16
En el jardín de hongos
Según los bardos vutianos, los qar desconfiaban de los habitantes de Ruohttashemm, aunque estaban emparentados con ellos, y libraban una lucha constante con Jittsammes, la reina de las hadas frías.
Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand
—¿Seguro que estarás bien? —Ópalo retorcía el dobladillo de su capa en las manos. Detestaba esa separación, pero ella y Sílex sabían que era lo correcto—. ¿Cuidarás al niño?
—No temas, mi amor. Son pocos días. —La rodeó con los brazos y la estrechó. Por un momento ella se resistió. A Ópalo no le gustaba que la encerraran, ni siquiera su esposo… o quizá especialmente su esposo. Su padre, Arena Prasiolita, había confesado que las mujeres de su familia lo apabullaban. Tu Ópalo y su madre me han dicho lo que debo hacer durante tantos años que no sé qué haría si tuviera que actuar por mi cuenta: probablemente me caería muerto. Sílex, que nunca había esperado nada cuando se casó con Ópalo, salvo lo que había obtenido, una esposa que lo amaba y lo regañaba con igual apasionamiento, había asentido con una sonrisa.
—¿Pocos días? —dijo ella—. ¿Crees que eso me tranquiliza? Si escuchas a la gente por aquí, en un par de días el mundo podría terminar… —Pero sólo protestaba por rutina. Habían discutido el asunto y habían llegado a un acuerdo; más aún, este viaje había sido idea de Ópalo. Ahora era evidente que la amenaza de guerra era real, y los hombres se congregaban en Cavernal y Ópalo había decidido que las mujeres también debían cumplir su función: ella regresaría para alistar a Bermellón Cinabrio y algunas otras mujeres importantes para cerciorarse de que los hombres convocados para la lucha tuvieran lo que necesitaban, y para reemplazar a los que abandonaban puestos importantes en la ciudad. Sílex estaba orgulloso de ella y sabía que se comportaría bien. Cuando Ópalo se proponía algo, siempre lo hacía.
—El mundo no terminará mientras tú no estés —le dijo—. No se atrevería. Sólo prométeme que te quedarás con Ágata, tal como dijiste. No regreses a nuestra casa. Si necesitas algo, envía a otra persona, por si la están vigilando.
—¿Cómo podrían vigilarla sin que se enterase toda Cavernal?
Sílex sacudió la cabeza.
—Tú estás pensando en soldados, gente alta. Pero yo no me fío tanto de nuestros vecinos como para no creer que ninguno aceptaría dinero por pasarle información al lord condestable si te ven regresar a la casa. Por eso no le dijimos a nadie que no perteneciera a la familia adonde nos dirigíamos.
—¿Y ahora quién es el que se cree que el mundo terminará si él deja de hacerlo girar? —preguntó ella, pero por la voz él se dio cuenta de que no estaba enfadada. Volvió a estrecharlo, y lo soltó—. Cuida bien al niño.
—Desde luego.
—Ojalá pudiera llevarlo.
—Y si alguien está vigilando, ¿qué mejor modo de anunciar nuestra presencia? No, querida, debe quedarse aquí y tú debes volver cuanto antes.
Ópalo se irguió para besarle la mejilla y él le besó la boca, lo cual la sorprendió y le hizo sonreír. Se echó la bolsa al hombro y fue hacia el hermano Natrón, un amigo del hermano Antimonio que la esperaba a discreta distancia mientras ellos se despedían. Natrón parecía un joven inteligente y cuidadoso, lo cual tranquilizaba a Sílex, pero habría preferido al conocido y fiable Antimonio, que se había ido con Ferras Vansen y algunos guardias caverneros para estudiar las incursiones en los túneles periféricos.
De pronto sintió preocupación.
—Regresa a salvo, amor mío —dijo, pero Ópalo y el joven monje ya se habían perdido de vista en el sendero.
* * *
—Papá Sílex, necesito que me ayudes.
Miró al niño con asombro. Era la primera vez que Pedernal lo llamaba así. Para colmo, el niño había estado muy callado los últimos días. Ahora que se había ido Ópalo, parecía haber sufrido otro de sus cambios extraños y perturbadores.
—¿Que te ayude?
Pedernal se incorporó, pasó las piernas por encima del borde de la cama, se agachó y buscó los zapatos en el suelo de piedra.
—Quiero hablar con el viejo. El que tiene los sueños.
Sílex quedó desconcertado.
—¿De qué estás hablando?
—Aquí hay un viejo. Tiene sueños. Todos le conocen. Necesito hablar con él.
Sílex recordó vagamente.
—¿El abuelo Azufre? ¿Cómo sabes eso? No estabas aquí cuando Níquel nos lo contó.
Pedernal pasó por alto ese detalle irrelevante.
—Llévame a verlo, por favor. Necesito hablar con él.
Sílex miró a ese niño desconcertante, que a veces lo asustaba, recordando ese momento de mucho tiempo atrás en que el saco todavía no estaba abierto y Pedernal aún era una incógnita.
¿Y si no lo hubiera abierto? ¿Y si hubiera cogido a Ópalo del brazo y me hubiera alejado, dejándole el problema a otro? ¿Las cosas serían diferentes? ¿Mejores… o peores? Era difícil no pensar que la llegada de Pedernal se relacionaba con las cosas extrañas que habían conmocionado su vida y la vida de todos sus conocidos, gente alta y caverneros por igual.
Suspiró. Como dicen, si te castigan por una palada, que te castiguen por toda la excavación.
—Muy bien —le dijo al niño—. Veré qué puedo hacer.
* * *
—No entiendo nada de esto —dijo el hermano Níquel. Hijo de una poderosa familia cavernera, sólo recientemente lo habían ascendido de acólito a kainita, un monje común del templo, pero todos, incluido el propio Níquel, sabían que era el sucesor escogido por el abad, y actuaba como si ya hubiera recibido el azadón ceremonial—. Tu pequeño grupo ya ha trastocado todas nuestras tradiciones y costumbres. Mujeres, niños, gente alta, fugitivos… Los aceptamos a todos. Si no fuera porque Cinabrio y el gremio juran que la necesidad es grande…
—Pero lo juran —dijo Sílex—. Por favor, Níquel, dinos adonde ir. Agradecemos tu ayuda, pero no queremos robarte más tiempo del necesario…
—¿Dejaros ir sin supervisión… para interrogar a nuestro hermano más viejo? —Níquel se levantó—. De ninguna manera. Os llevaré yo mismo. Es un anciano frágil. Si vuestras preguntas lo alteran, pondré fin a la conversación. ¿Entendido?
—Sí, por supuesto.
Chaven el médico, que escuchaba con cierto interés, se aclaró la garganta.
—Creo que yo también iré… si es aceptable, Sílex…
—¿Aceptable para Sílex? —Níquel parecía demasiado arrebolado para ser un hombre relativamente joven—. ¿Qué hay de la Hermandad Metamórfica? Claro, llevemos a toda la gente que quiera ir. ¡Deberíamos organizar un desfile, como en el día de la Primera Excavación, reunir a todos los ciudadanos y dirigir una procesión a los jardines para sorprender al pobre anciano!
—Exageras un poco, hermano Níquel —dijo Chaven amablemente—. Después de todo, soy médico. ¿Qué mejor compañía si te preocupas por la salud del abuelo Azufre? Y el niño Pedernal también ha estado bajo mi cuidado. Sí, creo que es muy buena idea que yo vaya.
Sílex sonrió, pero ya estaba cansado y ofuscado y esto acababa de empezar. ¿Por qué siempre estaba ayudando a los demás a salirse con la suya?
* * *
—No he estado en esta parte del templo —dijo Chaven mientras zigzagueaban por una caverna de techo bajo con tortuosas estructuras de piedra caliza, siguiendo una senda que sólo Níquel podía reconocer.
—Claro que usted no ha estado —dijo el metamorfo—. Aquí no sucede nada de interés para su gente. Son jardines y granjas donde cultivamos nuestros alimentos. Teníamos casi cien bocas para alimentar aun antes de que empezaran a llegar los demás.
Y pronto vendrán muchos más, pensó Sílex. Si tienes suerte, serán caverneros, no crepusculares. Pero no lo dijo en voz alta.
—Ah, pero a mí me interesan estas cosas —dijo Chaven—. Un verdadero hombre de ciencia nunca deja de ser un estudiante. Por favor, hermano Níquel, no seas tan rígido. Agradecemos que nos hayas recibido. Es una época de guerra y de cosas aún más extrañas. La gente buena debe permanecer unida.
Níquel resopló, pero fue un poco más cortés cuando habló de nuevo.
—Aquel camino va a la mina de sal. La mina es pequeña, pero nos da lo que necesitamos para nuestro uso, y también para hacer trueque con la ciudad de la superficie.
Sólo Pedernal parecía indiferente a la caverna y sus grotescos adornos de piedra viva. Su rostro había recobrado su placidez habitual: miraba hacia adelante como un soldado marchando hacia una batalla de vida o muerte.
¿Quién eres, niño? Sílex ya no estaba seguro de poder entenderlo aunque alguien se lo explicara. ¿Qué eres? En todo caso, la respuesta no importaba. Lo que importaba era que su esposa amaba al niño y él amaba a su esposa. Lo que sentía por Pedernal era más difícil de expresar en palabras, pero al mirar a ese niño serio con su mechón de pelo blanco supo que haría todo lo posible por protegerlo.
—Por aquí. —Níquel señaló un pasaje lateral.
Sílex olió el punzante aroma del jardín (moho, humedad, estiércol) mucho antes de que atravesaran la entrada. La caverna sólo estaba iluminada por algunas antorchas, y brillaba apenas poco más que el corredor. Chaven, que aún no estaba del todo habituado a la luz tenue que usaban los caverneros, se detuvo y alzó las manos como un ciego; Sílex le cogió el codo.
El jardín de hongos era asombrosamente grande, una caverna natural de techo alto que también había sido modelada por los martillos y buriles de los caverneros. Habían dedicado casi todo su esfuerzo a despejar el centro del suelo, que ahora estaba abarrotado de mesas de piedra bajas, pero también habían labrado las paredes, y les habían tallado profundos surcos para hacer filas de anaqueles.
Cada mesa estaba cargada con bandejas de tierra negra, y cada bandeja salpicada de puntos claros. Los nichos también estaban rellenos con abono y tierra: miles de delicados hongos semejantes a abanicos crecían en las paredes, desde el suelo hasta cinco o seis veces la altura de un cavernero, donde monjes en escaleras cuidaban los cultivos. Sílex empezaba a preguntarse cuál de esos monjes era el abuelo Azufre cuando reparó en un anciano encorvado y huesudo sentado en un taburete cerca del centro de la estancia, examinando una bandeja con una lupa de cristal de roca. Pedernal ya caminaba hacia él, para consternación del hermano Níquel.
—¡Alto ahí! Primero debo hablar con él… —Níquel siguió deprisa al niño y Sílex trotó detrás de ambos, temiendo que todo terminara en una gresca. Pedernal ya era media cabeza más alto que cualquier cavernero salvo el hermano Antimonio, así que Sílex no temía que el niño saliera lastimado, pero todos eran huéspedes de la Hermandad Metamórfica: sería mala idea iniciar una riña.
—¿Sílex? —llamó Chaven—. ¿Adonde has ido? —El médico chilló de dolor al golpearse la espinilla contra una mesa de piedra.
Sílex se volvió a regañadientes y regresó para ayudar a Chaven. En todo caso, era demasiado tarde para alcanzar a Níquel y Pedernal.
—Ah, ahí estás. —Chaven le aferró el brazo—. Estaré mejor en un momento… Mis ojos no se acostumbran a la oscuridad como cuando era joven.
Cuando terminaron de cruzar el recinto, Pedernal esperaba junto al taburete del anciano, de nuevo con cara inexpresiva, como si se hubiera refugiado dentro de sí mismo. El hermano Níquel hablaba con Azufre, pero Sílex sólo pudo oír las últimas palabras.
—… tiempos extraños, desde luego. Has oído a los visitantes, ¿verdad, abuelo? Éste es uno de ellos. Desea preguntarte algo.
El viejo monje miró a Níquel y Pedernal, luego de nuevo a Níquel. La cara de Azufre era delgada, y la piel arrugada colgaba como si su cráneo se hubiera encogido con la edad. Entornaba con suspicacia los ojos enturbiados por cataratas.
—¿Desea preguntar algo… o desea recibir algo? —La voz cascada era seca como piedra arenisca.
—Les he dicho con firmeza que sólo pueden… —Níquel se interrumpió, mirando con asombro. Sílex también miraba con asombro. La capucha del viejo temblaba como si una de sus orejas estuviera a punto de desprenderse de la cabeza. Poco después una carita grotesca asomó de la capucha junto a la mejilla, así que todos salvo Pedernal jadearon y retrocedieron un paso.
—¡Ja! —dijo Azufre—. Iktis, abajo. —Se palmeó la rodilla y el animalillo delgado y velludo salió de la capucha y bajó por el brazo. Se instaló en las rodillas del monje y miró a todos con ojos brillantes. Era un fitch, lo que algunos habitantes de la superficie llamaban un gato ladrón. Algunos caverneros ricos los tenían en sus casas para cazar ratones, pero Sílex nunca había visto uno como mascota—. Bien, ¿qué quiere de mí este niño?
—Tú tienes sueños —dijo Pedernal sin titubear—. Escalofriantes sueños con los dioses. Háblame de ellos.
El viejo monje se enderezó. El fitch protestó, aferrándose como un hombre en una borrasca se aferraría a una balsa que se zamarrea.
—¿Qué puedes saber tú de mis visiones, gha’jaz? —gruñó el abuelo Azufre, que parecía atemorizado además de furioso—. ¿Quién eres tú, un niño de la gente alta, para pedir que repita las palabras de los dioses?
Níquel y Sílex se pusieron a hablar al mismo tiempo, pero Pedernal no les prestó atención.
—Soy un amigo. Cuéntamelo. Tu gente necesita que me lo cuentes.
—Mira, niño… —intervino Níquel, pero Azufre tampoco le prestaba atención. Era como si todos los presentes se hubieran esfumado, salvo el viejo y el niño de pelo claro. Algo los conectaba, un lenguaje sin palabras que flotaba entre ellos como las diminutas semillas de los hongos, que atravesaban el aire como una nube de espíritus invisibles.
—La tortuga —dijo de pronto el abuelo Azufre—. Empezó con la tortuga.
—¿Qué? —Níquel apoyó la mano en los hombros de Pedernal, como para llevárselo—. Abuelo, estás cansado…
—La tortuga se me apareció en un sueño. Me habló de los tiempos venideros… Los tiempos en que hombres malignos intentarán destruir a los dioses. De la catástrofe que traerán a los caverneros. Ese sueño era verdad, lo sé. Era el mismísimo Señor de la Piedra Húmeda y Caliente.
—La tortuga… —dijo Chaven lentamente, como hablando consigo mismo. Había algo en la voz del médico que puso nervioso a Sílex—. La tortuga… La concha en espiral… El pino… El búho…
Pedernal no se dejó distraer.
—Cuéntame, abuelo, ¿qué debías hacer? ¿Qué te pidió el Señor de la Piedra Húmeda y Caliente?
—Esto es una blasfemia —rezongó Níquel—. ¡Este niño alto, este gha’jaz, no debería hacer preguntas sobre cosas sagradas!
Pero al abuelo Azufre no le molestaba. Al contrario, parecía cada vez más interesado.
—Dijo que yo debía anunciar a mi gente que la Antigua Noche viene y que este mundo pecaminoso pronto terminará. Se me apareció en muchos sueños. Me pidió que anunciara que no pueden hacer nada para oponerse a su voluntad.
—¿Te dijo que no lucharas contra la voluntad de los dioses? —preguntó Pedernal—. ¿Por qué tu dios diría semejante cosa?
—¡Blasfemia! —exclamó Níquel—. ¿Cómo le puede hacer esas preguntas a Azufre, que es el escogido del Señor de la Piedra?
Sílex apoyó la mano en el brazo del monje.
—El hermano Azufre no teme hablar con el niño, así que déjalos conversar. Ven, Níquel, estos asuntos nos superan a ambos… pero debes comprender que vivimos tiempos extraordinarios.
Níquel apenas podía estarse quieto.
—Eso no significa que permitiré que un… un mero niño haga lo que se le antoje en nuestro templo sagrado.
Sílex suspiró.
—Hace tiempo que sé que ese chico no es un «mero niño». ¿Verdad, Chaven?
Pero el médico no respondió. Escuchaba atentamente al viejo y al niño.
—Siempre has soñado con los dioses —dijo Pedernal.
—Desde luego. Desde que era más pequeño que tú, niño —dijo el viejo, con cierta satisfacción. Alzó una mano manchada y nudosa—. Cuando sólo tenía dos años, les dije a mis padres que sería metamorfo.
—Pero estos sueños son diferentes, ¿verdad?
El viejo se reclinó abruptamente, como si le hubieran pegado. Entornó los ojos lechosos.
—¿A qué te refieres?
—Los sueños de la tortuga, los sueños que te trajeron la voz del dios. No has tenido sueños así toda tu vida, ¿verdad?
—Siempre he soñado con los dioses… —dijo el viejo, agitado.
—¿Cuándo cambiaron? ¿Cuándo se volvieron… tan fuertes?
De nuevo parecieron comunicarse en silencio. Al fin la cara arrugada de Azufre se aflojó.
—Hace un año o más, después de la estación fría. Entonces soñé con la tortuga por primera vez. Entonces oí su voz por primera vez.
—¿Y qué recibiste justo antes de que comenzaran los sueños? —preguntó Pedernal con suavidad, como si él fuera el sacerdote y el viejo fuera un atribulado penitente—. Encontraste algo, o alguien te dio algo, ¿verdad?
Sílex se perturbó al ver este nuevo aspecto del chiquillo en quien él y Ópalo habían depositado tantas esperanzas. ¿Qué le habían hecho detrás de la Línea de Sombra? Más aún, ¿era siquiera un niño, o un crepuscular con aspecto de niño? ¿Qué clase de serpiente habían acogido en su hogar?
—Eso, ¿qué? —intervino Chaven con avidez—. ¿Qué recibiste?
Azufre agitó la mano.
—No sé de qué habláis. Estoy cansado. Idos. —En sus rodillas, Iktis el fitch estaba ansioso; parloteando, la criatura se metió en la manga del viejo.
—¡Basta! —dijo Níquel—. ¡Debéis iros ya!
—Nadie te lo quitará —dijo Pedernal, como si nadie hubiera hablado—. Te lo prometo, abuelo. Pero dime la verdad. Hasta los dioses deben respetar la verdad.
—¡Idos ya! —insistió Níquel, disponiéndose a llevarse al niño a rastras, pero Sílex apretó el brazo del monje y lo contuvo.
El silencio del viejo se prolongó tanto que por primera vez oyeron el chirrido de las escaleras que se movían al otro lado de la habitación, e incluso el murmullo de las conversaciones de los demás metamorfos, que habían reparado en lo que ocurría en el centro del jardín. Azufre se miró las manos entrelazadas.
—Mi pequeño Iktis lo encontró —dijo al fin, en voz tan baja que todos se inclinaron hacia delante menos Pedernal—. Él me lo trajo, arrastrándolo. Le encantan las cosas lustrosas y a veces llega hasta la ciudad. Muchas veces he tenido que pedir a los hermanos que van al mercado que devuelvan un brazalete o collar de mujer. A veces Iktis sube a la superficie. Y a veces baja… a lugares profundos.
—¿Puedes mostrármelo? —preguntó Pedernal—. Prometo que nadie te lo quitará.
De nuevo el silencio se prolongó. Al fin Azufre metió la mano en la túnica, que tenía moho en la cresta de cada arruga. Iktis, todavía escondido en la manga, soltó un trino de protesta cuando Azufre extrajo un objeto brillante que le colgaba del cuello en un cordel trenzado de piel de rata.
—Es mi lupa —dijo—. Supe que estaba destinada a mí en cuanto la vi.
Era el objeto que sostenía cuando habían llegado, una astilla de cristal con un marco de metal plateado, y decorado con tallas intrincadas que ni siquiera los agudos ojos de Sílex podían discernir. No reconocía el metal, ni tampoco el estilo de esa artesanía ni el cristal, aunque le costaba estar seguro bajo la luz mortecina del jardín.
Chaven aspiró profundamente.
—Esto es obra de los qar —dijo soñadoramente—. Sí. La voz de la tortuga. Una jaula para el búho blanco. Sí, desde luego…
—Y cuando el animalillo te trajo esto —dijo Pedernal, sin inmutarse— comenzaron los sueños del Señor de la Piedra Húmeda y Caliente.
—¡Siempre he soñado con los dioses!
—Permíteme… —Chaven extendió la mano hacia el distraído Azufre. Respiraba con dificultad y tenía ojos de sonámbulo. Su voz era un susurro ronco—. Sí, permíteme… Debo…
Sílex había visto esto antes, aunque brevemente: Chaven era presa de su locura por los espejos. Supo con certeza que en cualquier momento el médico le arrebataría el cristal al viejo y estallaría el caos. Al cabo los expulsarían del templo, su último y mejor escondrijo.
Sílex pateó a Chaven en la espinilla, en el mismo lugar que el médico se había golpeado contra una mesa de piedra un rato antes. El médico gritó y se puso a saltar, tocándose la nueva herida. Poco después se cayó, volcando una pila de herramientas. El viejo monje, receloso y sorprendido, volvió a guardar la astilla de cristal en su túnica mohosa.
—¿Qué sucede aquí? —gritó Níquel—. ¿Os habéis vuelto locos?
—Chaven volvió a golpearse la pierna —dijo Sílex—. Eso es todo. Ayúdame a llevarlo de vuelta al templo… Al pobre le sangra la espinilla. Pedernal, también te necesitamos a ti. Agradece su ayuda al abuelo Azufre y vamos.
El niño miró al viejo, que había recobrado su expresión rígida y furtiva. Sin decirle nada, Pedernal dio media vuelta y salió del jardín mientras Sílex y Níquel lo seguían con el médico, que saltaba y se quejaba.
* * *
Lo primero que vio Ferras Vansen fue una estrella verdosa que flotaba en la oscuridad. Era extraño que una estrella se moviera tanto: no sólo surcaba la oscuridad dando volteretas como un abejorro, sino que parecía hablarle.
Las estrellas no hablan. Ferras Vansen estaba bastante seguro de ello. Y las estrellas no zumban.
—¿Eres…? —preguntó la estrella—, ¿Puedes… oírme…?
Estaba un poco decepcionado: si una estrella le hablaba, tendría que decirle cosas importantes. ¿Acaso las estrellas no eran las almas de los héroes caídos? ¿Habían colgado tanto tiempo en el firmamento que se habían vuelto simples, como el padre de Vansen en su espantoso último año de vida?
Por un momento pensó que también él había muerto y había llegado al cielo. No había hecho nada para merecer el lugar de un héroe, pero al pensar en su padre se preguntó si la muerte podía ser tan… borrosa, tan confusa. No parecía probable.
—Él… Más agua ahora… —dijo la estrella.
Vansen trató de concentrarse en la luz movediza. Reparó en algo extraño: más allá de la estrella no veía el negro telón de la noche, sino algo que parecía un rostro. ¿Sería Perin Señor del Cielo, inspeccionando el alma caída de Vansen? ¿O Kernios, guardián de los muertos? Sintió un escalofrío al pensar en ese dios lúgubre. Pero si era Kernios, le resultaba familiar. El dios del submundo se parecía… ¿al hermano Antimonio…?
Vansen al fin reconoció que el fulgor verdoso que estaba mirando desde que había recobrado la consciencia era sólo la lámpara de coral sujeta a la frente de Antimonio.
—¿No estoy muerto? —Tenía la boca seca como arena. Le costaba articular las palabras.
—Ahora habla con coherencia —dijo Antimonio con voz de alivio—. No, capitán Vansen. No está muerto.
—¿Qué pasó? —Un recuerdo surgió como una nube oscura—. Los encontramos. Esas cosas…
—Usaron una especie de veneno —dijo Antimonio—. Un polvo que soplaban con un tubo, como hacían nuestros antepasados. Por pura suerte no lo mataron. Además, usted bloqueó el camino, así que los demás no sufrimos ningún daño. —Ayudó a Vansen a incorporarse y le dio un poco de agua. En las cercanías estaban agazapados los otros caverneros, el calvo Martillo Jaspe y sus camaradas. Vansen estimó que estaban todos presentes.
—¿Todos están vivos?
—Todos, gracias a los Ancianos de la Tierra —dijo Antimonio—. ¡Y mire! —Señaló una mole oscura apoyada contra la pared del túnel, grande como un caballo—. Un ettin profundo. ¡Lo matamos!
—Yo me encargué de eso —dijo Jaspe, complacido—. ¡Digamos la verdad, hermano! Le perforé el ojo con mi lanza.
—¿Qué es? —preguntó Vansen. Se arrastró hacia el enorme cadáver, y luego se arrepintió: despedía un olor tan nauseabundo que le hizo saltar las lágrimas—. ¿Dijiste ettin?
—Krja’azel —dijo Antimonio. Esa extraña palabra era tan áspera que el bondadoso y joven cavernero de pronto parecía otra clase de criatura—. Algo que no hemos visto desde los tiempos de mi bisabuelo, y ya entonces era raro.
—Pero aquéllos eran salvajes —dijo Jaspe—. Éste luchaba junto a los crepusculares.
—¿Y qué hay debajo? —preguntó Vansen, tapándose la nariz. Al principio había pensado que era una aleta en la nuca de la criatura, pero ahora veía que se trataba de dedos pequeños y rechonchos. Trató de mover al ettin, pero pesaba demasiado.
—Uno de sus amos —dijo Martillo Jaspe—. Los que usan los tubos con polvo. Los vimos pasar corriendo con sus capuchas, pero cuando ensarté el ojo de esa bestia, éste debió de quedar atrapado debajo.
Vansen trató de mover el apestoso cuerpo.
—¿Es posible que aún esté con vida?
La risa del preboste fue desagradable.
—No sabe cuánto tiempo estuvo desmayado, ¿verdad?
Antimonio acudió en su ayuda, y después de mirarlo un rato divertidos mientras ellos forcejeaban, Jaspe y sus hombres también colaboraron. Al fin lograron apartar el cadáver del ettin. La criatura que estaba debajo era más pequeña que Antimonio, y el peso de la bestia le había triturado la cara, pero aun así era evidente lo que era.
—Por los dioses —dijo—. ¡Creo que es un cavernero!
—Que los Ancianos de la Tierra nos protejan —jadeó Antimonio—. ¿Uno de los nuestros?
—En absoluto —rezongó Martillo Jaspe—. Mírale las manos. ¿Acaso yo tengo esas manos? ¿Y tú? —El cadáver tenía dedos anchos y cuadrados, y las uñas eran largas y gruesas como las de un topo.
Vansen miró la cara desfigurada y boquiabierta, cuya mitad inferior estaba cubierta por una barba tan espesa y enmarañada como musgo negro.
—He visto estas criaturas antes. En Gran Abismo, detrás de la Línea de Sombra.
—Por la luz del Estanque, tiene razón —murmuró Antimonio—. Es un drow. —Hizo una señal sobre la frente y el pecho—. Ahora lo he visto todo. Un drow en Cavernal.
—¿Qué es un drow?
—Son nuestros parientes, capitán —le dijo Antimonio—. Tiempo atrás, siguieron a los qar al norte, pero no sabía que algunos habían sobrevivido.
—Yo he visto bastantes —dijo Vansen—. Éstos debieron venir de las tierras de las sombras, con el ejército crepuscular.
—Esto me da mala espina —dijo Jaspe—. Bajo tierra son tan astutos como nosotros. En caso de lucha, podríamos burlar a la gente de la superficie. Con los drows no es tan fácil.
—Lo más importante —les dijo Vansen a todos— no es si mandan drows u otros, aunque rezaré para que no manden más ettins. Los crepusculares han iniciado su ataque contra Marca Sur. O al menos contra estos túneles. ¿Por qué ahora, cuando pudieron haber atacado en cualquier momento? ¡Tiene que haber un motivo! ¿Por qué de pronto dan por concluido un largo periodo de tregua, casi de paz? —Miró el túnel como si pudiera ver las deliberaciones de los crepusculares y descubrir lo que ansiaba saber—. Por todos los dioses, ¿por qué ahora?
—Nadie puede entender las decisiones de los Antiguos —dijo Jaspe—. Y ahora envían a nuestros primos perdidos contra nosotros. —Se enderezó, mirando con el ceño fruncido el cadáver barbado—. Con gusto mataré a los enemigos de Cavernal. Me enjugaré la sangre en los pantalones y me reiré… pero no me complacerá mucho matar drows.
—Un momento —dijo Antimonio pensativamente—. Sí, todo huele mal… pero quizá haya algo afortunado en esto. Nos costará detener largo tiempo a este ejército crepuscular, aun con la ayuda del capitán Vansen. No tenemos los hombres, las armas ni el entrenamiento. Pronto nos aplastarán.
—¿Y eso qué tiene de afortunado? —dijo Vansen.
Antimonio sonrió.
—Sólo esto. Aunque no podamos hablar con nadie más del otro lado, podemos hablar con nuestros primos, por lejanos que sean. —Miró a Vansen—. ¿Entiende lo que digo?
—Ah. Sí, creo que sí. —Vansen sintió aún más admiración por el joven monje—. Eso significa que debemos capturar a uno de estos drows… con vida. —Frunció el ceño—. ¿Y qué haremos con éste?
—Lo sepultaremos como corresponde —dijo Antimonio—. Bajo piedra, como hacemos con los nuestros. Ayudadme a hacer un montículo.
—¿Un montículo? —exclamó Jaspe—. ¿Para éste? ¡Él era…!
—Como corresponde. Bajo piedra. —El joven monje hablaba con tal convicción que aun Martillo Jaspe, pasmado, tuvo que asentir—. Si sus parientes regresan, les mostraremos que aún respetamos las antiguas tradiciones… Que aún somos un mismo pueblo, al margen de lo que les hayan dicho los crepusculares.