20: Puente de espinas

20

Puente de espinas

Se dice que la mayoría de los ettins viven en la ciudad subterránea de Primer Abismo, lejos de la Línea de Sombra, en lo que antaño era Vutia Occidental, pero algunos afirman que antes de la gran peste vivían muy al sur, en la cordillera Eliuin de Sian, y también en las montañas de Setia y Perikal.

Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand

Soy el peor espía que jamás crearon los dioses, concedió Matt Tinwright. La primera vez que alguien me pregunte qué hago aquí, chillaré como una niña y me desmayaré.

Nunca había estado en esta parte de la residencia real; con sus pasillos desconocidos y resonantes, y sus antiguos y vastos tapices llenos de bestias amenazadoras, podría haber sido la caverna de un ogro en pleno bosque, alfombrada con los huesos de viajeros desprevenidos. El peligro parecía acechar en cada esquina.

Los dioses te maldigan, Avin Brone, pensó por enésima vez. Eres un monstruo, no un hombre.

Tinwright se había arriesgado a penetrar en este territorio escalofriante porque la mayoría de los habitantes del castillo se encontraban en las murallas, observando alguna brujería que los crepusculares habían iniciado en la otra margen de la bahía. Él también quería ir a mirar, pero sabía que no podía perderse esta oportunidad. Hasta ahora Brone había despreciado toda la información que Tinwright le había llevado, desechando una lista de los espejos que había en la residencia como «puras sandeces» y amenazando con hacer despellejar al poeta para transformarlo en un sombrero. Aunque Tinwright no creía que terminara en el taller de un sombrerero, era indudable que el conde de Finisterra estaba perdiendo la paciencia: cada palabra de la última amenaza de ese hombre lo había conmovido hasta el tuétano.

Hacía más de una hora que recorría los pasillos de la residencia. Había tenido que decir a varios sirvientes curiosos que estaba extraviado, inventando recados falsos para explicar su presencia, y su temor era cada vez mayor. ¿Y si lo pillaban? ¿Y si lo llevaban ante Hendon Tolly y tenía que afrontar esos ojos horribles y penetrantes y trataba de mentir? Nunca lo conseguiría. Matthias Tinwright había aprendido tiempo atrás que no era ningún héroe, mucho antes de escribir poemas sobre héroes como Caylor y describir en palabras conmovedoras cómo se plantaban ante los enemigos más enconados con fe en el corazón y una sonrisa en los labios.

No, les contaré todo a mis captores, se prometió, mucho antes de que me acerquen un hierro candente. Les diré que Brone me obligó. Rogaré por mi vida. Que los dioses me ayuden. ¿Cómo caí en esta trampa maligna?

Tinwright pasó bajo un arco y se detuvo a mirar los rostros que cubrían las paredes. Estaba en la galería de retratos. ¿Cómo se había perdido tanto? Los reyes y reinas lo miraban, algunos sonriendo pero otros con el ceño fruncido, como si les molestara encontrar a ese inmaduro entrometido. Los más antiguos, traídos de Connord en tiempos de Anglin y pintados en el tosco estilo de la primera era del Trígono, no parecían más humanos que las bestias de los tapices, con sus ojos fijos y sus rasgos rígidos como máscaras…

Oyó voces en un pasillo. Tinwright miró en torno, presa del pánico. Estaba atrapado en medio de una habitación grande. Lo verían antes de que llegara a la puerta. ¿Correría el riesgo de creer que eran meros sirvientes y trataría de afrontar otro encuentro más? Las voces se acercaban cada vez más, estentóreas e imperiosas. Su corazón se aceleró aún más.

Allí. Enfrente había una abertura en la pared, una escalera. Corrió por las baldosas de piedra y subió al primer escalón justo cuando esos hombres entraban en la habitación. Sus voces crecieron y retumbaron bajo el techo alto. Tinwright se agazapó, encogiéndose contra la escalera para que no lo vieran, aunque así tampoco podía ver quién había entrado.

—He encontrado algo interesante en un clásico, creo que Phayallos, que se refiere a esas cosas. Él los llamaba grandes mosaicos a causa de su tamaño, y creía que eran… ventanas y puertas, aunque pocos pueden trasponer sus umbrales. —Tinwright creyó reconocer la voz. Estaba seguro de haberla oído antes, ronca por la edad, jadeante pero nítida.

—Eso no nos dice mucho que no sepamos —dijo el otro. Tinwright se ocultó aún más en las sombras de la escalera y contuvo el aliento con miedo. La segunda voz pertenecía a Hendon Tolly—. ¡Mira a esos idiotas de ojos bovinos! —Tolly se refería obviamente a los retratos de los Eddon—. Generaciones de reyes que no eran mejores que pastores, conformes con su pequeña dehesa.

—También son vuestros ancestros, lord Tolly —observó el otro respetuosamente.

Para horror de Tinwright, ambos se habían detenido en medio de la gran sala, a poca distancia de su escondrijo. ¿Por qué me escondí? ¡Idiota! ¡Ahora no hay modo de fingir inocencia si me pillan!

—Sí, pero no son mi ideal —dijo Tolly—. Al sur, Sian está débil desde hace un siglo, vistosa pero podrida por dentro. Brenia y los demás son apenas aldeas de labriegos rodeadas por murallas. Con un poco de determinación, podríamos haber gobernado toda Eion. —Tinwright le oyó escupir—. Pero las cosas cambiarán. —Adoptó un tono más profundo, frío y áspero—. No me fallarás, ¿verdad, Okros?

—¡No, lord Tolly, no temáis! Ya hemos resuelto la mayoría de los enigmas, salvo esa maldita piedra deífica. Empiezo a creer que no existe.

—¿No dijiste que la piedra deífica no era del todo necesaria?

—Sí, milord, por lo que veo, pero aun así me gustaría tenerla antes de intentar… —El médico se aclaró la garganta—. Por favor, señor, recordad que estos asuntos son muy complicados; no es como preparar una máquina de asedio. No es una cuestión de mera ingeniería.

—Lo sé. No me trates como a un tonto —dijo Hendon Tolly, con voz aún más profunda y amenazadora.

—¡Nunca, milord! —Tinwright había visto a Okros Dioketian en la residencia, un hombre enérgico, serio y desdeñoso que disimulaba sus sentimientos con su formalidad. Pero ahora no hablaba con desdén. Parecía aterrado de su amo. Tinwright lo comprendía muy bien—. No, milord, sólo lo digo para recordaros que aún queda mucho por hacer. Trabajo todas las horas del día y la noche para…

—Dijiste que debíamos usar el hechizo en el solsticio de verano o perder nuestra oportunidad, ¿no es así?

—Sí, eso dije…

—Entonces no podemos esperar más. Debes mostrarme cómo hacer todo, y pronto. Si no puedes… encontraré a otro erudito.

Okros calló unos instantes, obviamente tratando de dominar su voz trémula. No lo consiguió del todo.

—Desde luego, lord Tolly. Creo… que ya he descifrado la mayor parte del rito… Sí, casi todo. Sólo tengo que deducir qué significan ciertas palabras, pues Phayallos y los otros estudiosos antiguos no siempre se ponen de acuerdo. Por ejemplo, uno sostiene enfáticamente que para que el hechizo tenga éxito «el mosaico tiene que estar nublado de sangre».

Hendon Tolly rio.

—No creo que eso sea un inconveniente… Será bueno tener menos bocas para alimentar en este maldito hormiguero. —Su voz se atenuó cuando se puso a caminar de nuevo. Tinwright dio gracias a Zosim por no tener que permanecer agachado mucho más tiempo: empezaban a dolerle la espalda y las caderas.

—Pero me pregunto qué significará… «nublado». —Parecía que Okros lo seguía—. He cotejado tres traducciones y todas dicen algo similar. Nublado, brumoso… Nunca untado ni ungido. Es un espejo, milord. ¿Cómo se nubla un espejo con sangre?

—Oh, dioses —dijo Tolly con frustración—, supongo que habrá que degollar a algunas vírgenes. ¿No es lo que siempre quieren esos antiguos? ¿Sacrificios? Sin duda en esta condenada ciudad podremos encontrar algunas vírgenes… Siempre hay niñas, al fin y al cabo.

Mientras asimilaba esas horribles palabras, Tinwright notó que las voces regresaban, que Hendon Tolly había cambiado de dirección y se aproximaba a la escalera donde él se ocultaba. Sin siquiera tomarse el tiempo para ponerse de pie, se giró y se puso a trepar por la escalera a gatas. Cuando llegó al primer recodo, se enderezó y se dio prisa, tratando de congeniar la velocidad con el sigilo. Aún oía la discusión de Tolly y el médico, pero sólo algunas palabras. Para su inmenso alivio, no lo siguieron escalera arriba.

—Fantasmas… Tierras que no… —La voz de Okros era débil como el viento en las torres del castillo—. No podemos correr el riesgo…

—Los dioses mismos… —Tolly volvía a reírse, esta vez con fruición—. El mundo entero caerá de rodillas, gritando…

Al llegar arriba, Tinwright cruzó la puerta y salió al rellano. Ya no sólo temía que lo pillaran: algo había cambiado en la voz de Hendon Tolly, y esas últimas palabras evocaban el grito de una criatura inhumana.

Durante largo tiempo permaneció junto al pozo de la escalera, tratando de respirar en silencio mientras permanecía atento al ruido de pasos, pero ya ni siquiera oía las voces. Aun así, era posible que Okros y el lord protector sólo hubieran ido a la habitación contigua. Esperaría un rato para asegurarse de que podía bajar sin riesgo. Tolly siempre lo aterraba, pero oírle hablar con ese desparpajo de un sacrificio sangriento… Y esa risa espantosa… No, se quedaría hasta el anochecer, si era necesario, con tal de eludir al amo de Marca Sur.

Al fin, sintiendo la necesidad de estirar las piernas pero sin animarse a bajar, se paseó por la sala de arriba, frente a las puertas abiertas de las despensas que ahora estaban desocupando para alojar a aristócratas refugiados. En el otro extremo de la sala una ventana daba al sur, hacia la puerta de la fortaleza interior. Desde esa pequeña ventana con parteluz Tinwright podía ver hasta la bahía, donde el terraplén antes unía la tierra firme con el castillo. La otra costa tenía un aspecto extraño. Tinwright miró largo rato antes de recordar las temibles conversaciones que había oído por la mañana. Los cortesanos susurraban que tras una larga pausa de tranquilidad los crepusculares preparaban alguna jugarreta diabólica.

Ruidos extraños, comentaban algunos, diciendo que se habían despertado en medio de la noche. Cantos y salmodias. Niebla, sostenían otros, una gran niebla que se extiende por doquier. Y no es natural.

Tinwright vio una vasta nube de niebla que cubría la bahía del lado de tierra firme, y al principio pensó que las formas oscuras que se desplazaban en esa turbiedad eran penachos de humo negro, que los crepusculares habían encendido grandes hogueras en la playa, pero el viento no arremolinaba esas volutas oscuras. Algo crecía en la niebla. ¿Pero qué? ¿Y por qué?

Tinwright sacudió la cabeza, sin poder entenderlo. Después de varios meses de tranquilidad casi era posible olvidar que los qar aún estaban allí, malignos y furtivos como siempre. ¿Esa paz larga y aprensiva había concluido?

Atrapado entre los crepusculares y los Tolly, pensó. Más me valdría cortarme el pescuezo.

Matt Tinwright decidió que ya se había escondido el tiempo suficiente. Sería tan seguro bajar ahora como en cualquier otro momento. Avin Brone querría saber qué había oído. Tinwright también tenía una responsabilidad ante otra autoridad, igualmente temible.

* * *

—Esta muchacha es muy pretenciosa —declaró su madre—. Le traigo buena comida del mercado y la mira con desprecio. ¿Acaso el libro no dice: «salchicha para los pobres»?

Solaz para los pobres, pensó Tinwright, pero no se molestó en corregirla. Tratar de decirle algo a su madre era como hablarle a una estatua de la reina Ealga en los jardines del castillo. En este caso, una estatua muy parlanchina.

—¿No piensas comer? —le preguntó Tinwright a la paciente.

Elan M’Cory estaba acodada en la cama. Había recobrado el color, pero aún estaba floja como una muñeca de trapo. Tinwright hizo lo posible por no impacientarse porque la joven aristócrata aún estuviera en cama. No se encontraba bien. La habían envenenado… aunque con amor. Estaría bien cuando estuviera bien.

—Estoy comiendo lo que puedo —murmuró Elan en voz baja—. Es que… No quiero ser ingrata, pero algunas cosas que ella trae… El pan tiene escarabajos.

—No son escarabajos, sólo saludables gorgojos —dijo Anamesiya Tinwright, chasqueando la lengua—. Y además no están vivos. Horneados con el pan… Crujientes, como una sabrosa piña asada.

Elan tembló y se llevó la mano a la boca.

—Claro, madre, sin duda es muy sano, pero lady M’Coiy está habituada a otro tipo de comida. Mira, aquí tienes una moneda breniana de dos cangrejos… No, te daré un par. —Había estado escribiendo notas de amor para una corte que, con la cercanía del verano y la tregua de los qar, vivía en una especie de letargo. Además, Brone le había dado una estrella de mar por su información sobre Okros y Hendon Tolly, y no le había gritado mucho, así que Tinwright estaba de un excepcional buen humor—. Encuéntrale a Elan un pan sabroso hecho con buena harina. Sin gorgojos. Y un trozo de fruta.

—¿Qué más se te ofrece? —resopló su madre—. ¿Fruta? Has estado viviendo demasiado tiempo con los ricachones, muchacho. ¿Sabes cuánta gente está durmiendo en la calle? ¿Cuánta hambre tienen todos? Tendrías suerte si encontraras una sola manzana podrida en toda Marca Sur.

Elan le dirigió una mirada implorante.

—Bien, trata de conseguirle algo bueno para comer, madre… Lo mejor que puedas con estos dos cobres. Yo me quedaré con lady M’Cory hasta que regreses.

—¿Y qué hay de mí? ¿Qué clase de hijo manda a su madre como una peregrina kracia, sin siquiera un cangrejo para ella?

Tinwright procuró mantener la calma. Sacó otra moneda del bolsillo.

—Bien, cómprate una cerveza, madre. Te hará bien para la sangre.

Ella lo miró con dureza.

—¿Cerveza? ¿Estás loco, muchacho? La cerveza de Zakkas me conforma. Pondré esto en el cuenco de ofrendas de los dioses para quitarme de las manos el hedor de tu vida pecaminosa. —Luego, antes de que él pudiera impedir que la moneda emprendiera su viaje sin retorno, ella cruzó la puerta y se fue.

Él se volvió hacia la cama. Elan tenía los ojos cerrados.

—¿Duermes?

—No. No sé —dijo ella sin abrirlos—. A veces me pregunto si no me habré muerto de veras cuando tomé el veneno, si esto no será una alucinación de mi mente agonizante. Si éste es el mundo real, ¿por qué no me interesa? ¿Por qué sólo deseo que todo desaparezca, volver a caer en una oscuridad sin sueños?

Él se sentó en el extremo de la cama y deseó atreverse a tomarle la mano. Aunque la había salvado de Hendon Tolly y ahora ella no pertenecía a nadie sino a él, Tinwright pensaba que Elan se había vuelto más distante que nunca.

—Si tu mente agonizante puede concebir una gárgola como mi madre con la mera imaginación, tienes mucho más talento que yo para la poesía.

Ella sonrió un poco y abrió los ojos, pero aún no lo miraba directamente. En los pisos de arriba lloraba un bebé.

—Eres extraño, maese Tinwright, pero eres injusto con tu madre. Es una buena mujer… a su manera. Ha hecho lo posible para mantenerme cómoda, aunque no siempre coincidimos en lo que es mejor para mí. —Puso cara de disgusto—. Y es muy tacaña con el dinero. El pescado seco que trae… Ni siquiera puedo describirte el olor. Lo deben pescar allí donde los retretes de la residencia se vacían en las lagunas.

Tinwright no pudo contener la risa.

—Ya la oíste. Ahorra dinero para dejar sus monedas sobrantes en los cuencos de ofrendas. Para ser una mujer tan devota, parece entender que los dioses son tan idiotas como niños revoltosos y ella debe recordarles su devoción constantemente.

La cara de Elan cambió.

—Quizá ella tenga razón y nosotros estemos equivocados. Los dioses no parecen prestar mucha atención a sus hijos mortales. Yo no osaría llamar a los dioses necios ni estúpidos, maese Tinwright, pero hace tiempo que me pregunto si no están demasiado distraídos para imponer orden aquí.

La idea era interesante. Tinwright sintió un repentino interés en analizarla, en pensar qué podría desviar la atención de los dioses de sus creaciones humanas, dejando que los hombres sufrieran sin que nadie les diera una pista del porqué. Quizá pudiera hacer un poema con ese asunto.

Algo así como «Los dioses errantes», pensó. No, quizá «Los dioses durmientes».

La puerta se abrió con tal estrépito que Tinwright dio un salto y Elan lanzó un grito de sorpresa. Anamesiya Tinwright cerró la puerta con un ruido aún más fuerte, cayó de rodillas y se puso a rezarle al Trígono en voz alta. El bebé de arriba, sobresaltado por los ruidos, rompió a llorar de nuevo.

—¿Qué pasa? —Tinwright supo de inmediato que sucedía algo malo: su madre pasaba más tiempo preparando un lugar limpio para arrodillarse del que dedicaba a rezar—. ¡Madre, háblame!

Ella alzó la vista; Tinwright se alarmó al verla tan demudada.

—Esperaba que tuvieras tiempo de arrepentirte de tu iniquidad antes del final —dijo ella con voz ronca—, ¡Mi pobre hijo descarriado!

—¿De qué estás hablando?

—El fin, el fin. ¡Lo he visto venir! Demonios enviados a destruirnos, porque hemos encolerizado a los dioses. —Volvió a agachar la cabeza para rezar y se negó a responder a más preguntas.

—Iré a ver de qué se trata —le dijo Tinwright a Elan.

Trabó bien la puerta y salió a la calle. Al principio siguió a las nuil titudes que se dirigían a la orilla de la bahía, la parte más cercana de las murallas externas, pero al cabo se volvió contra la corriente y enfiló hacia el puente de la avenida del Mercado, que cruzaba el canal entre las lagunas. Si algo sucedía en la otra margen, podría verlo igualmente bien desde la muralla que estaba detrás de Las Botas del Tejón, una taberna en el extremo de Laguna Norte donde Tinwright había pasado muchas noches con Hewney y los demás. El callejón que estaba detrás del lugar no era conocido, y por eso él y sus compañeros de libaciones lo consideraban apropiado para llevar a prostitutas.

Mientras caminaba hacia el este, oyó jirones de conversación de la gente que pasaba. La mayoría sólo había oído rumores e iba a ver qué pasaba con sus propios ojos. Algunos estaban aterrados, y murmuraban plegarias y gritaban imprecaciones, pero otros parecían tan despreocupados como si asistieran a las festividades de la Zosimia.

—¡Una señal! —exclamaban muchos—. ¡La tierra está en contra nuestra!

—Los rechazaremos —gritaban otros—. ¡Aprenderán cómo son los hombres de Marca Sur! —Algunas discusiones se transformaron en peleas a puñetazos, sobre todo si los protagonistas estaban borrachos. Tras las altas nubes, el sol apenas había pasado el mediodía, pero más gente de la habitual había empezado a beber temprano.

¿Esto era lo que sucedía cuando los dioses libraron su gran guerra?, se preguntó Tinwright. ¿Algunos mortales iban al campo de batalla sólo para curiosear, sin que les importara que el mundo pudiera terminar?

Era otro pensamiento extraño e interesante, el segundo del día que podía fructificar en un poema. Por un momento olvidó que aquello que iba a mirar había aterrorizado a su temible madre.

¿Qué será? Yo sólo vi niebla y humo. ¿Por qué eso asustaría a tanta gente?

Pasó frente a Las Botas, donde había más algarabía que de costumbre, con el bullicio de las discusiones y los lamentos. Pensó en entrar y beberse el resto del dinero que le había dado Brone. A fin de cuentas, si el mundo terminaba, quizá fuera mejor estar dormido. Por lo que sabía, el Libro del Trígono no prohibía estar borracho en el Día del Destino.

Pero quizá tuviera que esperar largo tiempo para el juicio. En un momento de catástrofe universal, habría enormes multitudes que querían ser juzgadas, como cuando el rey regalaba grano en tiempos de hambruna. Ni siquiera borracho, entonces: para ese momento habré recobrado la sobriedad, y tendré la boca seca y se me partirá la cabeza. Dioses… Ya era difícil afrontar los bramidos de Brone con la cabeza despejada. ¡Sería mucho peor estar delante de Perin, señor de las tormentas, cuyo martillo era un trueno!

Cuando llegó al callejón que estaba detrás de la taberna, Tinwright subió por la colina hasta el pie de la muralla, y luego caminó por el reborde hacia la casa de guardia abandonada. Para su sorpresa, descubrió que otros habían tenido la misma idea. Uno de ellos, un joven de cara adusta que usaba un delantal de cuero, se inclinó para ayudar a Tinwright a subir por la escalera rota.

Tenían una vista panorámica del extremo norte de la Marca Sur de tierra firme. La mayor parte de la actividad se desarrollaba en la playa, junto a los restos del terraplén en ruinas. La turbiedad que Matt Tinwright había visto antes se había propagado y estaba salpicada de destellos, fogonazos que no parecían llamaradas sino el fulgor parejo del metal fundido. Pero lo que había considerado columnas de humo negro no eran humo.

Monstruosos árboles negros habían brotado de la niebla, y sus ramas parecían dedos nudosos, como si manos gigantescas se estirasen hacia las murallas desde el otro lado de la angosta bahía. Esas manos se ladeaban y se extendían sobre el agua hacia el castillo donde Tinwright y los demás miraban obnubilados.

—¿Qué son esas cosas? —preguntó alguien. Un hombre joven que era demasiado mayor para llorar se puso a llorar a pesar de todo, convulsivamente, como presa de una tos consuntiva.

—No —dijo Matt Tinwright, mirando al agua. El tamaño de esas cosas, árboles o lo que fueren, se había duplicado y triplicado desde que las había visto por la ventana de la residencia. ¡Nada en el mundo crecía con tal celeridad!—. No puede ser verdad.

Pero era verdad, desde luego.

Nadie habló después de eso, salvo para rezar.

* * *

La niebla era perturbadora. Venía de todas partes y de ninguna, y el mundo que estaba fuera de su prisión era tan temible como los campos sin vida que rodeaban el castillo de Kernios en los cuentos que le habían contado en su infancia. Pero lo peor eran los ruidos: gruñidos y crujidos profundos le sacudían los huesos, como si un barco enorme mil veces mayor que una nave humana navegara frente a su ventana, a un palmo pero invisible tras la niebla espesa y fría.

—¿Qué es ese sonido espantoso? —Utta se puso a caminar de nuevo—. ¿Habrán construido alguna…? ¿Cómo se llaman esas cosas…? ¿Máquinas de asedio? ¿Una de esas torres monstruosas para atacar las murallas del castillo? ¿Pero por qué los crepusculares la empujarían de aquí para allá por la playa toda la noche? ¡Ese ruido me provocó sueños terribles! —En uno de ellos sus parientes, fallecidos años atrás, la llamaban desde un bote largo y gris, rogándole que subiera a bordo y fuera con ellos, pero aun en el sueño Utta había sabido que estaban muertos, por sus ojos opacos, y que la invitaban a acompañarlos en un viaje al inframundo. Se había despertado con palpitaciones tan fuertes que por un momento temió que se estuviera muriendo de veras.

—¡Hermana, me estás volviendo loca con tus idas y vueltas! —se quejó Merolanna. Cuando las habían encerrado en esa casa abandonada frente a la bahía de Brenn, la anciana se había pasado días limpiando, como si cada mota de polvo que eliminaba las alejara un poco del poder de los crepusculares y su oscura señora. Pero ocurría lo contrario: cuanto más limpiaba la duquesa, más difícil era olvidar que cuando terminara de limpiar seguirían siendo prisioneras. Y ahora que el lugar estaba impecable, Merolanna parecía haber caído en un sopor de desdicha. Apenas se levantaba de la silla la mayor parte de los días, aunque no le faltaban fuerzas para quejarse de los movimientos o los ruidos de Utta.

Que la bendita Zoria nos fortalezca a ambas, rogó Utta. Este mal trance nos pone irritables.

Hasta ahora no sólo habían eludido la ejecución, sino que las habían alojado en un espacioso edificio de tres pisos y les habían dado los materiales para preparar comidas sumamente aceptables. Aun así, no había duda de que eran prisioneras: dos guardias silenciosos, extraños y amenazadores como demonios salidos de las tallas de un templo, custodiaban la puerta. Otro esperaba en el techo, como Utta había descubierto con horror cuando decidió aprovechar un poco de sol para poner la ropa a secar. Esa criatura antinatural había saltado al balcón cuando ella salió con un bulto de ropa húmeda apretado contra el pecho, asustándola tanto que pensó que caería muerta.

Este guardia era diferente de los otros. No parecía un hombre sino una especie de mono afeitado o lagarto liso, con zarpas que sobresalían de las puntas de los dedos enguantados, una nariz deforme y una boca que parecía un hocico de perro, y ojos ambarinos sin pupila. El guardia había soltado un gruñido de furia y la había amenazado con su cuchillo curvo tan vigorosamente que Utta no se molestó en mostrarle la tarea inofensiva que planeaba, sino que se apresuró a volver adentro.

¿Qué se creen que vamos a hacer?, se preguntó ese día mientras regresaba por la escalera a la sala principal. ¿Saltar del balcón y echar a volar? ¿Y esa criatura me habría matado para impedir que lo hiciera?

Tenía la incómoda certeza de que lo habría hecho.

—¿Por qué nos retienen? —preguntó Utta mientras seguían esos ruidos perturbadores—. Si esa mujer de negro, esa reina o lo que fuere, odia tanto a nuestra especie, ¿por qué no nos mata de una buena vez?

Merolanna hizo la señal de los Tres.

—¡No digas esas cosas! Tal vez quiera pedir rescate. Comúnmente yo me negaría, pero daría mucho por estar de vuelta en mi cama, y por ver a la pequeña Eilis y las demás. Tengo miedo, hermana.

Utta también tenía miedo, pero no creía que las retuvieran para pedir rescate. ¿Qué podían querer los sanguinarios qar a cambio de una duquesa viuda y una monja zoriana?

Llamaron a la puerta, y la puerta se abrió. Era ese extraño mestizo llamado Kayyin, mezcla de hombre y crepuscular.

—¿Qué quieres? —preguntó Merolanna de mal humor, pero Utta sabía que sólo intentaba disimular su miedo ante esta visita inesperada—. ¿Tu ama quiere asegurarse de que estemos sufriendo? Dile que la casa podría ser más fría… pero apenas.

Él sonrió, una de las pocas expresiones que contribuían a darle aspecto humano.

—Al menos demuestra cierto interés al encerraros. A mí me tiene en tan poca estima que me permite andar libre, como un lagarto en la pared.

—¿Qué sucede allá fuera, Kayyin? —le preguntó Utta—. Hubo ruidos terribles toda la mañana y no vemos nada salvo esta niebla.

Kayyin se encogió de hombros.

—¿De veras queréis verlo? Es un espectáculo siniestro. Son tiempos siniestros.

—¿A qué te refieres? ¡Sí, queremos verlo!

—Venid —dijo él, como quien acepta una insensatez—. Os lo mostraré.

Lo siguieron por la escalera hasta un balcón que Utta había evitado desde que el guardia reptil la había ahuyentado. Aún ondeaba la niebla, pero desde esa altura se veía que colgaba a poca altura, como una manta de edredón arrojada sobre una cama. Los ruidos rechinantes eran más fuertes aquí, y por un momento Utta quedó tan fascinada por la vista (la gran nube de niebla, la bahía y las torres distantes del castillo, su hogar inalcanzable) que se olvidó del monstruoso guardia. Luego él saltó del techo al balcón.

Merolanna gritó de sorpresa y terror, y se habría caído al suelo si Utta no la hubiera sujetado. El guardia agitó su espada corta y gruñó. Era difícil saber si hablaba una lengua extraña o sólo hacía ruidos amenazadores. Sus dientes eran largos y afilados como los de un lobo.

Kayyin no se inmutó.

—Lárgate, Morro. Dile a tu ama que traje a estas damas a respirar un poco de aire. Si quiere matarme por eso, puede hacerlo. De lo contrario, largo.

El guardia lo miró con ojos brillantes de furia, pero su expresión no era sólo la de un animal.

¿Qué son estas criaturas?, se preguntó Utta. ¿Qué son estos crepusculares? ¿Los crearon los dioses? ¿Son demonios o tienen alma como nosotros?

El guardia farfulló una advertencia, trepó rápidamente al techo y se perdió de vista.

—¡Ah, qué espanto! —Merolanna se zafó del apretón de Utta, abanicándose la cara con las manos—. ¿Qué era ese horror?

A Kayyin le divertía la situación.

—Un discípulo del clan de los Guerreros Virtuosos —dijo—. Primos míos, a decir verdad. Pero sabe que no puede tocarme, y mi sombra os cubre también a vosotras dos. —Hablaba como si no estuviera del todo seguro de que la criatura le obedecería, y Utta se preguntó si no había estado a punto de mandarlas de vuelta, o algo peor.

—¿Cómo puedes decir que ese monstruo es primo tuyo? —Merolanna se abanicaba vigorosamente, como si no sólo quisiera dispersar el aire sino ese recuerdo desagradable—. No te pareces en nada, Kayyin. Tú eres casi… como uno de los nuestros.

—Porque me dieron esta forma, duquesa. —Kayyin agachó la cabeza—. Mi amo sabía que estaría entre vuestra gente, así que me sometió a un hechizo para volverme… es difícil de explicar… blando como la masa del pan, para que pudiera adquirir la semblanza de aquello que me rodeaba. Así permanecí durante años, una copia mala pero aceptable, hasta que volvieron a despertarme.

—¿Despertarte para qué? —Era la primera vez que Utta oía esto. Había pensado que Kayyin era sólo un accidente de la naturaleza o fruto del contacto entre las tribus de hombres y crepusculares.

Kayyin sacudió la cabeza lisa. Ahora que Utta prestaba más atención, notó que había algo raro en él, una ausencia de características distintivas. Nunca recordaba su aspecto cuando él no estaba.

—No conozco la respuesta —dijo él—. Mi rey deseaba impedir la guerra entre vuestra raza y la mía, pero creo que no hice mucho para lograrlo. Con franqueza, es todo un acertijo. —Ladeó la cabeza—. Ah, allí… ¿Veis? Está empezando de nuevo.

Se acercó a la barandilla, y Utta lo siguió. Ella también oía esos sonidos profundos y crujientes que las habían molestado todo el día. Debajo del balcón, oculta en la niebla movediza, una luz difusa crecía y menguaba sin extinguirse nunca, como si en la playa alguien hubiera encendido una gigantesca hoguera de llamas azules y amarillas.

—¿Qué es? ¿Qué está haciendo tu gente?

—Ya no estoy seguro de que sea mi gente —dijo Kayyin con una sonrisa extraña y triste—. Pero es obra de los eremitas de mi ama. Están construyendo el puente de espinas.

—¡Benditos dioses! —murmuró Merolanna. Utta vio que una enorme forma negra surgía lentamente de la bruma, como el tentáculo de un engendro marino. No pudo distinguir demasiado porque el viento arremolinaba la niebla. Una planta, comprendió al fin, una especie de monstruosa enredadera negra, grande como un establo y erizada de espinas largas como espadas. Una brisa agitó la niebla y le permitió ver no sólo la rama más cercana sino varias más que subían entrelazadas desde las turbias profundidades. Ese crujido tonante, tan fuerte que había sacudido la madera del balcón, era el sonido de la cosa que crecía desde la costa, estirando dedos codiciosos hacia el castillo de la otra margen.

—El puente de espinas… —dijo Utta lentamente.

—¿Pero qué es? —preguntó Merolanna—. Me enferma de sólo verlo. ¿Qué es?

—Lo usarán para atacar el castillo —le dijo Utta, y sólo lo comprendía del todo ahora que lo decía—. Utilizarán las ramas como escaleras de asalto para cruzar la bahía y pasar las murallas. Las atravesarán como hormigas y matarán a todos. ¿No es así?

—Sí —dijo Kayyin, con cierta tristeza—. Supongo que ella matará a todos los que encuentre. Nunca la he visto tan furiosa.

—¿Qué? —exclamó la duquesa. Por un momento Utta temió que la anciana volviera a caerse—. ¡So monstruo! ¿Cómo puedes hablar de ello con tanta soltura, como si… como si…?

Dio media vuelta y regresó a la habitación. Poco después Utta oyó que bajaba lentamente la escalera.

—Tendría que ir con ella —dijo Utta, vacilando—. ¿No se puede hacer nada para disuadir a tu ama de este terrible ataque?

—No es mi ama, lo cual es parte del problema. Mi amo es el rey, y si hay algo que Yasammez detesta es la deslealtad, sobre todo en sus parientes.

—¿Parientes?

—¿Nunca te lo dije? Yasammez es mi madre. El nacimiento fue hace muchos años y estuvimos separados largo tiempo. —Su cara blanda sólo reflejaba el interés de alguien que contaba una historia más o menos entretenida, pero Utta sospechó que había algo más detrás de esas palabras. Tenía que haberlo—. No soy el único hijo que tuvo, pero soy el único que sobrevive.

—Pero dijiste que pensabas que ella te ejecutaría un día. ¿Cómo podría una madre hacerle eso a su hijo?

—Mi gente no es como la tuya, pero aun entre los míos, la dama Yasammez es excepcional. El amor que siente no es para sus descendientes, sino para su hermana. Y aunque lleva la Flor de Fuego, a diferencia de todos los demás de nuestra historia, la lleva a solas.

Utta sacudió la cabeza, confundida.

—No entiendo nada. ¿Qué es una ñor de fuego?

—La Flor de Fuego. Hay sólo una. Es el don de nuestro gran señor Torcido a los primigenios, a causa del amor que sentía por una mujer viviente: Summu, la madre de mi madre. Es el legado de los hijos que engendró con ella. —Hizo una pausa al ver la expresión de Utta—. Ah, desde luego, tu gente conoce a Torcido por otro nombre: Kupilas, el sanador.

En otras circunstancias Utta habría considerado que eran los delirios de un loco, y ciertamente el tono monocorde de Kayyin lo hacía parecer trastornado, pero había conocido a la aterradora Yasammez, y no era fácil desechar esas cosas al ver los espinosos resultados de la gran magia que esa mujer oscura había puesto en efecto.

—¿Estás diciendo que tu madre Yasammez fue engendrada por un dios?

—Tú usas esa palabra, no yo… Pero sí. En aquellos días lejanos, los que vosotros llamáis dioses eran los poderosos amos, pero vuestra gente y la mía los servían y a veces se acostaban con ellos. Y a veces había auténtica amistad o amor entre los Grandes y sus efímeros servidores. Con amor o no, algunas de esas uniones dieron origen a los que llamáis semidioses, héroes y monstruos.

—Pero Kupilas…

—Nadie sabe lo que Torcido sentía realmente por Summu, pues ambos se han ido, pero no creo que sea erróneo llamarlo amor. Y tuvieron hijos excepcionales que llegaron a ser los amos de mi raza. Todos los vástagos de Torcido tenían el don de la Flor de Fuego, una llama de inmortalidad semejante a la de los dioses. En Yasammez y su gemela Yasudra ardía con intensidad, y aún arde en Yasammez, porque nunca se la ha entregado a otro. Ninguno de los tres primeros hijos de Summu (mi madre, Yasudra, la gemela de mi madre, y Ayann, hermano de ambas) permitieron que su don se diluyera.

»Yasammez ha conservado la Flor de Fuego a través de los siglos. Yasudra y Ayann no la conservaron para sí mismos como ella, sino que la legaron a los hijos que engendraron juntos: los reyes y reinas de mi pueblo. Así la Flor de Fuego se mantuvo pura en su sangre…

—Espera, Kayyin. ¿Estás diciendo que tu primer rey y tu primera reina eran hermanos?

—Sí, y todos los pertenecientes al linaje que descendió de esa pareja, desde Yasudra y Ayann, y cada generación mantuvo la pureza de la Flor de Fuego.

Utta tuvo que rumiar un poco esta extraña idea.

—¿Entonces tú también tienes la Flor de Fuego? —preguntó.

Él rio, al parecer sin furia.

—No, no. Mi madre Yasammez nunca ha reducido su propio don al compartirlo, y por eso ha vivido tanto tiempo. Ninguno de sus hijos ha recibido la Flor de Fuego. En cambio, ha consagrado su larga vida a cuidar el linaje de su hermana Yasudra. Y ahora la descendiente de su hermana, nuestra reina Saqri, está muriendo. En venganza, Yasammez planeaba ir a la guerra para destruir a vuestra especie, pero mi amo el rey impuso un trato llamado Pacto del Cristal. Al parecer, ese pacto ha fracasado, así que Yasammez es libre de hacer la guerra contra vuestro odiado pueblo.

—¿Odiado? ¿Por qué? Hablaste de venganza. ¿Por qué está tan empeñada en destruirnos?

—¿Por qué? —La expresión de Kayyin era inescrutable—. Porque vosotros los humanos, y sobre todo los humanos de Marca Sur, estáis asesinando a nuestra reina.