25
En Sueño
Se dice que las hadas llamadas nocturnales salen sólo de noche, y que roban los sueños de los mortales porque no tienen sueños propios. También se dice que los nocturnales adoptan a los fantasmas de los mortales que han fallecido sin la bendición del Trígono y los usan como cazadores.
Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand
La nube de oscuridad cubría gran parte del cielo cuando Barrick empezó a ver los primeros puentes sobre el Esfumado, signos de la ciudad que se aproximaba. Al principio no entendió que esas formas asimétricas eran puentes, porque parecían losas irregulares de piedra natural erosionadas por el viento y el agua. Al ver más partes de Sueño, comprendió que ése era el estilo de los nocturnales: sus construcciones más minuciosas parecían accidentes grotescos, con muy pocas líneas rectas.
Había más tráfico en el Esfumado, aunque todas las embarcaciones que veían, grandes y pequeñas, guiadas por nocturnales o por blemmis como el que impulsaba su propio bote, pasaban en fúnebre silencio. Pero era indudable que los ocupantes de las otras naves reparaban en Barrick y Pick: aun el pescador nocturnal más humilde miraba a los soleados como si nunca hubiera visto nada tan desagradable en su larga vida.
—¿Por qué nos miran así? —susurró Barrick—. ¿Nos odian?
Pick se encogió de hombros, y luego alzó su cuenco sobre la borda para llevarle más agua a su amo.
—No aman a nuestra especie, desde luego.
—Pero dijiste que muchos de los nuestros vivían aquí como sirvientes.
—Ah, sí. El amo tiene muchos. Y no todos son wimmuai; algunos vinieron de las tierras soleadas, como tú y yo.
—Entonces, ¿por qué los nocturnales nos miran así?
Pick hizo una pausa mientras volvía a ponerse bajo la tienda de cubierta.
—Seguro que sólo miran nuestro bote porque pertenece a Qu’arus. Quizá se preguntan por qué no lo ven a él; es muy conocido en Sueño.
El hombre harapiento volvió a atender a su amo moribundo y no quiso responder más preguntas.
Pronto llegaron a la primera luz oscura, un farol encima de un puente alto que parecía ser un caldero que irradiaba negrura: no una nube, como humo, sino algo más fino y menos tangible, una mancha que se expandía por el día gris. Se alzaba sobre ellos como una sombra cuando pasaron bajo el puente. Barrick sintió un frío en el corazón.
Mientras el laberinto de la ciudad crecía alrededor de ellos, la oscuridad se acrecentaba. Pasaron frente a más luces oscuras, instaladas sobre puentes o en faroles sobre paredes toscas. El mundo era cada vez más oscuro, como si la noche hubiera caído sobre las tierras de las sombras, pero era una noche extraña que se difundía en charcos desde las luces oscuras en vez de cubrirlo todo por igual: por largo tiempo el crepúsculo colgó sobre sus cabezas, y el brillo del cielo gris asomaba en retazos entre las luces oscuras con la claridad de un mediodía radiante. Pero pronto no hubo más retazos: el crepúsculo desapareció por completo tras un manto de espesa oscuridad.
Y con esa oscuridad vinieron los nocturnales, saliendo como termitas de un tronco partido, aunque al principio Barrick sólo distinguía siluetas difusas que atravesaban las calles de ambos lados del río y cruzaban los puentes, grises y borrosas como fantasmas. Cuando los ojos se le acostumbraron a las luces oscuras, pudo verlos mejor. El color de su piel siempre parecía el mismo, pero los nocturnales eran tan diferentes como los qar que había visto en el campo de Kolkan: algunos habrían podido pasar por humanos, pero otros tenían formas tan perturbadoras que Barrick dio gracias a los dioses por que llevaran una túnica. Y no podía deshacerse de la sensación de que cada nocturnal lo observaba.
El río Esfumado se convirtió en un ancho canal con bordes de piedra, y las orillas estaban cubiertas de muelles y edificios, algunos tan altos que Barrick no veía la parte superior sobre la turbiedad de las luces oscuras. Mientras se internaban en la ciudad, y el blemmi remaba infatigablemente, Barrick tuvo la sensación de que algo lo devoraba.
El Esfumado pronto se dividió en una serie de cauces menores. El blemmi se internó en uno y luego en otro, como si supiera exactamente adonde iba. Cuanto más pequeños eran los canales, menos peatones había, hasta que al fin nada se movía en esa parte de la lúgubre ciudad de piedra salvo su propio bote.
Habían llegado a una zona de silenciosos edificios de mármol sumidos en la oscuridad. Enormes sauces bordeaban la orilla, meciendo sus ramas en la brisa, pero el vecindario parecía tan muerto como un mausoleo. El blemmi aminoró la velocidad y se detuvo en un muelle largo y ornamentado. Mientras Barrick se agazapaba en la popa, sorprendido por el súbito final del viaje, varios nocturnales vestidos de negro salieron de la oscuridad, sigilosos como gatos, y llenaron el muelle. Una de esas sombras, una mujer, se aproximó y los demás le cedieron el paso. Se detuvo en el extremo del muelle, extendiendo las manos como si caminara en sueños. Pick había plegado la tienda. La mujer miró a Qu’arus, que yacía en el fondo del bote. Al principio Barrick pensó que la mujer usaba una especie de cogulla, pero luego comprendió que la coronilla de su cabeza lampiña estaba cubierta por una placa semejante al caparazón de un escarabajo. Tenía rasgos delgados y móviles (su cara parecía humana, salvo por su palidez cadavérica), pero gran parte de la piel estaba revestida con un caparazón óseo. No podía estar seguro a causa de sus extraños ojos de nocturnal, pero le pareció que ella había estado llorando.
La mujer habló con voz suave, aunque el idioma era áspero. Para Barrick, las breves palabras podían haber sido una bendición o una maldición.
Pick la miró con extraña satisfacción.
—Lo he traído a casa, señora.
Ella guardó silencio un instante, y luego emprendió el regreso. Su sedosa vestimenta negra ondeaba sobre sus tobillos como niebla. Otros nocturnales sacaron a Qu’arus del bote con ayuda de Pick, lo llevaron por el muelle y subieron la escalera de una casa grande y oscura.
—Entra pronto —susurró Pick—. Pronto será Reposo, y saldrán los aulladores. —Después de esta incomprensible advertencia, siguió al cuerpo de su amo por el muelle. Otro sirviente, cuya piel gris estaba tan arrugada como un nido de avispas, sujetó una cuerda a la cintura del blemmi, lo condujo entre los sauces y rodeó el flanco de la maciza casa de piedra. Barrick miró el lugar donde antes yacía Qu’arus y vio una capa de lana gris. Sin duda la había puesto Pick, para proteger a su amo de los ásperos tablones de la cubierta. Barrick la recogió y algo se cayó de la capa, haciendo ruido. Se sobresaltó, pero estaba solo en el muelle. Lo que se había caído era una espada corta con una funda negra y austera. Al desenvainarla, Barrick vio con aprobación que tenía bordes afilados como una navaja de afeitar, la clase de arma que no había tenido desde que había luchado contra los qar con Tyne Aldredge. Volvió a envolverla en la capa y buscó un lugar para ocultarla. Oyó un susurro a su lado y se sobresaltó tanto que casi dejó caer ambos objetos al río.
—Esperamos que no entres —graznó Skurn, plegando las alas—. Es la casa de un hombre de la noche.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? Quizá logre averiguar dónde está el Portal de Torcido. Quizá consiga algo para comer que no tenga muchas patas.
—Como quieras. —El cuervo saltó a la borda del bote y le dio la espalda a Barrick—. Nosotros nos quedamos aquí. No nos gusta ese lugar siniestro y laberíntico.
* * *
Como gran parte de la ciudad de Sueño, la casa de Qu’arus era intrincada como el interior de una concha marina, una sucesión de pasillos sin ventanas, con paredes de piedra a veces ásperas, a veces lisas, pero siempre húmedas. Crecía moho sobre la piedra gris y en ciertos rincones el agua goteaba al suelo y se desplazaba por conductos de poca profundidad, pero el moho también crecía sobre blancas estatuas de mármol de increíble delicadeza, y el agua siempre gorgoteaba por los corredores junto a suntuosas alfombras que tenían bellos y complejos dibujos en blanco y negro. Veía todo esto gracias a las pequeñas semiesferas verdes y perladas de las paredes y del suelo. Al principio Barrick pensó que eran piedras luminosas, pero pronto comprendió que eran hongos.
Alcanzó a los sirvientes que llevaban el cuerpo de Qu’arus a la sala principal. La casa era desagradable; el silencio, perturbador; la oscuridad, opresiva. De no haber sido por los cambios que le habían hecho los durmientes, no habría cabido en sí mismo de la inquietud. La casa le disgustaba tanto que poco después de entrar ya quería salir de allí. Pero no conocía la ciudad, y no sabía adonde tenía que ir. ¿Qué le habían dicho los durmientes?
Hay un solo modo en que puedes llegar a la Casa del Pueblo y ver al rey ciego antes de que sea demasiado tarde: debes viajar por los caminos de Torcido, que plegarán la distancia para que puedas cruzar los muros del mundo. Para lograrlo, debes hallar el portal de Sueño que lleva su nombre.
Pick no había oído hablar del Portal de Torcido, pero quizá los demás sirvientes supieran algo. Eso esperaba. Barrick no se animaba a interrumpir el duelo de esa dama de rostro pétreo para pedirle indicaciones.
En el pasado habría desesperado, pero ahora sentía la nueva fuerza en su brazo tullido, el modo en que se movía sin dolor. Pensó: Cualquier cosa es posible. Ahora soy una historia, como Anglin el Isleño, y nadie sabe cuál será el final, ni siquiera estos engendros insomnes…
—¡Ven conmigo! —Pick se había alejado de los demás y tiraba del brazo de Barrick—. Iremos a los aposentos de la servidumbre. Allí serás menos obvio.
—¿Menos obvio? Creí que estaban habituados a los soleados.
Pick lo llevó por un pasillo que descendía en espiral.
—Aquí las cosas están raras. Diferentes de lo que esperaba.
—El señor de la casa ha muerto. ¿Pensabas encontrar celebración?
Siguieron bajando, atravesando un jardín de frondas pálidas, docenas de plantas que parecían haber crecido en el fondo de un arroyo. Quizá fuera la luz de los hongos, pero en la casa nada tenía color.
—Aquí —dijo Pick, abriendo una puerta de madera y haciéndolo entrar en una vasta habitación de techo bajo. El aire tenía un olor agrio, pero por primera vez en Sueño encontró algo parecido a la luz natural, el destello rojizo de un gran fuego que ardía en el centro de una vasta extensión de piedra rodeada por lo que parecía un foso vacío. Limitados por esta zanja de piedra, echados sobre troncos y sobre pilas de piedras, había más de una docena de enormes lagartos negros del tamaño de sabuesos.
—¡Por los Tres, dijiste los aposentos de la servidumbre!
Pick volvió a tirarle del brazo.
—Compartimos el fuego. A los nocturnales no les gusta el calor y la luz. ¿Ves?
Al otro lado de la amplia habitación había varios hombres acurrucados en las sombras. Como su guía, usaban ropas hechas de trapos y retazos, y Barrick comprendió que Pick no se vestía así por gusto personal: los sirvientes humanos habían recibido harapos y se habían confeccionado la ropa con ellos. A pesar del calor, sintió un escalofrío.
—Pero dijiste que Qu’arus valoraba a sus soleados.
—¡Y así era! Otros nocturnales ni siquiera los aceptan.
Barrick encaró al hombre harapiento.
—Me dijiste que nuestra especie era común aquí.
Pick parecía asustado.
—En la casa de Qu’arus, sí.
—Me mentiste.
—Yo… no te dije toda la verdad. Tenía miedo de volver solo. —Bajó la voz—. Por favor, no te enfades conmigo.
Barrick miró al hombre con asombro. Sentía ganas de pegarle, pero recordó que las cosas podían haber ido mucho peor: al menos había llegado a la única casa de todo Sueño donde podía entrar sin que lo asesinaran.
Uno de los hombres que estaba contra la pared se movió.
—¿Quién viene contigo, Beck?
Barrick enarcó las cejas.
—¿Beck? ¿Ni siquiera me dijiste tu verdadero nombre?
—El amo lo pronuncia Pick. Así me llama él. No mentí.
—¿A quién has traído? —insistió el hombre del rincón—. Ven donde podamos verte.
Beck se acercó a los demás. Mientras susurraban entre ellos, Barrick meneó la cabeza y lo siguió. Los otros soleados estaban sentados en una especie de nido de paja. Salvo por el que hablaba con Beck, los demás parecían adormilados, con ojos vacíos y cara floja; algunos miraron sin curiosidad cuando Barrick se acercó, pero los demás ni siquiera alzaron la vista.
—Ah, veo que el agua fluye con menos caudal —dijo el hombre barbado que estaba junto a Beck. Miró a Barrick de arriba abajo. Tenía cejas largas y pobladas—. Y las aves vuelan más lejos.
—¿Qué significa eso? —preguntó Barrick, acomodándose en la paja. El desconocido tenía una barba larga y fina y las arrugas de su rostro parecían tan profundas como si las hubieran tallado con un cuchillo en madera blanda.
—Que los dioses lo ven todo. —El hombre asintió—. Todo lo que ellos ven será.
—Finlae era sacerdote —dijo Beck—. Sabe muchas cosas.
—Sé demasiado —dijo Finlae—. Por eso los dioses me dispararon una flecha en el cerebro, para prender fuego a mi mente. Porque yo veía sus triquiñuelas y cantaba sus historias para la gente. Les advertía. Pero ellos se reían y me arrojaban piedras y huesos. ¡Piedras y huesos!
Barrick sacudió la cabeza. Con razón Beck había mentido para que lo acompañara. La compañía de ese viejo loco debía ser bastante insatisfactoria al cabo de un tiempo. Miró a los demás sirvientes (o esclavos, por decirlo con precisión) y no vio mucha inteligencia en sus ojos. Si los habían criado como ganado, como había sugerido Beck, el criador había hecho bien su trabajo. Tenían la estúpida placidez de las vacas lecheras.
—¿Dónde está Marwin? —preguntó Beck.
Finlae meneó la cabeza.
—Subiendo jarras y frascos del sótano. La dama estuvo llorando todo el día, pero sólo yo pude oírla. Y ahora preparan el banquete. Para enviar el alma del amo al otro lado entre lágrimas y humo. —Fijó sus brillantes ojos en Barrick—. Tú has viajado durmiendo al Intersticio. Él viajará al más allá sin dormir.
Barrick apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos. Sólo quería descansar, quizá dormir unas horas, y luego abandonar esa guarida de dementes. Aquí nadie lo ayudaría, y menos Beck y ese lunático llamado Finlae.
Abrió los ojos al sentir que le tocaban la cara. Estiró el brazo tullido y apretó. Alguien gimió de dolor. Beck, comprendió que era Beck.
—No me lastimes.
—¿Por qué me tocaste?
—Yo… yo te conozco.
Abrió los ojos. Beck estaba acuclillado sobre la paja. El viejo Finlae se había dormido.
—¿De qué estás hablando? Claro que me conoces. Vine aquí contigo.
—Te conozco… de antes. ¿Cómo te llamas?
Barrick entornó los ojos.
—¿Por qué iba a decírtelo?
—¡Te conozco! Te he visto antes. Nos hemos… creo que nos hemos conocido… antes…
Comprendió que aún apretaba los dedos de Beck con tal fuerza que el otro hacía muecas de dolor. Lo soltó.
—¿Antes? ¿Quieres decir antes de que vinieras aquí? —Era posible. A fin de cuentas, no era desconocido en el mundo del otro lado de la Línea de Sombra. ¿Y qué había de malo en admitirlo?—. Me llamo Barrick. Barrick Eddon. ¿Aún crees que me conoces?
El otro puso cara de gratitud.
—¡Por los dioses, sí! ¡Ya recuerdo! ¡Tú… eres el príncipe! ¡Por los Tres, sí, eres el príncipe!
—¡No tan alto! Sí, lo soy. —Pero era extraño: no tenía la sensación de serlo. En el pasado, pese a su infelicidad, nunca había puesto en duda que era el hijo de un rey. Ahora parecía la vida de otro, una historia que había oído pero que nunca había vivido.
—Tú y tu hermana… —Beck agitó las manos, emocionado—. Tú me hablaste. Me hiciste preguntas. Después de la primera vez… —Agachó la cabeza—. Después de la primera vez que vi a los crepusculares.
—Si tú lo dices. —Barrick no recordaba a ese hombre.
—¿De veras no recuerdas? Mi nombre… —Beck hizo una pausa, entornando los ojos. Era evidente que hacía tiempo que no evocaba ese recuerdo—. Mi nombre es Raemon Beck.
El nombre no significaba nada para él, pero Barrick lo prefería así: no quería saber nada del pasado. Recordaba bastante del «antes» al que se refería Beck, pero los recuerdos eran distantes y chatos, despojados de emociones, como el dolor disminuido de una vieja herida. Incluso los pensamientos sobre su hermana, que debían significar más, parecían ser algo que había estado guardado tanto tiempo que había perdido su sabor. Y Barrick prefería dejar las cosas así.
—¿Qué son esas criaturas? —preguntó, señalando los lagartos negros que estaban apiñados alrededor de las llamas, en el centro de su fosa, como esclavos de Kernios en el inframundo—. ¿Por qué están aquí?
—Salamandras; lagartos del fuego. Son las mascotas del amo. A él le gusta alimentarlas. O le gustaba.
Y las alimentaba mejor que a ti, pensó Barrick, sin decirlo.
Raemon Beck quiso preguntarle cómo había cruzado la Línea de Sombra, pero Barrick no quería conversar y al fin Beck desistió; pronto sólo se oyó el crepitar del fuego y los ronquidos de Finlae.
* * *
En su sueño (pues tenía que ser un sueño, aunque no recordaba haberse dormido), los ojos del lagarto eran tan brillantes como las llamas que lo rodeaban. La negra criatura no estaba sentada junto al fuego sino dentro de él, agazapada en un tronco partido que ardía y se ennegrecía.
¿Quién eres tú, que vienes aquí sin mosaico ni estanque?, le preguntó con voz musical.
—Soy un príncipe, hijo de un rey —dijo Barrick.
No, eres una hormiga, hija de otra hormiga, declaró la salamandra con desgana; un insecto con una pizca de poder en las venas, pero insecto al fin. Correteas de aquí para allá, y pronto morirás. Quizá veas mi regreso. Quizá esa gloria dé cierto sentido a tu vida insignificante.
Quería insultar a esa criatura cruel y arrogante, pero la mirada del lagarto lo tenía prisionero, tan desvalido como si de veras fuera la mísera criatura que él decía. Sintió frío en el corazón.
—¿Qué eres tú?
Soy y siempre fui. Los nombres no importan para mi especie. Tú sabes quiénes somos. Sólo tu especie, con sus sentidos imitados y su vida efímera, insiste en la tiranía de los nombres. Pero no puedes dominar algo con sólo nombrarlo, aunque tus sabios digan lo contrario.
—Si importamos tan poco, ¿por qué me hablas?
Porque eres una curiosidad, y aunque ya no debo esperar mucho, me han obligado a permanecer ocioso demasiado tiempo. Estoy aburrido, y hasta una hormiga puede entretenerme. Agitó la cola de un lado a otro, arrancando una lluvia de chispas. El crepitar del fuego se intensificó. Barrick apenas pudo oír las últimas palabras de la salamandra.
—Te mataría si pudiera —le dijo.
La risa era tan hermosa como la voz, cantarina y argéntea.
¿Puedes matar a la oscuridad? ¿Puedes destruir la tierra sólida o asesinar a una llama? Ah, eres muy divertido…
El ruido de la llama se había vuelto tan fuerte como si hablara otra persona… no, más de una persona. El fuego hablaba con varias voces, y las lenguas de luz rojiza se elevaban y envolvían al lagarto negro.
—Cuando un pobre hombre trata de dormir… —dijo una de las voces—. Burbujeando y barbotando.
—Cállate la boca, Finlae —dijo Beck.
—¿Por qué querrían hacer eso? —dijo una voz que Barrick no había oído antes—. No dañan…
Barrick abrió los ojos. Raemon Beck y el viejo Finlae hablaban con un tercero, un sujeto corpulento de pelo desparejo, como heno cortado atolondradamente.
—Oíste mal —le dijo Beck al recién llegado, y vio que Barrick se incorporaba—. Éste es Marwin.
—Conocí a alguien llamado Marwin —dijo lentamente el grandote. Tenía un acento parecido al de Qu’arus—. Eso es todo lo que dije. Quizá fuera yo, pero no puedo recordarlo.
—Exacto —dijo Beck—. Tu memoria es mala y tus oídos no son mucho mejores, así que debes estar equivocado.
El hombre se volvió hacia Barrick.
—No me equivoqué. Estaban hablando de los lagartos… Los hijos del amo y el hermano del amo hablaban con la señora. «Libraos de ellos», les dijo ella. «No soporto su olor ni su modo de hablar». Y los hombres fueron a buscar garrotes y lanzas.
—¿Ves? —dijo Beck—. Marwin es un lelo y entiende todo mal. ¿Por qué ella diría eso? Los lagartos no hablan.
Por un instante Barrick recordó algo sobre un lagarto parlante (¿había sido un sueño?), y sintió un cosquilleo en la nuca.
—¿Les oíste decir «lagartos»? —preguntó.
Marwin se encogió de hombros.
—Dijeron o hasyaak k’rin sanfarshen, que significa «los animales del sótano». —Miró la amplia habitación, frunciendo el ceño—. Y éste es el sótano.
—Necios. —Barrick se puso de pie, súbitamente agitado—. No están hablando de unos sucios lagartos: están hablando de nosotros.
—¡No nos lastimarían! —exclamó Beck, palideciendo—. ¡El amo nos quería!
—Aun así, vuestro amo está muerto.
—Cuando salí de los árboles, me cantó con los ojos —dijo Finlae.
—No lo dudo… pero no me importa —dijo Barrick—. Ayúdame a salir de aquí, Beck. Los demás podéis quedaros a morir, si lo deseáis.
—Pero estoy muy cansado —dijo Marwin como un niño enfurruñado—. Estuve trabajando todo el día. Quiero dormir.
—Cansado, sí. —Finlae se rascó la barba—. Los días son largos desde que Zmeos fue expulsado…
Barrick no quería perder tiempo ni desperdiciar energía. Cogió a Raemon Beck del cuello y lo obligó a levantarse.
—Entonces disfrutad vuestro sueño. Me temo que será largo.
Beck aún estaba aturdido cuando Barrick lo levantó, como si no entendiera lo que ocurría, pero Barrick no se molestó en explicárselo de nuevo. Los enormes lagartos negros ni se movieron cuando ellos pasaron, pero Barrick recordó la mirada feroz de algo que había visto en un sueño y trató de alejarse a toda prisa.
¿Puedes matar a la oscuridad?, le había preguntado esa cosa.
—¿Hacia dónde? —susurró cuando llegaron al corredor. Beck no respondió de inmediato, pero Barrick oyó pisadas que se acercaban, así que empujó al hombre harapiento en dirección contraria—. ¡El bote! Llévame al bote.
Raemon Beck al fin pareció entender la situación. Se zafó de la mano de Barrick y lo guio por los corredores subterráneos de la casa. Mientras cruzaban un largo pasillo bordeado por puertas cerradas, cada una marcada con un símbolo distinto, oyeron un espantoso alarido, un grito de terror y dolor. Beck se detuvo como si le hubieran apuñalado el corazón. Barrick lo empujó.
—La familia de tu afectuoso amo está haciendo su faena —dijo—. ¡Apresúrate, o seremos los siguientes!
Gimoteando, Beck lo guio por una puerta sin marcas hacia un ancho edificio de madera que estaba a oscuras salvo por una hilera de hongos relucientes. Por un momento Barrick se alarmó al ver a alguien en la vereda frente a ellos, pero era sólo un blemmi. La criatura, que estaba engrillada a un poste con una gruesa cadena y de pie, se volvió para mirarlos pero no intentó detenerlos. Sus ojos anchos y ausentes relucían a la luz de los hongos; la boca redonda del vientre se fruncía como si el monstruo intentara hablar. Quizá fuera la misma criatura que los había llevado a la casa de Qu’arus en el bote.
—Éste es el cobertizo de los botes —le dijo Beck—. No sé abrir la puerta que da al río.
Barrick recordó la capa y la espada que había dejado en la casa.
—¿El otro bote todavía está fuera? ¿El que nos trajo?
—¿El bote del amo? Puede que sí. —Beck estaba aterrado, pero hacía lo posible por pensar—. Con todo lo que ha sucedido, quizá lo hayan dejado allí hasta la mañana.
—Vamos a mirar. ¿Podemos llegar allá desde aquí?
Esta vez Raemon Beck no perdió tiempo en discusiones. Guio a Barrick hacia la densa oscuridad del exterior, y se internaron en la sauceda de la orilla del río. Mientras rodeaban el costado de la casa y se dirigían al muelle, Barrick dio gracias a los dioses por que las casas de los nocturnales no tuvieran ventanas. Eso les daba una oportunidad de escapar antes de que los parientes de Qu’arus pudieran adivinar adonde habían ido.
No pudo ser. Cuando encontró la capa y la espada, Barrick oyó voces al lado de la casa: los nocturnales les habían seguido el rastro. Corrió hacia el muelle, seguido por Beck. El negro bote aún estaba allí.
—Gracias a los dioses, gracias a los dioses, gracias a los dioses —murmuró Barrick. Desató las amarras y calzó los remos en los toletes, tan rápida y silenciosamente como pudo. Un fulgor verde se aproximaba entre los sauces, probablemente un farol sostenido por sus perseguidores. Aparecieron dos más.
—Estamos en medio del Reposo —dijo Beck frenéticamente—. ¡Los aulladores!
—¡Maldición, cállate y sube, si piensas venir! —El hombre vaciló, y Barrick usó las manos para alejar el bote del muelle. Esto ayudó a Raemon Beck a decidirse. Saltó torpemente al bote, zamarreándolo tanto que Barrick le pegó furiosamente en la cabeza mientras lo sostenía para que no cayera por la borda.
—¡Agáchate, idiota! —rezongó. Con Beck acurrucado a sus pies, Barrick hundió los remos en el agua y se puso a remar con sigilo. La sombría masa de la casa de Qu’arus y las luces oscilantes de sus perseguidores se alejaron.
Barrick no redujo la velocidad hasta que se internaron en una serie de canales y las luces oscuras empezaron a disiparse y reapareció el crepúsculo. Mientras se inclinaba sobre los remos para recobrar el aliento, agotado pero maravillado por la nueva fuerza de su brazo tullido, vio que Raemon Beck estaba llorando.
—¡Por los Tres, hombre, no lamentarás haber dejado a esa gente! —protestó—. ¡Pudieron haberte matado! Quizá ya hayan despachado a tus amigos. —Él no lo lamentaba. No habría podido sacar a Finlae y al lelo Marwin de la casa a tiempo. Los habrían atrapado a todos y la misión de Barrick habría fracasado. Era una elección sencilla—. ¿Beck? ¿Por qué las lágrimas? Hemos salido.
El hombre alzó la cara polvorienta, surcada por las lágrimas.
—¿No entiendes? ¡Eso es lo que me asusta! ¡Hemos salido!
Barrick sacudió la cabeza.
—No te comprendo.
—Es Reposo. La hora en que los nocturnales se encierran en la casa.
—Mucho mejor. ¿Cuánto dura? Quizá encontremos el Portal de Torcido antes de que vuelvan a salir…
—¡Idiota! —El hombre volvió a sollozar—. Los aulladores andan por ahí: son mil veces peores que los nocturnales. —Cogió el brazo de Barrick—. ¿No entiendes? Sería preferible estar de vuelta en la casa de Qu’arus, y que sus hijos nos mataran a palos, en vez de que nos encuentren los solitarios. —Miró hacia el agua—. Sería preferible no haber nacido.