22
El hombre harapiento
Los nocturnales son otra tribu qar, y algunos sostienen que están emparentados con las hadas frías. Lo único que se sabe con certeza es que en tiempos de la Teomaquia, o poco después, abandonaron a los otros qar y se asentaron en la ciudad de Sueño.
Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand
Los muchos riachuelos que Barrick había visto o cruzado mientras descendía del Cerro Maldito ahora empezaban a unirse, estrías plateadas serpenteando entre los brezales grises en el crepúsculo perpetuo, y uno se vaciaba en otro y en otro hasta que formaron una catarata estruendosa e imposible de cruzar.
—Éste debe ser el río Esfumado. —Barrick se detuvo a descansar en una parte alta y rocosa de la ribera mientras el agua burbujeaba debajo. Una nube de niebla le humedeció la ropa, pero esta vez no le molestaba—. ¿Sigue así todo el trayecto hasta Sueño?
—No tanto —dijo Skurn mientras revoloteaba de un lado a otro, reacio a posarse en las piedras húmedas—. Al pie de los cerros es un poco más calmo, y bastante más ancho, ya verás. Pero sigue hasta ese lugar maligno, sí. ¿Has cambiado de parecer? —añadió con esperanza.
Barrick negó con la cabeza.
—No, pájaro. Tengo que ir allí. —Era una aventura insensata, casi seguramente condenada al fracaso, pero lo impulsaba un extraño hervor en la sangre. Se sentía inexplicablemente seguro de que encontraría soluciones a sus problemas cuando las necesitara.
¿Será esto lo que se siente al estar bien, se preguntó, al no preocuparse por nadie salvo por mí, y ni siquiera demasiado?
En parte era por tener un cuerpo sano: el brazo que casi toda la vida le había parecido ajeno, salvo por el dolor que le causaba, ya no le molestaba. Parecía tan fuerte como el otro, aunque pequeños experimentos le indicaron que no era así. Los músculos estaban encogidos por la falta de uso y no podía empuñar una vara con la misma fuerza que con la otra mano, pero la transformación era notable.
—Estoy cambiado —le dijo al cielo crepuscular—. Estoy salvado.
—¿Cómo has dicho? —Skurn, que se había adelantado para explorar, se posó en el hombro de Barrick. Su olor era peor que de costumbre, si tal cosa era posible.
—Nada. ¿Qué has estado comiendo?
—Pescado. Lo encontré en aquellas rocas. Saltó, pero no llegó al agua al bajar. Estuvo ablandándose al aire varios días. Muy apetitoso.
—Aléjate de mí. Apestas.
—Pues tú no eres ninguna florecilla —dijo el pájaro con voz ofendida mientras echaba a volar.
* * *
Los brezales estaban cubiertos con prados verdes pero desolados, tierras desiertas que daban indicios de haber sido habitadas, aunque Barrick ignoraba por quiénes: ruinas cubiertas de hierba y arbustos espinosos salpicaban los campos solitarios, viviendas de todos los tamaños, desde refugios de piedra en los flancos de las colinas, que a veces tenían tamaño suficiente para albergar al legendario Brambinag y toda su familia, hasta delicadas aldeas en miniatura cuyos edificios más altos no llegaban a la cintura de Barrick, construidos con corteza, hierba y guijarros. Si no hubiera conocido a los gurruminos, habría pensado que esas construcciones eran como la casa de muñecas de su hermana, destinada sólo a divertir a los niños. ¿Por qué esos hombrecillos abandonarían una existencia civilizada para internarse en el peligroso Bosque de Seda y vivir como salvajes a tan poca distancia? ¿Por qué se habían ido de este lugar verde, junto con los demás habitantes, dejando sólo esas ruinas tristes y silenciosas?
* * *
—¿Cuánto falta? —volvió a preguntarle a Skurn. Era su tercer día en ese llano y la tediosa rutina de seguir el río desde los brezales hasta estos prados desiertos empezaba a minarle la confianza. Como el viento soplaba sin cesar, Barrick tenía la sensación de estar trajinando cuesta arriba aun en el terreno más chato, y su ropa raída no contribuía a abrigarlo.
—¿Para la ciudad de los nocturnales? ¿El lugar maligno? —Skurn sacudió la cabeza con reprobación—. Bastante lejos, aún. Días y días de caminata.
Barrick frunció el ceño. ¿Qué había dicho el rey ciego en el sueño que le habían dado los durmientes? Ven pronto, niño hombre. Nos precipitamos en las tinieblas. El tiempo apremiaba, era evidente… Pero, ¿a qué tinieblas se refería el rey crepuscular?
No todo era lúgubre en los prados. A diferencia del enmarañado bosque, esta comarca estaba abierta al cielo gris, así que Barrick podía observarla durante el transcurso del día. Permanecía en un crepúsculo perpetuo, pero no era tan inmutable como había creído: las nubes se desplazaban con el viento, y el cielo se oscurecía y se aclaraba, pasando de un color perlado al tono morado de las tormentas. Bandadas de pájaros volaban en lo alto, demasiado lejos para verlos con claridad, pero al parecer tan naturales como los que habitaban tierras más sanas. Y el río, aunque aquí era más lento que en las alturas, aún tenía energía suficiente como para que Barrick percibiera avance y movimiento, quizá por primera vez desde que se había internado en las tierras de la sombra.
A veces era casi como estar de vuelta en las tierras soleadas. A pesar de la ausencia de plena oscuridad o luz brillante, ambas riberas del Esfumado estaban llenas de vida. En los lugares bajos el río se dispersaba en los prados, creando pantanos llenos de juncos semejantes a huesos delgados; en otras partes las ramas de los sauces caían sobre el agua, como mujeres lavándose el cabello. Rechonchas ranas negras y parlanchinas callaban cuando él pasaba, y volvían a croar cuando él se alejaba. En ocasiones un animal más grande hacía crujir los juncos, y una vez vio un enorme venado que dejó de beber en la orilla para mirarlo, oscuro pero con una magnífica cornamenta plateada, y por su silencio y su calma costaba creer que fuera sólo un animal. Lo impresionó tanto que a pesar de su hambre constante sólo pensó en cazarlo cuando la bestia ya se había alejado.
También había vida en el río, desde pequeños cardúmenes de pececillos que llenaban las partes someras hasta criaturas más grandes que no podía ver, salvo sus lomos rompiendo la superficie o como largas sombras deslizándose por el agua.
Pero esas criaturas no le permitían llenarse el estómago. Después de pasar un par de horas vadeando el río, descubrió que los peces brillantes eran demasiado veloces. En cuanto a las aves que poblaban el pantano, a lo sumo logró descubrir algún nido con huevos pequeños de extraño color. Sólo comió eso y las raíces y juncos comestibles que sugería Skurn. Aunque ahora tenía fuego, de nada le servía poder cocinar cuando no tenía comida. Tras una semana de marcha por esa pradera interminable, hasta el brazo curado dejó de llamarle la atención. Le costaba alegrarse de poder mover el brazo cuando le dolía el estómago de hambre, y aunque los dedos que antes estaban atrofiados ahora se movían milagrosamente, el viento frío e incesante los enrojecía y despellejaba.
Barrick sintió alivio cuando los árboles que crecían junto al río comenzaron a propagarse por la tierra circundante, al principio en pequeños grupos, luego en bosquecillos de abedules y hayas salpicados con matorrales de plantas siempre verdes y otros árboles que no reconoció. El dosel de hojas lo protegía del viento, pero también le dificultaba avanzar sin perder de vista el río, y le traía inquietantes recuerdos de los sedosos. ¿Esas criaturas odiosas de ojos húmedos vivían también en este nuevo bosque? ¿O había algo peor, serpientes o lobos o criaturas a las que ningún mortal había sobrevivido para dar nombre?
Skurn era aún menos servicial que de costumbre. A medida que los bosques se tornaban más tupidos, se distraía buscando comidas nuevas e interesantes, y aunque algunas también beneficiaban a Barrick, sobre todo la mayor abundancia de nidos de ave, otras, como ciertas babosas grises y manchadas que el cuervo consideraba «dulzonas y muy sabrosas», no le servían para nada. Tenía tanta hambre que dio un mordisco a esa cosa temblorosa, pero por nada del mundo le habría dado otro.
Después de días de caminata por esas tierras desiertas, el empapado, cansado, abatido y famélico Barrick Eddon se cruzó con el hombre harapiento.
* * *
La lluvia tamborileaba sobre las hojas con tal fuerza que se oía por encima del estruendo del río. Barrick había luchado con ramas mojadas largo tiempo hasta obtener lumbre, y el fuego ya ardía por su cuenta cuando oyó un ruido y vio una forma erguida moviéndose entre los juncos de la orilla. El intruso no intentaba ocultarse (al contrario, hacía mucho ruido), pero Barrick se alarmó y se puso en guardia, sacando la lanza rota del cinturón.
Permaneció en esa posición, silencioso y alerta, mientras el extraño se aproximaba. No parecía reparar en la presencia de Barrick, a menos que tratara de engañarlo. Barrick contuvo el aliento y no se movió mientras el otro salía del juncal y volvía hacia él su cabeza grotesca. Por un momento pensó que sus peores temores se habían concretado: era una especie de monstruo, un tambaleante montón de colores extraños y frondas ondeantes.
Barrick ya se había puesto de pie, sin saber si atacar o escapar, cuando comprendió que la presunta cabeza era sólo una capucha. Las frondas eran sus ropas andrajosas, de colores chillones y brillantes, así que el desconocido parecía más alguien salido de una procesión religiosa que un hombre salvaje del bosque.
Skurn se le posó en el hombro, sobresaltando a Barrick.
—No está bien —graznó el pájaro—. Nunca he visto nada semejante. No te acerques. No nos gusta.
El intruso había visto el fuego y se acercó a ellos deprisa, agitando los brazos, gritando palabras ininteligibles con voz áspera:
—¡Gawai hu-aoi ¡Gawa!
Barrick retrocedió un paso, blandiendo la punta de lanza.
—¡Alto! —gritó—. ¡Skurn, díselo en idioma crepuscular! ¡Dile que se detenga!
El andrajoso desconocido se detuvo y echó la capucha hacia atrás, revelando una cara pálida y manchada de lodo que parecía bastante común, tan humana como la de Barrick.
—¿Qué… qué dijiste? —preguntó el recién llegado—. ¿Es la lengua de los soleados?
Barrick tardó un instante en recordar que así llamaban en estas tierras al otro lado de la Línea de Sombra.
—Sí —dijo, sin dejar de apuntar con su arma al recién llegado—. Sí, vengo de allí. ¿Hablas mi idioma?
—¡Sí! ¡Lo recuerdo! —El desconocido avanzó unos pasos más—. Ah, por el Hogar Negro, tienes fuego… ¡Bendito seas, amigo!
Barrick lo amenazó con la punta de lanza.
—Alto ahí. ¿Qué quieres? ¿Y quién eres? —Examinó al extraño—. No pareces crepuscular. Pareces un hombre.
Esto sobresaltó al desconocido, que arrugó la cara en una mueca cómica. No tenía ese aspecto huesudo de los qar. Su rostro era enjuto y sucio, con mugre en cada arruga, y su pelo era una maraña de greñas festoneada con ramas y hojas. Aunque le faltaban muchos dientes, no parecía mucho mayor que el príncipe.
—¿Hombre? ¿Un hombre? —El sujeto asintió lentamente, meciendo los trapos multicolores—. Ésa es una palabra. Sí, una palabra.
—¿De dónde eres? —Barrick miró en torno por si el mugriento sujeto tenía cómplices que se aprestaban a atacarlo y robarle, pero no vio a nadie.
—De las tierras soleadas —dijo el forastero lentamente, como si hubiera hallado una respuesta para un acertijo indescifrable—. Pero no recuerdo bien… Fue hace mucho tiempo.
—¿Cómo te llamas?
El hombre harapiento puso una sonrisa enfermiza.
—El amo me llama Pick.
Barrick retrocedió y le dejó acercarse al fuego. Pick se acuclilló, acercando las manos a las llamas, temblando con todo el cuerpo.
—¿Qué quieres? —preguntó Barrick—. ¿Estás perdido? ¿O intentas robarme?
Pick se amilanó como si le hubieran pegado.
—¡No! Por favor, no me lastimes, te lo ruego. Hace tiempo que busco a alguien que pueda ayudarme. ¡Es mi amo, mi pobre amo!
El instinto aconsejaba a Barrick que se alejara de ese demente desarrapado. Skurn ya había echado a volar, como si la locura de ese hombre fuera contagiosa.
—¿De qué estás hablando?
—Uno de los blemmis se cayó del barco. Traté de ayudar, pero yo también me caí. ¡Estuve a punto de ahogarme! Hace horas que trato de encontrar ayuda. Pero mi pobre amo enfermo…
—¿Blemmis?
—Sólo ven. —Aunque estaba empapado, el hombre harapiento se apartó del fuego y echó a trotar hacia el río, volviéndose cada tanto como un perro ansioso para ver si Barrick lo seguía—. ¡Ven a ver!
Skurn revoloteaba sobre la cabeza de Barrick haciendo lúgubres predicciones mientras avanzaba hacia el juncal y el sendero que Pick ya había abierto a través de los juncos y el barro.
—Basta, pájaro —dijo Barrick—. Haz algo útil. Adelántate y mira si ese sujeto me está esperando con un garrote o algo así.
El cuervo regresó poco después.
—Está mirando el agua, como si esperara algo. Allí hay un bote, pero no nos gusta… Tiene algo muy raro.
Cuando Barrick alcanzó a Pick, el hombre estaba, como había dicho Skurn, de pie en una extensión de juncos pisoteados, mirando un lugar donde el río se ensanchaba en un remanso. En el centro, a cierta distancia de la orilla, un bote negro giraba en círculos impulsado por un hombre encorvado.
Barrick tardó un momento en evaluar el tamaño y la distancia.
—Ese remero es un hombre corpulento. ¿Él es tu amo?
Pick lo miró como si Barrick hubiera dicho un disparate.
—Ése es el otro blemmi. Sólo tiene un remo.
—Aun así, podría usarlo como pértiga para volver a la costa —sugirió Barrick, preguntándose qué remeros retrasados había contratado el amo de Pick—. Díselo.
—Él… —El hombre harapiento movió la mano al lado de la cabeza—. Él no oye.
—Por el amor de… —Barrick miró al hombre encorvado y el bote que andaba en círculos—. Entonces nada hasta allí y muéstraselo.
Pick se arrancaba trozos de junco del cabello.
—No sé nadar. Casi me morí al caerme, pero encontré un sitio donde había poca profundidad, gracias a los Intersticios.
Barrick lo miró, y se volvió hacia el río.
—¿Hay algo peligroso en el agua, alguna criatura dentuda?
—Yo salí —dijo Pick—. Pero primero tuve que patalear bastante.
Barrick maldijo entre dientes y se metió en el agua. Al cabo de un trecho dejó de sentir el fondo lodoso y tuvo que empezar a nadar. Mientras se aproximaba al bote, esperaba que el remero se volviera hacia él, pero el hombre permanecía encorvado como si estuviera mareado, aunque flexionaba la ancha espalda y el grueso brazo hacía girar el remo en su tolete.
El remero reparó en él cuando Barrick aferró la borda de madera y subió a bordo. Notó que tanto el bote como el remero eran más grandes de lo que había calculado desde la costa, y que un hombre pálido y largo yacía bajo una pequeña tienda de la cubierta. El corpulento remero se volvió hacia él sin alzar la cabeza.
Eso era porque no tenía cabeza, sólo dos ojos anchos y húmedos en el pecho. Con un alarido, Barrick saltó al agua, y casi se golpeó la cabeza contra otro remo que flotaba allí. Se sumergió y emergió. En su súbito temor tragó bastante de esa agua verde.
—Por los dioses del cielo… ¿Qué demonio es ése? —gorgoteó.
—¡Ningún demonio! —respondió Pick desde el juncal—. ¡Sólo un blemmi! ¡No te hará daño!
Si hubiera estado en tierra, Barrick se habría tomado más tiempo para armarse de coraje para acercarse de nuevo al bote, pero no podía demorarse tanto en el agua. La criatura se volvió hacia él cuando volvió a abordar el bote, pero no tuvo otra reacción. Sus anchos brazos seguían moviendo el único remo como si fuera una rueda de molino, y el bote seguía andando en anchos y lentos círculos.
Cuando pasaron junto al otro remo, Barrick lo recogió y se lo ofreció al blemmi, tratando de no mirar esos ojos opacos y fijos del pecho ni el lugar vacío donde no había cuello ni cabeza. La criatura no parecía verlo, pero cuando Barrick metió el remo en el otro tolete el blemmi lo aferró sin vacilar y empezó a mover ambos remos al mismo tiempo. El bote enfiló corriente abajo.
—¿Cómo hago que se dirija a tierra? —gritó—. ¿Esta cosa tiene orejas?
—Apóyale la mano y dile s’yar —respondió Pick—. ¡Alto, para que te oiga!
Barrick apoyó la mano en el hombro del blemmi, que era enorme pero natural al tacto, y dijo la palabra. El monstruo subió un remo hasta que el bote giró para enfilar hacia la orilla, y luego volvió a empuñar ambos remos. En pocos momentos la negra quilla del bote encalló en la orilla fangosa y Barrick bajó de un salto. Cuando el bote no pudo avanzar más, el blemmi dejó de remar, mirando a Barrick y Pick con los ojos del pecho sin más curiosidad que una vaca en el campo.
El hombre harapiento subió al bote, plegó la tienda y se arrodilló junto al hombre inmóvil. Su entusiasmo pronto se redujo a un llanto silencioso.
—¡Está peor! ¡No llegará a Sueño!
Barrick trató de ocultar su sorpresa.
—¿Tu amo es… de la ciudad de Sueño?
—Qu’arus es un gran hombre —dijo Pick, como si Barrick hubiera sugerido lo contrario—. Todos los nocturnales lo llorarán.
—Cuaurus —dijo Barrick, tratando de pronunciar ese nombre—. ¿Y es uno de ellos? ¿Un nocturnal?
Pick se enjugó los ojos, pero era inútil: las lágrimas seguían cayendo.
—Sí… ¡Él me salvó! Yo estaría muerto de no ser por su amabilidad. Y casi nunca me pegaba… —Se desplomó junto al hombre silencioso, jadeando, mientras Barrick subía al bote de nuevo, sorteando al blemmi para echar una ojeada al amo de Pick.
Aunque lo esperaba, sintió una conmoción al ver la sedosa piel gris y los rasgos enjutos tan similares a los de Ueni’ssoh, el cruel mago del semidiós Jikuyin. El amo de Pick era presa de un delirio febril pero estaba demasiado débil para moverlo. Sus ojos fijos, que rodaban de un lado a otro sin concentrarse en nada, tenían el mismo tono que los de Ueni’ssoh, verde azulados como jade xandiano, pero sin rastros de blancura. Ante ese monstruoso recordatorio de Gran Abismo, Barrick tuvo que contenerse para no clavarle la lanza en el corazón, pero el andrajoso sirviente pensaba de otro modo: Pick tenía los ojos rojos y la cara empapada por las lágrimas.
—Los otros sirvientes huyeron cuando abatieron al amo. Yo no podía cuidarlo y controlar a los blemmis. Ven conmigo. ¡Ayúdame! Juntos podemos llevarlo de vuelta a Sueño.
—¡Nosotros no queremos eso! —graznó Skurn desde la popa del bote, agitando las alas.
—Silencio, pájaro. —Barrick miró al flaco sirviente y al amo moribundo. En un momento, cuando luchaba con los sedosos, todo parecía claro: estaba destinado a hacer esto. Como Hiliometes o Caylor, encontraría soluciones para cada dificultad. Aquí había una solución: un bote que lo llevaría a Sueño y un asesor que lo ayudaría a pasar inadvertido en esa ciudad extraña. Quizá los durmientes hubieran sobrestimado los peligros, quizá ahora hubiera muchos mortales como Pick viviendo entre los nocturnales.
Aun así, la idea lo asustaba. Parecía demasiado sencillo para ser seguro, como una zanahoria limpia y lustrosa en medio de un círculo de cuerda cerca de la madriguera de un conejo, pero quizá eso fuera lo que se sentía al ser tocado por el destino. Echó un último vistazo al blemmi, tembló, y asintió.
—Muy bien —dijo—. Iré con vosotros. Al menos por un trecho.
* * *
Empuñando ambos remos, el blemmi los impulsó río abajo. La moderada corriente contribuía a impulsarlos, pero la extraña criatura veía mejor de lo que Barrick habría creído, y sorteaba obstáculos con una habilidad que no había demostrado cuando giraba en círculos en el agua. Mientras Pick cuidaba al hombre gris, que había caído en un sueño más apacible, Skurn iba posado en la alta popa del bote o revoloteaba detrás.
—Dijiste que tu amo fue abatido —le comentó Barrick al hombre harapiento—. ¿Qué sucedió?
—Fuimos atacados por bandidos en las tierras de los Mendigos. —Enjugó la piel gris del amo con un trapo húmedo—. Los llaman hombres-soga. Al principio creímos que eran gente común, aunque eran tan raquíticos que parecían anguilas con patas… y nunca cerraban la boca. Dientes amarillos, largos como clavos. —El hombre tembló—. Primero mataron a un guardia, luego otro hombre-soga le disparó una flecha al amo. Uno de los otros sirvientes y yo… logramos escapar… pero luego las flechas mataron al otro guardia y el resto de los sirvientes se arrojaron por la borda para huir, pero no volvieron a emerger. ¡Fue terrible! Los blemmis remaban a gran velocidad, sin embargo, y los hombres-soga estaban en la orilla, así que escapamos, pero al otro sirviente le habían clavado una flecha en la espalda, pintada como una serpiente. Murió. El amo… el amo empeoró cada vez más… —Pick tuvo que hacer una pausa. Abochornado por el llanto de ese hombre, Barrick volvió la vista hacia la costa hasta que Pick pudo continuar—. Eso fue tres sueños atrás, según la caja horaria del amo. Luego chocamos contra una roca y el otro blemmi cayó al agua y se ahogó. Tú viste el resto.
Barrick frunció el ceño.
—¿Cómo pudo ahogarse? No tienen boca.
—Sí tienen, en el vientre. Incluso hacen ruido cuando están lastimados o asustados: una especie de silbido áspero…
—Suficiente. —Barrick no quería pensar en ello. Era demasiado antinatural—. ¿Y qué sucederá cuando lleguemos a Sueño? Tu amo está agonizando, ambos lo sabemos. ¿Qué sucederá contigo… y conmigo?
—Estaremos a salvo… estoy seguro —dijo Pick, como si nunca hubiera pensado en ello—. El amo siempre fue bueno conmigo. Y están los wimmuai: él siempre los cuidó también. ¡Los deja morir de viejos!
—¿Uimuai? ¿Qué es eso? ¿Una especie de animal?
Pick agachó la cabeza.
—Son… son hombres como tú y yo. Criados en Sueño, hijos de gente capturada a lo largo de los años en la Línea de Sombra. El amo suele tener una docena a la vez.
Dicho de otro modo, esclavos. Esclavos humanos. No le sorprendía. Barrick no había pensado ni por un instante que en Sueño los mortales tendrían los mismos privilegios que los nocturnales.
Qu’arus habló en sueños, un murmullo tan ininteligible como el suspiro del viento.
—¿Cómo llegaste a servir a esta criatura? —preguntó Barrick.
Pick alzó el afligido rostro.
—Yo estaba… perdido. Él me encontró. Me trató bien y me tomó a su servicio.
—¿Te trató bien? ¿Esta cosa? No puedo creerlo.
—Pero él era… —dijo el otro, sorprendido—. Él es…
Barrick se encogió de hombros.
—Si tú lo dices. —Recordaba que el nocturnal Ueni’ssoh era un monstruo despiadado. ¿Era posible que esta criatura fuera diferente, o Pick estaba trastornado por las experiencias que había tenido detrás de la Línea de Sombra?
—Hambre —dijo Skurn. El cuervo echó a volar desde la proa, revoloteó sobre el juncal de la orilla y enfiló hacia el bosque.
¿Qué le pasa a ese pajarraco?, se preguntó Barrick. Hace rato que no dice una palabra. Casi siempre me atosiga con su parloteo.
* * *
Mientras avanzaban por el río, Barrick comprendió que Skurn no sólo estaba callado sino que evitaba toda compañía: pasaba mucho tiempo en el aire, y cuando regresaba de sus vuelos solitarios se quedaba posado en la alta popa negra y contemplaba en silencio el río y la ribera.
Quizá no le agrade el blemmi, pensó Barrick. Los dioses son testigos de que es tan feo que asustaría a cualquiera.
El blemmi era feo, en efecto, pero también muy fuerte, y se adaptaba a los cambios súbitos de la corriente o eludía rocas con un mero movimiento del remo. Barrick se imaginó cómo sería navegar con dos de esas criaturas acéfalas. El bote debía ir muy rápido.
En una parte turbulenta del río, mientras el blemmi guiaba el bote entre dos grandes rocas, sólo visibles por la espuma que hacían en la superficie del agua, Barrick casi perdió el espejo de Gyir. Mientras se inclinaba con el súbito cambio de dirección del bote, el morral de cuero se le cayó de la camisa y rebotó en el banco. Estiró la mano izquierda, la mano antes tullida, y lo cogió en el aire como un halcón atacando a un gorrión.
Lo miró un largo instante, asombrado de lo que su brazo herido podía lograr, pero también consternado por lo que había estado a punto de ocurrir. Era una tontería ser tan descuidado con el espejo, que ahora era su propósito. Revisó el bote hasta encontrar un trozo de la delgada cuerda del ancla y cortó un tramo con la lanza rota. Abrió un agujero en el morral para meter la cuerda, la insertó, la anudó, se la colgó del cuello y se la ocultó bajo la camisa.
Pronto aparecieron más botes en el río, en general pequeñas embarcaciones pesqueras tripuladas por uno o dos nocturnales harapientos. Había casas y asentamientos a lo largo de la costa, presuntamente pertenecientes a la gente de piel gris. Pero algunas embarcaciones eran más grandes que la suya, barcazas con anchas velas moradas y largas galeras impulsadas por media docena de blemmis.
—¿Estamos cerca de Sueño? —le preguntó a Pick cuando se cruzaron con una de esas naves, que los meció en su alta estela.
—A un día de distancia… No, un poco más —dijo distraídamente el hombre harapiento. Su amo seguía con vida, pero apenas, y Pick nunca se apartaba de él.
En esa tarde larga y gris Qu’arus volvió a emerger del sueño, pero esta vez mantuvo abiertos sus ojos relucientes, mirando todo, aunque aún tenía el cuerpo flojo.
—Toma, amo, bebe un poco de agua —dijo el hombre harapiento, apretando el trapo sobre la boca de Qu’arus.
—Pick —jadeó el hombre gris, usando la lengua de los soleados por primera vez. Su áspero acento dificultaba la comprensión—. ¡No te veo…!
—Pero estoy aquí, amo.
—Siento… mi hogar…
—Sí. Estamos cerca, amo —le dijo Pick—. Pronto llegaremos a tu casa. ¡Conserva las fuerzas!
—Pronto llegará el fin, pequeño Pick —susurró el nocturnal, y una baba rosada le humedeció las comisuras de la boca cenicienta.
—No temas, amo, sobrevivirás para ver tu hogar.
—No es sólo mi final… —resolló Qu’arus, en voz tan baja que Barrick tuvo que inclinarse para oír mejor—. Eso… me importa poco. El final de todas las cosas. Siento… que se aproxima. Como un viento frío. —Suspiró y cerró los ojos, pero habló una vez más antes de dormirse de nuevo—. Como viento de la tierra de los muertos.
Qu’arus despertó varias veces más durante el día, pero Pick decía que sólo deliraba. El nocturnal moribundo movía la boca y los ojos y parecía observarlos con una especie de anhelo temeroso, como aguardando que lo curasen o lo mataran. Barrick se acordó de Brennas, oráculo jefe del Trígono, de quien se decía que había permanecido vivo y hablando tres años en una caja después de que los xandianos lo hubieran ejecutado.
Al rato Barrick pasó junto al blemmi, que movía los remos con su determinación habitual, y fue al frente del bote para buscar a Skurn.
Se aferró de la alta proa para conservar el equilibrio mientras escrutaba la distancia buscando rastros del cuervo. Había algo oscuro en el horizonte, pero era mucho más grande que Skurn.
—¿Qué es eso, una tormenta? —le preguntó a Pick. Era una masa oscura que estaba pegada al suelo y se encaramaba sobre el río. La parte inferior era gruesa y negra, pero la parte superior era más clara y se fundía con el cielo crepuscular como un charco de tinta extendiéndose en un secante.
Pick negó con la cabeza.
—Eso es Sueño —dijo.
—¿La ciudad? ¿De veras? ¡Es negra como un nubarrón!
—Ah, ésas son las luces oscuras. A la gente de Sueño no le gusta el brillo de este mundo crepuscular bajo el Manto. Las luces oscuras crean una noche donde pueden vivir.
Barrick miró esa mancha en el horizonte, que parecía aguardarlo como una araña acechando en su tela.
—¿Crean más oscuridad? ¿No les basta con la sombra de este maldito crepúsculo?
—Los nocturnales aman la oscuridad —le dijo Pick con seriedad—. Para ellos nunca hay suficiente.
* * *
El cuervo regresó al fin. Aterrizó en la borda del bote y se quedó en silencio, acicalándose las plumas con indiferencia.
—¿Viste lo que hay allá delante? —le preguntó Barrick—. Pick dice que es Sueño.
—Sí, nosotros lo vimos. —El cuervo recogió algo invisible—. Volamos hasta allá.
—¿Es una gran ciudad o sólo una aldea? ¿Qué tamaño tiene?
—Oh, es una ciudad. Muy grande. Muy oscura. —Skurn ladeó la cabeza para mirar a Barrick—. No quisiste escucharnos, ¿eh? Ahora tú y nosotros iremos allá. —El cuervo soltó un silbido de irritación, y brincó por la borda hasta la popa—. Mal lugar, esa ciudad de los hombres nocturnos. Por suerte tenemos alas. Lástima que otros no las tengan.