21: El quinto farol

21

El quinto farol

Antaño los habitantes del noroeste llamaban drows a todos los caverneros, sobre todo la gente que vivía cerca de ellos en Setia. Ahora, en cambio, el nombre sólo se emplea para aludir a esos pueblos de gente pequeña que labra la piedra y vive en las tierras de los qar, detrás de la Línea de Sombra.

Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand

Ferras Vansen apoyaba la mano en el hombro de Jaspe mientras salían del túnel, aunque esto lo obligaba a inclinarse en una posición incómoda. A juzgar por el eco, debían haber llegado a la caverna llamada Gran Cámara de Danzas, pero no tenía manera de saberlo con certeza. Vansen se sentía como un niño o un lisiado. ¿Cómo veían los caverneros en esa negrura? ¿Y cómo podría luchar junto a ellos, y conducirlos, cuando estaba ciego en los lugares donde los caverneros y sus enemigos podían orientarse fácilmente? No veía el momento de destapar el farol.

—El aire circula más aquí —dijo Martillo Jaspe, casi al oído de Vansen—. Pero el extremo tiene una tapadura, así que tendría que haber una boca ascendente, y no la hay. Para mí no tiene sentido.

Tampoco tenía sentido para Vansen, pero él no era un cavernero. Era como si el preboste hablara en ulosiano antiguo.

—¿Tapadura? ¿Boca ascendente? ¿A qué te refieres?

—¡Silencio! —susurró Jaspe.

Vansen vaciló, pero Jaspe le aferró el brazo y lo puso de rodillas. Un momento después oyeron un ruido metálico a sus espaldas: algo rápido y afilado había volado junto a ellos y se había clavado en la pared donde estaban de pie un instante antes.

—¿Qué es? —murmuró—. ¿Qué…?

—¡Una trampa! —Sintió otro tirón, esta vez hacia abajo, mientras Jaspe caía de bruces. El apretón del cavernero era asombrosamente vigoroso, teniendo en cuenta que no era mayor que un niño—. ¡Mantenga la cabeza baja!

—Voy a destapar el farol —dijo Vansen—. Para darme una idea de lo que pasa…

—¡No lo haga cerca de su cabeza! —gruñó Jaspe—. Más aún, no lo haga cerca de nosotros. —Los otros caverneros se aproximaban detrás de ellos. Vansen estiró el brazo y puso el farol encima y al lado de donde estaban tendidos. ¿Qué clase de recinto era éste? Lo llamaban la Gran Cámara de Danzas, pero parecía más una cantera que una pista de baile. Alzó el escudo y el fulgor del farol se desperdigó, dando forma y profundidad a lo que antes era una negrura cerrada y temible.

Apenas logró apartar la mano cuando varias flechas atravesaron el sitio donde antes tenía los dedos. Una rozó el farol, y el cilindro de metal y vidrio cayó de costado, pero la luz no se apagó.

Vansen se arriesgó a alzar la cabeza para echar una ojeada. Varias siluetas movedizas, algunas con arcos cortos, corrían a ocultarse en el otro extremo de la cámara, como ratas sorprendidas en un depósito, y sus sombras gigantescas se alargaban a la luz del farol.

Ferras Vansen no había planeado afrontar flechas, pues no le parecían armas adecuadas para esos angostos pasajes subterráneos, pero ahora se encontraba en una clásica pesadilla de infantería, acorralado por una fuerza invisible sin modo de responder salvo con un desesperado asalto frontal. Era pura suerte que no los hubieran masacrado: al parecer habían cogido a los qar por sorpresa. Ahora sólo podían esperar, rogando para que Cinabrio y las demás reservas de Cavernal acudieran como habían prometido. Pero, ¿cómo evitar que cayeran en la misma trampa?

—Es sencillo —dijo Martillo Jaspe después de oír las inquietudes de Vansen—. Si hay una veta de piedra tambor entre este lugar y el templo de los hermanos, no tendremos problemas, Zancas Largas… Así es como nos comunicábamos en las minas y aún más lejos, en los viejos tiempos. De todos modos, seguiremos martilleando hasta que alguien nos oiga. Pero el mensaje debe ser breve y preciso.

Piedra tambor. Eso era nuevo. Vansen volvió a alzar la cabeza y miró hacia donde el enemigo se agazapaba detrás de lo que parecía un bosque de torres de piedra de poca altura. Un qar vio su movimiento y disparó una flecha, que pasó junto a él y se astilló contra la roca. Un fragmento rebotó y se le clavó en la mano. Vansen gruñó de dolor y sorbió la sangre.

—¿Qué tal dos palabras? —le preguntó a Jaspe—. «Socorro» y «trampa». ¿Te parece breve?

Enviaron a un par de hombres a la veta de piedra tambor que cruzaba el camino que habían seguido hasta la Cámara de Danzas. La advertencia dio resultado. Cinabrio y su tropa de veinte hombres llegaron rápida pero cautelosamente a la gran caverna, llevando hondas y otras armas de largo alcance, y a pesar de la inexperiencia de los combatientes, pues muchos ni siquiera tenían el rudimentario contacto con la violencia que tenían los alguaciles, ayudaron a Vansen y Jaspe a expulsar a ese puñado de qar. La victoria se cobró un precio: murieron dos caverneros, uno de ellos un alguacil llamado Feldespato, así que al regresar al templo de los metamorfos estaban de capa caída.

Vansen y Cinabrio caminaban detrás de los hombres que llevaban los cuerpos. Ferras Vansen procuraba evaluar las pérdidas y las lecciones del día mientras se cuidaba de los techos bajos. Había vivido con los caverneros tanto tiempo que a veces ellos se olvidaban de que tenía el doble de altura y no veía muy bien, y no le avisaban de que podía chocarse con algo.

—Ojalá hubiera sabido antes que existía la piedra tambor —dijo.

—Hay sólo unas pocas vetas que conectan algunas partes de Cavernal —dijo Cinabrio—. Fue pura suerte que Jaspe viera ese filón. La piedra tambor se empleaba principalmente a grandes distancias, pero dejamos de usarla en los últimos cien años, cuando perdimos contacto con otras ciudades.

—Aun así, es una maravilla. Si entiendo correctamente a Jaspe, pueden transmitir a cierta distancia bajo tierra. ¿La gente alta está enterada de esto?

—Le aseguro que no —rio Cinabrio—. Me perdonará si digo que pensábamos que era algo que necesitaríamos más para protegernos de su gente que para ayudarla.

—Entiendo. Y prometo guardar el secreto. Los dioses saben que os debo eso y mucho más. Pero creo que los caverneros se han equivocado al confiar en mí para liderarlos. Aunque yo fuera un comandante tan veterano como suponéis, y no lo soy, sé demasiado poco sobre este mundo subterráneo donde combatimos. Me sorprendió por completo que los qar llegaran a esa cámara antes que nosotros. ¿Cómo lo hicieron?

Bajo la luz del farol, Vansen vio la expresión de sorpresa en la cara amable y curtida de Cinabrio.

—Pero Jaspe sostiene que le advirtió. Allí el camino tiene una tapadura, pero supo por el olor del aire que habían abierto otra boca, y eso significa que debe haber un nuevo túnel que asciende desde la tapadura del otro extremo de la Gran Cámara de Danzas.

—¿Ves? Todavía no lo entiendo. —Vansen alzó la mano—. No, no me expliques ahora, magíster; hay mucho que hacer. Pero cuando regresemos y celebremos un consejo, necesito que tú, Sílex y los demás me ayudéis a aprender. Debemos encontrar un modo de subsanar mi ignorancia antes de que sea la causa de nuestra muerte.

* * *

Los caverneros y las dos personas altas estaban agrupados alrededor de una de las grandes mesas del refectorio del templo de los metamorfos, un lugar que se había convertido en sede de lo que Vansen consideraba el estado mayor cavernero, pues el refectorio y la capilla tenían espacio suficiente para albergar a mucha gente.

En los primeros días a Ferras Vansen le divertía su relación con estos hombrecillos, como si le hubieran pedido que comandara un ejército de niños, pero eso había terminado con el primer ataque de los qar. Cualquiera que dudara de la gravedad de la situación sólo tenía que bajar a la profunda y fría habitación que había bajo el altar principal, donde los cuerpos de los dos caverneros caídos, Feldespato y Esquisto, esperaban la construcción de sus montículos funerarios.

Vansen miró a Jaspe, el magíster Cinabrio y el hermano Níquel. El poder de Níquel dentro de la hermandad era mayor cada día: aún no estaba confirmado que sería el próximo abad, pero los demás monjes parecían darlo por hecho. Entre los presentes, Chaven era la única otra persona del tamaño de Vansen, pero el médico parecía aprensivo y preocupado. Junto a él estaba Malaquita Cobre, otro importante miembro del gremio, alto y delgado para ser cavernero, que había llevado un contingente de voluntarios de la ciudad para ayudar a defender los túneles inferiores. Aunque los caverneros no tenían aristocracia, Cobre era lo más parecido a un noble que Vansen había visto entre ellos. A juzgar por su ropa, era el más rico de todos. El joven hermano Antimonio completaba el grupo: a Vansen le habían dicho que Sílex Cuarzo Azul y su extraño hijo adoptivo no asistirían porque estaban haciendo un recado personal.

—Debo pedir disculpas —dijo Vansen—. No puedo acostumbrarme a vuestro modo de hablar… Tapaduras, bocas ascendentes, esclusas… No entiendo esos términos con la rapidez que se requiere en una batalla. Estoy habituado a combatir en terreno sólido que se extiende como una manta, y aquí la manta me cubre la cabeza. Creo que la conducción debería estar a cargo de alguien como Cinabrio o Cobre.

—No me gusta llenarme la mollera con detalles —dijo Malaquita Cobre con lentitud, como si le costara concluir la frase—. Ya he tenido bastante con dirigir a mi propia cuadrilla. No, yo no.

Cinabrio también meneó la cabeza.

—En cuanto a mí, no sé nada sobre el arte de combatir, capitán Vansen, pero haré lo posible para ayudarle a pensar como pensamos nosotros.

—¿Cómo puedo aprender todo lo que sabéis? La piedra tambor, los túneles de Piedra de Tormenta… No tengo tiempo para ser un estudioso, aunque tuviera el seso para ello.

—Ninguno de nosotros realizará la tarea por sí solo —dijo Chaven—. Si queremos sobrevivir, debemos cooperar y tratar de formar a un solo comandante militar con nuestras partes dispares… Un soldado hecho con retazos, como en la vieja historia del rey Kreas.

—De un modo u otro —dijo Cobre—, aunque el poderoso Señor de la Piedra saliera de las profundidades para conducirnos, necesitamos más hombres de los que tenemos. Estimado Cinabrio, debes enviar un mensaje al gremio diciéndoles que envíen a todos los hombres aptos para la lucha… Lamentablemente, no podemos retirar operarios de las pocas tareas que nos ha encomendado Hendon Tolly sin provocar sospechas. Con eso tendremos un millar. Hasta entonces, somos menos de doscientos, cuatro pentecontos a lo sumo, y pocos son combatientes hábiles. ¿Cuántos qar aguardan al otro lado de la bahía?

Vansen sacudió la cabeza.

—Nunca lo supimos cuando luchábamos contra ellos. Una de las dificultades consistía precisamente en evaluar su número y sus posiciones. A juzgar por los que vi marchar hace mucho, supongo que nos superan varias veces en número.

—Y por lo que usted dice, aunque los igualáramos en número no podemos luchar mejor que ellos —dijo Cinabrio.

—Los reinos de la Marca no pudieron derrotarlos con muchos miles, entre ellos cientos de veteranos, artillería y caballería. Pero nos confiamos demasiado. —Sonrió con tristeza—. No repetiremos ese error.

—¿Existe alguna posibilidad de que la gente de la superficie nos ayude, capitán Vansen? ¡Hendon Tolly no querrá que los qar circulen libremente bajo su castillo!

—No, pero primero habría que convencerlo —dijo Vansen—. Eso es posible… Pero aunque accediera a ayudaros, después no os devolvería Cavernal sin problemas. Una vez que se enterase de la existencia de los túneles de Piedra de Tormenta y todo lo demás, él y sus soldados se quedarían aquí.

Malaquita Cobre rompió el largo y moroso silencio.

—Pero los crepusculares deben luchar contra nosotros aquí abajo —señaló—. Sin duda eso nos dará ventaja, si podemos elevar nuestro número.

—No olvides que tienen gente parecida a los caverneros —dijo Cinabrio—. Y otros seres de las profundidades, como los ettins, algunos de los cuales sólo conocemos por viejas historias…

—Entonces no hay esperanza. ¿Eso es lo que dices? —Níquel se levantó—. Entonces todos debemos prepararnos para ir al encuentro de nuestro hacedor. El Señor de la Piedra Húmeda y Caliente nos salvará si lo considera adecuado, si lo hemos complacido. De lo contrario, hará con nosotros lo que desee. Esta beligerancia no sirve de nada. Las Nueve Ciudades de los caverneros quedarán vacías, salvo por el polvo y las sombras.

—No necesitamos esas palabras —dijo airadamente Cinabrio—. ¿Quieres aterrar a nuestra gente hasta trastornarla? Cuando menos, Níquel, piensa en nuestras esposas e hijos. Ah, me olvidaba: los metamorfos no tenéis tiempo para esas trivialidades.

—¡Realizamos una tarea sagrada! —gritó Níquel, y la discusión se acaloró, e incluso Cobre participó, pero Vansen ya no estaba escuchando.

—Basta —dijo. No le prestaron atención, así que alzó la voz—. ¡Basta! ¡Callaos todos! —Todos los presentes se volvieron hacia él, sorprendidos—. Por el bien de las esposas e hijos que mencionáis, por el bien de todos nosotros, dejad de reñir. Hermano Níquel, has hablado de «las Nueve Ciudades de los caverneros». ¿Qué significa eso?

Níquel le restó importancia.

—Es sólo una expresión… Significa todos los caverneros, no sólo los de Cavernal.

—¿Entonces hay otros caverneros? ¿Dónde? Magíster Cinabrio, antes me hablaste de ciudades, pero creí que te referías a localidades comunes, como Primer Vado, Castelhueso y demás.

Cinabrio sacudió la cabeza.

—Entiendo su interés, capitán Vansen, pero si está pensando en miles de caverneros acudiendo desde toda Eion para salvarnos, me temo que debo decepcionarlo. Algunas de esas ciudades desaparecieron tiempo atrás, y queda poco de la mayoría de las otras… Y hablamos de las que están a nuestro alcance. Dos de ellas están detrás de la Línea de Sombra y una está en Xand, el continente meridional.

—¿Pero todavía hay caverneros que viven fuera de Marca Sur?

—Algunos, desde luego. Aun después de nuestros días de gloria, hubo caverneros que vivían en la mayoría de las ciudades grandes, trabajando la piedra y forjando el metal para la gente alta, pero su número ha disminuido cada vez más. Aquí también. Hace cien años éramos casi el doble de hoy. —Cinabrio se encogió de hombros—. Hay un enclave bastante importante en Tessis y otro en las montañas de Sian. Entre ellos podrían tener tantos caverneros como los que hay aquí. Y he oído decir que algunos aún viven en nuestra vieja ciudad de Peña Oeste, en Setia, aunque ahora es apenas una aldea. Quizá haya otro millar desperdigado en otras ciudades de Eion. A fin de año nos reunimos para el gran festival llamado Mercado del Gremio, pero no creo que sobrevivamos aquí el tiempo suficiente para poder reclutar ayuda en el mercado. —Se encogió de hombros—. ¿He interpretado correctamente su idea, capitán?

—Ha dado en el clavo, magíster. —Vansen frunció el ceño—. Aun así, me gustaría saber si la piedra tambor puede llegar hasta Sian.

—Antes era así —dijo Malaquita Cobre—. Pero hace tiempo que las piedras han callado entre ambos lugares.

—Dijiste que en Sian había tantos caverneros como aquí —le dijo Vansen a Cinabrio—. Quizá nos ayuden. A menos que el suelo se haya desplazado, no veo motivo para que no funcionen.

—Perdón —dijo Malaquita Cobre—, pero debo hacer una pregunta. ¿De qué serviría traer hasta cinco veces los que somos ahora desde otra parte? Aun seríamos demasiado pocos para derrotar a los qar, si todo lo que he oído es cierto. ¿De qué sirve entonces? La ayuda tardará semanas en venir de Sotopuente, por lo menos hasta el verano, siempre que decidan enviarla, cosa que dudo. Pero si vienen, ¿cuál sería la diferencia?

—Tienes razón —dijo Vansen. Había estado pensando, a su manera lenta y cauta, y no veía otro camino—. Es verdad: no podemos derrotar a los qar. Son soldados aguerridos, pero también tienen de su parte un terror y una locura como jamás he visto ni sentido. Pero no me propongo derrotarlos.

El hermano Níquel resopló.

—¿Entonces por qué no nos rendimos ahora? Al menos así podremos escoger nuestro modo de morir.

Cobre lo miró con el ceño fruncido.

—¡Cállate, sacerdote timorato y escurridizo! ¡Por mi parte, preferiría morir con un martillo de guerra en la mano, no palmeándome la cabeza y rogando el perdón de los Ancianos de la Tierra!

—Caballeros… hermanos —dijo Cinabrio, extendiendo los brazos—. Esto no está bien…

—Alto. No me dejaste terminar, hermano Níquel —dijo Vansen con voz imperiosa. Convencer a los demás sería difícil, pero no era la parte más difícil de su propuesta—. No me interesa derrotar a los qar porque, como he dicho, no podemos derrotarlos. Ni siquiera podemos tener la esperanza de detenerlos largo tiempo. Pero sé algo de lo que quieren aquí, y quizá sepa algunas cosas que su jefa aún no sabe… Cosas importantes. —El solo pensar en la oscura dama qar lo debilitaba de miedo. La había visto en muchas pesadillas, las visiones que los pensamientos de Gyir le habían dejado en la cabeza, como sombras proyectadas en la pared de una caverna. Estaba aterrado de afrontarla, pero, ¿qué otra cosa podía hacer? Era un soldado, y había jurado lealtad a esta gente tal como la había jurado a la familia Eddon y su trono cuando ingresó en la guardia real—. He aquí mi plan —anunció mientras los demás guardaban silencio—. Me propongo acordar la paz.

—¡Paz! —ladró Cobre—. ¿Con los crepusculares? ¡Con ettins y cambiapieles? Es una locura.

Vansen sonrió adustamente.

—En tal caso, la locura es lo único que puede salvarnos.

* * *

Una aislada astilla de luna colgaba en el cielo cuando salieron por la puerta lateral del observatorio de Chaven. Hacía semanas que Sílex no aspiraba el aire libre y por un momento se mareó. Dio un par de pasos tambaleantes antes de encontrar el equilibrio. La noche parecía inmensa.

Pedernal no parecía notarlo. Miró brevemente a ambos lados y luego bajó la escalera. Al pie de la escalera se volvió para seguir el camino junto a la muralla, dirigiéndose hacia Laguna del Acuano como si pudiera verla. Sílex no pudo contener un escalofrío de temor. ¿Cómo era posible que el niño supiera esas cosas? No tenía sentido. Más aún, atentaba contra el sentido común.

De un modo u otro, si perdía de vista al niño tendría que soportar las filípicas de Ópalo. Lo siguió deprisa.

* * *

—¿Adonde vamos? —susurró mientras Pedernal se internaba en el camino de Colina de las Ovejas al pie de las murallas nuevas, más allá de lo que parecía un inmenso campamento de refugiados acurrucados entre pequeñas fogatas. Algunos alzaron la vista cuando pasaron ellos, y Sílex esperó que lo tomaran por otro niño. Cogió el brazo de Pedernal—. ¡Vuelve a las sombras, niño!

Los ciudadanos de Cavernal tenían prohibido estar en la superficie de noche, en gran medida a causa del propio Sílex, así que no sólo su cabeza tenía precio, sino que el hecho de ser un cavernero bastaría para que lo encerraran en una celda de la fortaleza. De un modo u otro, si los guardias lo pillaban, estaba listo.

¿Qué estoy haciendo? ¿Cómo me dejé convencer de esto? Ópalo me despellejaría si lo supiera. Tuvo un momento de terror. ¿Y si su esposa regresaba al templo mientras él no estaba? ¿Qué le diría? ¡Ella lo haría trizas! Pero si estoy vivo para que pueda hacerme trizas, es porque mis puntales aún me sostienen, pensó sombríamente. Mejor no preocuparse en vano.

—Pedernal, ¿adonde vamos? —volvió a preguntar.

—Cruzaremos el puente del camino del mercado, viraremos hacia la torre de guardia y nos detendremos en el quinto farol.

—¿Cómo lo sabes? ¿Quién te lo dijo?

El niño lo miró como si Sílex hubiera preguntado por qué se llenaba los pulmones de aire.

—Nadie me lo dijo, padre. Lo vi.

Cuando se acercaban al puente, Sílex hizo lo posible por mantener el rostro oculto. El puente era un arco corto y alto que cruzaba el canal entre las dos lagunas de la fortaleza externa. Formaba un pequeño estuario en el lugar donde el canal cruzaba un campo fangoso para unirse con Laguna Norte, habitualmente morada de muchas aves, pero en esta época de privaciones, y con tanta gente hambrienta amontonada en el castillo, la mayoría de las aves habían sido cazadas y comidas. La antorcha del puente se había apagado, y la pequeña extensión de agua, hierba y arena yacía en silencio y casi invisible a ambos lados, aun para los agudos ojos del cavernero, como si atravesaran un vacío entre las estrellas.

Al otro lado del puente se desviaron hacia una vereda de troncos rústicos que bordeaba la orilla. Siguieron por allí hasta llegar al fulgor tenue de un farol de piel de pescado colgado de una columna. Después de pasar cuatro luces más, llegaron a un sector vacío de Laguna del Acuano, pero la última luz, el quinto farol, colgaba sobre algo más que agua negra y el camino costero: una desvencijada plancha hecha de tablones y sogas se estiraba desde el charco de luz hacia la negra laguna y hacia una forma oscura y despareja salpicada de lucecillas rojas, como una fogata que se hubiera consumido. Pequeñas olas acariciaban el borde del sendero.

—¿Qué hacemos aquí? —susurró Sílex—. ¿Cómo conoces este lugar? No seguiré adelante si no me das respuestas, niño.

Pedernal lo miró, la cara pálida bajo el fulgor de la piel de pescado. De pronto Sílex sintió miedo, no del niño sino de lo que pudiera decir, de los cambios que pudiera traer. Pero Pedernal sólo negó con la cabeza.

—No puedo darte respuestas, padre. No las conozco. Vi este lugar cuando estaba dormido y supe que tenía que venir aquí. Sé lo que debo hacer. Tendrás que confiar en mí.

Sílex miró esa cara pequeña, tan familiar pero tan ajena.

—Muy bien, confiaré en ti. Pero si digo que nos vayamos, nos vamos. ¿Entendido?

El niño no respondió, sino que se giró y bajó por la plancha oscilante.

La barcaza era baja pero ancha, y la cubierta era un amontonamiento de camarotes y casetas. No parecía un barco sino una despensa. Oscilaban luces en las diminutas ventanas, pero Pedernal se dirigió resueltamente hacia un retazo de oscuridad en el flanco: cuando Sílex lo alcanzó, el niño ya había golpeado dos veces la puerta de un camarote.

La puerta se entreabrió.

—¿Qué buscas? —murmuró una voz.

—Hablar con el jefe.

—¿Y quién quiere hablarle?

—Un mensajero de Kioy-a-pous.

Sílex miró al niño. ¿Kioy-a-pous? ¿Quién era ése? ¿Qué sucedía, en nombre de los Ancianos de la Tierra?

La puerta se abrió, derramando una luz ambarina. Una muchacha acuana les cedió el paso. Sílex nunca había visto de cerca a esta gente. Su cara solemne era igual a las viejas tallas que había visto debajo de Cavernal, algo que no tenía sentido: ¿por qué los antiguos caverneros habrían tallado imágenes de los acuanos?

La muchacha los condujo por un pasaje largo y oscuro. Sílex sintió el vaivén continuo del barco bajo sus pies, una sensación inquietante para alguien que había vivido toda su vida sobre piedra. Los llevó a un camarote bajo y ancho donde media docena de acuanos rodeaban una mesa baja: todos los acuanos estaban sentados en el suelo, flexionando las rodillas. Se volvieron hacia los recién llegados, y con sus ojos grandes y saltones y sus caras lampiñas parecían ranas en un estanque.

—Mi padre, Turley Dedos Largos —les dijo la muchacha a Pedernal y Sílex, señalando a uno de los hombres—. Él es el jefe de nuestra gente aquí.

—¿Qué es esto, hija? —Turley parecía contrariado por esta súbita intrusión, casi avergonzado, como si los hubieran sorprendido planeando alguna maldad.

—Dice que viene como mensajero de Kioy-a-pous —dijo ella—. No me preguntes más, pues no lo sé. Traeré algo de beber. —Se encogió de hombros, hizo una adusta reverencia y se fue del camarote.

—¿Por qué te presentas con ese nombre, joven? —dijo Turley—. Tienes el tufo del rey norteño: el viejo Ynnir Viento Gris. No lo servimos a él, ni a su amo moribundo. Muchas promesas rotas se interponen entre nuestros pueblos. Nosotros somos los hijos de Egye-Var, señor de los mares. ¿Qué nos importa Kioy-a-pous? ¿Qué nos importa el que llaman Torcido?

Pedernal reaccionó extrañamente ante las palabras del acuano: por primera vez desde que habían hallado al niño en un saco junto a la Línea de Sombra, Sílex vio un destello de furia. Fue una expresión fugaz, un centelleo como la blancura del relámpago que cruza un cielo oscuro, pero en ese momento Sílex sintió miedo del niño que había llevado a su hogar.

—Ésas son ideas viejas, jefe —le dijo Pedernal, más calmado—. Ponerse de parte de uno de los Grandes contra otro… Esa estrategia es de cuando el mundo era joven y los mortales sólo cumplían el papel que les permitían los Grandes. Las cosas han cambiado. Egye-Var y los demás fueron exiliados por un motivo, y tú y los demás herederos no querréis que regresen a reclamar lo que era de ellos.

—¿A qué te refieres? —preguntó el jefe de los acuanos—. ¿Qué has venido a decirnos?

—Lo importante no es lo que he venido a decir, sino lo que necesito preguntar —dijo el niño, impasible—. Llévame a ver a las guardianas de la Balanza.

El jefe de los acuanos se sobresaltó tanto que se echó hacia atrás como si ese niño extraño le hubiera pegado, moviendo la boca en silencio.

—¿De qué hablas? —preguntó al fin, con débil arrogancia.

—Hablo de las dos hermanas, como ya sabes —dijo Pedernal—. Muchas cosas dependen de esto. Llévame a ellas, jefe, y no pierdas más tiempo.

Turley Dedos Largos miró con impotencia a los otros acuanos, pero ellos parecían más anonadados que él, y tenían los ojos desorbitados de sorpresa.

—No podemos hacerlo —dijo al fin el jefe. Había abandonado toda resistencia. Su negativa era una admisión, no un rechazo—. Ningún hombre en asamblea del cardumen puede visitar a las hermanas…

—Tienen que ir y mi Rafe no está aquí —dijo la hija del jefe—. Si no puedes llevarlos, padre, yo lo haré.

Si Sílex pensaba que Turley Dedos Largos se enfurecería con la muchacha, le pegaría o la echaría de la habitación, se equivocaba. En cambio, habló casi con timidez.

—Pero, hija, no es día para visitar a las hermanas… No es un día de penitencia, no se ha esparcido sal…

—Pamplinas, padre —lo regañó ella, como si él fuera un chiquillo que había hecho una travesura—. ¡Escucha! Este niño habla de cosas que ningún forastero conoce, y mucho menos un terrano. ¡Habla de la Balanza! Como si no supiéramos ya que se avecina un tiempo de cambios.

—Pero, Ena, nosotros no…

—Puedes castigarme después si lo deseas. —Ella se puso de pie—. Pero los llevaré al secadero…

Esto desencadenó una batahola: los otros acuanos se pusieron a hablar todos al mismo tiempo, discutiendo, protestando compitiendo por la atención de Turley, señalando a la hija del jefe como si hubiera entrado desnuda en la habitación. El ruido creció hasta que Turley pidió silencio con un gesto, pero no fue su voz la que los contuvo.

—Llévanos, pues —dijo Pedernal—. No hay tiempo que perder. Falta menos de un giro de luna para el solsticio de verano.

—Seguidme. —Sin prestar atención a las caras de indignación y confusión de los acuanos, la muchacha descolgó un chal de un gancho de la pared y se cubrió los hombros—. Pero andad con cuidado: una parte del camino es peligrosa.

Para sorpresa de Sílex, la muchacha sólo los llevó hasta el muelle flotante sujeto a la proa de una barcaza destartalada. La luna había desaparecido tras las murallas del castillo y la noche estaba tan oscura que —salvo por el destello de las estrellas cuando el viento apartaba las nubes— podrían haber estado en los túneles más profundos de los Misterios.

Ena señaló a un bote que cabeceaba junto al muelle.

—Subid.

Sílex pensaba que no había nada más escalofriante que subir a un bote, donde estaría entre el aire y el agua. Pronto descubrió que se equivocaba.

—Ahora poneos esto —les dijo Ena, entregando un trozo de tela a cada uno—. Cubrios los ojos.

—¿Cegamos? —Sílex se sofocaba—. ¿Estás loca?

—Si no lo hacéis, no os llevaré. El camino hacia el secadero no es para terranos, aunque sirvan a Kioy-a-pous.

—Por favor, padre —dijo Pedernal—. Todo estará bien.

Seguro, pensó Sílex. ¿Por qué no? Quizá cuando nos caigamos el niño también hechice a los tiburones, como los santos oráculos. Con gran renuencia, se vendó los ojos con ese trapo rígido y salado; poco después sintió el movimiento del bote. ¿Qué le pasó a este niño detrás de la Línea de Sombra, y cuando fue a ver al Hombre Radiante?

El Hombre Radiante. Sílex no podía dejar de pensar en el niño tendido al pie de la gran estatua. Como al resto de su pueblo, a Sílex le habían enseñado que el Hombre Radiante era la imagen de su creador, el Señor de la Piedra Húmeda y Caliente. Durante los Misterios, cuando se iniciaban en la madurez, aprendían que la gran forma cristalina estaba viva en cierto modo, que el poder de su dios vivía dentro de ella. ¿Por qué el niño había ido por su cuenta a buscarla? ¿Y qué había hecho con ese extraño espejo que luego Sílex le había entregado a la aterradora mujer qar, con riesgo de su vida? Por otra parte, ¿qué se proponía ahora ese niño? Pedernal había interrogado al hermano Azufre hasta encolerizarlo, y ahora había pedido acceso a un tesoro de los misteriosos acuanos, y se lo habían concedido. Hermanas, balanzas… Sílex no sabía qué significaba, pero sabía que dominaba la situación tanto como un hombre arrollado por un alud: sólo podía aferrarse y rezar…

Estos pensamientos y muchos otros le cruzaban la mente mientras los remos crujían y las olas lamían el flanco del bote. En un momento pasaron por un largo túnel, con ecos que rebotaban en la piedra. Cuando el eco se disipó, el agua, que hasta entonces era tan mansa como cabía esperar en una laguna dentro de las murallas del castillo, comenzó a mecer el bote con tal fuerza que Sílex empezó a tironear de la venda, presa del pánico.

—¡No lo hagas! —le advirtió Ena con voz jadeante, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo—. Déjate la venda, o daré la vuelta.

—¿Qué está pasando?

—No te preocupes, cavernero. Siéntate.

Pedernal le apretó el brazo, así que él se dejó la venda sobre los ojos. ¿Qué estaba pasando? ¿Estaban en mar abierto? Pero, ¿cómo podían haber salido de la bahía, dejando atrás la cadena que protegía el puerto? ¿Y qué había de los qar que los sitiaban? No tenía sentido.

Después de lo que pareció una hora o más en el agua, con grandes sacudidas en el último tramo, Sílex oyó que la proa chocaba contra algo sólido. La muchacha bajó del bote y los ayudó a subir a un muelle, y de allí a la tierra firme.

—Conservad las vendas —dijo—. Os avisaré cuándo quitarlas.

Al fin Sílex oyó que abrían una puerta y los hacían pasar, guiados por las manos ásperas de Ena. Un humo acre y salobre le llenó los pulmones.

—Ahora podéis destaparos los ojos.

Cuando dejó de toser, Sílex se quitó la venda. Estaban en lo que parecía una especie de establo. Un gran fuego rugía en el centro de la habitación rectangular, y las altas llamas pintaban todo de anaranjado. A ambos lados del fuego había largos palos sostenidos por gruesas columnas de madera. De los palos colgaban cientos de pescados eviscerados.

—Por los Ancianos, es realmente un secadero —murmuró Sílex, y el humo lo hizo toser de nuevo. Le ardían los ojos.

—¿Quién está ahí, quién está ahí? —dijo una voz que parecía hablarle al oído. Se sobresaltó y se giró, pero sólo vio a Ena y al silencioso Pedernal. Era como si los pescados hubieran hablado—. Vaya, vaya, parece que asustamos a papá Arenque. —La voz rio con voz cascada—. Acercaos, queridos. No hay nada que temer en el secadero… a menos que seas un pez. ¿No es verdad, Meve?

Sílex titubeó, pero Pedernal ya se dirigía al fuego. Mientras sorteaba la fogata, Sílex distinguió dos formas pequeñas sentadas en un banco cerca de las llamas. Una de ellas, una vieja acuana, se levantó. Era diminuta, apenas más alta que Sílex, y aunque todos los acuanos tenían un parecido con las ranas, esta anciana era como uno de los sapos sepultados o peces anfibios que los caverneros a veces descubrían en los cimientos de los edificios donde excavaban, criaturas marchitas que parecían muertas pero que se recobraban si las sumergían en agua, como si hubieran estado durmiendo en la arcilla durante siglos.

—Buenas noches —dijo la anciana—. Mi nombre es Gulda, y ella es mi hermana Meve. —Gulda señaló a la otra mujer, aún más menuda que ella, envuelta en una túnica tosca con la capucha cerrada, como si Meve tuviera frío pese a estar al lado del fuego—. Ella no habla tanto como antes, pero sus palabras son sabias… ¿No es así, mi amor?

—Sabias —graznó la otra mujer sin alzar la vista.

—Te saludo, hija de Turley —le dijo Gulda a Ena—. Puedes esperar con tu caballo del mar. Los Grandes no tienen nada que decirte esta noche, aunque sin duda lo harán en otra oportunidad.

—Otra oportunidad —repitió Meve con una voz seca que sugería que había estado largo tiempo en ese cobertizo humoso.

Ena parecía decepcionada, pero no discutió. Saludó a las hermanas con una reverencia y caminó hacia la puerta.

—Sois las guardianas de la Balanza —dijo entonces Pedernal.

—¿Y por qué no? —Gulda parecía de buen humor, aunque había irritación en su voz—. Nuestra madre nos dio los conocimientos que a ella le había dado la suya, y así hasta los tiempos en que las quillas encallaron aquí por primera vez… ¿Quién más la vigilaría, la lustraría y conocería sus secretos?

—Y el dios os habla a través de la Balanza —dijo Pedernal, como si esa frase tuviera sentido. Debía tenerlo para Gulda, porque asintió enérgicamente.

—Cuando lo considera adecuado.

—Cuando ve —añadió Meve, cabeceando suavemente, como si cualquier movimiento violento, incluso la tos que sufría Sílex, pudiera descuajeringaría. ¿Qué edad tenían esas mujeres?

—El dios os ha hablado mucho últimamente —dijo Pedernal.

Gulda titubeó.

—Sí… y no…

—No —dijo Meve—. Sí.

Gulda sacudió la cabeza.

—Él nos habla, pero a veces parece que los sueños lo han cambiado. Antes no estaba tan furioso como ahora. Como si algo hubiera irrumpido en su sueño para causarle dolor.

—Sueño y dolor —añadió Meve.

—Quizá recuerde cómo dejó el mundo —dijo Pedernal, y con cada palabra se alejaba más de Sílex, que tenía la sensación de que nunca más podría pisar terreno firme—. Quizá recuerde al fin.

—Sí, es posible —dijo Gulda—. Pero aun así parece cambiado.

—¿Y qué os dice el Señor de las Profundidades Verdes?

Gulda lo miró un rato antes de responder.

—Que se avecina el día del retorno de los dioses. Que nuestro señor quiere que hagamos todo lo posible para ayudarlo a regresar.

Pedernal asintió.

—Ayudar a Egye-Var a regresar. Pero dijiste que últimamente está cambiado.

Gulda asintió.

—Como si estuviera más cerca. Y nunca estuvo tan furioso, ni siquiera en tiempos de nuestras abuelas. Caliente, no frío. Impaciente, caliente y ávido, como un hombre sediento.

—Sed —dijo Meve, y se incorporó penosamente. Se mecía mientras se levantaba, diminuta y frágil como un nido de barro y ramas. Gulda quiso ayudarla pero Meve ahuyentó a la hermana con una mano trémula. Los miró, y Sílex vio las cataratas que le blanqueaban los ojos. Casi seguro estaba ciega.

—Sueños… Cambiado… —jadeó, señalando a Sílex con la mano, como si él le hubiera robado algo—. Caliente. ¡Sueño caliente! Tiempo frío. ¡Furioso!

Retrocedió, pero Pedernal avanzó un paso y le cogió los dedos huesudos. La anciana temblaba como si tuviera fiebre.

La hermana se apresuró a consolarla.

—Calma, mi amor, mi dulce —dijo, besando los escasos cabellos blancos de su hermana—. No temas. Gulda está contigo. Estoy aquí.

—Miedo —susurró Meve—. Aquí.

—¿Qué hay aquí, mi amor? ¿Qué hay aquí?

La anciana habló con voz casi inaudible.

—Furioso…

* * *

Ena, la hija de Dedos Largos, los llevó de vuelta al quinto farol de la senda del estuario y les permitió quitarse las vendas. Sílex se alegró de recobrar la visión, pero se había alegrado aún más de escapar del humo salobre del cobertizo.

—¿Encontraste lo que buscabas, hombrecillo? —le preguntó la muchacha a Pedernal.

—No sé —dijo él—. Ando a tientas en la oscuridad, tratando de identificar las formas que toco.

—Eres un niño extraño, ¿verdad? —La muchacha se dirigió a Sílex—, Ahora recuerdo quién eres tú… Sílex Cuarzo Azul.

Sílex, que pensaba que las sorpresas de la noche habían terminado, la miró boquiabierto.

—¿Cómo me conoces?

—No tiene importancia. Mejor no decirlo. Pero eres amigo del ulosiano, Chaven, ¿No es así?

Aunque ella los había ayudado (o eso creía Sílex, pues no sabía lo que había hecho Pedernal), no era tan tonto como para decirle a una desconocida nada sobre el médico fugitivo.

—Yo solía visitarlo. Todos lo saben. ¿Por qué?

—Tengo un mensaje para él. Nosotros lo ayudamos y él prometió pagarnos. Le dimos jornadas de trabajo y él no ha saldado su deuda, así que mi padre ha quedado como un tonto ante los demás. Si lo ves, dile eso: que los acuanos quieren su paga.

* * *

Mientras Sílex y Pedernal atravesaban la casa de Chaven para salir por la puerta oculta y el túnel que llevaba a Cavernal, oyeron ruidos: pisadas y voces distantes y fantasmales. El temor supersticioso de Sílex dio paso a un terror más concreto cuando oyó las voces con más claridad y comprendió que algunos guardias de Hendon Tolly los estaban buscando en la casa.

Debían estar vigilando el lugar, pensó, combatiendo el pánico. Pero permanecimos en las sombras… Quizá no estén seguros de que hayamos entrado. ¡Ojalá sea así, por los Ancianos de la Tierra!

Sílex conocía el lugar mejor que los guardias, al menos en los niveles inferiores, y lograron salir por la puerta del fondo de la casa antes de que los alcanzaran sus perseguidores. Al salir, Sílex trabó la puerta con cuñas de roca. Si los guardias encontraban la puerta, que del otro lado estaba tapada por un tapiz, pensarían que estaba cerrada desde tiempo atrás. De un modo u otro, estaban vigilando el observatorio de Chaven. El lugar ya no era seguro.

Nos estamos quedando sin caminos para escapar de Cavernal, pensó mientras seguía al niño hacia el templo. O para ver el cielo. Pronto seremos como esos conejos arrinconados por los cazadores. Los peores temores de Piedra de Tormenta se están cumpliendo.