17
Cabezas de pescado
Rhantys escribió: «Mucho más grande que un hombre es el ettin, un ogro asesino con zarpas gruesas como las de un topo, que mora en la tierra. Se sabe que durante la segunda guerra contra los qar, los ettins socavaron las murallas defensivas del castillo de Marca Norte, provocando la derrota y destrucción de la ciudad, ahora perdida tras la Línea de Sombra».
Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand
Durante largo tiempo Qinnitan sólo pudo aferrarse al pilote mientras las olas la arrastraban contra la armadura de percebes del muelle. El agua salada le hacía arder sus numerosas raspaduras y cortes, pero sólo tenía fuerzas para agarrarse y tratar de recobrar el aliento. Cuando Palomo empezó a aflojarse, estuvo a punto de soltar el viscoso muelle de madera para retenerlo, pero temía que la corriente los arrastrara a ambos bajo el embarcadero y ella no tuviera fuerzas para encontrar otro refugio.
—¡Despierta! —Se sofocó y escupió agua verde—. ¡Palomo! ¡Aférrate de mi cuello!
El niño gorgoteó de agotamiento y trató de aferrarse. Había tenido la suerte de tocarlo con el pie cuando emergió tras arrojarse del barco, y también había tenido la suerte de que un trozo de mástil en llamas les errara cuando se estrelló contra el agua poco después, justo cuando Qinnitan emergía con el niño.
Otra ola, pequeña comparada con el mar abierto pero demasiado poderosa para resistirla, volvió a arrojar a Qinnitan contra el pilote. Cuando abrió los ojos, varios cortes más le cruzaban el brazo, una red de estrías rojas que desaparecieron cuando otra ola los embistió.
Arriba la gente gritaba y corría por la cubierta y el humo de la nave en llamas empezaba a arrastrarse sobre el agua. No tenía sentido quedarse allí, pues pronto ya no tendría fuerzas para agarrarse o el humo la sofocaría. Cada vez que respiraba, rechinaba como un carro con la rueda rota. Nunca en su vida había sentido tanto agotamiento.
Allí. Una tosca escalerilla colgaba sobre el agua al otro lado del muelle. Esperaba que fuera una escalerilla… Estaba a cien pasos y el agua salada y la sangre le hacían arder los ojos. Dio gracias a Nushash y la Colmena por haber pasado mucho tiempo en la profunda piscina de la Reclusión y haber aprendido a nadar un poco. Pero no podía llegar tan lejos con un solo brazo.
—Debes montarte en mi espalda y no soltarme por nada del mundo —le dijo a Palomo—. ¿Me oyes? —Esperó su gruñido de asentimiento—. No me sueltes, aunque me sumerja unos instantes.
Mientras se alejaba del pilote para dirigirse a la escalerilla, el niño le echó los brazos al cuello. Qinnitan no podía respirar, y manoteó para bajarle los brazos hasta la clavícula. Había dado cuatro o cinco brazadas y empezaba a encontrar un ritmo que le permitía mantener a Palomo sobre la espalda cuando vio la primera aleta triangular hendiendo el agua. Poco después vio otra. Sus miembros se volvieron fríos y pesados.
Tiburones. No eran los ejemplares gruesos con cabeza de hacha de los canales xixianos, sino animales más elegantes, grises y delgados como una hoja de cuchillo. Por un momento flotó en el mismo lugar, temiendo avanzar y temiendo retroceder, pero las aletas se alejaban en vez de ir hacia ella. Qinnitan rogó que fueran en pos de otra presa.
Poco después de la desaparición de las dos primeras, vio varias más que se movían en amplios círculos, como si no estuvieran tan seguras de su destino como el primer par. Cuerpos en el agua, comprendió Qinnitan con un retortijón, marineros de la nave xixiana, heridos y muertos, hombres que ella había matado al incendiar el barco.
No podía pensar en eso, en los marineros y los soldados, en los tiburones. Palomo se aferró con desesperación al entender por qué había dejado de nadar. En cualquier momento el terror le quitaría su resolución, y quizá se soltara o se resistiera. En su viaje a Hierosol había oído a los marineros que hablaban de la inutilidad de forcejear con un hombre asustado que se ahogaba. Comenzó a nadar de nuevo, con la mayor rapidez posible.
Algo áspero como una corteza de árbol le rozó la pierna cuando una forma pálida pasó junto a ella. Jadeó y tragó agua, pero la aleta se alejaba. Era un tiburón pequeño, de la mitad de su tamaño. Siguió adelante, pero sentía que las fuerzas se le escapaban como grano de una bolsa rota. ¿Dónde estaba esa escalerilla? Qinnitan ni siquiera sabía en qué dirección había nadado. Ya no veía los tablones encima, así que debía haberse alejado del muelle, pero, ¿dónde estaba?
Palomo volvía a resbalarse. Lo cogió con una mano, pero todo parecía en vano. Se hundieron en el agua y los rodeó una oscuridad verde. Aferró al niño y pataleó con sus últimas fuerzas, pero apenas parecían ascender. Al fin, cuando pensaba que ya no podía retener el aliento, asomó a la superficie un instante, pero el aire que tragó no devolvió la vida a sus piernas y sus brazos. Volvió a hundirse, exhausta.
Algo aferró a Qinnitan del cabello, tirando tan fuerte y tan imprevistamente que abrió la boca y volvió a tragar agua. Poco después una luz estalló alrededor y sintió que su cuerpo chocaba contra algo pesado. Un tiburón. Un tiburón debía haberla apresado. El final… Pero, ¿dónde estaba Palomo?
El peso del niño cayó encima de ella. Estaba tendida sobre algo duro. Un momento después Palomo se apartó, tosiendo y resollando, pero Qinnitan no veía nada salvo la viscosidad acuosa que vomitaba en los tablones del muelle.
Fuera del agua. Estaban fuera del agua.
Sintió otra convulsión en el estómago, pero no salió nada. Tosió y escupió. Una mano le pegó en la espalda y un poco más de agua goteó en los tablones húmedos. Reparó en el olor a humo y la gente que gritaba y corría a poca distancia, pero cerca no había nadie salvo el que los había rescatado. Estiró las manos hasta encontrar a Palomo. Le palpitaban las costillas mientras vomitaba agua de mar, pero respiraba. Estaba a salvo, gracias a ella. Qinnitan se dejó caer de costado. Ahora veía parte del cielo, ennegrecido por el humo, y la silueta borrosa de su salvador. El sol estaba a sus espaldas, así que era sólo una sombra oscura que se erguía sobre ellos como una montaña, un dios benévolo que había extendido su vigorosa mano para rescatarlos. Trató de darle las gracias, pero no pudo articular ni una palabra con su garganta inflamada, así que alzó la mano para tocarle el brazo.
Él la apartó de un golpe.
—Zorra imbécil… —Ella tardó un instante en comprender que él había hablado en xixiano, su propio idioma. Qinnitan alzó la mano para tapar la luz del sol, que la deslumbraba a pesar del humo.
El salvador era el hombre sin nombre, el servidor del autarca, pero ya no tenía su típica cara de piedra: una expresión de furia demencial le deformaba los rasgos.
—¿Ves esto? —Él cogió la muñeca de Palomo y bajó la mano del niño cerca de la cara de Qinnitan, tan bruscamente que aunque apenas estaba consciente, Palomo jadeó de dolor. El hombre sin nombre golpeó a Palomo con tal fuerza que el niño abrió los ojos, y se quedó horrorizado al ver quién lo había apresado—. ¡Mira!
En un solo movimiento, rápido como el ataque de una serpiente, el hombre sacó un cuchillo ancho y largo de la cintura y lo bajó sobre la mano del niño con un ruido carnoso como cuando la madre de Qinnitan cortaba cabezas de pescado en la mesa familiar. La sangre salpicó la cara de Qinnitan, y saltaron las puntas de tres dedos de Palomo. El niño lanzó un alarido espantoso, y Qinnitan gritó de impotencia e incredulidad.
—La próxima vez será su mano entera… ¡Y su nariz!
El hombre sin nombre golpeó a Qinnitan con tal fuerza que ella creyó que le había roto la mandíbula. Mientras Palomo rodaba sobre los tablones, gimiendo y aferrándose la mano mutilada, y el líquido rojo goteaba en el muelle, el captor sacó una tela del bolsillo y la ató con brusquedad y firmeza sobre los dedos de Palomo para detener la hemorragia.
—Ahora levantaos, insectos, y basta de ruidos y tretas. —Alzó a Qinnitan y luego pateó a Palomo hasta que el niño se enderezó, la cara cenicienta de dolor—. Por vuestra culpa, tenemos que encontrar otro barco.
* * *
—Yo no esperaba ser rey.
Esas palabras sorprendieron y espantaron a Pinimmon Vash. No esperaba oír a nadie hablando, y menos para hacer semejante declaración.
Era la voz de Olin, pero, ¿con quién hablaba el rey norteño? El autarca aún estaba acostado en su camarote, pero el extranjero hablaba como si estuviera con Sulepis. Vash sintió frío en la piel: si no había logrado observar y prever correctamente los movimientos del autarca, muchas cosas que el ministro supremo hacía cada día (y sobre todo lo que hacía en ese mismo momento) eran sólo complejas formas de suicidio.
El terror lo dominó como una fiebre súbita. Se alejó del orificio que había elegido para espiar, mirando a ambos lados, aunque obviamente no había nadie más en el pequeño armario. Tonto, se reprochó. Lo único que importaba era lo que pasaba al otro lado del orificio. ¿Olin Eddon estaba hablando con Sulepis? ¿Cómo era posible que Vash hubiera calculado mal? Poco antes había entregado el pergamino con su informe matinal en el camarote del autarca y los esclavos le habían informado de que el Dorado aún dormía.
Oyó de nuevo a Olin.
—No es que yo fuera inepto, o que temiera la responsabilidad, pero no me lo esperaba. Mi padre Ustin era fuerte como un toro, y mi hermano Lorick, el heredero, era sólo dos años mayor que yo, y yo siempre había sido enfermizo, propenso a las fiebres y a largas semanas de convalescencia. Los médicos habían dicho a mis padres que quizá yo no llegara a los veinte años. Decían que era una debilidad de la sangre, una de las muchas que habían acuciado a mi linaje…
Olin vaciló tanto tiempo que Vash se acercó de nuevo al orificio para tratar de entender las cosas. El descubrimiento de ese armario había sido fortuito (estaba mucho menos expuesto que el lugar desde donde fisgoneaba anteriormente), pero le dolían los huesos cuando se metía en ese espacio estrecho, y sería casi imposible salir rápidamente si oía venir a alguien. Aun así, había pensado que valdría la pena, pues quizá le ayudara a entender lo que planeaba el autarca. Los que se dejaban sorprender por Sulepis no vivían demasiado, ni demasiado felices.
Pero si me equivoqué y Sulepis me encuentra aquí, este armario será sólo un ataúd vertical.
Vash no veía nada desde ese ángulo, así que apartó el ojo y apoyó la oreja en el agujero. La próxima vez llevaría una tela oscura para cubrir el interior del orificio, siempre que sobreviviera. Así sería más improbable que alguien reparase en su presencia.
—En todo caso —continuó al fin el rey Olin—, mi enfermedad y la salud de mi padre y de mi hermano sugerían que yo nunca ocuparía el trono. En vez de dedicarme ajustas, cacerías y otras diversiones, pasé la juventud entre libros, en compañía de historiadores y filósofos. ¡Claro que no hay nada de malo en aprender a defenderse! Me aseguré de que mis hijos al menos se comportaran bien en una pelea.
¿Con quién hablaba? El autarca no se quedaría callado tanto tiempo. ¿Sería Panhyssir, el sumo sacerdote? Vash sintió un arrebato de envidia. O quizá fuera el antipolemarca Dumin Hauyuz, comandante de los soldados de a bordo y el militar de rango más alto de la partida. Tenía que ser uno de ellos. El rey de un país extranjero no hablaría tan abiertamente con nadie más.
¿O el cautiverio había enloquecido a ese hombre? ¿El rey Olin hablaba consigo mismo?
—Muchos se equivocaron, desde luego —dijo el norteño—. Mi enfermedad no ha acortado mi vida hasta ahora. Mi padre sí vivió largo tiempo, pero una apoplejía lo derrumbó cuando supo que mi hermano Lorick se había caído del caballo en una cacería y no sobreviviría. Mi padre no recobró sus facultades, pero tampoco murió. Ninguno de esos hombres fuertes moriría fácilmente.
»Fue una época negra para mi madre, y para mí no fue mucho mejor. Mi padre no había tenido tanto tiempo para mí como para Lorick, pero eso era de esperar, pues mi hermano debía prepararse para reinar. ¿Quién habría adivinado que los dioses tenían en mente esas artimañas? Pero mi padre había sido bondadoso conmigo a su manera, y ahora tenía que presenciar cómo ambos se aferraban a la vida, sin poder liberarse de esa especie de muerte en que estaban inmersos.
»Mi padre falleció primero. Había un grupo en la corte, liderado por los Tolly, la familia más poderosa después de la nuestra, que quería coronar a Lorick a pesar de que estaba inconsciente y moribundo, y luego Lindon Tolly gobernaría en su nombre. Mi hermano menor, Hardis, ya estaba casado con una Tolly, así que sólo deseaban alejarme del trono el tiempo suficiente para poner a Hardis en mi lugar cuando Lorick al fin sucumbiera a su herida. En la corte teníamos algunos aliados que se oponían a esto, pero eran muy pocos. Marca Sur vivió en vilo durante casi un año.
»Hardis era joven y fácil de engañar, y quizá sintiera celos de sus hermanos mayores, pero creo que no entendía que los planes de Lindon para ponerlo en el trono requerían mi muerte. Hardis no era tonto, pero le resultaba más fácil no preguntarse por qué los Tolly le daban tanta importancia. O quizá sólo estaba seguro, como todos los demás, de que yo no viviría largo tiempo.
»Sucedió que viví más que todos ellos. Mi pobre hermano Hardis murió hace diez años de una fiebre, después de haber pasado la vida casi prisionero de los Tolly, aunque siempre fingió que era feliz en Estío y no deseaba ver su viejo hogar. Pobre Hardis.
»En el año de la sucesión, Lorick murió al fin y el espectáculo de títeres terminó, pero varias veces el reino estuvo a punto de desmembrarse. Yo fui coronado y los Tolly tuvieron que conformarse con conservar el poder que tenían.
»¡Maldita sea mi necedad! Tendría que haberlos extirpado como un avispero. Vi que tu país era un peligro para Eion mucho antes que los otros monarcas, empezando por el cruel padre de este autarca, pero no vi los peligros en mi propia casa.
Ahí está, pensó Vash, aliviado pero aún desconcertado, y respiró por primera vez en largo rato. Obviamente el hombre no hablaba con Sulepis… ¿Qué pasaba entonces? ¿El autarca le había puesto un secretario? ¿El rey extranjero dictaba una carta para su familia?
El norteño elevó la voz.
—Y eso es lo que odio aún más que la traición de los Tolly: mi propia estupidez. Dejé enemigos a mis espaldas cuando partí, y para colmo me dejé engañar y apresar por ese cerdo, Hesper de Jellon. Todo esto puede haber costado a nuestra familia el trono que hemos conservado durante siglos, pero a mí me ha costado mucho más: mi hijo mayor, el valiente Kendrick, y quizá también mis otros dos hijos. —Le resbaló la voz—. Ah, dulce Zoria y todos sus oráculos… ¡Que los dioses descarguen maldiciones sobre los que me ayudaron a traicionarme a mí mismo y a mi reino!
Olin guardó un largo silencio, pero aun sin verlo Vash supo que sólo había callado, que no se había ido.
—Traté de preparar a mis hijos para gobernar, para que no se dejaran sorprender como yo, si los dioses decidían poner a alguno de ellos en el trono. Y los amaba a todos, como corresponde a un padre, aunque quizá no los amara a todos por igual.
»Eran lo único que me quedaba de mi esposa Meriel. Ella sufrió mucho al dar a luz a los mellizos y no se recobró. Se debilitó cada vez más y falleció un mes después. Me destrozó el corazón. Desterré al médico que la atendía, aunque no era culpa de él, pero no soportaba ver la cara de ese hombre cuando mi querida esposa había muerto. Ella era lo único que me hacía pensar que mi sangre envenenada podía salvarse. Cuando nació Kendrick, tan gordo, sano y risueño, me pareció que la dulzura de ella había disipado la amargura de mi linaje.
»Fui un necio.
»Mi Meriel era encantadora, pero no sólo porque su tez era como la leche y sus labios eran rojos, como dirían los bardos. Había muchas otras mujeres en los reinos de la Marca que se podían considerar más hermosas, y se necesitaría un poeta, cosa que no soy, para describir exactamente por qué era tan atractiva, pero había algo en sus ojos. Toda su vida, hasta el momento en que cerró esos ojos para este mundo, tuvo el aire de una niña. No inocente ni tonta ni simple, sino recta; recta como el vuelo de una flecha. Miraba el mundo sin juzgar, o al menos sin apresurarse a juzgar. No sabía adular, pero siempre era amable. No mentía, pero tampoco decía la verdad precipitadamente cuando provocaría dolor sin motivo…
Olin hizo otra pausa. Por primera vez Vash escuchaba con auténtico interés: el extranjero hablaba bien, como cuadraba a un rey. Algunos de los autarcas a los que Vash había servido amaban la poesía, pero ninguno de ellos la recitaba ni la escribía con facilidad. En su juventud, el ministro supremo había escrito algunos versos, pero nadie los había visto.
—Meriel tenía las cualidades que yo atribuiría a una diosa —continuó Olin—, siempre que esa diosa fuera benévola, pues no era indiferente al dolor ajeno. ¡Ah, que ella fuera arrancada de este mundo en vez de mí, con mi herencia impura y mi delirante egolatría! Cuando murió, el castillo vistió luto y no lo abandonó, desde los sirvientes hasta los cortesanos. Esto es verdad. Al cabo de un año los sacerdotes tuvieron que decirles que se quitaran su ropa de luto, pues llorar a alguien después del periodo oficial era insultar a los dioses. ¿Te imaginas? Todos la amábamos. Lo peor que les sucedió a mis hijos, mucho peor que perder el trono, incluso que la muerte de Kendrick, fue no conocer a su madre, la mujer más dulce que jamás vivió. Yo creía que no la merecía; no podía creer que fuera mía.
»No lo era, desde luego. Los dioses me lo recordaron… como es su costumbre.
Olin rio, un sonido tan doloroso que aun Vash (que había oído los alaridos implorantes de muchos hombres en el suplicio, algunos ejecutados por sus propias órdenes) tuvo que combatir el impulso de taparse los oídos.
—No sé bien qué quiero decir —continuó el rey—. Empecé hablando de mi familia. Hace casi un año que no la veo. Kendrick ha muerto, probablemente por obra de los Tolly, aunque quizá a manos de otro. Mi valiente hijo sólo quería hacer lo correcto. Se encolerizaba cuando otros rompían las reglas, incluso sus hermanos. Jugaban al escondite con él, y luego se ocultaban en un sitio donde habían prometido no ir y se reían cuando él lo averiguaba. Nunca pudo jugar como ellos, sino que trataba de convencerlos de que el juego se estropeaba cuando no se respetaban las reglas. Kendrick habría sido un buen rey, con mi otro hijo varón como consejero, quizá, para advertirle que otros no obedecían las reglas como él. Porque Barrick, si aún vive, que los dioses lo guarden, vive en otro mundo.
»Barrick siempre fue desequilibrado, siempre irritable, pero desde que lo atacó su enfermedad (mi enfermedad, vertida en él como las aguas de un río contaminado) dejó de confiar en la bondad del destino. ¿Quién puede culparlo? Cuando era pequeño, la enfermedad lo afectó igual que a mí. Caía al suelo en arrebatos de rabia, sofocándose, temblando, respirando con dificultad, y se resistía tanto que se necesitaban dos hombres fuertes para dominarlo aun cuando era niño. Lamenté haber llevado esta maldición a su vida, pero creí que podía enseñarle cómo había sobrevivido yo, el modo en que me encerraba cuando sentía llegar los ataques. Pero luego su enfermedad cambió y siguió otro rumbo.
»En Barrick, se transformó en algo que ya no lo hacía rabiar y patalear como un demente, sino que lo envenenaba lentamente por dentro. Su visión del mundo era cada vez más oscura, como cuando un eclipse de luna separa la tierra del sol. En mi necedad, al principio creí que la desaparición de los síntomas externos significaba que estaba mejorando, que estaba combatiendo la maldición que tanto había emponzoñado mi vida. Me equivocaba, pero cuando lo entendí, se había internado tanto en las sombras que ya no podía llegar a él. Era ingenioso, inteligente, pero mi sangre envenenada lo paralizaba tanto que creo que sólo su amor por su hermana lo mantuvo con vida.
»Pues él la amaba, y Briony lo amaba a él. ¿Mencioné que eran mellizos? Sus corazones latieron al unísono desde que llegaron al mundo, nacidos en la misma hora. Quizá eso haya incidido en la muerte de su madre. ¡Dioses, ya no lo sé! Ha pasado mucho tiempo, pero el dolor es tan agudo como cuando me corté con la navaja de afeitar ayer por la mañana.
»Y he aquí otra confesión vergonzosa: yo amaba a Briony más que a los demás. No, la amo; en presente, no en pasado. ¡Quieran los dioses que aún viva! Yo amaba el honor y la bondad de Kendrick, y su carácter responsable, y lo amaba porque era mi primogénito. Amo a Barrick a pesar del dolor que le causé y que él me causó a mí… pero amo a Briony con una certidumbre espontánea que no puedo describir. Ella contiene lo mejor de mí, y gran parte de lo que era excelente en su madre. Pensar que un amor tan poderoso le haya fallado por completo… que yo les he fallado a todos por completo…
De nuevo el rey norteño guardó silencio. Cuando volvió a hablar, su voz había cambiado, y era sombría e indiferente.
—Ya te he aburrido bastante. Gracias por tu atención. Creo que iré a caminar por la cubierta de mi prisión un rato, y a escuchar a las gaviotas.
El ministro supremo de Xis oyó que Olin se movía, seguido por sus guardias, y los pasos se alejaban. Una vez que se fue, nadie más se movió ni habló. ¿Había estado hablando con los guardias, o con el aire, dirigiéndose sólo al nublado cielo de primavera? Vash salió del armario con todo el cuidado que permitían sus viejos y rígidos huesos y bajó a cubierta, luego subió hacia donde había estado Olin. El rey se había ido, en efecto. Vash veía su coronilla en el otro extremo del barco, donde estaba inclinado sobre la borda bajo el ojo atento de varios soldados, pero no había rastro del autarca, de Panhyssir, de Dumin Hauyuz ni de ningún otro ser racional. El único que se encontraba en la cubierta era el retrasado escotarca Prusas, meciéndose en su silla, con temblores en las manos y la cabeza, babeándose la barbilla. Por un momento Prusas pareció mirarlo, pero cuando Vash se le acercó la mirada del escotarca se perdió en el vacío, como si el ministro supremo se hubiera esfumado de pronto.
Pinimmon Vash se detuvo frente al tembloroso escotarca y lo miró de arriba abajo, intrigado.
El mundo ha soltado sus amarras, pensó. Sí, el mundo que yo conocía anda al garete por aguas desconocidas. Sólo los dioses y los locos saben adonde va.
* * *
—Algo nos sigue —susurró Barrick.
—Sí. —Cuando el cuervo hablaba en voz baja, costaba entender sus jadeos y silbidos. Se posó en una piedra, se aferró a la musgosa superficie, metió la cabeza entre los hombros y se irguió—. Sedosos. Los vi cuando sobrevolaba los árboles. Calculamos que cinco o seis.
—Que vengan. —Barrick les tenía miedo, pero también tenía la rara certeza de que no había llegado tan lejos y sobrevivido a tantas penurias para morir a manos de esos monstruos deshilachados. Se sentía extrañamente fuerte, como si algo poderoso burbujeara en su interior como la espuma en un vaso de cerveza. Casi le daba ganas de reír a carcajadas.
—¿Que vengan? Nos matarán a ambos… O peor aún, nos llevarán a sus nidos colgantes y nos pondrán sus larvas en el vientre. —El cuervo voló hasta la rama de un árbol—. Hemos visto lo que les pasaba a los seguidores. Ni siquiera estaban muertos cuando nacían las crías…
—No me lo harán a mí. No lo permitiré.
El pájaro negro tembló y volvió a hinchar las plumas.
—¿Te diste un golpe en la cabeza cuando pasaste tanto tiempo en ese cerro nefasto? No has sido el mismo desde entonces.
Barrick sonrió. Era verdad, aunque no sabía por qué. Se sentía diferente: más fuerte, más seguro… mejor. Hasta el dolor constante en el tullido brazo izquierdo, un dolor que lo había acuciado casi toda la vida, había desaparecido: la única incomodidad era un cosquilleo en la piel, como si hubiera dormido encima de él.
Barrick se acercó la antorcha al antebrazo. Las cicatrices que habían dejado los durmientes habían desaparecido, y sólo quedaban tres franjas blancas que parecían tener años, aunque hacía sólo un par de días que había bajado del Cerro Maldito. Hasta su mano, esa zarpa deforme que siempre trataba de ocultar, ahora estaba casi igual que la otra. ¿Qué magia habían obrado esas criaturas ciegas? Parecía que sólo le habían traído beneficios, pero recordaba que habían mencionado un precio…
Barrick tropezó con una raíz, se tambaleó y recobró el equilibrio. El suelo estaba resbaladizo por la niebla que envolvía el bosque crepuscular. Un brazo saludable no le impediría caer y golpearse la cabeza.
—Debemos encontrar un lugar para estar a resguardo, amo —dijo Skurn con voz lisonjera—. Para descansar. Estás fatigado, y el que está fatigado comete errores, como decía nuestra vieja madre.
Barrick miró en torno. Hacía un día entero que caminaba, siguiendo los recuerdos del cuervo sobre el mejor camino hacia la ciudad de Sueño y sus temibles habitantes, los que Skurn llamaba «hombres de la noche». No le vendría mal detenerse a descansar, sobre todo si los seguía un grupo de sedosos. Asaría las raíces que había arrancado esa mañana, así al menos se parecerían a una auténtica comida: había descubierto varias cosas que aquí podía comer y retener, pero venía bien cocinarlas.
—Muy bien —dijo—. Encuéntrame un lugar con una roca que pueda poner a mi espalda.
—Eres prudente, muy prudente. Encontraremos un lugar adecuado. —El cuervo atravesó el dosel de árboles y se perdió de vista.
* * *
El problema, pensó Barrick mientras masticaba, era que asar esas raíces húmedas les daba más sabor a comida, pero no a comida especialmente buena.
—¿No podrías encontrar un huevo o algo así? —preguntó—. ¿Un huevo de ave? —Había aprendido que era importante ser específico.
El cuervo se volvió hacia él. En su pico pataleaba un insecto que había sacado de debajo de un tronco. Echó la cabeza hacia atrás para tragarlo, y le dirigió a Barrick una mirada de reproche.
—¿Acaso Skurn no ha buscado y rebuscado? ¿No te ofrecimos lo mejor que encontrábamos, sin siquiera guardarnos nada para nosotros?
Lo «mejor» había sido una larva blanda y grande del tamaño de un pulgar, cerosa como una vela, que chorreaba un líquido verdoso tras el picotazo de Skurn. Había agradecido al cuervo su generosidad y se la había devuelto.
—No importa. Estas raíces están buenas.
Echó al fuego otros tres trozos de madera y se puso a afilar la punta de la lanza rota con una piedra redonda. No cabía en sí del inusitado placer de tener dos brazos que no dolían.
—Cuéntame otra historia —dijo al cabo—. ¿Qué le sucedió a Torcido después de que arrojó a los dioses a las tierras de su abuela?
—Bisabuela —aclaró el cuervo, mirando en torno como buscando alguna alimaña apetecible—. Era su bisabuela, Vacío. Ella le enseñó a Torcido todos los trucos de ir y venir.
Encuentra el Portal de Torcido, le habían dicho los durmientes. El Portal de Torcido, los caminos de Torcido, la puerta de Torcido… ¿De veras esperaban que Barrick viajara como viajaban los dioses?
—¿Y qué ocurrió? ¿Llegó a ser rey de los dioses? —Torcido, que hasta ahora era Kupilas para Barrick, era sólo un dios menor. El Libro del Trígono hablaba de Kupilas sólo como el astuto patrón de los herreros e ingenieros. Y de los médicos, recordó. Chaven tenía una estatua de él en su casa—. ¿Qué sucedió después de que mató a Kernios?
—¿Acaso somos un hombre de la noche lleno de secretos? —dijo el pájaro con cierta indignación—. ¿Acaso sabemos lo que saben los primigenios? De todos modos, Torcido no mató a nadie: arrojó al Señor de la Tierra y los demás al lugar donde duermen para siempre.
—¿Pero qué pasó con Kupilas… con Torcido? ¿Qué le pasó a él?
Skurn se encogió de hombros, alzando las plumas del cuello, y meneó la cabeza.
—No sabemos. Quedó malherido por la lanza del Señor de la Tierra. Moribundo, dicen algunos. No conocemos el resto de la historia. Nuestra madre nunca la contó.
Y Barrick tuvo que conformarse con eso.
* * *
Estaba medio dormido cuando sintió que algo duro y afilado le pinchaba la mano. Un pico.
—¡Chitón! —El cuervo se agazapó junto a él, con las plumas erizadas, de modo que parecía más un puerco espín que un pájaro—. Oigo algo…
Barrick se incorporó pero permaneció en silencio, escuchando. Poco a poco notó que algo afilado le picoteaba la nuca, y esta vez no era Skurn. Le dio una palmada pero no pudo arrancarse esa cosa dolorosa de la piel. Poco después otra cosa cayó de las ramas y le apresó el brazo derecho: una rama espinosa, encorvada como un garfio, en el extremo de un mechón de seda pálida.
Antes de que pudiera reaccionar, más mechones cayeron de las sombras. Algunas sólo lo rozaron y se alejaron, pero dos más se pegaron a su ropa harapienta y se tensaron, como los pinchos que se le habían clavado en la nuca y el brazo. Dolores pequeños y agudos florecieron en todo su cuerpo.
—¡Vienen, amo! —chilló Skurn, echando a volar mientras otro pincho caía en el sitio donde estaba—. ¡Sedosos!
Ahora Barrick podía verlos, siluetas blancuzcas que correteaban por las ramas, arrojando sus pinchos con pesas y garfios para enredarlo. Trató de empuñar la lanza rota, pero una criatura tiró de un mechón de seda enganchado a su brazo para impedir que cogiera el arma. Barrick forcejeó con la seda hasta que pudo aflojarla y aferrar la punta de lanza. Estiró el brazo izquierdo para cortar el mechón que lo sujetaba, agradeciendo en silencio haber afilado el arma. Tardó más en liberarse de la rama del cuello, y cuando apartó la mano tenía los dedos manchados de sangre.
Dos de esas cosas viscosas caían de los árboles, silenciosas como fantasmas, agitando sus sedas como cazadores de caballos. Sus ojos eran manchas húmedas y oscuras que reflejaban el crepúsculo. Barrick se agachó para eludir un cordel de seda y sintió que los garfios le rasgaban el cuero cabelludo. Se los arrancó de la cabeza cuando la criatura se le abalanzó. Sus extremidades sin huesos se plegaron alrededor de él, y aunque pesaba poco, esa fuerza era suficiente para tumbarlo. Cayó y rodó, y el sedoso se aferró a él hasta que ambos se detuvieron. Barrick tenía el brazo derecho atascado bajo el cuerpo. Una hebra le rodeó el cuello y se tensó. Por un momento, teniendo libre sólo el inútil brazo izquierdo, pensó que iba a morir.
Pero su brazo izquierdo ya no era inútil. Lo alzó, cogió a esa cosa pegajosa que tenía sobre la espalda y hundió los dedos. El mechón que le rodeaba el cuello se tensó un momento, pero luego se liberó de la criatura y la arrojó al suelo.
¡Soy fuerte! Podría haberlo gritado. Era como el resplandor de una llama alegre. ¡Fuerte!
Barrick no pudo aferrar a su atacante, pero cuando se levantó, lo embistió y lo arrojó hacia la fogata mientras el otro saltaba sobre su espalda.
El que había caído al fuego lanzó un alarido horrible y sibilante. Se alejó de la fogata, con las piernas y el torso cubiertos de llamas amarillas, y la negrura que había bajo las hebras comenzó a burbujear. Poco después ardía como una antorcha, lanzando alaridos tan agudos que eran casi inaudibles.
Barrick entendió el secreto de la supervivencia. Saltó hacia el fuego, arrastrando consigo al segundo sedoso, y cogió un leño ardiente. Con la lanza rota en una mano y la antorcha en la otra, atacó al sedoso que le aferraba los tobillos y arrojó fuego a ese rostro sin rasgos hasta que hirvió y burbujeó. Trinando de dolor, el sedoso se liberó y se alejó a brincos, agarrándose la cabeza hasta chocar a ciegas con un tronco. Quedó tumbado un instante, retorciéndose, y luego se arrastró hacia las malezas, oscilando como un borracho.
Barrick empuñó la punta de lanza con fuerza y se golpeó el pecho con la mano.
—¡Venid! —les gritó a las siluetas fantasmales que aún poblaban el ramaje—. ¡Venid a buscarme!
Dos más saltaron, y un tercero. Skurn apareció de repente y aferró con las garras al que estaba más cerca de Barrick, dándole tiempo para atacarlo con la antorcha. Estuvo a punto de chamuscar al pájaro, que echó a volar con graznidos de alarma. El envoltorio del sedoso no se prendía, pero Barrick lo apuñaló con la punta de lanza y derramó su líquido negro, y luego se volvió para atacar con la llama al siguiente. Durante largo rato no supo cuántos sedosos lo rodeaban, ni cómo le iba, pero podía oler el tufo horrendo y salado de las criaturas cuando ardían. Se echó a reír mientras embestía con la punta de lanza y la antorcha, atacando todo lo que se moviera. Por el rabillo del ojo vio que Skurn se elevaba en busca de refugio. Barrick rio aún más.
* * *
Quizá había pasado una hora, o sólo instantes. Barrick no lo sabía. El último sedoso estaba a sus pies, aferrándose las entrañas, pues Barrick lo había despanzurrado. En una fiebre de gozosa rabia, Barrick soltó la lanza y aferró la cabeza de la criatura, apretando esa esfera envuelta en seda como si fuera un melón podrido. Lo obligó a levantarse, y luego le hundió la antorcha en el viscoso ojo.
—¡Muere, criatura repugnante! —La sostuvo con el pie hasta que las llamas lo obligaron a apartarse. Otros tres sedosos se desangraban a sus pies, y nada más se movía en los árboles.
Barrick alzó las manos, mirando con atención. Había sabido que vencería… ¡Lo había sabido! Era maravilloso tener dos brazos fuertes, ser como los demás. Pateó el cadáver humeante y le dio la espalda.
Me han concedido un don. ¿Y qué he pagado por él? Nada.
Ya no sentía dolor. Ni siquiera lo preocupaban las viejas desdichas y las viejas pérdidas: su hermana, su padre capturado, su hermano asesinado. Hacía días que no pensaba en ellos. No sólo se había ido el dolor del brazo, sino también su dolor emocional.
Cuando Skurn se armó de coraje para bajar de los árboles, Barrick aún reía en voz baja.
Estoy entero por primera vez, pensó. El auténtico Barrick Eddon, al fin.