablaban de un gallo negro como el que ocultaba el médico. Eso era todo, pero era raro que Okros hubiera ido tan lejos en busca de un ave de corral. Sin duda en el gallinero de la residencia había aves mejores y más gordas…
Pero quizá no fueran de ese color, pensó Tinwright. Recordó otros versos del poema:
La sangre siempre llama a los Elevados,
que acuden desde sus cimas y sombras ocultas,
desde sus bosques profundos y sus bastiones marinos,
y la sangre los compromete, y así es posible
pedir que concedan
un regalo, o un hechizo contra el mal…
El temor que había sentido al cruzarse con Okros se triplicó, y por un momento no pudo caminar en línea recta y tuvo que detenerse en medio de la angosta calle. La gente que pasaba lo empujaba y lo insultaba, pero él ni la oía.
Y ella derramó la sangre del gallo
y rogó al antiguo Señor de la Tierra que le diera
poder mortífero sobre sus enemigos…
¿Sería ése el motivo? ¿Okros había abandonado el refugio de la residencia porque necesitaba un gallo del color adecuado para un ritual? ¿Se relacionaría con el espejo que tanto interesaba a Brone?
Lleno de temor y confusión, pero también presa de una emoción febril, Matt Tinwright regresó deprisa por la atestada y ruidosa fortaleza interna.
Su madre se enfadó, como era de esperar.
—¿Cómo que quieres salir de nuevo? ¡Necesito leña para el fuego! Vienes aquí con tus ínfulas de gran señor, pidiendo guiso de anguila, exigiendo que yo me deslome cocinando. ¿En qué fechoría estás metido?
—Gracias, madre, y buenos días a ti también. Pero aún no pienso salir. —Agachó la cabeza para subir por la angosta escalera sin romperse la crisma.
Elan estaba sentada en la gran cama que compartía con las sobrinas nietas de Acertijo, trabajando en un bordado. Se alegró de verla más fuerte, pero todavía tenía ese aire desencajado que esperaba ver disipado para siempre.
—Milady, ¿estáis sola?
Ella sonrió agriamente.
—Como ves. Las muchachas están visitando a los vecinos, tratando de conseguir una manta… Recordarás que la madre de ellas y la tuya ahora duermen en el diván de abajo.
Lo recordaba. Las riñas de susurros de las dos ancianas apiñadas en el diván angosto como dos esqueletos malhumorados en un solo ataúd eran el motivo de que hubiera vuelto a dormir con Acertijo en la atestada residencia real, aunque fuera insatisfactorio.
—Vi al hermano Okros en el mercado. ¿Sabes algo sobre él?
Elan lo miró extrañamente.
—¿A qué te refieres? Sé que es el médico de Hendon. Sé que tiene ideas extravagantes…
—¿Sobre qué?
—Sobre los dioses, creo. Nunca le presté mucha atención cuando compartía la mesa con nosotros. Peroraba sobre la alquimia y los sagrados oráculos. Algunos comentarios me parecían blasfemos… —Curvó el labio—. Pero la blasfemia nunca molestó a Hendon.
—¿Alguna vez oíste decir si se dedica a la magia?
—No —respondió Elan—, pero ya te digo que apenas le conozco. Él y Hendon se quedaban hablando hasta horas tardías, como si Okron estuviera trabajando en algo importante y urgente. Una vez Hendon hizo apalear a un hombre por interrumpirlo durante la siesta de la tarde, pero nunca perdió la paciencia con Okros.
—¿De qué hablaban?
Elan adoptó una expresión penosa, y Tinwright comprendió que la hacía pensar en cosas que ella no quería recordar.
—No me acuerdo —dijo ella al fin—. Nunca hablaban mucho tiempo frente a mí. Hendon se lo llevaba a otra parte de la residencia. Pero una vez oí que el médico decía… No recuerdo bien, pero era muy extraño. Ah, sí, le dijo a Hendon: «El consejo ha comenzado a cambiar… Ahora dice otra verdad». No pude entenderle.
Tinwright frunció el ceño reflexivamente.
—¿No habrá dicho «reflejo» en vez de «consejo»?
Elan se encogió de hombros. Él vio su expresión sombría y lamentó haberla sometido a esto.
—Quizá —murmuró ella—. Yo no podía oírles bien.
El reflejo ha comenzado a cambiar, pensó él. Ahora dice otra verdad. Tenía cierto sentido perturbador, si estaban hablando del espejo que había mencionado Brone. Y Elan había mencionado a los dioses. El poema de Meno hablaba de una reina despiadada que sacrificaba un gallo negro a Kernios para maldecir a sus enemigos. ¿Era eso lo que planeaba Okros? No sería un sacrificio común, sino una especie de brujería.
Tenía que contárselo a Avin Brone. Luego, con su deber cumplido, Matt Tinwright podría regresar a este piojoso hogar y disfrutar de un merecido guiso de anguila.
* * *
Brone le hizo una señal a un joven con acné que estaba apoyado en un tapiz deshilachado, cortándose las uñas con un cuchillo reluciente. Quizá fuera un pariente del conde, oriundo de Finisterra, pensó Tinwright.
—Tráeme vino, muchacho. —Volvió a prestar atención a Tinwright—. Muy bien. He aquí unos cobres por tu nueva información, poeta. Ahora vuelve a encontrar a Okros. Es probable que a estas horas esté en el herbolario, sobre todo cuando hay tantos heridos que necesitan medicina. Síguelo dondequiera que vaya, pero no te dejes ver.
Matt Tinwright se quedó boquiabierto.
—¿Qué? —dijo al fin, pronunciando la palabra con esfuerzo—. ¿Qué?
—No pongas esa cara, pedazo de imbécil —rezongó Brone—. Ya me oíste. ¡Síguelo! ¡Averigua qué se propone! ¡Fíjate si te conduce al espejo!
—¿Estáis loco? ¡Es un brujo! ¡Se dispone a obrar un hechizo, o a invocar demonios! Si tanto queréis seguirlo, hacedlo vos mismo, o mandad a ese joven con granos.
Brone se inclinó sobre el escritorio, y su vientre se expandió hasta casi volcar el tintero.
—¿Has olvidado que tengo tus pequeñas joyas de poeta agarradas con la mano? ¿Y que te las puedo cortar cuando se me antoje?
Tinwright trató de no demostrar su terror.
—No me importa. ¿Qué pensáis hacer, denunciarme a Hendon Tolly? Le diré que lo estáis espiando. Vuestras joyas terminarán en la mesa de un matarife igual que las mías, lord Brone. Luego nos matará a ambos, pero al menos yo conservaré mi alma. ¡No se la llevarán los demonios!
Brone le clavó los ojos un largo rato, moviendo la boca en su hirsuta barba, que estaba bastante canosa. Al fin esbozó una sonrisa.
—Parece que has encontrado un poco de coraje, Tinwright. Supongo que eso es bueno. Ningún hombre debería ser un cobarde empedernido toda la vida, ni siquiera un inservible como tú. ¿Qué haremos, pues? —Brone estiró la mano de pronto y aferró el cuello de la capa del poeta con tal fuerza que amenazaba con estrangularlo—. Si no puedo denunciarte a Tolly, no me queda más remedio que acogotarte yo mismo. —La sonrisa se volvió amenazadora.
—¡Nn pr fvr! —masculló Tinwright, con la garganta dolorida. El pariente de Finisterra regresó con el vino y se detuvo en la puerta, mirando el espectáculo con interés.
—Si no me sirves de nada, poeta, y si para colmo te transformas en una amenaza… no tengo más opción…
—¡Nn soy nngna mnaza!
—Me gustaría creerte, muchacho, pero aunque no seas una amenaza, no me sirves de nada, y en tiempos tan difíciles, en tiempos tan peligrosos, no eres necesario. Ahora bien, si estuvieras de acuerdo en colaborar con lo que te pido, los cangrejos y estrellas de mar seguirán viniendo… Te debe gustar tener un poco de dinero, sobre todo en estos tiempos, cuando todo está tan caro y la comida es tan escasa… Y yo no necesitaría arrancarte la cabeza.
—¡De acuerdo! ¡De acuerdo!
—Bien. —Brone le soltó la capa y se reclinó. El joven de Finisterra se apartó cortésmente para permitir que Tinwright se desplomara en el suelo y resollara a gusto.
—¿Por qué yo? —preguntó cuando logró ponerse de pie, frotándose el cuello dolorido—. ¡Soy un poeta!
—Y no demasiado bueno —dijo Brone—. ¿Qué otra cosa puedo hacer? ¿Andar recorriendo la residencia? ¿Enviar a mi estúpido sobrino? —Señaló al joven, que de nuevo se estaba recortando las uñas sucias y saludó a Tinwright con el cuchillo—. No, necesito a alguien que tenga acceso normal a la residencia, y que sea tan tonto para que nadie le tema y demasiado inútil para ser sospechoso. Tú eres ideal.
Matt Tinwright se frotó la garganta.
—Me hacéis un gran honor, conde Avin.
—Así me gusta: un poco de ironía. Eso está bien. Ahora averigua qué está ocurriendo y tendrás tu recompensa… Tal vez hasta una jarra de vino de mi propia bodega. ¿Qué te parece?
La idea de beber hasta embrutecerse por un par de días era un buen incentivo para seguir sirviendo a Brone, aunque no morir era otro. Antes de partir hizo una reverencia cautelosa, temiendo que se le cayera la cabeza.
* * *
—¿Sabes lo que pienso, madre? —dijo Kayyin, como continuando una conversación interrumpida, aunque hacía más de una hora que no hablaban.
Yasammez no lo miró ni le respondió.
—Creo que empiezas a sentir algo por los soleados.
—No sé por qué dices semejante ridiculez —dijo ella, aún sin mirarlo—. Salvo que quieras apresurar tu muerte.
—Lo digo porque creo que es cierto.
—¿Cumples alguna función, aparte de irritarme? Recuérdame: ¿por qué no te he matado?
—Quizá porque has descubierto que amas a tu hijo, a pesar de todo. —Él sonrió, satisfecho con su frase—. Que tienes sentimientos tan vulgares y sentimentales como los mortales. Quizá, después de tantos siglos de descuido y desdén, has descubierto que deseas rectificar las cosas. ¿Será eso, madre?
—No.
—Ah, me parecía que no. Pero era ameno pensarlo. —Él estaba caminando, pero se detuvo—. ¿Sabes qué es realmente extraño? Tras haber vivido tanto tiempo con apariencia de mortal, tras haber vivido como uno de ellos, descubro que me he convertido en uno de ellos en ciertas cosas. Por ejemplo, siento una inquietud que nuestra gente no siente. Si me quedo largo tiempo en un lugar, es como si muriera la muerte verdadera. Siento impaciencia, insatisfacción, como si el cuerpo dominara mi mente, en vez de lo contrario.
—Quizá eso explique tus tontas ideas —dijo Yasammez—. No eres tú, sino tu apariencia de mortal la que dice estos disparates. Interesante, pero preferiría el silencio.
Él la miró. Ella aún no lo miraba.
—¿Por qué te has retirado del castillo de los mortales, señora? Ya era tuyo, y prácticamente has dominado la escasa resistencia que hay en las cavernas que están debajo. ¿Por qué replegarse en semejante momento? ¿Estás segura de que no empiezas a compadecerte de los mortales?
Ella habló con más frialdad.
—No digas tonterías. Me ofende que un hijo de mis entrañas malgaste el aire de ese modo.
—Bien, no sientes la menor compasión. Para ti ellos valen menos que la tierra que pisas. De acuerdo. Entonces, ¿por qué me pides que les cuente la historia de Janniya y su hermana? ¿Qué propósito tenía eso, a menos que quisieras que sintieran parte de nuestro dolor…? De tu dolor, para ser más preciso.
—Pisas un terreno peligroso, Kayyin.
—Si fuera un labriego empecinado en destruir las ratas que se comen la cosecha, ¿llevaría a las ratas aparte antes de dictar sentencia, y les explicaría lo que han hecho?
—Las ratas no entienden sus crímenes. —Al fin ella volvió hacia él los ojos oscuros—. Si dices una palabra más sobre los soleados, te arrancaré el corazón.
Él hizo una reverencia.
—Como quieras, mi señora. Caminaré por la costa y pensaré en la esclarecedora conversación que hemos tenido. —Se levantó y enfiló hacia la puerta. Yasammez notó que aunque él tuviera algo de mortal, no había perdido su gracia. Aún caminaba con la sedosa insolencia de su juventud. Volvió a cerrar los ojos.
* * *
Una vez que él se fue, sintió otra presencia: Aesi’uah, su principal eremita. Aesi’uah podía esperar en silencio durante horas, pero no ya no había motivo. A la dama Puerco Espín ya no le importaba el elusivo asunto que había perseguido en el laberinto de su vasta memoria.
—¿Ha llegado el momento? —preguntó Yasammez.
La tez de su consejera, que habitualmente era gris como el pecho de una paloma, estaba muy pálida.
—Me temo que sí, mi señora. Aunque todos los eremitas han mezclado sus pensamientos y sus canciones, él ha quedado fuera de nuestro alcance. —Vaciló—. Pensábamos… pensábamos que si tú…
—Claro que iré. —Yasammez se levantó de la silla, y sus pensamientos pesaban más que su gruesa armadura negra. Nunca había sentido tanto el gran agobio de su edad, el lastre de su larga vida—. Debo despedirme.
Los eremitas habían ocupado una caverna en las colinas del este de la ciudad, encima de una playa extensa y ventosa. El silencio y la soledad eran las murallas de su templo, y habían escogido un buen sitio para ambas cosas: mientras seguía a Aesi’uah por el camino pedregoso, Yasammez sólo oía el viento y el graznido distante de las aves marinas. Por un momento casi estuvo en paz.
Las hermanas y hermanos de Aesi’uah (a veces costaba diferenciar a unas de otros) estaban reunidos en la oscura caverna. Aun Yasammez, que podía otear el paisaje desde una colina en una noche sin luna y sin estrellas, y ver más de lo que vería un búho, sólo distinguía el lustre mortecino de los ojos en sus oscuras capuchas. Algunos de los camaradas más jóvenes de Aesi’uah, nacidos en los años del crepúsculo, nunca habían visto la plena luz del sol y no habrían sobrevivido a su brillante calor.
Yasammez se sumó al círculo. Aesi’uah se sentó a su lado. Nadie habló. No había necesidad.
En las tierras del sueño, en los lugares remotos adonde sólo llegaban los dioses y los adeptos, Yasammez cobró una forma conocida. La usaba cuando viajaba fuera de sí misma, tanto en la vigilia como aquí. En el mundo de la vigilia era insustancial como el aire, pero aquí era algo más, una feroz criatura con garras y dientes, de ojos brillantes y pelambre sedosa. Los eremitas, envalentonados por su presencia, la siguieron en una hueste intangible como un enjambre de luciérnagas. En ellos la Flor de Fuego no ardía como en ella; sin protección, sólo podían viajar un trecho.
Pero Aesi’uah había dicho la verdad: la presencia del dios era más débil que nunca, tenue como el ruido de un ratón caminando sobre la hierba nueva. Peor aún, ella sentía la presencia de otros, no los otros dioses perdidos sino las cosas menores que habían sido expulsadas con sus amos cuando su padre los había desterrado a todos. Esas criaturas hambrientas olían el cambio en la brisa de las tierras del sueño e intuían que pronto podrían regresar a un mundo que se había olvidado de cómo rechazarlas.
Una de esas criaturas aguardaba en medio del camino. Los consternados eremitas echaron a volar en círculos, pero Yasammez siguió adelante y la afrontó. Era vieja, por su modo de moverse y cambiar, y su forma era tan ajena a su comprensión que su vista y su mente no lograban discernirla.
Estás lejos de casa, hija, le dijo esa criatura a uno de los seres más antiguos del mundo. ¿Qué buscas?
—Tú sabes lo que busco, vieja araña —dijo Yasammez—. Y sabes que no me sobra el tiempo. Déjame pasar.
Eres grosera con un semejante, dijo la criatura, riendo.
—Tú no eres mi semejante.
Pero quizá lo sea pronto. Él está agonizando. Cuando se haya ido, ¿quién nos detendrá a mí y a mi especie?
—Silencio. No quiero oír tus ponzoñosas palabras. Déjame pasar o te destruiré.
La criatura se movió, burbujeó y se aquietó.
No tienes la fuerza necesaria. Sólo una de las antiguas potestades podría hacerlo.
Quizá. Pero aunque no pueda ponerte fin, quizá te hiera tan gravemente que no estarás en condiciones de cruzar cuando llegue el momento.
La criatura la miró, o eso parecía, porque no tenía ojos que Yasammez pudiera ver. Al fin se apartó.
Hoy no lucharé contigo, hija. Pero el día llegará. El Artífice se habrá ido. ¿Quién te protegerá entonces?
—Yo podría preguntarte lo mismo. —Pero ya había perdido demasiado tiempo. Avanzó y los eremitas la siguieron como una nube de llamas diminutas.
Yasammez se movió deprisa por sitios donde el viento aullaba con la voz de niños perdidos y por otros donde el cielo parecía fuera de lugar, hasta que llegó a la ladera donde estaba el portal, un rectángulo que coronaba el pico herboso como un libro erguido. Trepó la cuesta y se acuclilló delante de él, enroscando la cola de su forma onírica, aplastando las orejas contra la cabeza. Los eremitas revolotearon, titubeando.
—Ya no se lo oye de este lado de la puerta, señora —le dijeron.
—Lo sé. Pero no se ha ido. En tal caso, lo sabría. —Envió una llamada pero él no respondió. En el silencio sintió los vientos que soplaban en los lugares helados y sin aire que estaban más allá de la puerta—, Ayudadme —les dijo a los que la habían seguido—. Prestadme vuestras voces.
Pasaron un largo rato cantando frente a esa infinitud. Al fin, cuando hasta la paciencia inhumana de Yasammez estaba a punto de agotarse, algo se movió en los límites de su entendimiento, un murmullo tenue como el hálito moribundo de la Doncella de la Flor en el arroyo.
—¿Eres tú, Artífice? ¿Aún eres tú?
Sí… pero me estoy disolviendo…
Ella quería decir palabras tranquilizadoras, o negarlo del todo, pero la gente de su sangre no huía de la realidad.
—Sí, te estás muriendo.
Lo esperaba… hace tiempo. Pero los que han esperado… casi tanto tiempo como yo… se están preparando. Pasarán… a través…
—Nosotros, tus hijos, no lo permitiremos.
No tenéis el poder. Se volvió más tenue, silencioso como una gota de lluvia en una colina distante. Han esperado demasiado tiempo… los durmientes… y los insomnes…
—Dime a quién debemos temer. ¡Dímelo y los combatiré!
Ése no es el modo, hija… No puedes derrotar la fuerza… de esa manera…
—¿Quién es? Dímelo.
No puedo. Estoy obligado… Mi ser es lo único que mantiene la puerta cerrada… Yasammez reparó en la inmensa fatiga, el ansia de morir para poner fin a la lucha. Así que estoy obligado… a guardar el secreto…
Calló, y por un rato ella pensó que se había ido para siempre. Luego algo la rozó como una pluma en el viento de la noche.
El oráculo habla de bayas… blancas y rojas. Así será. Así debe ser.
Ya no quedaba nada de él.
—Padre. —Yasammez trató de ser fuerte—. ¿Padre?
Recuerda lo que dice el oráculo, dijo él mientras su voz se disipaba en la nada. Recuerda que cada luz… entre el amanecer… y el ocaso…
—Vale la pena morir por verla al menos una vez —concluyó ella, pero él se había ido.
* * *
Cuando volvió a ser la Yasammez que respiraba y sentía, la Yasammez que había vivido cada doloroso momento de la derrota milenaria de su pueblo, se levantó y salió de la caverna. Ningún eremita la siguió, ni siquiera Aesi’uah, su consejera de confianza. Llevaba la muerte en los ojos y en el corazón. Ningún ser viviente podía acompañarla en ese momento, y todos lo sabían.
* * *
Matt Tinwright no había planeado pasar la noche así.
Rompió el último trozo de pan que había llevado y lo remojó en vino. ¡Pan remojado, cuando podía haber comido guiso de anguila! Por suerte había encontrado el vino, y no sentía la menor pena por el que lo había dejado allí. Había permanecido oculto en el balcón de la capilla desde el tañido de la campana vespertina hasta la medianoche, vigilando la puerta que conducía a los aposentos de Hendon Tolly. El aprendiz de Okros Dioketian había dicho que el médico estaba allí. ¿Qué haría ese hombre tanto tiempo en la habitación de Tolly? Y cuando saliera, ¿regresaría a sus propios aposentos y Tinwright podría irse a dormir? Avin Brone no pretendería que siguiera a Okros hasta su alcoba…
Oyó el crujido de la puerta. Se agazapó, con los ojos por encima de la baranda del balcón, aunque estaba a cierta distancia y bajo la sombra del alero de la capilla.
Su oración fue escuchada y el hermano Okros salió por la puerta. Su físico menudo y su cabeza calva eran reconocibles a pesar de su voluminosa túnica, pero no estaba solo: lo seguían tres hombres fornidos con el emblema de los Tolly, el jabalí plateado con las lanzas, y otro hombre con una capa oscura y capucha iba junto a él. Los gráciles movimientos del encapuchado bastaban para indicarle quién era. El corazón de Tinwright palpitaba con fuerza. Okros y Hendon Tolly, yendo juntos a alguna parte. Tendría que seguirlos.
La idea le daba náuseas.
* * *
Esperaba que enfilaran hacia los aposentos del médico, pero perdió toda esperanza de permanecer bajo techo cuando Okros condujo a la pequeña procesión al exterior. Tinwright trató de guardar cierta distancia, y antes de salir conversó un poco con los guardias de la puerta, hablando de su insomnio y la necesidad de respirar aire fresco.
Vaya aire fresco, pensó mientras atravesaba el jardín lateral, tratando de encontrar de nuevo la procesión a la luz de las antorchas que llevaban. El aire no estaba fresco sino helado. Él sólo llevaba su capa de lana sobre una camisa delgada. No tenía sombrero ni guantes, ni siquiera una antorcha para no tropezar. ¡Al demonio con Brone y su maldita prepotencia!
Cuando los encontró, cruzaban la lodosa calle que conducía a la armería y los cuarteles de los guardias, y los siguió a distancia. Un guardia llevaba un bulto envuelto en tela, y otro sostenía un paquete más pequeño. ¿Sería el gallo? Pero, ¿por qué llevaban el gallo a esas horas de la noche, a menos que pensaran usarlo en un rito de hechicería? Tinwright sintió que se le helaba la sangre aún más.
Poco después, cuando el grupo se desvió del camino que llevaba a la sala del trono y se internó en un sendero sinuoso junto a la capilla de la familia real, sintió un nuevo escalofrío. Tolly y Okros se dirigían al cementerio.
Tuvo que armarse de valor para seguirlos. Tinwright sentía horror de los cementerios y el camposanto del templo era uno de los más temibles, con sus viejas estatuas y sus mausoleos, que parecían cárceles para los muertos. Sólo su miedo a Avin Brone lo mantenía en marcha, además de cierta curiosidad. ¿Qué planeaba Okros? ¿Se proponía invocar a los dioses en ese lugar solitario, a esa hora siniestra? ¿Por qué?
Los hombres se detuvieron frente a la cripta familiar de los Eddon y Tinwright tuvo que reprimir un gruñido de horror. Hendon Tolly llevaba una llave colgada del cuello. Abrieron la puerta y cuatro hombres bajaron la escalera, dejando a un guardia como centinela. La luz de las antorchas se atenuó cuando entraron, pero el resplandor aún titilaba en la entrada. Tinwright se alegró de no estar con ellos en esa casa de la muerte, viendo cómo las sombras brincaban en las paredes.
El centinela, que al principio estaba erguido y alerta, comenzó a aflojar el cuerpo, y al fin se recostó en la cripta y apoyó la lanza en la pared. Tinwright (que nunca había pensado que sería tan valiente) decidió que era buen momento para acercarse y tratar de oír lo que decían en el interior. Sin duda eso le valdría algunas estrellas de mar adicionales de Brone, quizá hasta un par de reinas de plata.
Se desplazó en un ancho semicírculo más allá del fulgor de las antorchas que se derramaba por la puerta de la cripta, y se acercó a la pared de la capilla. Tinwright veía la espalda del centinela, y la actitud displicente del hombre lo alentó a avanzar hacia la puerta. Se agazapó detrás de un monumento cubierto de hiedra.
—Pero no así —decía alguien en la cripta, una voz lejana pero audible. Parecía ser Okros—. Lo que importa no es el sacrificio aquí, sino el sacrificio allá.
—Me estás cansando —dijo otra voz, una voz que Tinwright conocía demasiado bien. De pronto su momento de necio optimismo terminó. ¿Qué hacía un poeta jugando al espía en plena noche? Si Hendon Tolly lo pillaba, lo desollarían vivo. Sólo el temor a hacer ruido y alertar al centinela impidió que Matt Tinwright echara a correr hacia la residencia. Temblaba tanto que apenas podía mantener el equilibrio—. Y aburriendo. No es mi mejor estado de ánimo, sanguijuela. Te sugiero que hagas algo que vuelva a despertar mi interés.
—Lo… intento, milord —dijo Okros con ansiedad—. Pero… debo ser cauto. ¡Éstos son grandes poderes!
—Sí. Pero en este momento yo soy el poder más grande que conoces. Sigue adelante. Completa el sacrificio como creas conveniente… pero complétalo. Si no averiguamos dónde está la piedra deífica, no lograremos que ese poder se ponga a nuestro servicio. Si fallamos en esta apuesta, Okros, no seré el único en sufrir, te lo prometo…
—¡Por favor, milord, por favor! Veis que estoy haciendo lo que pedís…
—Sólo estás tanteando, idiota. ¿Acaso te prometí riquezas inconcebibles tan sólo para tantear un reflejo? ¡Mete la mano, hombre! ¡Pon más empeño!
—Claro, milord. Pero no es… tan fácil…
Y entonces, mientras la voz del médico se atenuaba y Tinwright se inclinaba para oír mejor, un alarido hendió la oscuridad, tan rápido y terrible que no parecía originarse en una garganta humana, y pronto fue un gorgoteo ahogado antes de desaparecer bajo el ruido de hombres que subían la escalera corriendo, huyendo de la tumba.
El primero en salir de la cripta fue un guardia que cayó de rodillas en el tope de la escalera y se puso a vomitar. El segundo pasó de largo, tapándose la boca con una mano y agitando una antorcha con la otra. El primero se levantó, escupiendo, y lo siguió por el cementerio, y los dos zigzaguearon torpemente entre los monumentos.
El encapuchado Hendon Tolly apareció en la puerta de la cripta, con el gran bulto de tela en los brazos.
—Regresa a la residencia —le dijo al centinela, que lo miraba boquiabierto.
—Pero… milord…
—Cierra el pico, idiota, y ponte en movimiento. Sigue a aquel imbécil de la antorcha. No deben pillarnos aquí. Demasiadas explicaciones.
—Pero… ¿el médico…?
—Si debo ordenarte otra vez que te calles, te cortaré la garganta y te silenciaré para siempre. ¡Largo!
Poco después habían desaparecido en la oscuridad, y Tinwright se quedó jadeando y temblando, a solas en el sombrío cementerio. La puerta de la tumba seguía abierta. La luz aún oscilaba allí.
Matt Tinwright no quería bajar esa escalera. Ningún hombre que estuviera en sus cabales haría semejante cosa. Pero, ¿qué había ocurrido? ¿Por qué la antorcha seguía ardiendo ahí abajo, a pesar del silencio? Al menos tenía que ir a recogerla. No quería volver a cruzar el cementerio sin luz.
Después Tinwright no podría explicar por qué hizo lo que hizo. No pudo haber sido valentía: el poeta era el primero en confesar que no era valiente. Y tampoco era mera curiosidad, pues ninguna curiosidad habría superado tanto terror, aunque era algo parecido. Sólo podía explicarlo diciendo que tenía que saber. En ese momento, en el oscuro cementerio, estaba seguro de que nada podía ser más aterrador que quedarse con la intriga para siempre.
Apoyó el pie en el primer escalón y se detuvo. Abajo la luz era apenas un borrón amarillo. Matt Tinwright bajó lentamente la escalera hasta llegar al pie. Veía los nichos a ambos lados, como panales oscuros, y la antorcha caída en el suelo. No necesitaba saber más, recapacitó. Al diablo con el afán de saber. La antorcha estaba a pocos pasos. Se arrastraría hacia ella sin alzar la vista para no mirar los rostros de piedra que había encima de los sarcófagos…
Vio a Okros cuando cerró los dedos sobre el mango de la antorcha. El médico estaba a un costado, despatarrado de espaldas, con el brazo izquierdo extendido. Aún aferraba un trozo de pergamino. Tenía los ojos desorbitados y la boca abierta en un grito silencioso, con la expresión de un hombre tan despavorido que su corazón había estallado en medio del pecho. Pero lo más horripilante era el brazo derecho; mejor dicho, el brazo derecho que ya no tenía: sólo quedaba un trozo de hueso que salía del hombro de Okros como una flauta rota, con la carne arrancada hasta el cuello, mostrando los rojos músculos. No quedaba nada más desde el hombro derecho para abajo, salvo unos colgajos de carne, como las hilachas de cáñamo de una soga cortada.
No había el menor rastro de sangre en ese guiñapo de carne y hueso, ni una sola gota roja, como si la cosa que le había arrancado el brazo también le hubiera sorbido la carne hasta secarlo.
Tinwright aún estaba a gatas, lanzando lo que tenía en el estómago, cuando sintió algo frío y afilado en la nuca.
—Vaya —dijo una voz que retumbó en las paredes de la cripta—. Vuelvo a buscar un trozo de pergamino y encuentro a un espía. Levántate y déjame echarte un vistazo. Primero límpiate el vómito de la barbilla. Así me gusta.
Tinwright se puso de pie y se dio la vuelta lentamente. El objeto frío y afilado le rozó el cuello y la oreja, raspándole la piel de tal modo que tuvo que hacer un esfuerzo para no gritar, y luego le recorrió la mejilla y se detuvo debajo del ojo.
Por un capricho de la luz, la hoja de la espada era invisible: parecía que Hendon Tolly lo tuviera prisionero con un tramo de sombra. El lord protector tenía un aspecto febril. Le brillaban los ojos y la piel relucía de sudor.
—¡Ah, mi pequeño poeta! —Tolly sonreía, pero la sonrisa era escalofriante—. ¿Quién será tu patrón? ¿La princesa Briony, manejándote como una marioneta desde Tessis? ¿O alguien que está más cerca, como Avin Brone? —Por un momento, la espada amenazó con subir—. No importa. Ahora eres mío, joven Tinwright. Porque, verás, esta noche he perdido a un importante súbdito, y todavía queda mucho que hacer… Muchísimo. Necesito a un hombre que sepa leer. —Señaló el cadáver manco de Okros Dioketian—. No prometo que el trabajo esté exento de peligros, pero sería más peligroso negarse a servirme. ¿Entiendes, poeta?
Tinwright tuvo que asentir con mucho cuidado, con la espada tan cerca del ojo. Se sentía aturdido, impotente, como una mosca atrapada viendo la araña que se acerca por la tela.
—Entonces recoge ese pergamino que tiene Okros —dijo Tolly—. Sí, levántalo. Ahora camina delante de mí. ¡Afortunado poeta! Dormirás al pie de mi cama esta noche… y todas las noches a partir de ahora. ¡Ah, las cosas que verás y aprenderás! —Rio, y la risa era tan malévola como la sonrisa—. Un breve tiempo a mi servicio y nunca volverás a confundir tus ideas vacías y sensibleras con la verdad.