26: Nacido de la nada

26

Nacido de la nada

Dicen que quizá los elementales sean la tribu más poderosa de los qar, aunque ningún hombre mortal ha visto uno. Son escasos, según Ximander, Rhantys y otros, pero dicen que son invisibles como el viento y que conocen trucos que no conoce ningún otro crepuscular.

Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand

El príncipe Eneas se despidió cuando llegaron a las puertas del palacio Avenida.

—Espero que me perdonéis —le dijo a Briony—. Tengo deberes con mis tropas y estamos bastante retrasados.

—Desde luego. Gracias por venir conmigo, alteza. Espero que no os haya causado inconvenientes ni ofensas.

Él tenía una expresión preocupada, pero hizo lo posible por sonreír antes de inclinarse para besarle la mano.

—Sois una mujer excepcional, Briony Eddon. No sé qué nos habéis traído, pero intuyo que las cosas en Tessis nunca serán como antes.

Cielos, pensó ella.

—Sólo deseo lo mejor para mi familia y mi pueblo.

—Es lo que deseamos todos —dijo el príncipe—. Pero vuestro camino es más extraño que el de la mayoría. —Ahora su sonrisa parecía más genuina—. Más extraño, y más interesante. Me gustaría hablar más de esto y… de otros asuntos, pronto. ¿Os veré esta noche en la cena? Quizá después podamos pasear por el jardín y conversar.

—Como gustéis, príncipe Eneas. —Pero lo que Briony realmente quería era pasar un rato a solas, tiempo para pensar. ¿Su hermano podía estar vivo de veras, o ella daba mucha importancia a un extraño mensaje en el antiguo idioma del tambor de los caverneros? Pero si era verdad, ¿qué hacía ella en esta tierra extranjera? Tenía que estar a su lado, gobernando Marca Sur o luchando contra los usurpadores Tolly. Dawet dan-Faar tenía razón: la familia Eddon no podía esperar lealtad de sus súbditos si éstos no veían que los Eddon eran leales al pueblo. Pero no tenía sentido regresar sin un ejército, sólo a causa de un mensaje confuso.

Claro que no. Hay demasiadas cosas en juego para cometer esa tontería. Debo ser paciente. Pero era difícil, y máxime ahora que existía la posibilidad de que Barrick la estuviera esperando en Marca Sur.

No basta con pensar que eres un líder, decía su padre; debes pensar como tal. Debes honrar a la gente que arriesga su vida por ti, honrarla todos los días, en tus pensamientos y en tus actos.

El recuerdo la avergonzó. Ese día no había visitado a Iwie, la amiga que casi había muerto por causa de Briony. Estaba agotada y no quería ir, pero un líder no podía eludir ese sacrificio.

* * *

Ivgenia e’Doursos contaba con una habitación propia para recuperarse, un cuarto pequeño y soleado en el ala sur del palacio. Briony sospechaba que Eneas lo había ordenado, y aunque temía deberle demasiados favores al príncipe, estaba agradecida por esto.

Iwie estaba pálida y ojerosa, y le temblaban las manos cuando Briony se agachó para besarla.

—Sois muy amable al venir, alteza.

—Pamplinas. —Briony se sentó junto a la cama y cogió las frías manos de la muchacha—. Acuéstate. ¿Necesitas algo? ¿Dónde está tu doncella?

—Fue a buscar más agua fría —dijo Iwie—. A veces tengo frío, pero otras veces siento tanto calor como si estuviera ardiendo. Ella me enjuga la frente y eso ayuda un poco.

—Me enfurece haber permitido que esto te pasara.

Ivgenia sonrió débilmente.

—No es culpa vuestra, princesa. Alguien trataba de mataros. —Ensanchó los ojos—. ¿Ya han apresado a ese hombre?

Quizá sea una mujer, pensó Briony.

—No, pero estoy segura de que encontrarán al malhechor y será castigado. Ojalá no te hubiera ocurrido a ti. —Briony no quería hablar demasiado de ello por temor a que la muchacha volviera a sentirse mal, así que encauzó la conversación hacia otros temas, y le contó su extraña experiencia con los kalikanes. Cuando Briony concluyó, la muchacha volvió a abrir los ojos.

—¡Quién lo hubiera dicho! ¿Túneles bajo la tierra? ¿En el mismo lugar que yo te mostré?

—El mismo —rio Briony—. Empiezo a entender la verdad del antiguo dicho sobre los oráculos vestidos con harapos.

—¿Y de veras tenían un mensaje de Marca Sur? ¿Qué decía?

Briony sospechó que había hablado demasiado.

—Tal vez exageré un poco cuando dije que era para mí. En realidad era casi imposible saber qué significaba… Ni siquiera recuerdo las palabras. Algo sobre los Antiguos. Me dijeron que se refería a los crepusculares que han sitiado el castillo, esos monstruos que atacan mi hogar. Ni siquiera soporto pensar en ello.

—¡Vuestra alteza debe estar angustiada por encontrarse tan lejos de su familia y sus súbditos! Eso fue lo que les dije a esas estúpidas.

—¿Qué estúpidas?

—Ah, ya sabéis: Seris, la hija del duque de Gela, Erina e’Herayas… Ese grupo que siempre anda revoloteando alrededor de Ananka. Vinieron a verme. —Iwie frunció el ceño, como si la visita ya la hubiera cansado—. Parloteaban sobre todo el mundo: que fulana es tan gorda que necesita tres criadas para ponerse sus ballenas, que mengana no se quita el sombrero porque está empezando a perder el pelo. Muy desagradable. Saben que sois mi amiga, así que no dijeron nada malo sobre vos, al menos en forma directa, pero comentaban que debéis estar contenta de encontraros en un lugar tan civilizado, tan lejos de esas cosas horrendas que pasan en Marca Sur. También dijeron que os quedaríais aquí el mayor tiempo posible, ya que el príncipe Eneas os presta tanta atención.

Briony notó que estaba apretando los dientes.

—Sólo pienso en volver a mi gente.

—Lo sé, alteza, lo sé. —Ahora Iwie parecía preocupada, como si hubiera hecho algo malo. Briony combatió el deseo de salir de la habitación para ir a reñir con lady Ananka y su aquelarre de pequeñas brujas. En cambio, trató de hablar de asuntos menos irritantes.

Cuando la criada de Ivgenia regresó con el agua, resoplando y protestando porque había tenido que ir tan lejos a buscarla, Briony se levantó y le dio un beso a Iwie. En la escalera se cruzó con el médico del príncipe, un anciano huesudo de aire enérgico y distraído que pasaba para ver a Ivgenia.

—Ah, princesa —dijo con una reverencia—. ¿Os puedo molestar un momento?

—¿Qué pasa? Ella está mejorando, ¿verdad?

—¿Quién? Ah, la joven e’Doursos. Sí, sí, no temáis. No, sólo os quería preguntar por Chaven el ulosiano. Entiendo que fuisteis su protectora. ¿Conocéis su paradero actual?

—No lo he visto ni tengo noticias suyas desde la noche en que me fui de Marca Sur.

—Ah, qué lástima. Le he enviado varias cartas, pero no recibí respuesta.

—El castillo está bajo asedio —observó ella.

—Desde luego, desde luego. Pero llegan algunos barcos… y otras cartas han llegado a destino. Tuve noticias de un viejo amigo, Okros Dioketian, hace sólo un mes.

Briony recordaba vagamente a Okros, un colega de Chaven que había tratado a su hermano durante su fiebre.

—Lamento no poder ayudarle, doctor.

—Y yo lamento molestaros, alteza. Espero que Chaven se encuentre bien, pero temo por él. En el pasado siempre me ha respondido rápidamente cuando necesitaba una respuesta suya.

Cuando regresó a sus aposentos, Briony estaba frustrada con su suerte y ansiosa de entrar en acción. Abordó a Feival tan abruptamente que él saltó con un chillido y soltó la carta que estaba leyendo.

—Quiero ver a Finn —anunció Briony.

Feival acomodó las páginas.

—¿Verlo para qué? Por el fuego de Zosim, me asustasteis.

—Manda buscarlo con urgencia. Quiero hablar con él. —Miró la carta con el ceño fruncido—. ¿Qué es eso? ¿Otro de mis admiradores? ¿O será una amenaza de muerte?

—No vale la pena aburriros con esto, alteza. —Feival se guardó las páginas en la manga y se levantó. Usaba un hermoso jubón doble de seda con forro dorado, y parecía un joven noble tessiano hecho y derecho—. Iré a buscarlo. ¿Habéis comido? Hay pollo bajo un plato y un poco de buen pan negro. Quizá queden algunas uvas, también…

Pero Briony se había puesto a caminar de un lado a otro y ya no escuchaba.

* * *

—¿Acaso todos en esta maldita ciudad creen que estoy empeñada en casarme con el príncipe? —preguntó.

Finn miró a Feival.

—¿Qué le has dicho?

—¡Nada! Ya estaba enfadada cuando llegó.

—Hacedme la gentileza de hablar conmigo, no entre vosotros. —Briony dejó de caminar y se sentó en su silla frente a Finn, que se instaló ansiosamente en el banco donde normalmente descansaban las menudas damas de compañía—. ¿Qué cree la gente?

—¿De vos, alteza? Para ser sincero, los plebeyos de Tessis no mencionan mucho vuestro nombre, al menos en el vecindario donde tan amablemente nos habéis alojado. Se habla mucho de Marca Sur, pero eso es por el asedio y la presencia de las hadas. La última noticia es que las hadas han iniciado el sitio en serio y están tratando de derrumbar las murallas. ¡Los dioses protejan a Marca Sur!

—Que oigan todas nuestras plegarias, sí. —Briony hizo la señal de los Tres—. Eso es lo que sugería el mensaje de los caverneros: que los qar ya no se conformaban con sentarse a esperar. —Por un momento su ánimo mejoró: si el mensaje era acertado en eso, quizá fuera cierto que Barrick había regresado.

Finn asintió.

—Pero siempre hay necios… Aun ahora hay gente de Sian que no cree que las hadas hayan regresado, y dicen que no hay guerra, que es pura exageración.

Briony frunció el ceño.

—Si pudieran ver lo que vi yo en Víspera de Invierno, mi última noche en Marca Sur… o si oyeran las historias que contaban los soldados… —La evocación de aquella noche siempre la perturbaba, pero entre todas las cosas extrañas que habían sucedido ahora la preocupaba un detalle menor.

Hoy ese médico comentó que Chaven siempre respondía con premura. Pero esa noche regresó después de haber desaparecido casi una decena, sin explicaciones. ¿Dónde estaba? ¿Brone tenía razón al sospechar de su lealtad? ¿Por qué un hombre desaparecería en medio de acontecimientos tan nefastos y no regresaría durante días…?

—No le deis importancia, alteza —dijo Finn—. Todos sabemos que esas personas son necias. Pero nos pedisteis que mantuviéramos los ojos y oídos abiertos, así que os cuento todo lo que hemos oído.

—¿Y qué hay de ti? —le preguntó Briony a Feival—. Pasas mucho tiempo fuera del castillo; a veces no te veo en horas. Espero que mi perverso secretario no se limite a seguir a los pajes guapos.

Feival tuvo la decencia de sonrojarse.

—He oído muchas cosas, alteza, pero, como dice Finn, en general son sólo comentarios de necios…

—No me expliques nada, sólo cuéntalo. ¿Qué dicen los cortesanos?

—Que… estáis decidida a desposar a Eneas. Ésos son los rumores más… honorables. —Revolvió los ojos—. De veras, alteza, son todas patrañas…

—Continúa.

—Otros dicen que tenéis en la mira… un objetivo más elevado.

—¿Qué significa eso?

—El rey.

Briony saltó de la silla, y sus anchas faldas casi barrieron los platos y copas de la mesilla.

—¿Qué? ¿Están locos? ¿El rey Enander? ¿Para qué me interesaría el rey?

—Según ellos, el modo más seguro de recobrar vuestro trono sería… arrojaros en brazos del rey. Perdón, Briony… alteza… sólo repito lo que oigo.

—Continúa. —Ella apretaba la tela del vestido con tanta saña que estaba arruinando el terciopelo.

—Feival tiene razón —dijo Finn—. No deberíais preocuparos por esos espantosos chismes…

Ella lo silenció con un gesto.

—Feival, he dicho que continúes.

Él parecía furioso de tener que comunicar esta noticia.

—Algunos cortesanos sugieren que desde el principio os proponíais ocupar el lugar de lady Ananka, usar vuestra juventud y vuestro rango para llamar la atención del rey. Y hay rumores más feos, y conocéis muchos de ellos. Que vos y Shaso tratasteis de robar el trono de Marca Sur. Que la muerte de vuestro hermano Kendrick fue… culpa vuestra. —Se cruzó los brazos sobre el pecho como un niño furioso—. ¿Por qué me hacéis decir estas cosas? Ya sabéis que la gente puede escupir veneno.

Briony volvió a sentarse en la silla.

—Los detesto. ¿El rey? Preferiría casarme con Ludís Drakava… ¡Al menos no oculta que es un canalla!

Finn Teodoros se levantó del banco y se arrodilló junto a ella, no sin dificultad.

—¡Por favor, alteza, os suplico que midáis vuestras palabras! Aquí estamos rodeados por espías y enemigos. No sabéis quién puede estar escuchando.

—¿Asesinar a mi querido Kendrick? —Briony reprimió las lágrimas—. ¡Dioses! ¡Ojalá yo hubiera muerto en lugar de él!

Cuando Finn Teodoros se marchó, Feival parecía tan agitado como Briony. Fue al escritorio y se quedó un rato mirando las cuentas domésticas, pero pronto se levantó y se puso a ordenar cosas que ya estaban ordenadas.

Briony, que había empezado a calmarse, no estaba de ánimo para soportar las idas y venidas de Feival Ulian. Entre su confusión acerca de Eneas, el mensaje de los caverneros, la enfermedad de Iwie y muchos otros asuntos, ya tenía preocupaciones de sobra. Estaba pensando en salir a caminar por los jardines del palacio y disfrutar la luz del atardecer cuando Feival se acercó y se sentó frente a ella.

—Alteza, ¿puedo hablar con vos? Os tengo que decir algo. —Aspiró hondo—. Creo… deseo… creo que os tendríais que ir de Tessis.

—¿Qué? ¿Por qué?

Él se acomodó las medias.

—Porque aquí corréis peligro. Porque han atentado dos veces contra vos. Porque estos cortesanos son mentirosos y traidores… No os podéis fiar de nadie.

—Me fío de ti. Y de Finn.

—No podéis fiaros de nadie. —Feival se levantó y se puso a caminar, recogiendo y acomodando cosas que ya había movido varias veces—. Porque todos tienen un precio.

Briony estaba asombrada.

—¿Estás tratando de decirme algo sobre Finn?

Él se volvió, con la cara roja de furia.

—¡No! ¡Trato de deciros que este lugar es un nido de víboras! Les oigo hablar todos los días… Veo lo que hacen… Eres demasiado buena para este lugar, Briony Eddon. Vete. ¿No tienes familia en Brenia? Acude a ellos. Es una corte pequeña… He estado allá. La gente no es tan… ambiciosa.

Ella sacudió la cabeza.

—¿De qué estás hablando, Feival? Si no te conociera, pensaría que te has vuelto loco. ¿Brenia? ¿La familia de mi madre? Apenas los conozco…

—Entonces id a otra parte —dijo Feival, demudado—. Este lugar es horrible.

Salió y se encerró en la habitación diminuta donde tenía su cama. Se negaba a explicar qué lo había contrariado tanto, y al día siguiente parecía demasiado abochornado para comentar el episodio.

* * *

Qinnitan se despertó mareada, compungida y enferma. Había pasado media decena desde que ella y el hombre sin nombre habían dejado Agamid, y su vida se había asentado en una rutina de infelicidad.

Tenía el tobillo sujeto a una cuerda corta anudada alrededor de uno de los listones de la borda de la barca. Podía levantarse y estirarse, y sentarse torpemente en la borda para orinar, pero si se dejaba caer sólo colgaría sobre el agua hasta que alguien la subiera. Ahora que Palomo no estaba y su captor no se valía del niño para dominarla, se había asegurado de que no se matara. La entregaría al autarca con vida, aunque ella no quisiera.

Su torturador ahora tenía aliados. Los supervivientes del incendio, diezmados y sin barco, aguardaban en Agamid el arribo del resto de la flota del autarca, así que su captor había tenido que buscar otras soluciones. Había alquilado una barca pesquera, junto con un agrio capitán llamado Vilas y sus dos fornidos hijos. Los tres estaban tostados por el sol, pero aun así daban una impresión húmeda y viscosa, como si hubieran salido de un charco dejado por la marea. También compartían un rasgo familiar, una única ceja gruesa, y sólo hablaban perikalés de los bajos fondos, un idioma que su captor entendía pero que para Qinnitan sonaba como si constantemente se aclarasen la garganta para escupir. Salvo para mirarla con lascivia cuando el hombre sin nombre desviaba los ojos, los tres pescadores no demostraban el menor interés en ella: el hecho de que fuera una prisionera no les molestaba en absoluto.

Qinnitan tenía poco que hacer mientras la costa pasaba salvo mirar y esperar… y pensar. Mientras roía el trozo de galleta que un hijo de Vilas le había arrojado como si fuera un perro, se preguntaba cuánto faltaba para que el hombre sin nombre la entregara al autarca. Hacía días que habían dejado Agamid, pero las tierras de Jellon aún no estaban a la vista. ¿Adonde se dirigían? Si seguían al autarca, ¿por qué Sulepis viajaba tan al norte? Sin duda ganaría más conquistando la vasta Hierosol con sus tesoros y su control del lado norte del mar Osteyano. ¿Por qué el monarca más poderoso del mundo navegaría hacia las tierras boscosas de Eion?

Más aún, ¿por qué el autarca se había tomado la molestia de separar a Qinnitan de su familia? Nunca había tenido sentido. ¿Por qué escoger como esposa a una muchacha cuyo padre era un sacerdote menor? ¿Por qué no hacer nada con ella, salvo someterla a una extravagante instrucción religiosa?

¿Y por qué el rey norteño Olin también se había interesado en ella? Era un hombre amable, pero eso no explicaba por qué la había elegido entre todas las muchachas que trabajaban en la fortaleza hierosolana.

Un momento. Qinnitan se puso de pie, súbitamente alborotada, pero a los dos pasos llegó al límite de la cuerda que la sujetaba. Se tragó la frustración, decidida a aferrar ese pensamiento. El autarca la había elegido por algo que ella nunca había entendido. Ahora se dirigía al norte, siguiendo la costa de Eion. El rey extranjero, el prisionero, había creído reconocer algo en Qinnitan… ¿Una semejanza, había dicho? ¿El autarca se dirigía allí, a las tierras del rey Olin? ¿Todos se dirigían allí?

No tenía sentido, pero por un momento, en ese mar extenso y liso, rodeada de enemigos, tuvo la sensación de haber descubierto algo.

* * *

Sin nada que hacer y poco que comer, Qinnitan no dormía bien. De noche se acurrucaba en su delgada manta durante horas, y mientras esperaba el alivio del sueño trataba de no imaginar lo que el autarca le tenía reservado. Por la mañana mantenía los ojos cerrados mucho después de despertarse, escuchando los graznidos de las aves marinas y rogando para dormirse de nuevo, para regresar al olvido aunque fuera por un tiempo breve, pero rara vez lo conseguía. A menudo se despertaba cuando su captor aún dormía, mientras Vilas o uno de sus hijos manejaba el timón.

Al cabo de pocos días de observar a su captor, Qinnitan llegó a entender que era un animal de costumbres: se despertaba todas las mañanas a la misma hora, cuando la cobriza luz del alba se derramaba en el este. Después realizaba una serie de ejercicios de estiramiento, pasando de uno a otro con la regularidad del gran reloj de la torre principal del Palacio del Huerto, como si estuviera hecho de ruedas y engranajes y no de carne y hueso. Luego, mientras Qinnitan observaba con ojos entornados, fingiendo dormir, ese hombre pálido y común que tenía la vida de ella en sus manos sacaba un frasco negro de la capa, lo destapaba, sumergía una especie de aguja en el frasco y lamía lo que había extraído. Luego tapaba el frasco con mucho cuidado y lo guardaba en la capa. Luego comía pescado seco y bebía un sorbo de agua. Una mañana tras otra, los ritos del estiramiento y del frasco se repetían sin cambios.

¿Qué había en el frasco negro? Qinnitan no tenía ni idea. Parecía veneno, pero, ¿por qué un hombre ingeriría veneno por decisión propia? Quizá fuera una medicina potente. Pero aunque no podía entenderlo, valía la pena estudiar ese ritual, y estudiarlo minuciosamente. Como no le quedaba nada, había empezado a acumular ideas tal como un tacaño acumula monedas.

* * *

Qinnitan estaba en silencio, con los ojos cerrados, pero se había vuelto tan sensible a los cambios en la hora y la temperatura que podía sentir el primer calor del amanecer en la cara helada.

¿Cómo podía escapar de su captor? Y, si no lo conseguía, ¿cómo podía poner fin a su vida antes de que él la entregara al autarca? Incluso aceptaría una muerte tan horrible como la de Luian. Al menos el estrangulador había sido relativamente rápido. La aterraba lo que le harían los servidores del autarca mientras aún estuviera viva…

El chasquido de la tapa del frasco negro interrumpió sus reflexiones, y luego el imprevisto sonido de la voz de su captor.

—Sé que no estás dormida. Tu respiración es diferente. Deja de fingir.

Qinnitan abrió los ojos. Él le clavaba sus ojos, que brillaban como festejando una broma personal. Mientras guardaba el frasco en la capa, sus nudosos músculos se movían como serpientes bajo la piel de los antebrazos. Era muy fuerte, y rápido como un gato. ¿Cómo podría escapar de él?

—¿Cómo te llamas? —le preguntó por centésima vez. Él la observó, curvando los labios con ironía o desprecio.

—Vo —dijo—. Significa «de». Pero no soy «de» nada. Soy el fin, no el principio.

Qinnitan quedó tan sorprendida por ese pequeño discurso que por un momento no supo qué responder.

—No… no entiendo. —Trató de hablar con calma, como si no fuera insólito que ese asesino silencioso divulgara algo sobre sí mismo—. ¿Vo?

—Mi padre era de Perikal. Su padre era un barón. El apellido familiar era «Vo Jovandi», pero mi padre lo deshonró. —Rio. Había algo raro en él, pensó Qinnitan, algo extraño y febril. Qinnitan casi tenía miedo de continuar—. Así que renunció al apellido y se fue a la guerra. Fue capturado por el autarca y terminó siendo un Sabueso Blanco.

Aun para Qinnitan, que había vivido gran parte de su vida en el aislamiento de la Colmena y la Reclusión, el nombre de ese regimiento de asesinos norteños era estremecedor. Conque ése era el motivo por el que un hombre blanco de Eion hablaba perfectamente en xixiano.

—¿Y tu madre?

—Era una puta —dijo él con indiferencia, pero desvió los ojos por primera vez, mirando el destello del amanecer que se desparramaba por el horizonte como una mancha de aceite en llamas—. Todas las mujeres son putas, pero ella no lo ocultaba. Él la mató.

—¿Qué? ¿Tu padre mató a tu madre?

Él volvió a mirarla con ojos llenos de desprecio.

—Ella se lo buscó. Le pegó. Y él le partió la crisma.

Qinnitan ya no quería que él siguiera hablando. Alzó las manos temblorosas, como para ahuyentar esas cosas.

—Yo también la habría matado —dijo Vo, y se levantó para ir a hablar con Vilas, que estaba manejando el timón.

Qinnitan se quedó sentada en la brisa helada todo el tiempo que pudo, luego se acercó a la borda y vomitó el escaso contenido de su estómago. Cuando terminó, apoyó la mejilla en la madera húmeda y fría de la borda. La costa amortajada por la niebla era casi invisible, y la barca parecía viajar en un lugar solitario entre dos mundos.

* * *

Algo había cambiado. En los días siguientes Vo estuvo más locuaz que de costumbre. Mientras la barca viajaba al norte siguiendo la costa, se acostumbró a hablarle un poco cuando terminaba su ritual de la mañana. En ocasiones mencionaba lugares en que había estado y cosas que había visto, fragmentos de su vida y su historia, pero no volvió a hablar de sus padres. Qinnitan procuró escuchar atentamente, aunque a veces le costaba: ese hombre no hacía ninguna distinción entre comer una comida y matar a un hombre. Su charla no era amigable, no había ningún contacto. Era como si después de lamer la aguja lo dominara una compulsión, como si el contenido de ese frasco le provocara un éxtasis que le impedía guardar silencio. Esa fiebre nunca duraba demasiado, y después estaba enfadado y resentido con ella, y le daba menos comida o la trataba con rudeza sin ningún motivo, como si ella lo hubiera inducido a hablar.

—¿Por qué dices que todas las mujeres son putas? —le preguntó una mañana—. No sé qué te habrá dicho el autarca de mí, pero yo no lo soy. Todavía soy virgen. Me estaba educando para ser sacerdotisa. El autarca me sacó de la Colmena y me puso en la Reclusión.

Vo alzó los ojos. El control férreo que dominaba cada uno de sus actos se aflojaba en esa primera hora de la mañana.

—La prostitución no tiene nada que ver con… el apareamiento —dijo, como si esta palabra tuviera mal sabor—. Una prostituta se vende por protección, comida o riquezas. —Miró a Qinnitan de arriba abajo, con indiferencia—. Las mujeres sólo pueden ofrecerse a sí mismas, y eso es lo que venden.

—¿Y tú? ¿Qué vendes tú?

—Ah, yo también me prostituyo, no lo dudes —dijo él, riendo. No se reía con frecuencia, y el sonido era torpe y rabioso—. La mayoría de los hombres lo hacen, salvo los que nacen con riqueza y poder. Ellos son los compradores. Los demás somos sus rameras.

—¿Entonces eres la prostituta del autarca? —dijo ella con deliberado desdén—. ¿Me entregarás a él para que me torture y me asesine, sólo para ganar su oro?

Él se miró la mano un largo momento, y luego la alzó ante ella.

—¿Ves esto? Podría desnucarte en un santiamén, o clavarte los dedos en los ojos o entre las costillas para matarte, y no podrías hacer nada para impedirlo. Soy tu dueño. Pero en mis tripas hay algo que pertenece al autarca. Si no hago lo que me ordena, me matará. Muy dolorosamente. Así que él es mi dueño. —Vo se levantó, meciéndose un poco con el vaivén del oleaje, y la miró con ojos vacíos mientras la fiebre volvía a pasar—. Como la mayoría de la gente, pierdes el tiempo tratando de descifrar el sentido de las cosas.

»El mundo es una bola de estiércol y nosotros somos los gusanos que viven allí y se devoran entre sí. —Le dio la espalda y añadió—: Gana el que devora a todos los demás… Pero aun así, sólo será el último gusano con vida en un pedazo de mierda.