27
Insectos
Algunos estudiosos creen que los elementales son otro tipo de criatura aún menos natural que los crepusculares.
Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand
Ferras Vansen escrutaba la penumbra tratando de entender qué había pasado. Estaba débil y enfermo y su cabeza vibraba como una campana, un tañido constante. Sílex Cuarzo Azul estaba encima de él, moviendo la boca, pero Vansen no oía ningún sonido.
Sordo, pensó. Estoy sordo. Recordó el estruendo que lo había tumbado. Nunca había oído semejante fragor desde la voladura de los pozos de Gran Abismo.
Ahuyentó ese recuerdo de pesadilla y volvió a cerrar los ojos. El mareo lo arrastraba como un bote en un torrente y lo hacía girar. De pronto recordó que estaba bajo tierra, en lo profundo de un pozo debajo del mundo, separado del sol por una gruesa capa de piedra. Si tan sólo alguien cogiera un palo gigante y la perforase, podría ver de nuevo la luz, en vez de estar perdido debajo de ella… Perdido, confundido, desconcertado…
—… arrojarlo más lejos —susurró alguien—. No sabía…
Vansen volvió a abrir los ojos. Sílex aún hablaba pero ahora podía oírle, aunque parecía estar a gran distancia. Aun así, eso significaba que estaba recobrando la audición.
La caverna estaba llena de caverneros, caverneros vivos, y Vansen no reconoció a ninguno hasta que Cinabrio apareció a su lado, vestido con una armadura de un tipo que nunca había visto: el hombrecillo estaba cubierto de placas redondas, y parecía un cruce entre una tortuga y una pila de platos desechados.
—¿Cómo está? —le preguntó el magíster a Sílex. ¿De dónde había venido Cinabrio? Vansen sólo recordaba que no esperaba verlo pronto.
Y también le parecía extraño que Sílex Cuarzo Azul estuviera allí.
—Creo que el estallido lo ensordeció —dijo Sílex, y su voz aún sonaba lejana.
—No estoy sordo —dijo Vansen, pero los caverneros no parecían oírle. Lo repitió en voz más alta, y ambos se volvieron hacia él—. Estoy recobrando la audición. ¿Qué pasó?
—Fue culpa mía —dijo Sílex con preocupación—. Encontré algunos de nuestros escarabajos de polvo explosivo en la sala de almacenaje. Los usamos para partir la roca. En fin, pensé que podía asustar a los qar aunque no tuviera un arma, así que traje uno. Cuando llegué aquí vi que estaban encima de usted, así que lo encendí, vine por detrás y arrojé el escarabajo tan lejos como pude. —Puso cara de compungido—. Mi brazo no es tan fuerte como antes…
—¡Pamplinas! —dijo Cinabrio—. Mis hombres y yo no habríamos llegado a tiempo. Gracias a ti, maese Cuarzo Azul, los crepusculares estaban mareados y confundidos cuando vinimos, y se retiraban deprisa. Salvaste al capitán Vansen, y tal vez al templo.
—¿De veras? —preguntó Sílex, sorprendido. De pronto Vansen recordó los últimos momentos.
—¿Dónde está Martillo Jaspe? ¿Está…?
—Vivo —le aseguró Cinabrio—. Le vibran los oídos como a usted, pero no se queja… Oh, no. Demasiado débil para quejarse, en todo caso. Mis hombres lo están vendando, pues perdió mucha sangre. ¡Es un guerrero que enorgullecería a los Ancianos!
Vansen no podía deshacerse de la sensación de estar sepultado bajo toneladas de piedra. Podía moverse, pero su cuerpo le parecía deforme y ajeno, y sus pensamientos eran lentos.
—Dijiste que ese «escarabajo» estaba lleno de polvo explosivo. ¿Es el material que llaman serpentina o harina de cañón… el polvo negro que se usa en artillería? ¿Hay más?
—Sí, hay más —dijo Sílex—. Casi una docena de cápsulas en el depósito, y quizá haya más polvo explosivo también. Pero aquí no tenemos cañones, ni espacio para dispararlos…
Un joven cavernero con armadura se aproximó.
—Magíster Cinabrio, un enemigo que fue herido por el polvo explosivo… uno de esos drows…
—¿Qué, hombre? Dilo de una vez.
—Está vivo.
* * *
Extrañamente, Vansen reconoció al cautivo. El sucio hombrecillo que lo miraba con resentimiento era el que había tratado de apuñalarlo, y al que le había quebrado la muñeca. Esa criatura andrajosa se sostenía ese brazo, que estaba hinchado y magullado.
—¿Podemos hablarle? —preguntó Vansen.
Cinabrio se encogió de hombros.
—Mis hombres lo han intentado. Se niega a responder. No conocemos la lengua que habla… Quizá ni siquiera nos entienda.
—Entonces matadlo —dijo Vansen en voz alta—. No nos sirve para nada. Cortadle la cabeza.
—¿Qué? —Sílex quedó pasmado. Hasta Cinabrio parecía anonadado.
Vansen había observado atentamente al prisionero: el hombrecillo no se había sobresaltado, ni siquiera había alzado la vista.
—No lo decía en serio. Sólo quería saber si fingía no entender. Debemos pensar en un modo de obligarle a decir lo que sabe sobre los planes de su ama.
Sílex aún recelaba.
—¿Qué significa eso? ¿Tortura?
Vansen rio tristemente.
—No vacilaría si pensara que así salvaría a tu familia y a mi gente, pero las respuestas que da un hombre bajo tortura rara vez son útiles, y menos si no hablamos su idioma. Pero si pensáis en otra cosa, avisadme. De lo contrario, quizá cambie de parecer.
Magíster Cinabrio ordenó que llevaran al prisionero al templo, y se apresuró a supervisar las otras tareas que había encomendado. Sus tropas de refuerzo estaban recogiendo cuerpos, ayudando a los heridos o reparando la brecha que los qar había abierto en las Salas Ceremoniales.
Vansen se frotó la cabeza dolorida. Sólo quería acostarse a dormir. Estaba exhausto mucho antes de que la cápsula explosiva lo ensordeciera, y aunque le habían lavado y vendado las heridas cuando estaba inconsciente, le dolía todo el cuerpo. Quería un trago fuerte y al menos una hora en la cama, pero era el comandante, así que tendría que esperar.
—Mencionaste una docena de escarabajos y más polvo explosivo —le dijo a Sílex.
—Es lo que tenemos en el templo. Hay más en Cavernal, mucho más. Lo usamos para partir la piedra cuando debemos trabajar deprisa, cuando no nos dan tiempo para hacer las cosas del modo adecuado y tradicional…
Vansen ya había aprendido más de lo que deseaba en el último mes sobre los buenos tiempos de las cuñas húmedas y el pulido con arena.
—Hablemos con Cinabrio, entonces —interrumpió—. Quizá podamos preparar una bienvenida para la próxima vez, así la dama oscura y sus soldados lo pensarán dos veces antes de venir a nuestra casa sin invitación.
* * *
Sílex intentó convencer a Vansen de que descansara, pues el capitán estaba lleno de heridas y aún no oía bien, pero el hombre alto no quería alejarse del campo de batalla, así que Sílex regresó solo al templo. Los metamorfos ya habían tenido noticias de la batalla y querían hacerle preguntas, y muchos lo consideraban un héroe. En otra oportunidad habría disfrutado de esa atención, pero ahora estaba demasiado asustado y fatigado y sólo quería regresar a su cuarto. Había visto parte de las fuerzas qar, y sabía que miles de ellos ponían sitio a Marca Sur en la superficie. Había sorprendido a una pequeña cantidad de esos atacantes con su escarabajo, pero la próxima vez no habría sorpresa. Y era posible que los drows tuvieran su propio polvo explosivo.
Sílex estaba a punto de llegar a su habitación cuando se acordó de Pedernal. Lo había dejado con el médico. Regresó fatigosamente por el corredor, pero nadie respondió cuando llamó a la puerta de Chaven. Intentó abrirla, y no tenía llave ni traba. La abrió, súbitamente asustado.
Chave estaba tendido en el suelo como si le hubieran dado un garrotazo; no había indicios de Pedernal. Sílex temió que el médico estuviera muerto, pero cuando se arrodilló a su lado oyó que Chaven gemía en voz baja. Encontró un cuenco de agua fría y un paño y mojó la frente del médico.
—¡Despierte! —Trató de sacudir a Chaven, que tenía el doble de su tamaño—. ¿Dónde está mi niño? ¿Dónde está Pedernal?
Chaven gruñó, rodó y se incorporó con esfuerzo.
—¿Qué? —El médico miró en torno como si nunca hubiera visto esa habitación—. ¿Pedernal?
—¡Sí, Pedernal! Lo dejé con usted. ¿Dónde está? ¿Qué sucedió?
Chaven no parecía entender.
—No sucedió nada. ¿Pedernal, dices? ¿Estuvo aquí? —Sacudió la cabeza despacio, como un caballo cansado tratando de deshacerse de una mosca—. No, espera… Sí que estuvo aquí, claro que sí. Pero… no recuerdo qué pasó. ¿Se ha ido?
Sílex casi le arrojó el trapo mojado con exasperación. Revisó rápidamente la habitación para cerciorarse de que el niño no estuviera escondido. No lo encontró, pero en un rincón descubrió un pequeño espejo de mano y un trozo de vela. Olió la mecha. La habían apagado poco tiempo atrás.
—¿Qué es esto? —le preguntó al confundido médico—. ¿Usted anduvo haciendo uno de sus trucos con espejos? ¿Lo asustó tanto que él huyó?
—No lo recuerdo, de veras —dijo Chaven, ofendido y preocupado—. Pero nunca lastimaría ni asustaría a un niño, Sílex… Tendrías que saberlo.
Sílex recordó los gritos de terror del niño la última vez que el gordo médico había practicado su magia de los espejos.
—¡Bah! Se ha ido, es todo lo que sé. ¿No sabe dónde puede estar? ¿Cuánto hace que se fue?
Pero Chaven estaba desconcertado, y no tenía respuestas útiles. Sólo miraba de un rincón al otro, frotándose los ojos como si la luz de la habitación lo deslumbrara.
* * *
Sílex corría por los pasillos cuando se acordó de la biblioteca. Pedernal ya los había puesto en problemas por ir allí una vez. Lo más probable era que estuviera ahí.
Para su inmenso alivio encontró al niño dormido ante una de las antiguas mesas, apoyando la cabeza en un libro irreemplazable, una centenaria colección de tallas sobre hojas de mica más delgadas que el pergamino. Al alzar la cabeza del niño para apartar el libro, miró la antigua escritura. Él no sabía leerla, pues era demasiado antigua, pero le recordaba a las marcas que había visto en las paredes de los Misterios. ¿Qué hacía el niño con ese libro? ¿Tenía idea de lo que se proponía? A veces Pedernal actuaba como si tuviera diez veces más edad, pero otras sólo se portaba como el chiquillo que era.
—Despierta, niño —dijo suavemente. Podía perdonar cualquier cosa mientras no tuviera que decirle a Ópalo que habían perdido al niño—. Vamos.
Pedernal alzó la cabeza, miró en torno y volvió a cerrar los ojos como para volver a dormirse. Era demasiado grande para que Sílex lo llevara (ahora era más alto que su padre adoptivo), así que Sílex tuvo que tirarle del brazo hasta que Pedernal se levantó y se dejó llevar fuera de la biblioteca hasta la habitación que compartían. Tuvieron suerte: Vansen mantenía atareados a Níquel y los demás hermanos con la defensa del templo. El regreso de Pedernal a la biblioteca pasó inadvertido.
—¿Por qué hiciste eso, niño? —preguntó—. Los hermanos te dijeron que no entraras ahí… ¿Qué estabas haciendo? ¿Y qué pasó en la habitación de Chaven?
Pedernal sacudió la cabeza con somnolencia.
—No lo sé. —Anduvo varios pasos en silencio, y de pronto dijo—: A veces… a veces creo saber cosas. Y a veces sé cosas… ¡cosas importantes! Y luego… luego no las sé. —Para asombro de Sílex, el niño rompió a llorar, algo que nunca le había visto hacer—. ¡No sé, padre! ¡No entiendo!
Sílex abrazó a Pedernal, estrechando a esa extraña criatura, ese niño ajeno. El niño temblaba de pena e impotencia. Él no podía hacer nada más.
* * *
Acababa de acostar a Pedernal cuando llamaron a la puerta. Sílex se levantó fatigosamente y al abrir vio a Chaven, que estaba en el corredor con ojos desorbitados.
—¿Encontraste al niño? —preguntó.
—Sí. Él está bien. Fue a la biblioteca. Acabo de acostarlo. —Retrocedió, invitó al médico a entrar—. Entre y veré si encuentro un poco de mosto de musgo. ¿Recuerda lo que sucedió?
—No —dijo Chaven—. En realidad, vine a traerte un mensaje. Ferras Vansen manda decir que han aprendido a hablar con el cavernero que capturaron.
Sílex enarcó las cejas.
—Yo soy un cavernero. Esa criatura sanguinaria es un drow.
Chaven agitó la mano.
—Ciertamente, ciertamente. Mis disculpas. En todo caso, ¿quieres venir? El capitán Vansen pidió tu presencia.
Sílex negó con la cabeza.
—No. Debo quedarme con mi niño. Muchas cosas me han apartado de él. Además, no puedo hacer nada para ayudar a Vansen. Si de veras me necesita, iré a verle mañana. —Sonrió agriamente—■. A menos que los qar nos maten a todos antes, desde luego.
El médico no sabía qué responder.
—Desde luego.
Cuando Chaven se marchó, Sílex fue a mirar al niño. Pedernal dormía con la boca abierta, y su cabello revuelto estaba más claro que el cuarzo citrino. ¿Qué me quiso decir?, pensó. ¿Sabe pero no sabe?
Como de costumbre, Sílex estaba intrigado por la extraña criatura que habían incorporado a su vida, ese niño perdido, ese misterio ambulante.
* * *
Utta tiró del brazo de la otra mujer, tratando de contenerla, pero no sirvió de nada. Juntas resbalaban y patinaban en el lodo de la calle mayor. Kayyin hizo un movimiento lánguido para ayudarlas, pero ellas recobraron el equilibrio.
—No me detendré, hermana. —Merolanna respiraba con dificultad por el esfuerzo y el frío. Antes de que el puente de espinas empezara a crecer, los días se habían vuelto cálidos, pero desde el comienzo de ese monstruoso proyecto la costa de Marca Sur estaba envuelta en una niebla fría, como si el verano hubiera pasado de largo y de pronto estuvieran en dekamene.
—Kayyin, ayúdame —rogó Utta—. La dama oscura la matará.
—Quizá —dijo el qar—. Pero veamos: todos seguimos con vida. Parece que mi madre se ha vuelto menos sanguinaria en estos tristes días.
—¿Estás loco, mestizo? —dijo Merolanna—. ¿Menos sanguinaria? ¡Está matando a nuestra gente en este momento! ¡Puedo oír los alaridos!
Kayyin se encogió de hombros.
—No dije que hubiera cambiado del todo.
Merolanna siguió andando con determinación, apartando la mano de Utta, que intentaba frenarla.
—¡No! Ella me oirá. ¡No me detendré!
—Si Morro y los otros guardias no estuvieran participando en el asedio —dijo jovialmente Kayyin—, no habrías salido por esa puerta.
Merolanna le mostró los dientes en un refunfuño que en alguien que no fuera una viuda respetable se habría llamado gruñido.
Los muelles y edificios que rodeaban el terraplén sumergido del castillo se habían transformado en un caos de pesadilla. Criaturas de muchas formas y tamaños corrían en la niebla y las enormes y crujientes ramas del puente de espinas dominaban la escena como las columnas deformes de un templo derrumbado. Pero ni siquiera las criaturas más grotescas amedrentaban a Merolanna, que avanzaba como un soldado, con la falda salpicada de barro, hacia la tienda negra y dorada que se erguía en el centro de todo.
Es valiente, pensó Utta, no se lo puedo negar. Pero la persona que busca no es una mortal común que se intimidará ante una anciana colérica. Si lo que Kayyin dijo es cierto, la dama oscura es más antigua de lo que podemos imaginar, la hija de un dios. Y la dulce Zoria sabe que es increíblemente colérica y vengativa.
De no haber sido por la extrañeza del último año, por las cosas descabelladas que ella misma había visto, Utta habría pensado que los comentarios del qar sobre dioses, flores de fuego y hermanos inmortales eran disparates, pero ninguna otra respuesta congeniaba con lo que había visto y lo que la rodeaba en ese momento. Para Utta Fornsdodir, que se consideraba una mujer educada, que a pesar de su vocación podía vislumbrar la diferencia entre las verdades importantes de las viejas leyendas y la superstición y necedad de algunas historias, había sido una época chocante y desalentadora.
Yasammez estaba delante de su tienda como una estatua de pesadilla, con su armadura negra y espinosa, con una espada blanca y sin funda colgando del cinturón. Miraba algo que Utta no podía ver en las alturas nubosas de las espinas y ni siquiera se dio la vuelta cuando la duquesa Merolanna se detuvo frente a ella y se hincó dolorosamente de rodillas. Un gemido que quizá fuera el viento ondeó sobre ese cuadro silencioso. Pero Utta sabía que no era el viento. Dentro del castillo de Marca Sur, los crepusculares mataban a hombres, mujeres y niños.
—¡Ya no soporto más esta crueldad! —dijo Merolanna. Su voz, tan firme unos momentos antes, ahora tenía una crispación que no era sólo de miedo: en Yasammez había algo tenebroso que hacía atragantar las palabras—. ¿Por qué estás asesinando a mi gente? ¿Qué te ha hecho? Pasaron doscientos años desde la última guerra con tu especie… ¡Habíamos olvidado vuestra existencia!
Yasammez se volvió lentamente hacia ella. Su rostro era una máscara impasible, pálida y extrañamente bella a pesar de los ángulos inhumanos de sus huesos.
—¿Doscientos años? —dijo con su voz ásperamente musical—. Meros instantes. Cuando hayas visto pasar los siglos como yo, podrás hablar del tiempo como si significara algo. Tu gente ha condenado a la mía y ahora os devuelvo el favor. Puedes observar el final o puedes ocultarte, pero no me hagas perder tiempo.
—Mátame entonces —dijo Merolanna. Su voz había recobrado la firmeza.
—¡No, duquesa! —exclamó Utta, pero de pronto se le aflojaron las piernas y no pudo acercarse.
—Silencio, hermana Utta. —La duquesa volvió a interpelar a Yasammez—. No puedo ver cómo muere mi gente, mis sobrinos y amigos, pero tampoco puedo ocultarme de ello. Si entiendes el sufrimiento tal como dices, termina con el mío. —Agachó la cabeza—. Toma mi vida, mujer impasible. La tortura no sienta bien a una gran dama.
Yasammez miró a Merolanna y una sonrisa fría le cruzó la cara. Por un largo momento permanecieron como personajes de una obra, en apariencia una conquistadora formidable y una víctima indefensa, o un verdugo y un reo condenado. Pero nada era tan sencillo, comprendió Utta.
—No me hables a mí de sufrimiento —dijo al fin Yasammez, con voz más suave—. Nunca. Aunque yo trajera a tus seres queridos y los ejecutara uno por uno frente a ti, no deberías pronunciar esa palabra ante mí.
—No sé a qué te… —dijo Merolanna.
—Silencio. —La palabra siseó como una hoja candente en agua fría—. ¿Sabes lo que tu maldita especie le ha hecho a mi gente? Nos cazaron, nos asesinaron, nos envenenaron como alimañas. Los que sobrevivieron tuvieron que exiliarse en las frías tierras del norte, obligados a tender el manto del crepúsculo como un niño que se esconde bajo una frazada. ¡Sí, hasta el sol nos habéis robado! Pero la broma más cruel es que empujasteis a nuestra raza al borde de la destrucción y luego también nos arrebatasteis nuestra última oportunidad de supervivencia. —Inclinó la cara pálida hacia delante, entornando los ojos negros—. ¿Tortura? Si pudiera, torturaría a cada uno de vosotros, babosas mortales, y quemaría la grasa de vuestros cuerpos mientras gritáis. Vuestro único monumento serían montículos de huesos calcinados.
El odio de la mujer oscura era como una ráfaga helada en una ladera. Utta no pudo reprimir un gemido de terror.
Yasammez la miró como si la viera por primera vez.
—Tú. Dices que eres servidora de Zoria. ¿Qué sabes sobre la paloma blanca, la auténtica Flor del Alba, aparte de patrañas sentimentales? ¿Qué sabes sobre el modo en que su padre y su clan la atormentaron, mataron a su amado, y luego la entregaron a uno de los hermanos victoriosos como si la diosa de las primeras luces sólo fuera un despojo de guerra? ¿Qué sabes del modo en que torturaron a su hijo Torcido, al que los insectos humanos llaman Kupilas, hasta que estuvo dispuesto a dar su vida para librar al mundo de ellos? Para mantener el mundo a salvo, durante miles de años ha sufrido tormentos que tú y yo no podemos imaginar. Y piensa en esto: vosotros lo llamáis dios, pero yo lo llamo padre. —Su rostro, una máscara de furia, se aflojó de golpe, como los rasgos de un cadáver—. Y ahora se está muriendo. Mi padre se está muriendo, mi familia se está muriendo, toda mi raza se está muriendo… y vosotras habláis de sufrimiento.
Las piernas de Utta se aflojaron del todo y cayó en el lodo junto a Merolanna. En el silencio de ese momento volvió a oír los gritos de las victimas de Yasammez al otro lado de la bahía, un coro de terror que parecía un graznido de lejanas aves marinas.
La dama oscura les dio la espalda.
—Kayyin, llévate de aquí a estos insectos. Estoy ocupada con mi guerra. Cuéntales la historia de cómo su especie robó la Flor de Fuego y asesinó a mi familia. Después de eso, si todavía quieren morir, las complaceré con mucho gusto.