18
El rey Hesper está indispuesto
La mayoría de los ettins tienen escamas como los lagartos y las tortugas, y a menudo los llaman ettins profundos porque siempre están escarbando, pero se dice que algunos tienen una pelambre suave que les permite atravesar rápidamente los túneles que han cavado otros ettins. Se dice que estos «ettins de los túneles» son ciegos.
Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand
—Me temo que no entiendo, Dorado. —Pinimmon Vash alzó la vista. Se había hincado de rodillas: cuando el autarca estaba de ánimo imprevisible, una actitud tradicional era más segura—. Creí que nos dirigíamos a… He olvidado el nombre del lugar. El pequeño reino norteño de vuestro huésped.
—Marca Sur. Y vamos hacia allí, en efecto. —Sulepis estiró una mano para admirar la extensión de sus largos dedos, cada uno con puntas de oro tan brillantes como la miel de las abejas de Nushash—. Pero primero haremos una visita a otro monarca. ¿No puedo pasar el tiempo como deseo, ministro supremo Vash? ¡La vida es demasiado bella para andar siempre con prisa! —El autarca puso su serena sonrisa de cocodrilo.
—¡Desde luego, Dorado! ¡Huelga decirlo! Hasta las estrellas del firmamento se detienen para conocer vuestros planes. —Vash se apretó un poco más contra el suelo, a pes^r del dolor que le acuchillaba las espinillas y las caderas—. Todos vivimos sólo para serviros. Sólo deseaba saber más sobre vuestros planes… para satisfacer mejor vuestras necesidades. —Trató de reírse, pero en vez de una risa cómplice le salió un jadeo tembloroso—. ¡Los dioses os guarden! ¡Abusáis de vuestro servidor más viejo y más dedicado, amo! Moriría por satisfacer vuestro deseo más pequeño.
—Me gustaría verlo. —La risa de Sulepis fue mucho más convincente que la de Vash—. Pero no esta mañana. Prepara botes para ir a la costa y porteadores para el tributo. Y di al antipolemarca que sus soldados pueden descansar; sólo llevaré a los porteadores, a mis criados y a ti. Ah, y creo que al rey Olin también le agradará la visita. Cuatro guardias serán suficientes para él.
—¿Sin soldados? —Vash comprendió que de nuevo cuestionaba a su monarca, pero el autarca no podía estar tan loco como para entrar en una corte extranjera con sólo cuatro guardias—. Estoy viejo, Dorado. ¿Oí mal?
—Oíste bien. Dile a Dumin Hauyuz que mientras sus hombres permanezcan a bordo y estemos preparados para navegar, puede hacer lo que guste.
—Os lo agradecerá profundamente, Dorado, sin duda. —Vash trató de salir del camarote de espaldas y sin levantarse, pero ya no tenía la flexibilidad para hacerlo. Tras deslizarse de espaldas un largo trecho, se levantó lentamente y abandonó la presencia del inescrutable e incomprensible dios viviente en la tierra.
* * *
Parecía que toda la población de Gremos Pitra, capital de Jellon y Jael, se había alineado a lo largo de la empinada carretera que unía el puerto con el palacio para observar la extraña procesión. Era una procesión pequeña, como Sulepis había ordenado, con el autarca precediendo la marcha… salvo cuando los esclavos se adelantaban para extender el siguiente tramo de alfombra de tela de oro, para que sus pies sagrados no tocaran el suelo. Vash caminaba detrás, tratando virilmente de pasar al próximo tramo de alfombra en cada oportunidad, antes de que los sudorosos esclavos levantaran el anterior para tenderlo una vez más delante del rey dios. El ministro supremo sentía tanto terror de que algún espectador hiciera una trastada (¿qué pasaría si alguien le arrojaba una piedra al autarca?) que le dolía el estómago.
Olin y sus guardias caminaban a continuación, pisando el suelo común como hombres comunes: eran seguidos por el silencioso sacerdote que Vash había visto en el barco, pero cuyo nombre desconocía. El hombre tenía la piel oscura y curtida de las tribus del desierto y estaba cubierto de tatuajes llameantes, y aunque no era viejo tenía los ojos llenos de cataratas. Empuñaba un cayado de donde colgaban los crepitantes esqueletos de una docena de serpientes. El sacerdote intimidaba a Vash: durante el viaje había agradecido que ese hombre permaneciera casi siempre en su camarote.
El sacerdote de las serpientes era seguido por varias docenas de esclavos musculosos que cargaban cestos con tributos en la espalda. A juzgar por las muecas de esos hombres, los cestos eran pesados.
Los espectadores que se agolpaban a lo largo del camino susurraban con asombro al ver a ese alto rey dios sureño que caminaba sin custodia con su reluciente armadura dorada. Vash no era el único que se sorprendía de que el famoso enemigo de toda Eion atravesara inerme una ciudad hostil.
Pinimmon Vash no tenía muchas oportunidades de rezar hoy en día, pero esta vez rezó.
Nushash, sigo a tu heredero. Toda la vida me han dicho que el autarca lleva tu sangre. Ahora lo sigo a un terrible peligro en un país hostil. He asistido a tres autarcas y siempre hice lo posible por servir al trono del halcón. ¡Por favor, no me dejes morir en estas tierras retrógradas! ¡Por favor, no permitas que el autarca muera bajo mi protección!
Pestañeó para quitarse el polvo de los ojos. Al menos el escotarca Prusas seguía en el barco, protegido por soldados xixianos. Aunque ocurriera lo peor, se observarían las antiguas leyes: el trono del halcón no quedaría desocupado.
Pero Prusas es un tullido, pensó Vash. Un idiota que babea. Claro que se decía que algunos autarcas anteriores, sobre todo los que habían reinado antes de la Guerra del Noveno Año, no habían sido mucho mejores. Lo que importaba era la tradición. El escotarca sólo gobernaría hasta que el consejo de familias nobles se reuniera para aprobar a un nuevo autarca. Sulepis tenía varios hijos de varias madres. Su linaje no se extinguiría.
Una agitación en la multitud interrumpió estos pensamientos sombríos. La procesión del Dorado había llegado a las puertas de Gremos Pitra y una partida de soldados los esperaba. Vash se apresuró a avanzar con toda la prisa que le permitían sus piernas doloridas. El autarca no podía hablar directamente con subalternos. Sin duda las cosas no se habían desquiciado a tal punto… todavía.
—Soy Niccol Opanour, heraldo de Gremos Pitra y de su majestad Hesper, rey de Jellon y Jael —dijo el cabecilla de los soldados, un hombre de cara zorruna con barba corta y aspecto de buen jugador—. Declarad qué os trae a la corte del rey Hesper.
—¿Qué nos trae? —El autarca había instruido a Vash sobre lo que debía decir—. Sin duda un gran rey como Sulepis no necesita ninguna excusa para detenerse a saludar a otro monarca. Traemos a tu amo regalos del sur, un gesto de buena voluntad. No pretenderás que mi monarca espere en el camino como un mercader, ¿verdad? Como ves, venimos sin soldados. Estamos a merced de Hesper.
Como la mayoría de los reyes del continente septentrional podían atestiguar, esto equivalía a decir que estaban perdidos. Todos sabían que Hesper sólo era misericordioso si podía obtener alguna ganancia, y sólo era amigo de otros monarcas cuando le convenía.
El heraldo Opanour frunció el ceño.
—No quiero faltar el respeto a tu rey, pero no nos avisaron nada sobre esto. No estamos preparados. Además, el rey Hesper está… indispuesto.
—Es una pena —dijo Vash—. No obstante, creo que los regalos que le llevamos lo alegrarán un poco. —Hacía mucho tiempo que no hablaba el idioma hierosolano del norte, y le complacía descubrir que aún dominaba sus sutilezas. Llamó a uno de los sudorosos esclavos, y abrió el cesto que llevaba—. Contempla la generosidad de Xis.
Los soldados se inclinaron en sus sillas de montar y agrandaron los ojos al ver el oro y las gemas que llenaban el cesto.
—Vaya… Eso es impresionante —dijo el heraldo—. Aun así, debemos pedir autorización a nuestro rey…
El autarca se adelantó, y los esclavos corrieron a tender otro tramo de alfombra antes de que sus sandalias tocaran el suelo (algo que presuntamente provocaría el colapso del mundo). Los caballos de los soldados de Jellon se encabritaron como si Sulepis fuera un tipo de criatura que nunca habían visto. De hecho lo era, pensó Vash: empezaba a pensar que el mundo nunca había visto nada semejante a su amo.
—Por favor, di una palabra en nuestro nombre a esta gente de Jellon, ministro supremo —dijo Sulepis en hierosolano, con voz suave pero potente—. Recuérdales que aun un rey benévolo tiene límites. Tenemos una nave de guerra con artillería en la bahía, y varias más llegarán esta noche. —Sulepis les sonrió a los jelonianos y se cruzó los brazos sobre el pecho, haciendo tintinear la armadura dorada—. Venimos en paz, sí, pero no deseamos que la chispa de la suspicacia encienda una llamarada que sería difícil de apagar.
Pronto se decidió que un soldado regresara al palacio para informar a Hesper y la corte de que llegaba el autarca.
El palacio de Gremos Pitra estaba encaramado a un acantilado sobre la bahía, pero en los años de paz habían modificado el angosto y empinado sendero, construyendo una serie de tramos anchos y suaves. Ni siquiera al achacoso Vash le costó gran esfuerzo subir de la bahía a las puertas del palacio, pero aún no entendía por qué se perdía tanto tiempo en ese extraño ejercicio.
Las puertas se abrieron cuando se aproximaron, y el poder de Hesper se desplegó en todo su esplendor, con guardias en cada parapeto y cien más a cada lado de la entrada. El autarca pasó serenamente entre ellos como si fueran sus súbditos leales, sin mirar a los lados y caminando con un paso tranquilo pero no demasiado lento, así que los esclavos debían correr para tender la alfombra. La procesión cruzó un patio que se llenó rápidamente de cortesanos y sirvientes, y los que estaban detrás se erguían de puntillas o pisoteaban los setos en su afán de echar un vistazo al tristemente célebre autarca loco de Xis.
Muchos guardias jelonianos entraron en la gran sala detrás de la procesión de esclavos con cestos, así que la partida estaba cercada por soldados armados que usaban tabardos ceremoniales verdes con el gallo azul y los anillos dorados del clan jaeliano de Hesper. El rey ocupaba una alta silla con dosel en el extremo de la sala, rodeado por cortesanos que miraban boquiabiertos a los recién llegados, tan fascinados que ni siquiera susurraban. Vash entornó los ojos (era una sala larga) tratando de discernir al hombre menudo que estaba sentado en la enorme silla, que parecía más una pila de ropa sucia que un hombre. Como el heraldo había sugerido, el rey de Jellon se veía viejo y enfermo. Estaba pálido y ojeroso. Con su ropa blanca, parecía un cadáver amortajado.
Sulepis fue hacia él, mientras los esclavos se apresuraban con la alfombra, y se detuvo a pocos pasos de la escalinata que conducía a la silla. Vash pensó que su amo se encolerizaría por ser obligado a permanecer debajo de un monarca menos poderoso, pero en todo caso el autarca no dio indicios de ello. Los guardias jelonianos movieron las armas con inquietud, pero el rey alzó una mano temblorosa.
—Vaya —dijo Hesper con voz ronca—, el temido emperador del sur. Eres más joven de lo que suponía. ¿Qué quieres?
—Me han dicho que no estás bien —dijo Sulepis sin rodeos—. Has sido amable al levantarte para recibirme.
—¿Amable? —Hesper se enderezó un poco—. Me amenazaste con usar tus buques de guerra si no te recibía. No seas ridículo. —La debilidad había despojado a su voz de su potencia, y sólo quedaba su agresividad. Aun así, Vash veía que en un tiempo había sido un hombre imponente.
—Quizá tengas razón —dijo Sulepis—. Quizá debamos quitarnos la máscara. No vine aquí sólo a darte regalos, aunque son excelentes. —Hizo una señal a los esclavos, que aún llevaban los cestos sobre los hombros, como si el suelo de la sala del trono estuviera demasiado sucio para depositar objetos tan valiosos—. También quería decirte que estoy disgustado contigo.
—¿Disgustado conmigo? —Hesper sacudió la cabeza con irritación. Vash no podía dejar de mirarlo. El rey de Jellon no tenía sesenta años (era mucho más joven que Pinimmon Vash), pero parecía haber vivido más de un siglo, y afrontando tiempos difíciles—. ¿Acaso soy un niño para preocuparme por esas cosas? Me molesta que perturbes mi descanso. Di lo que quieras decir y lárgate.
—Me prometiste algo, Hesper. —El autarca hablaba con el tono severo pero afectuoso de un padre decepcionado—. Tenías algo que yo quería, y te pedí que lo adquirieses para mí, pero se lo vendiste a otro.
Los cortesanos se pusieron a murmurar. Aun sin saber lo que su amo se proponía, Vash sospechó que en poco tiempo tendrían mucho de que maravillarse.
—¿De qué estás parloteando? —preguntó Hesper, pero tenía el aire de un hombre culpable pillado en una mentira.
—Sin embargo —dijo Sulepis—, lo he conseguido a pesar de ti. —Batió las palmas y sus guardias empujaron a Olin hacia delante. Los cortesanos murmuraron en voz más alta, pero era evidente que la mayoría no reconocía al rey de los reinos de la Marca.
—¿Qué… qué…? —tartamudeó Hesper—. ¿Qué tontería es ésta?
—El tonto es quien me promete algo y no se atiene a su palabra —dijo Sulepis con calma—. Te dije que quería a Olin de Marca Sur. Te di oro para demostrar mi buena voluntad. Te quedaste con mi oro, Hesper, y luego vendiste a Olin a Ludis de Hierosol. Ésa no es manera de ganarse mi buena predisposición.
Vash empezaba a asustarse. Hesper estaría viejo y enfermo, y Sulepis tendría buques de guerra frente a la bahía, pero en ese momento los xixianos estaban rodeados por enemigos armados y la bahía estaba lejos. ¿Por qué Sulepis provocaba una confrontación? ¿Se había tomado demasiado en serio la idea de que era un dios? ¿De veras creía que los jelonianos no osarían tocarlo, y mucho menos cortarlo en pedazos allí mismo? Quizá el autarca creyera que los norteños eran como su propio pueblo, educado durante cien generaciones para reverenciar al rey dios.
—¿Bien, rey Olin? —Sulepis parecía tan cómodo como si estuviera en su propia sala del trono, rodeado por sus súbditos reverentes y sus Leopardos—, ¿No tienes nada que decirle al hombre que te traicionó, ahora que lo tienes delante? Éste es el sujeto que te alejó de tu familia y te vendió como si fueras un animal.
Olin miró a Sulepis y Hesper, y agachó la vista.
—No tengo nada que decir. Soy un prisionero. No estoy aquí por propia voluntad.
Hesper trató de ponerse de pie pero no pudo, y se desplomó jadeando en la enorme silla. Señaló al autarca.
—¿Crees que puedes humillarme ante mis súbditos? Puedes gobernar a un millón de negros, pero aquí en Jellon eres sólo un bufón vestido de pavo real. Me obligaste a recibirte. No eres mi huésped y no te debo hospitalidad. —Trató de decir algo más, pero un acceso de tos se lo impidió. Cuando pudo hablar, su voz rechinaba como una rueda de carro floja—. No sé si pedir rescate por ti o liquidarte.
—Todo sucederá tal como el cielo lo planea —dijo el autarca, sonriendo—. Olin, ¿estás seguro de que no tienes nada que decir? Te he dado la oportunidad de vértelas con tu enemigo.
Vash sentía una presión terrible en la vejiga, y su corazón palpitaba tan rápidamente que temió desmayarse enfrente de todos aquellos extranjeros.
—Hesper me ha agraviado —dijo Olin—, pero fuiste tú quien me trajo aquí como uno de tus regalos… para ostentar tu riqueza y tu poder. No me prestaré a tu juego, Sulepis.
—Basta —dijo Hesper, y volvió a toser—. Yo… Yo tengo…
—Es una pena que no entiendas lo que hago por ti, Olin —dijo el autarca—. Te he rescatado de un destino innoble para darte el final más heroico que se pueda concebir. Y también esto… —Volvió a mirar al trono—. Hesper, hace tiempo que estás enfermo. Creo que hace casi un año. Todo comenzó cuando pusiste a Olin en manos de Ludis Drakava, ¿verdad?
Los ojos de Hesper se hincharon de dolor y frustración mientras trataba de reprimir la tos. Una salpicadura roja decoró su túnica blanca. Un sirviente se le acercó con una taza, pero Hesper lo ahuyentó.
—Enfermo, sí —resolló al fin—, Y abandonado en mi hora de necesidad por esa pelandusca a la que había favorecido y elevado cuando no era nadie. ¡Me traicionó! ¡Me abandonó por ese perro de Enander! —Hizo una pausa y miró en torno, tan confundido como si acabara de despertarse. Parpadeó y se secó la baba roja de la barbilla—. No importa. Pero habré vivido el tiempo suficiente para enviarte aullando al infierno, xandiano.
—Aún no entiendes, ¿verdad? —Sulepis sonrió—. Te estás muriendo, Hesper, porque te hice envenenar: moví mis influencias desde Xand para lograrlo. —Su sonrisa era la de un depredador—. Verás, es peor de lo que pensabas. No sólo Ananka te abandonó, sino que aceptó mi oro y derramó muerte en tu copa antes de marcharse. —El autarca pasó por alto las exclamaciones de los cortesanos, y dejó de mirar al desencajado y jadeante rey de Jellon para mirar a Olin—, Como ves, has sido vengado. Y el rey Hesper aprende el precio de traicionar a un dios viviente.
Hesper recobró el aliento y señaló a Sulepis.
—¡Guardias! —gritó, pero aun mientras los primeros soldados avanzaban, con bastantes titubeos para tratarse de hombres que se enfrentaban a esclavos desarmados, el autarca alzó la mano y todos se detuvieron como si él fuera el rey.
—¡Esperad! —gritó el autarca, y se echó a reír, un sonido tan extraño e inesperado que hasta los soldados se intimidaron—, ¡Aún no habéis visto los regalos que traigo! —Sulepis chasqueó los dedos.
Los esclavos alzaron los cestos y los volcaron en el suelo. Oro y joyas se derramaron en las baldosas, pero no eran sólo gemas: de cada cesto roto se elevó una nube de avispas negras como un remolino gemebundo, avispas grandes como un pulgar; poco después, cuando comenzaron los gritos, cientos de cobras venenosas salieron serpenteando de los cestos rotos. Las serpientes se dispersaron por doquier, atacando a todo lo que se moviera, incluso a muchos porteadores. La gran sala ya era un caos de cortesanos que gritaban y sirvientes que intentaban escapar. Muchos se llevaban las manos a la cara para defenderse de las avispas, tropezaban con una maraña de serpientes y caían gritando y pataleando hasta que el veneno los silenciaba.
El asombrado Vash sólo podía mirar horrorizado, pero las avispas pasaban zumbando y una serpiente ya había llegado al lugar donde él se acurrucaba junto al autarca.
—¡Alat! —ordenó Sulepis.
El sacerdote moreno avanzó, alzó su cayado, golpeó el suelo y gritó algo que Vash no entendió. Poco después el aire que rodeaba al sacerdote titiló como un espejismo, y ese extraño borrón se extendió y cubrió al autarca, Vash, Olin Eddon y los guardias.
Era como estar envuelto en niebla: Vash sólo veía las siluetas tambaleantes de los cortesanos y soldados, pero se habían vuelto remotos y difusos, como títeres de un teatro de sombras demasiado lejos del biombo. Pero el hechizo del sacerdote no había reducido los ruidos, que empeoraron cuando los gorgoteos y gruñidos de los moribundos comenzaron a reemplazar a los gritos de los que aún procuraban escapar.
—Alat —dijo el autarca—, creo que un poco de humo mejoraría la escena y haría aún más imponente nuestra salida —dijo con calma, como si estuviera decidiendo qué clase de árboles debía plantar en los jardines del Palacio del Huerto—. Vash, reinará bastante confusión cuando salgamos. Por favor, recuerda a los esclavos que deben prestar mucha atención a la alfombra.
Vash miró boquiabierto mientras el sacerdote Alat alzaba un objeto redondo del tamaño de una bala de cañón y lo frotaba con las manos mientras entonaba unas palabras, hasta que la bola comenzó a propagar un humo color caqui. El sacerdote la echó a rodar por el suelo hacia la puerta de salida, y el autarca y sus esclavos la siguieron.
La puerta del patio estaba abierta y el jardín estaba lleno de cuerpos, algunos que gemían y se retorcían, otros silenciosos. Algunos cortesanos habían trepado a los árboles para escapar de las cobras, y se aferraban a las ramas con una mano mientras trataban de ahuyentar a las avispas con la otra, pero sus gritos y los cadáveres que estaban al pie de algunos árboles, con insectos negros y lustrosos caminando sobre sus caras, indicaban que era en vano, aun a través del borroso hechizo del sacerdote. La niebla mágica cubría al autarca dondequiera que iba, como los esclavos que lo cubrían con un toldo los días muy calurosos. Los guardias jelonianos que intentaban llegar a la sala del trono para proteger a su monarca pasaron junto a la pequeña procesión como si no la vieran.
Vash había visto cobras, aunque nunca en tal cantidad, pero jamás había visto avispas tan enormes, y esos insectos no parecían tener otro deseo que picar todo lo que se moviera, y picar hasta que cesara todo movimiento. Aun en medio de esa locura y muerte, se preguntó de dónde venían.
Cuando llegaron a la puerta, Sulepis le dijo al sacerdote:
—Más humo, por favor. Servirá para distraer a la multitud.
El autarca esperó con calma mientras sus guardias abrían el enorme rastrillo y sacaban la tranca de la puerta externa. A’lat frotó otra de sus frutas humeantes y la sostuvo en la mano mientras conducía a Sulepis y los presurosos esclavos por la puerta. La gente que antes bordeaba el camino era una muchedumbre tumultuosa que ahora les cerraba el paso. A’lat encendió una segunda bola de humo y la sostuvo en una mano. Los jelonianos retrocedieron, gritando de miedo y sorpresa. Sulepis alzó los brazos.
—¡El gran dios del fuego ha destruido a vuestro malvado rey! —gritó, y alguien en la multitud lanzó una exclamación, mientras otros murmuraban confusamente—. ¡Ha logrado que el cielo mismo enviara destrucción: insectos picadores, feroces serpientes, leones y dragones! ¡Corred! ¡Corred, y quizá os salvéis!
Mientras algunos jelonianos retrocedían y otros avanzaban con furia y desconfianza, el primer enjambre de avispas salió por la puerta abierta del palacio, dejó atrás al autarca y su comitiva como si no existieran y se abalanzó sobre la gente como una nube de muerte. Los chillidos de estas víctimas hicieron huir a los demás, y poco después una docena de enormes serpientes salieron del palacio y la multitud fue presa del pánico, igual que los cortesanos. La comitiva del autarca bajó por el camino hacia la bahía, mientras los esclavos correteaban para mantener el camino dorado delante de su amo.
—¿Leones y dragones? —preguntó Vash, mirando en torno con preocupación.
—La historia de lo que pasó aquí se exagerará cuando la cuenten —dijo el autarca—. Sólo agrego unos detalles para enriquecer el resultado final.
Olin Eddon tenía la cara pálida de un hombre que vivía en una pesadilla, y se tambaleaba un poco al caminar. Los guardias lo ayudaron a permanecer erguido.
—¿Hesper ha muerto? —preguntó Vash.
—Ah, espero que no —dijo Sulepis—. Me gustaría pensar que el veneno tardará un mes más en matarlo, y así podrá reflexionar sobre las consecuencias de su engaño, sabiendo que vendré cuando quiera para devorar su pequeño país como una golosina. —Se detuvo y se volvió hacia Gremos Pitra, con una expresión muy serena—. Después de esto, el pueblo de Jellon se arrastrará para recibirme el día que regrese. Rogarán para ser esclavos de Xis.
—No todos los norteños rogarán para ser esclavos —dijo Olin sombríamente—. Muchos preferirán morir antes que inclinarse ante ti.
—Eso tiene solución —dijo el autarca—. Ahora, apresurad el paso. Ha sido una mañana agitada y vuestro rey dios tiene hambre.
* * *
Qinnitan aún estaba mareada cuando el hombre sin nombre la arrastró a la luz del sol y atravesó los muelles. El pobre Palomo cojeaba junto a ellos. Su mano vendada chorreaba sangre, y tenía la cara desencajada por la conmoción que había sufrido.
¿Cómo era posible? ¿Cómo podía ser que después de tantas dificultades sólo hubieran ganado unos momentos de libertad? ¿Tan malvados eran los dioses?
Sálvanos, gran Nushash, rezó. Fui sacerdotisa en tu Colmena sagrada. Sólo intenté hacer lo correcto. ¡Abejas celestiales, protegednos!
Pero aquí no había abejas, sólo humo y retazos de vela ardiente flotando en el viento. El barco que los había traído estaba destruido, y sólo un fragmento del castillo de proa en llamas asomaba sobre el agua, con el mástil incinerado y caído. Cientos de personas se agolpaban en la orilla, contándose la historia a gritos, mirando los botes que rescataban a los supervivientes.
Algunos eran marineros inocentes, pensó ella, como los hombres del barco de Dorza. Algunos quizá fueran hombres buenos. Muertos por mi culpa…
No tenía sentido pensar en ello, ni pensar en nada. La llevaban a un castigo inimaginable a manos del autarca y su única esperanza de fuga había sido en vano. Si se arrojaba al agua, ese implacable asesino sin nombre se zambulliría para rescatarla. Quizá si tragaba tanta agua como pudiera…
Pero Palomo se quedaría solo. Este monstruo se lo entregará al autarca para que lo torture y lo mate…
De pronto un horrible dolor punzó el brazo de Qinnitan. Gritó, se tambaleó, y cayó de rodillas. Pensó que su captor le había aferrado el codo y lo había roto, pero él estaba del otro lado, sosteniendo el otro brazo. Trató de levantarla, pero ella tenía el cuerpo flojo como un cordel mojado.
Una negrura le cubrió los ojos y Qinnitan agachó la cabeza, pensando que vomitaría. El dolor del brazo era cada vez más fuerte, como si se le hubiera clavado una astilla del barco en llamas, como si un cuchillo afilado le escarbara en la articulación.
—¡Dioses, basta! —exclamó, o creyó exclamar, pero caía en la negrura y ya no estaba segura de nada.
Se movieron sombras alrededor de ella, cosas sin ojos murmurando palabras que apenas podía oír.
Lágrimas, susurró una.
Saliva, dijo otra.
Sangre, murmuró una tercera.
El brazo le ardía como si el hueso fuera un atizador candente. La oscuridad la rodeaba en una danza salvaje, y por un instante vio el rostro de un muchacho pelirrojo… ¡Barrick! Pero él no la veía, aunque trató de llamarlo. Algo lo cubría y lo separaba de ella (una cascada congelada, una copa de vidrio) y sus palabras no llegaban a él. Hielo. Sombra sólida. Separación…
Luego el mundo recobró su lugar, y el graznido de las gaviotas y los gritos de la gente encajaron en su sitio como la última pieza de un rompecabezas. Estaba apoyada en los duros y grises tablones del muelle. Alguien la obligaba a levantarse, pero ella no estaba preparada y casi volvió a caerse: sólo la fuerza de ese brazo duro y poderoso la mantenía erguida. El dolor del brazo se estaba disipando, pero el recuerdo aún le cortaba el aliento.
—¿A qué estás jugando? —Su captor, el hombre sin nombre, la zamarreó. Miró en torno como temiendo que alguien se fijara en ellos, pero en las cercanías no había nadie que pudiera oírles, siempre que a alguien le hubiera interesado.
Debemos parecer un padre con dos hijos tercos que se portan mal, pensó Qinnitan.
Entonces cayó en la cuenta de algo: si seguían por ese camino no había esperanza. Podía sentirlo, sentir cosas que se aproximaban, posibilidades que se marchitaban, de modo que sólo la muerte aguardaba al final, la muerte y algo peor. Hay algo que está esperando, comprendió, aunque no sabía qué era ese algo. Algo hambriento, era lo único que sabía con certeza, y la esperaba en la oscuridad al final del viaje.
Qinnitan recobró el equilibrio y esperó a que el hombre la soltara para aferrar a Palomo, luego dio media vuelta y corrió con toda la rapidez que le permitían sus piernas flojas, hacia el borde del muelle, sin detenerse ni siquiera cuando su captor gritó. Los tablones estaban húmedos y estuvo a punto de patinar y caer al agua, pero logró apoyarse en un poste. Lo aferró, tambaleándose, y alzó la mano cuando el hombre caminó hacia ella, llevando a Palomo a rastras.
—¡No! —gritó a voz en cuello, y la palabra le raspó la garganta inflamada—. No. Si das otro paso antes de escucharme, me arrojaré al agua. Nadaré hacia el fondo y beberé tanta agua que estaré muerta antes de que llegues a mí.
Él se detuvo, y la expresión furiosa de su rostro común se alteró, volviéndose más fría y calculadora.
—Sé que no puedo escapar de ti —dijo—. Deja ir al niño y haré lo que quieras. Si tratas de traerlo, me mataré, y tendrás que llevarle mi cadáver al autarca.
—No hago tratos —dijo el hombre sin nombre.
—¡Palomo, corre! —gritó Qinnitan—. Vamos, corre. Él no te seguirá. Aléjate y escóndete.
El niño la miró, y la conmoción por sus heridas se transformó en algo más desgarrador. El hombre aún le sujetaba la muñeca. Palomo sacudió la cabeza.
—¡Hazlo! —dijo ella—. De lo contrario, él te seguirá lastimando para obligarme a hacer lo que quiere. ¡Corre!
El hombre sin nombre los miró a ambos. Se agachó y recogió un trozo de soga que yacía en un rollo como una serpiente cansada.
—Sujétate una punta alrededor de la cintura y soltaré al niño. —Le arrojó el rollo de soga.
—Palomo, retrocede —dijo ella, agachándose para recogerla, pero el niño la miraba sin moverse, con una cara llena de aflicción—. ¡Retrocede! —Ella se volvió hacia el hombre—. Cuando él llegue a aquella escalera, me ataré la cintura. Lo juro como acolita de las Colmenas de Nushash.
El hombre soltó una risa áspera. Había algo diferente en él, comprendió Qinnitan. Algo raro, como si hubiera perdido parte de su pétrea armadura. Aun así, era aterrador.
El hombre asintió.
—Vete, pues —le dijo a Palomo por encima del hombro—. Corre, niño. Una vez que vea atada esa soga, si todavía estás en el muelle te cortaré los demás dedos.
Palomo volvió a negar con la cabeza, violentamente, pero Qinnitan pensaba que era menos una negativa que pura desesperación.
—¡Vete! —insistió. Algunas personas del otro extremo del muelle se volvieron, dejando de mirar el incendio—. No puedo soportar tu sufrimiento, Palomo. Por favor: es lo mejor que puedes hacer por mí. ¡Vete!
El niño titubeó un poco más, rompió a llorar, dio media vuelta y echó a correr por el ancho muelle, y sus pies descalzos resonaron en los tablones. Qinnitan pensó en arrojarse al agua fría y verde, pero fuera por el horror de haber estado a punto de ahogarse o porque pensaba que había modificado la situación, se sujetó la soga a la cintura y se dejó arrastrar hacia el nombre sin nombre. Se alivió al ver que Palomo se había perdido de vista.
La única persona que aún me amaba en este mundo, pensó. Ahora se ha ido. Qinnitan dejó que el hombre la llevara como un animal a un sacrificio sagrado, lejos del caos brillante de la bahía y de vuelta a los callejones sombríos que se internaban entre los angostos edificios apiñados junto los muelles de Agamid.