24
El fracaso de mil poetas
El Libro del Trígono sostiene que la guerra de los dioses se libró durante la época de los reyes del mar xixianos, muchos siglos antes de la fundación de Hierosol. La batalla de Llano Tembloroso constituye la primera aparición histórica de la legendaria reina Ghasamez (o Jittsammes, como la llaman los vutianos), que condujo a un ejército para luchar por la causa de Zmeos y los otros dioses rebeldes.
Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand
—¡Han irrumpido! ¡Los crepusculares han irrumpido! —Uno de los alguaciles de Martillo Jaspe cayó por la puerta de la cámara de la piedra tambor, sangrando y tambaleándose como un borracho.
Ferras Vansen se levantó tan rápidamente que casi tumbó al monje que tenía al lado. Afortunadamente el cavernero acababa de golpear la piedra tambor con algo que parecía la baqueta de un cañón y el mensaje de Vansen ya estaba enviado. Esperaba que los caverneros de Tessis lo recibieran.
—¿Dónde han irrumpido? —preguntó—. ¿Y cuántos son?
Otros dos hermanos del templo sostenían al guardia sangrante.
—Encima de las Salas Ceremoniales —jadeó el herido—, pero están casi en la caverna del templo. El preboste Jaspe y los demás se han replegado hacia los túneles angostos, frente a Caída del Telón, pero… no resistirán demasiado… Debemos enviar… enviar… —El hombre se aflojó y agachó la cabeza.
—Ponedlo al cuidado de los hermanos mayores —dijo Vansen—, y si está bien, dejadlo descansar un rato y enviadlo de nuevo. Necesitamos a cada hombre. ¿Dónde está el magíster Cinabrio?
—Cinabrio llevó a un contingente de alguaciles para examinar un derrumbe sospechoso bajo Cinco Arcos —dijo el hermano Níquel—. Tardará horas en regresar.
—Entonces necesito a alguien más. Necesito hombres que me acompañen a las Salas Ceremoniales. No puedo orientarme sin un guía cavernero. —Había aprendido por dura experiencia que sus aptitudes de explorador no servían de nada en esos túneles sin luz. Examinó la cámara de la piedra tambor—. En realidad, necesitamos a todos estos hombres, hermano Níquel. Más de la mitad de nuestros alguaciles están fuera del templo, así como Cobre y la mayoría de los hombres que trajo. Si los qar se abren paso, quedaremos separados de ellos y sitiados.
—Estos hombres son religiosos, no combatientes —dijo airadamente Níquel, señalando a la media docena de temerosos hermanos que escuchaban la discusión—. En todo caso, su tarea es escuchar la piedra tambor… sobre todo ahora, cuando acabamos de enviar mensajes. ¿Qué pasará si nuestros parientes de Sotopuente o Peña Oeste nos responden?
—Entonces deja uno, preferiblemente alguien que no sea apto para la lucha. Mándame al resto y diles que traigan cualquier arma que encuentren; azadas y palas de los jardines, si no hay otra cosa. Deben reunirse conmigo frente al templo cuanto antes: no hay tiempo que perder.
* * *
Era un grupo lamentable, no cabía la menor duda. Ferras Vansen tenía sólo media docena de hombres, la mayoría demasiado viejos o demasiado jóvenes, y ninguno de ellos tenía aspecto de haber peleado antes. Vansen usaba la armadura que le habían hecho los caverneros, pero sus voluntarios no contaban con ninguna protección salvo las antiparras de mica, los cascos de cuero y las chaquetas gruesas y holgadas que usaban para cavar en las húmedas y peligrosas profundidades.
—No se puede hacer nada al respecto —se dijo con pesadumbre. ¿Cuándo tropas como éstas habían ganado una batalla? Eran víctimas sacrificiales, no soldados—. ¿Dónde está Sílex Cuarzo Azul?
—Aquí —dijo el cavernero desde la puerta del templo. El hombrecillo bajó la escalera—. ¿Qué necesita, capitán?
Vansen se le acercó para que nadie más le oyera.
—Alguien debe ir a Cinco Arcos para ver a Cinabrio y decirle que estamos perdidos si él y sus hombres no vienen deprisa: los qar han penetrado encima de las Salas Ceremoniales. Pero no vayas en persona, ¿entiendes? Necesito que te quedes para cerciorarte de que Cobre y los demás acudan en nuestra ayuda cuanto antes. Debes ser tú, Sílex; no creo que estos sacerdotes entiendan el peligro.
Sílex frunció el ceño, reflexionando.
—Enviaré a alguien a buscar a Cinabrio ahora mismo, capitán, lo prometo. Pero pasarán horas antes de que él pueda llegar a la Escalera, aunque salga en cuanto lo encuentre el mensajero.
—No puede evitarse. —Vansen sacudió la cabeza—. Ah, me olvidaba. Busca a Chaven y pregúntale… No, acércate más, te lo debo susurrar.
Cuando Vansen terminó, Sílex lo miró con ojos desorbitados.
—¿De veras? ¿Veneno?
—Silencio, por favor. Me temo que sí.
—Entonces debemos rogar que los Ancianos de la Tierra ya no estén durmiendo… Que se despierten para ayudarnos.
Impulsivamente, Vansen extendió la mano para estrechar la del hombrecillo, sorprendiendo a Sílex.
—Hasta pronto, maese Cuarzo azul. Espero verte de nuevo, pero si los dioses disponen lo contrario, cuida a tu familia… y cuida a ese niño, sobre todo. Apuesto a que desempeñará un papel importante antes de que todo esto termine.
Sílex asintió.
—Y no se exponga más de la cuenta, capitán Vansen. Lo necesitamos. No se venda por las primeras pepitas que salgan del saco.
Ferras Vansen no sabía qué significaba eso, pero estrechó la mano de Sílex una vez más, dio media vuelta y ordenó a su lamentable tropa que lo siguiera.
—¡Que los Ancianos de la Tierra lo protejan! —dijo Sílex, y varios de los hermanos mayores reunidos en la escalera repitieron la frase con el sonido seco y susurrante de ratones correteando en un henar.
* * *
Sílex encontró a un joven acólito que parecía más sensato que algunos de sus compañeros.
—Busca al magíster Cinabrio en Cinco Arcos —le dijo—. Dile que los crepusculares han penetrado cerca de las Salas Ceremoniales y Vansen necesita a todos los hombres que pueda conseguir. Deprisa, muchacho.
Un furioso hermano Níquel esperaba cuando Sílex pasó frente a la casa capitular para ir a ver a Chaven.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Níquel—. No puedes dar órdenes a mis acólitos. Yo recibí la autoridad durante esta crisis. Yo actúo en nombre del abad, no tú.
—El capitán Vansen está a cargo de la defensa de este lugar y de toda Cavernal —protestó Sílex—. Cinabrio y el gremio te lo dijeron. Los qar han penetrado y Vansen necesitaba enviar un mensaje. No había tiempo para encontrarte y pedir tu aprobación.
Níquel frunció el ceño, pero no supo replicar.
—No te des ínfulas, ciudadano Cuarzo Azul —dijo al fin—. Tú y tu hijo mestizo iniciasteis este revuelo: gente pequeña, hadas, forasteros en nuestros Misterios. Algunos lo habrán olvidado, pero yo no. Y ahora me dicen que tu monstruoso hijo me ha causado aún más problemas. —Níquel acercó un dedo huesudo a la cara de Sílex—. Si es tan grave como sospecho, lo haré enviar de vuelta a Cavernal, y también a ti. No me importa lo que digan el gremio y tu capitán Vansen. —Echó a andar como un hombre dispuesto a aplastar a cada insecto en su camino.
Sílex tenía prisa por encontrar a Chaven el médico, pero parecía que el niño había vuelto a subir una cuesta de piedras movedizas. ¿Podría esperar ese recado? No quería dejar que Níquel tratara al niño con prepotencia. Era evidente que el monje estaba resentido con él. ¿Y si lo asustaba para echarlo? ¿Y si Pedernal huía del templo? Era demasiado peligroso que el niño saliera a solas.
—¡Fractura y fisura! —Sílex se golpeó las manos con frustración: el recado tendría que esperar. Siguió al hermano Níquel.
* * *
Las airadas voces parecían venir de la biblioteca. Cuando Sílex cruzó la sala delantera, tuvo una súbita premonición de lo que encontraría allí.
Para su pesar, tuvo razón: Pedernal estaba en medio de una multitud de furiosos monjes de túnica oscura, media cabeza más alto que ellos y tan sereno como una piedra alta en medio de un río caudaloso. Los ojos del niño se cruzaron con los de Sílex, pero siguieron escrutando las paredes como si evaluara la piedra antes de poner una hilada.
—¿Qué sucede aquí? —Sílex tuvo que hacer un esfuerzo para dominar su carácter. Sabía que el niño era especial (a veces se le revolvía el estómago al pensar con cuánta imprudencia Ópalo y él lo habían llevado a su hogar), pero nunca le había visto ni una pizca de maldad. Los metamorfos actuaban como si hubieran pillado a un ladrón o un asesino.
El hermano Níquel se volvió hacia él con la cara roja.
—Esto supera todos los límites hasta para ti, Cuarzo Azul —dijo el monje—. Este niño entró en la biblioteca, la mayor biblioteca de nuestro pueblo en el mundo, y empezó a tocar los textos con las manos. ¡Con sus manos mugrientas!
A pesar de su furia, Sílex estaba conmocionado: entrar sin autorización en la biblioteca no era una mera travesura. Era aún peor que entrar en los Misterios, porque los libros de la biblioteca (algunos contenían antiguas plegarias talladas en frágil pizarra con letras tan delicadas que ahora eran casi ilegibles, o grabadas en hojas de mica delgadas como pergamino) eran raros y frágiles. La gran biblioteca cavernera de Sotopiedra, un asentamiento que había estado durante siglos debajo de la antigua Hierosol, había sido destruida con gran parte de la ciudad en las inundaciones de cuatro siglos atrás, junto con la mitad de los habitantes del enclave subterráneo, y se había perdido por completo. Sílex estaba enterado de la catástrofe de Sotopiedra desde que había empezado a caminar. Era la mayor tragedia de la historia cavernera. No era de extrañar que los monjes estuvieran tan exaltados.
—Pedernal —dijo con la mayor calma posible—, ¿entraste en la biblioteca? ¿Tocaste los libros?
El niño de pelo claro miró a Sílex como si le hubieran preguntado si era bueno comer cuando tenías hambre.
—Sí.
—¿Ves? —exclamó Níquel—. ¡No siente la menor vergüenza! Irrumpe en los Misterios como un invasor y, no conforme con ese ultraje, viene a practicar sus trucos malvados en el corazón mismo de la memoria de nuestro pueblo.
Sílex procuró mantener la compostura.
—Sin duda que con esa labia un día serás abad, Níquel, pero no perdamos la cabeza. Pedernal, ¿por qué lo hiciste?
El niño parecía un poco sorprendido, algo que Sílex rara vez había visto en él.
—Necesitaba aprender algo. Fui a mirar los libros más antiguos. Es importante.
—¿Qué? ¿Qué querías aprender?
—No puedo decírtelo —dijo el niño, con tal contundencia que Sílex supo que era inútil discutir. Los hermanos ya no sólo murmuraban, sino que se agolpaban como si se propusieran zurrar al niño. Sílex se puso delante de Pedernal y alzó las manos.
—Él no entendía. No tenía malas intenciones, pero él… es diferente. —Estaba avergonzado de capitular tan fácilmente ante los monjes, pero no había tiempo que perder—. Me lo llevaré conmigo. No os causará más problemas. Lo prometo por mi honor como miembro del gremio. Sólo… seguid con vuestras cosas.
—¿Podemos confiar en ti? —preguntó Níquel—. Lo has dejado andar por su cuenta, que se entrometiera en los asuntos de hombres sagrados…
—Este templo y Cavemal sufren un ataque —dijo Sílex en voz alta—, Y tú lo sabes tan bien como yo, hermano Níquel. Hay cosas mucho más temibles que este niño. Deberías organizar a estos hombres para defender el templo, no para ensañarse con un chiquillo. Ahora, por favor, déjame ir. Lamento que Pedernal haya tocado los libros, pero parece que no causó ningún daño. Me lo llevaré conmigo y no causará más problemas. Por favor, recordemos lo que es importante.
Níquel fruncía el ceño, pero otro monje dijo:
—Antimonio me dijo que Sílex Cuarzo Azul es buen hombre.
—Y tiene razón en cuanto a defender el templo —dijo otro—. Si Sílex da su palabra, debemos darle otra oportunidad.
—Gracias. —Sílex miró en torno. La furia de los monjes había empezado a disiparse como una pátina de agua que se seca sobre una roca: la mención del ataque les había recordado el verdadero peligro. Pero Níquel no parecía conforme—. Ven, niño —dijo Sílex—. Di que lo lamentas y nos iremos… Tengo un importante recado del capitán Vansen. —Cogió la mano del niño y se lo llevó de la biblioteca.
Pedernal no dijo que lo lamentaba, pero Sílex esperaba que los alborotados monjes, que empezaban a discutir entre ellos, no hubieran reparado en el silencio del niño.
* * *
Encontró al médico arriba, en la celda del dormitorio, y le dijo lo que Vansen le había pedido. Chaven lo pensó un momento.
—Creo que por ahora la mejor solución sería sujetarles un paño empapado en agua sobre la cara. Cualquier cosa más complicada me llevará tiempo.
Sílex se quedó quieto, asombrado de su propia estupidez.
—¡Paño… agua! Por los ancianos, he estado tan preocupado que es como si no hubiera oído a Vansen. Si algo tenemos los caverneros, son máscaras para protegernos del polvo. Con un relleno en los bordes, nos protegerán de las emanaciones del polvo venenoso de los qar. —Comenzó a caminar—. Los artesanos que hacen el acabado, el bruñido con arena, usan capuchas con mica sobre los ojos. ¡Qué tonto soy!
—No te hagas reproches —dijo Chaven—, Todos estamos distraídos. ¿Hay algo más que pueda hacer por ti? De lo contrario, tengo ciertos asuntos propios…
—Sí, me temo que sí. —Sílex cogió al niño—. Vigile a este chico travieso… Debo encontrar algunas máscaras para Vansen. En este momento él y los hombres de Jaspe tratan de impedir que los qar entren en las Salas Ceremoniales, por si no se ha enterado. ¡Pero no deje que el rapaz se pierda de vista! Según el hermano Níquel, ha causado tremendos estragos. Sobre todo, manténgalo alejado de la biblioteca.
Chaven pareció reparar en el niño por primera vez. Su cara redonda se relajó en una sonrisa, pero Sílex creyó ver algo más… ¿calculador?
—Ah, maese Pedernal, he sabido que hiciste muchas cosas interesantes desde que te vi por última vez. Visitaste a los acuanos, ¿verdad? Y ahora la biblioteca. Quizá puedas hablarme de ello mientras nos hacemos compañía.
Pedernal entró en la habitación con la renuencia de un gato al que bajan de un lugar alto.
—Recuerde —dijo Sílex mientras salía—, no debe perderlo de vista. —El médico asintió con un gesto.
Al buscar en la pequeña forja donde el herrero del templo reparaba las herramientas y otros enseres domésticos, encontró dos capuchas para el fuego. Una de ellas era la que usaba el herrero sobre su cabeza calva y sudorosa. Ese monje de brazos gruesos se opuso a entregarlas, pero Sílex se valió de la autoridad que el gremio le había otorgado a Vansen, cogió la capucha en desuso y se marchó antes de que el herrero perdiera los estribos.
En la cripta del templo encontró gruesas máscaras para protegerse del polvo, restos de un viejo proyecto de reconstrucción. Había sólo una docena, pero pensó que al menos resguardarían del veneno a los que luchaban en el frente. Iba a marcharse cuando vio algo más, un baúl de piedra con una pesada tapa de madera. La abrió y miró un rato los objetos de hierro con forma de cuña apilados en el interior.
¿Por qué no?, pensó. Sacó una y se la metió en el cinturón. Era pesada y se le clavaba en el vientre, pero Sílex se ajustó el cinturón y decidió que le serviría. Tapó la caja de piedra, y luego cortó cuerda de un rollo que colgaba de un gancho en la pared.
Con un balde de agua para las máscaras, cruzó deprisa el templo y la sala delantera, complacido de ver que los monjes parecían haber comprendido el peligro: media docena de ellos llevaban al interior las estatuas más valiosas y cerraban las antiguas puertas de hierro. Sílex dudaba que el templo hubiera sufrido un asedio (al menos no había sucedido en sus tiempos), pero el disgusto de los caverneros por las ventanas y otras frivolidades de la superficie ahora les vendría bien. Como en la mayoría de los edificios caverneros, el aire y el agua llegaban al templo por conductos de otras partes del gran laberinto de piedra caliza que había debajo de Marca Sur, y sus depósitos estaban llenos de comida aun en tiempos de escasez. Al enemigo le costaría expulsarlos rápidamente.
* * *
Sílex se cruzó con dos alguaciles de Martillo Jaspe al otro lado de Caída del Telón. Uno estaba inconsciente y era arrastrado por su camarada, que sangraba por todas partes.
—¡Retrocede! —jadeó el guardia. Se quitó sangre de los ojos—. El preboste y el hombre alto están rodeados. Las hadas crearon una nube de ceguera alrededor de ellos. Llegarán al templo en cualquier momento… ¡Nos matarán a todos!
Sílex no pudo sonsacarle ninguna información útil y dejó que llevara a su compañero herido al templo. Aterrado por lo que se avecinaba, se preguntó si no debía seguirlos, pero el balde que había llevado con tanto trabajo lo ayudó a decidirse. El capitán Vansen estaba en apuros. Sólo Sílex podía ayudarlo, al menos hasta que Cinabrio apareciera con más hombres.
Tras avanzar varios cientos de pasos, oyó gritos de dolor y furia a lo lejos y su corazón palpitó más rápido que el martillo de un artesano.
Perdóname, Ópalo, pensó. En ese momento echaba tanto de menos a su mujer que era como tener un agujero, como si un viento frío lo atravesara. Perdóname, querida, lo estoy haciendo de nuevo.
* * *
Ferras Vansen estaba en medio de una pesadilla: seres extraños, gritos guturales y sombras descabelladas proyectadas por la luz de las antorchas. Vansen, Martillo Jaspe y cinco alguaciles se habían parapetado en el estrecho pasaje que unía las últimas dos Salas Ceremoniales, tratando de impedir que penetraran los atacantes. Eran una treintena de qar, estaba seguro, aunque era difícil distinguirlo en los oscuros pasajes. Dudaba que los crepusculares hubieran esperado tan poca resistencia, pues de lo contrario habrían enviado algo más que esa partida de exploración. Pero la cantidad de invasores no era importante: si Vansen y los demás fracasaban, nada se interpondría entre el ejército qar de la superficie y las cavernas del templo.
Y entrarán en Cavemal, pensó Vansen, enjugándose los ojos inflamados. Inocentes… Mujeres y niños. Y desde allí les resultará fácil penetrar en el castillo.
Sólo somos cinco. Y aunque logremos detenerlos un tiempo, es posible que les manden refuerzos desde arriba. Vansen hizo lo posible por contener el aliento, agazapándose detrás del parapeto de roca que Jaspe y sus hombres habían levantado en el angosto pasaje para protegerse de las flechas que venían del salón. ¿Por qué tanto esfuerzo para tomar la parte subterránea del castillo? En los últimos días perdieron aquí casi cien combatientes. La batalla de hoy había durado horas, pero los caverneros y Vansen tenían la ventaja de defender túneles angostos: habían matado a más de los que habían perdido. Los qar deben saber que las puertas de Cavemal se pueden cerrar del lado del castillo, aislándola del resto de Marca Sur. ¿De veras habían creído que podrían infiltrarse sin resistencia? No tenía sentido.
Se volvió a enjugar los ojos. Los invasores, primero esas feas imitaciones, los drows, casi habían llenado la cámara con ese polvo sofocante que soplaban por unos tubos, una mezcla más débil de la que habían usado con los acólitos de las Perforaciones, pero suficiente para entorpecer a Vansen y los demás. Aun en pequeñas cantidades, no sólo hacía lagrimear los ojos sino que provocaba mareos y dolor de pecho. Vansen rogaba que Chaven tuviera alguna idea, aunque había pocas posibilidades de que ahora les sirviera de algo. Los qar estaban a punto de penetrar.
Vansen respiró y tosió, con la garganta irritada.
—¿Podemos conseguir más gente tuya para amurallar este pasaje por completo? —le susurró a Martillo Jaspe.
Jaspe iba a responder, pero agachó la calva cuando una flecha pasó por encima y se perdió a espaldas de ellos.
—Imposible, capitán. Derrumbarán de inmediato cualquier cosa que construyamos. Son drows: conocen la piedra tan bien como nosotros.
—Por el martillo de Perin —maldijo Vansen—. ¡Qué lugar para morir!
Jaspe rio, un ladrido áspero que se transformó en tos.
—No lo hay mejor, capitán. Con la tierra debajo y alrededor.
—Preboste. —Un alguacil se asomaba por encima de la improvisada barrera, aprovechando una tregua entre las flechas. Tenía la cara manchada de polvo y miraba a Jaspe con ojos anchos y blancos—. Creo que atacan de nuevo.
—Se han quedado sin flechas —dijo Jaspe, incorporándose—. Ahora tratarán de terminar el trabajo. Vamos a enseñarles, muchachos… Si morimos, morimos como picapedreros.
Vansen no quería levantarse. Los corredores eran bajos, y la nube venenosa que aún colgaba en el aire era menos abrumadora detrás de la barricada.
Se puso de rodillas y espió por el ángulo donde la barrera tocaba la pared del corredor. No todos los qar veían tan bien en la oscuridad como los drows y los caverneros, y lo agradecía: algunos atacantes llevaban antorchas, y Vansen pudo ver lo que pasaba. No se imaginaba lo que sería una lucha a muerte en la negrura total.
Las antorchas oscilaban, pero la luz era tapada por las sombras de los qar que avanzaban. Sabían que Vansen y sus hombres no tenían flechas, y no temían exponerse.
Acometerán y aprovecharán su ventaja numérica, comprendió. Todo o nada.
—¡Pelead por vuestros hogares! —bramó, levantándose hasta tocar el techo—. ¡Por vuestro pueblo y vuestra ciudad! —Luego el enemigo acometió contra ellos, aullando y gritando, y Vansen no pudo pensar más.
* * *
Ferras Vansen estaba de pie, jadeando. Le ardían los ojos, no por el veneno de los qar sino por su propia sangre, que brotaba de una herida de la cabeza. El primer embate del enemigo había fracasado. Los atacantes habían arrancado algunas rocas de la barricada, pero Vansen y los alguaciles habían matado a varios y sus cadáveres sangrientos ahora entorpecían el avance del enemigo. Sin embargo, cuando la pila de cuerpos fuera bien alta, si Vansen y sus hombres vivían para amontonar más cadáveres, los invasores treparían sobre el muro de piedra en una rampa formada por sus propios muertos.
—Vienen de nuevo, capitán. —El rostro de Martillo Jaspe estaba cubierto de cortes y de tierra, una fea máscara que le daba un aspecto aún más grotesco, como el trasgo malvado de un viejo mito—. Oigo que se aproximan.
Vansen se enjugó los ojos y volvió a enarbolar el hacha. Lamentaba no tener una espada corta o una lanza. El hacha era útil para mantener a raya al enemigo, pero el peso lo estaba agotando. Los caverneros debían de ser más fuertes de lo que parecían: dos alguaciles aún usaban sus hachas, aunque Jaspe empuñaba un par de afilados picos, uno en cada mano.
—Estoy preparado —dijo Vansen, secándose la cara—. Que vengan.
—Es usted un buen soldado, capitán —dijo Jaspe, escrutando la oscuridad—. Confieso que lo había evaluado mal. Es casi un cavernero, aunque un poco alto. No me molesta morir con usted.
—Ni a mí contigo, preboste. —Vansen deseaba tener algo para beber. Habían terminado el último odre de agua una hora antes y tenía la boca seca como el desierto xandiano—. Pero llevemos con nosotros a algunas de esas criaturas abominables…
La respuesta de Jaspe se perdió en el rugido del ataque. Un ser pequeño y oscuro saltó al tope de la barricada pero recibió un hachazo y cayó aullando, derramando las tripas. Dos o tres más acudieron a reemplazarlo, y uno de ellos arrojó una antorcha ardiente a la cara de Martillo Jaspe, que tuvo que echarse hacia atrás para que no lo quemara. Vansen asestó un hachazo, perforando algo que parecía una coraza de cuero, aunque no podía saber si el golpe era mortal o no. Poco después él y otro alguacil estaban luchando contra otro atacante que había trepado a la barricada, un drow con un cuchillo largo que hirió el antebrazo de Vansen bajo la cota de malla y casi le llegó a la cara antes de que él frenara al atacante. Le apretó el brazo con fuerza y oyó un chillido encima del tumulto cuando le quebró la muñeca al drow. El drow soltó el cuchillo, pero antes de que Vansen pudiera desnucarlo logró zafarse y cayó al suelo entre los defensores.
Una mole se irguió ante él, bloqueando la luz de las antorchas. Jaspe se agachó y golpeó al drow con un pico. Vansen sintió que se aflojaba, pero su atención se concentraba en esa cosa enorme, un ettin. El gruñido de la criatura le sacudió los huesos. Vansen le dio un hachazo en la cabeza cuando atacaba a Jaspe, pero el hacha rebotó en las placas del cráneo sin causar mayor daño. El ettin cerró una de sus zarpas osunas alrededor de Jaspe, alzándolo en vilo y llevándolo a sus fauces. Vansen le agarró los gruesos brazos pero él lo apartó, arrojándolo contra la pared del corredor como un niño que arrojara a una muñeca. Cayó al suelo. Estaba tratando de levantarse para ayudar a Jaspe cuando un relámpago y un trueno transformaron el pasaje en un día cegador: un segundo de luz brillantísima y un penetrante y doloroso estampido que parecían dos manos gigantescas aplastándole los oídos, y luego Ferras Vansen no supo más.
* * *
Ni mil artistas podrían pintar semejante horror, pensó Matt Tinwright mientras se acurrucaba en una puerta. Ni mil poetas mil veces más grandes que él podrían narrarlo todo. Marca Sur estaba bajo ataque. Muchos edificios de la plaza del mercado eran presa de las llamas, pero nadie trataba de apagarlas. Varios cadáveres yacían cerca de Tinwright, con flechazos en la espalda. El aire estaba lleno de humo pero él olía algo más, un olor desconocido, dulce pero nauseabundo como carne en putrefacción. Le hacía arder los ojos y le provocaba dolor en la garganta y en el pecho.
Docenas de guerreros con extrañas armaduras arrojaban flechas a la plaza desde los troncos negros, enormes y espinosos que habían cruzado el agua hasta llegar a la muralla. Otros invasores ya habían bajado con cuerdas y habían masacrado a decenas de pobladores antes de que Durstin Crowel y sus guardias los obligaran a retroceder. Pequeños nudos de lucha se habían difundido por la plaza, y hombres y monstruos se asestaban mandobles en un extraño silencio: hasta los gritos de los heridos y moribundos parecían quedos, como si el humo que colgaba en el aire los sofocara.
Hendon Tolly también estaba en la plaza, luchando fieramente, con la sobrepelliz negra con el jabalí rojo claramente visible, y el penacho negro de su yelmo ondeaba como otra voluta de humo. El lord protector del castillo montaba un gran caballo de guerra, empuñando una espada y gritando a sus compañeros que lo rodeaban en el caos de la lucha. Habían hecho retroceder a la mayoría de los atacantes hacia la sombra de las gigantescas espinas, sombras que se alargaban mientras el sol se ponía detrás de las murallas del oeste, pero no lograban que los qar se replegaran y más guerreros cruzaban a tierra firme por los espinosos puentes.
Otro clamor surgió de la gente del castillo que procuraba, como Tinwright, alejarse de la lucha. Un corpulento jinete con un robusto corcel había entrado en la plaza con otro contingente de soldados, que lucían el carmesí y oro de Finisterra. Era Avin Brone, luchando a pesar de su edad y su enfermedad, y parecía una tetera en su coraza redonda, con la barba hasta el pecho. El viejo empuñaba un antiguo espadón mientras se abalanzaba sobre las hadas que rodeaban a Hendon Tolly, seguido por sus hombres, obligando al enemigo a desbandarse. Algunos habitantes de Marca Sur dieron vivas al verlo.
Aun así, parecía que no había esperanza. Tinwright sabía que debía estar peleando, pero no tenía armas y no sabía cómo usarlas. En todo caso, estaba aterrado.
¡Soy un poeta! Y un cobarde… ¡No sé nada de la guerra! ¡No tendría que haber regresado! Pero Elan M’Coiy y la madre de Tinwright habían dejado todo allí cuando huyeron para refugiarse en la fortaleza interna, incluido el dinero que él les había dado. Matt Tinwright no podía permitirse el lujo de perder ese dinero. Pero ahora moriré por culpa de un par de estrellas de mar. ¿Por qué no nací rico…?
Más crepusculares bajaban de las ramas negras como escarabajos por un tronco podrido. Por un momento pareció que los recién llegados aplastarían a los doscientos soldados de Marca Sur, pero Hendon Tolly, a pesar de sus defectos, no era cobarde: él y sus hombres contuvieron a los atacantes mientras Berkan Hood, el lord condestable, reagrupaba a los defensores y emprendía una lenta retirada con los escudos en alto, de modo que las flechas enemigas rebotaban sin causar daño.
—¡Retroceded! —exclamó Brone—. ¡Replegaos hacia la Puerta del Cuervo!
Algunos civiles habían comprendido lo que pasaba y corrían por las galerías de la linde de la plaza, urgiendo a los que se ocultaban allí a escapar por el puente del camino del mercado hacia la fortaleza interior, antes de que los guardias cerraran la puerta.
¿Es posible? El corazón de Tinwright pesaba como plomo. ¿Están entregando la fortaleza externa?
Comprendió que si no se movía deprisa sería parte de lo que entregaban. La columnata de su lado de la plaza estaba bloqueada por carros y otros trastos abandonados por los aterrados residentes cuando empezó el ataque; Tinwright no tuvo más opción que cubrirse la cabeza con los brazos y correr por los adoquines, seguro de que en cualquier momento sentiría el horrible dolor del flechazo que le quitaría la vida.
Algunos proyectiles rebotaron en los adoquines, pero alcanzó a la multitud del puente y pasó frente a una carreta con la que un idiota intentaba cruzar mientras los soldados trataban de impedir que estorbara el paso. Protegido por esa mole, Matt Tinwright se sumó a la asustada muchedumbre que atravesaba el puente y subía hacia la puerta de la fortaleza interna, tan apiñada que podía oler el tufo del miedo de los demás.