13
Lamiendo la aguja
Se dice que en los primeros años de Hierosol, cuando era apenas una aldea costera, una gran ciudad qar llamada Yashmaar se erguía en la otra costa del estrecho de Kulloa, y que el comercio entre los hombres del continente meridional y este baluarte de las hadas fomentó el rápido crecimiento de Hierosol.
Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand
Barrick Eddon. Qué nombre tan extraño. Por un momento Qinnitan no pudo entender por qué le venía a la cabeza mientras yacía en la oscuridad, una y otra vez como las palabras de las plegarias que su padre le había enseñado cuando era niña. Barrick. Barrick Eddon. Barrick…
¿Qué significaba esa visión? Varias veces había visto en sueños al joven de cabello llameante, pero en esta ocasión había sido distinto: aunque no recordaba todo lo que se habían dicho, habían entablado una auténtica conversación. ¿Por qué se le había dado ese regalo, si era tal? ¿Qué se proponían los dioses? Si la visión procedía de las abejas sagradas que ella había servido, la Colmena Dorada de Nushash, ¿no tendría que haber soñado con una de sus amigas de aquellos días, como Duny? ¿Por qué un joven norteño que nunca había conocido en la vigilia?
Aun así, no se lo podía quitar de la cabeza, y no sólo porque al fin conocía su nombre. Había sentido la desesperación de él como propia; no como percibía la desdicha de Palomo, sino como si sintiera el corazón de ese desconocido, como si compartieran la misma sangre. Pero eso era imposible…
Qinnitan notó que Palomo volvía a moverse y escrutó la negrura. No sabía qué hora era, si por la noche o por la mañana. El camarote no tenía ventanas y los raidos de la tripulación no decían demasiado: aún no había aprendido bien la rutina de a bordo para conocer los turnos por sus voces y llamadas.
¡Cómo extrañaba la luz! Los marineros no le dejaban tener una lámpara por temor a que se ella se quemara, pero era una tontería. A Qinnitan no le importaba mucho su propia vida, y la entregaría con gusto si era el único modo de escapar de Sulepis, pero no sacrificaría al niño mientras hubiera una mínima esperanza de salvarlo.
Una vela o una lámpara habría permitido que las largas horas de la noche pasaran más deprisa. No podía dormir tanto, aunque Palomo podía dormir a cualquier hora y tanto como deseara. Qinnitan habría preferido tener algo que mirar cuando no podía dormir. Aún mejor sería un libro, Baz’u Jev u otro poeta, cualquier cosa con tal de no pensar en su situación.
Pero eso no sucedería mientras su captor estuviera al mando. Era cruel e inteligente y no tenía corazón. Lo había intentado todo (inocencia, coqueteo, terror infantil) y nunca lo había conmovido. ¿Cómo engañar a semejante hombre, un hombre de fría piedra? Pero tampoco desistiría.
Luz. Las cosas pequeñas adquirían suma importancia cuando no podían obtenerse. Luz. Algo para leer. Libertad para caminar donde quisiera. Libertad del terror al tormento y la muerte a manos de un rey loco. Privilegios en que la gente apenas reparaba, pero que Qinnitan valoraría más que todo el oro del mundo.
Pero por el momento, sólo deseaba tener una lámpara…
Entonces se le ocurrió una idea; aterradora, pero imposible de ahuyentar una vez que la tuvo. Palomo gemía en sueños y le apretaba el brazo como si intuyera en qué estaba pensando, pero Qinnitan no le prestó atención. El buque anclado se mecía, y el maderamen crujía suavemente mientras ella yacía en el camarote oscuro con el niño aferrado a ella, planeando la manera de escapar o morir.
* * *
Daikonas Vo se había levantado antes del alba, como era su costumbre. Nunca había necesitado mucho sueño, y eso era una ventaja: la casa de su infancia, con su constante ir y venir de hombres y sus fiestas y borracheras, nunca le había permitido dormir mucho.
Había hablado con el capitán del barco y con el optimarca, el jefe de los soldados de a bordo, despertándolos a ambos antes de que las primeras luces tocaran las nubes, para decirles sin rodeos que era difícil saber qué sería peor para ellos si algo le pasaba a la muchacha durante su ausencia: la ira del autarca o la cólera de Vo. Ninguno de los dos le tenía simpatía, pero ningún hombre se la tenía. Lo importante era que lo respaldaba la autoridad del autarca. Mejor aún, había visto el destello del miedo en ambos hombres, mejor disimulado en la mirada colérica del capitán que en la del optimarca (cuyo rango era levemente superior al de Vo), pero inequívocamente visible. Confiaba en ese miedo más de lo que confiaba en el miedo que le tenían al autarca. Sulepis era temible, pero estaba lejos. Vo estaba aquí y quería que recordaran que regresaría al anochecer.
Subió del bote al muelle y se alejó sin mirar atrás, mientras los remeros meneaban la cabeza y hacían la señal del conjuro para ahuyentar el mal. Vo se regodeaba en su impopularidad. Era distinto cuando estaba con su tropa, pues tenía que convivir con los mismos hombres durante años. No deseaba provocar una hostilidad que los instara a conspirar para apuñalarlo mientras dormía. Pero en esta nave, donde varios lo superaban en rango y él sólo contaba con el encargo del autarca para imponer respeto, quería mantener a todos a distancia. La mayor amenaza no estaba en los enemigos evidentes sino en los presuntos aliados. Así era cómo pillaban a la gente con la guardia baja. Así era cómo asesinaban a los reyes y autarcas.
Estaba frente a los tres famosos cerros que dominaban la ciudad portuaria de Agamid, que nacía al pie del cerro más alto y se extendía hasta el borde de la ancha bahía. Aun en el amanecer era un lugar ajetreado, con caminos llenos de carretas que iban de los muelles hacia el bazar con la pesca de la mañana y las primeras mercancías de los buques mercantes que habían atracado durante la noche. Mugidos de bueyes, gritos de hombres, chillidos y risas de niños mientras los apartaban del camino… Era el tipo de escena animada que hacía que Vo deseaba que una gigantesca tormenta de hielo bajara del norte y lo congelara todo, cubriendo las tierras con un manto de frío silencio. ¡Eso sería digno de verse! Todas esas caras parlanchinas de ojos saltones paralizadas como peces en un estanque helado, y oír sólo el dulce e inhumano cantar del viento.
Vo recorrió el mercado, preguntando a los tenderos dónde podía encontrar a un boticario llamado Kimir, cuyo nombre un marinero había recordado por un viaje anterior y un grave caso de viruela. Algunos se irritaban cuando un desconocido que ni siquiera pensaba gastar dinero interrumpía sus preparativos para ese día, pero los fríos ojos de Vo pronto los persuadían de ser respetuosos y serviciales. Al fin encontró la tienda en una fila de casas oscuras y cubiertas de trepadoras, a poca distancia del primer cerro, en la linde del bazar.
La tienda era tal como él esperaba, con el techo lleno de hojas, flores, frutas, ramas y raíces, y el suelo cubierto de cestos, cajas y cacharros de arcilla, algunos tapados con cera o plomo. Junto a una mesa había un baúl que era más alto que un hombre y tenía un montón de gavetas, sin duda el mueble más caro del recinto. Sentado en un taburete había un hombre mayor, esmirriado y barbudo, con una túnica sucia, que usaba el sombrero negro y cónico típico de esta región del mundo. Dejó de mirar el contenido de un cajón cuando entró Vo, pero no saludó a su nuevo cliente.
—¿Eres Malamenas Kimir? —preguntó Vo.
El viejo asintió lentamente, como si él mismo acabara de darse cuenta.
—Eso dicen… pero se dicen muchas mentiras. ¿En qué puedo ayudarte, forastero?
Vo cerró la puerta con firmeza. El viejo volvió a alzar la vista, esta vez con mayor interés.
—¿Hay alguien más en la tienda? —preguntó Vo.
—La única que trabaja conmigo es mi hermana —dijo Kimir, sonriendo—. Y es más vieja que yo, así que si piensas atracarme o asesinarme, no tienes mucho que temer.
—¿Ella está aquí?
El viejo negó con la cabeza.
—No. Está en casa con dolor de espalda. Le di una leve tintura de cicuta para curarla. Una sustancia excelente, pero produce retortijones de vientre y flatulencia, así que le dije que no se molestara en venir. —Ladeó la cabeza y miró a Vo como un pájaro que ha visto algo brillante—. Repetiré mi pregunta. ¿En qué puedo ayudarte?
Vo se acercó. La mayoría de la gente se intimidaba cuando se acercaba Daikonas Vo, pero el boticario no se inmutó.
—Necesito ayuda. Hay algo dentro de mí. Está destinado a matarme si no hago lo que desea mi amo. Hago lo posible para servirle, pero temo que aun así quizá se niegue a curarme.
Kimir asintió. Parecía interesado.
—Ah, sí. Los patrones que hacen esas cosas para garantizar la eficacia de sus subalternos no son necesariamente los más agradecidos. ¿Acaso te obligó a comer raíz de serpiente roja? ¿Te dijo que el veneno te mataría en dos o tres días?
—No. Hace meses que tengo esto dentro.
—¿Será el fluido de Aelian? ¿Te advirtió que no comieras pescado por nada del mundo?
—He comido pescado muchas veces. No me hizo esa advertencia.
—Ah, fascinante. Entonces debes contarme exactamente qué pasó.
Daikonas Vo describió lo que había pasado en la sala del trono del autarca, aunque no mencionó la identidad de su amo. Mientras describía la agonía del primo del autarca, Kimir abrió mucho los ojos y puso una sonrisa ancha y amarilla.
—Y al fin me dijo que también estaba en mi vino —concluyó Vo—. Que si no le obedecía, a mí me ocurriría lo mismo.
—Y así será, sin duda —dijo Kimir, frotándose las manos—. Bien, bien. Esto es maravilloso. Todo indica que se trata del verdadero basiphae, algo que nunca esperaba ver en mi vida.
—Quiero sacármelo —dijo Vo—. No me importa lo que signifique para ti. Si me ayudas, te recompensaré. Si tratas de engañarme o traicionarme, te mataré dolorosamente.
Kimir rio.
—Sí, estoy seguro de que lo harías, maese… —Como el otro no respondió, el viejo se puso de pie—. Nadie desperdiciaría semejante… aliciente en un servidor sin importancia con una tarea sin importancia, y nadie que pudiera encontrar, pagar y emplear el basiphae contrataría a un servidor chapucero. Estoy convencido de que eres un excelente asesino. Siéntate aquí y deja que te revise.
Al sentarse en el taburete, Vo alzó la mano.
—Ni hace falta que lo digas —le dijo el viejo—. Sin duda me pasará algo terrible si te hago sufrir. —Se tocó la nariz—. Créeme, tengo una larga experiencia con clientes furtivos y peligrosos.
Malamenas Kimir movió las manos sobre el vientre de Vo, empujando y apretando. Luego le palpó la cara, tirando de los párpados, oliendo el aliento, examinando el color de su lengua. Cuando terminó de hacerle a Vo una serie de preguntas sobre la calidad de sus deposiciones, su orina y su flema, había pasado una hora y Vo oyó el tañido de las campanas del templo, que anunciaban el final de las plegarias matinales. Sus prisioneros ya debían de estar despiertos, y esa zorra de la Colmena ya estaría pensando en modos de causarle problemas.
—No puedo esperar una eternidad —dijo, poniéndose de pie—. Dame algo para matar a esta cosa.
El viejo entornó los ojos.
—Imposible.
—¿Qué? —Vo acercó los dedos al cuchillo que llevaba en la cintura.
—La violencia tiene sus limitaciones —dijo Kimir con calma—, Pero no pienso desperdiciar mi último aliento explicándolas, si piensas matarme.
—Habla.
—Decídete.
Vo soltó el cuchillo.
—Habla.
—Las limitaciones de la violencia. He aquí dos. Lo único que podrías hacer para matar al basiphae que tienes dentro, aunque es diminuto como una semilla de helecho, te envenenaría a ti también. Una imitación respetable, ¿verdad?
—Dijiste dos. Habla. No me gustan los juegos.
El viejo sonrió agriamente.
—He aquí la segunda. Si me mataras, nunca sabrías lo que sí puedo hacer por ti. —Se levantó, caminó hacia el baúl alto y se puso a buscar en las gavetas—. Por aquí. Bardana de zorro, no. Hierba de Perikal, no. Mosto de Zakkas. Scilla. ¡Ah! Me preguntaba dónde estaba esa scilla. —Se volvió—. El último sujeto que entró aquí y tocaba su cuchillo como haces tú terminó por comprar acónito suficiente para matar a una familia entera, incluidos los abuelos, los tíos, los primos y los sirvientes. A menudo me pregunto qué pasó con… —Kimir dejó de hurgar y sacó un frasco gordo y negro de la longitud del índice de Vo—. Helo aquí. Tósigo de tigre de la lejana Yanedan. Los granjeros de allá lo usan para envenenar las lanzas cuando un tigre, un animal aún más grande y peligroso que el león, merodea por su aldea. Se hace con una flor de montaña llamada lirio de hielo. Mata a un hombre en un santiamén.
Vo sacó el cuchillo, aunque no se levantó.
—¿Qué disparate es éste? Yo no quiero morir… ¿Y tú, anciano?
Kimir negó con la cabeza.
—Los yanedanos mojan la lanza en la pasta como si comieran mantequilla de garbanzo con trozos de pan. Para un hombre, incluso un hombre fornido como tú, sólo se requiere una cantidad ínfima.
—¿Se requiere para qué? Dijiste que esta cosa no se podía matar.
—No, pero se puede… aplacar. Es una cosa viviente, no magia pura, así que es sensible a las artes del boticario. Una ínfima dosis diaria de tósigo de tigre te ayudará a mantener dormida a la criatura. Como un sapo que duerme en el barro seco, esperando las lluvias de primavera.
—Ah. ¿Y cómo sé que no me envenenará? —Vo amenazó al viejo con la hoja del cuchillo—. Me mostrarás cuánto debo tomar. Lo tomarás primero.
Malamenas Kimir se encogió de hombros.
—Con gusto. Pero hace tiempo que no lo ingiero. Me temo que esta tarde no podré trabajar demasiado. —Volvió a sonreír—. Pero estoy seguro de que en tu gratitud me pagarás lo suficiente como para que valga la pena cerrar la tienda todo el día. —Sacó la tapa del frasco de vidrio negro y se puso a buscar algo.
—¿Y cómo sabes que no te mataré cuando tenga lo que quiero, anciano?
El viejo regresó con una aguja de plata entre los dedos.
—Porque este veneno es muy raro. Podrías ir a cien lugares sin encontrarlo. Si me dejas vivir, te conseguiré más, y la próxima vez que lo necesites lo tendrás aquí. No conozco tu nombre y no revelaría nada sobre un cliente aunque lo supiera, así que no te beneficia en nada hacerme daño.
Vo lo miró un instante.
—Muéstrame cuánto debo tomar.
—Sólo la gota que puedas recoger con la punta de esta aguja… Nunca mayor que una semilla de rábano. —Kimir sumergió la aguja en el frasco y la sacó con una gota de líquido reluciente y ambarino. Se la puso en la lengua y la sorbió—. Una vez al día. Pero ten cuidado. Si la dosis es mayor, puede detener incluso un corazón fuerte como el tuyo.
Vo se sentó y lo observó un rato, casi una hora, pero el viejo no demostró ninguna alteración. Con permiso de Vo, incluso se puso a ordenar la tienda, aunque trabajaba con desgana.
—Puede ser casi agradable —comentó en un momento—. Hacía tiempo que no lo probaba. Me había olvidado. Pero tengo una sensación rara en los labios.
A Vo no le interesaban los labios del viejo. Cuando pasó el tiempo suficiente para verificar que no era víctima de una treta, Vo recogió una cantidad un poco más pequeña y lamió la aguja.
—¿Y esto mantendrá dormida la cosa que está dentro de mí?
—Si sigues tomando el tósigo de tigre, sí —dijo Kimir—. Lo que tienes allí te durará hasta el fin del verano. Me costó dos imperiales de plata. —De nuevo esa sonrisa, como un zorro mirando a una familia de perdices gordas—. Te lo dejaré por esa suma, pues serás un cliente habitual.
Vo dejó el dinero en la mesa y se marchó. El viejo ni siquiera miró cuando se iba, pues estaba ocupado cambiando el orden de las gavetas en su cofre.
Vo se sentía un poco raro, pero era como beber un vaso de cerveza rápidamente en un día caluroso. Se acostumbraría. No afectaría a su lucidez, se encargaría de ello. Y en tal caso, bien, tomaría una dosis menor. Todavía era posible que Sulepis apreciara su utilidad y lo recompensara haciendo extraer la criatura, una vez que él le entregara a la muchacha. Siempre podían ocurrir cosas buenas. Si el autarca se proponía gobernar dos continentes necesitaría hombres fuertes e inteligentes. No encontraría mejor virrey que Daikonas Vo, un hombre que no se dejaba llevar por sus apetitos camales, como la mayoría de sus congéneres. Gobernar un país propio sería una experiencia interesante…
Vo se detuvo, notando que algo andaba mal, pero sin saber qué era. Estaba en un promontorio donde la calle principal del bazar hacía una curva y el cerro descendía a un costado, ofreciendo un panorama de la bahía. El sol de la mañana estaba alto, y el cielo estaba despejado… pero había nubes sobre el agua.
Humo.
Miró con atención. Su sensación de complacencia se disipó de golpe, reemplazada por furia y algo que quizá fuera miedo.
En el puerto, el barco xixiano —el barco de Vo— estaba en llamas.
* * *
Qinnitan calculó que hacía al menos una hora que el sol había salido, y el hombre sin nombre se había ido del barco, o al menos no había ido a examinarlos con su expresión vacía, como hacía todos los días al amanecer.
Quizá hubiera salido, entonces. Y, en tal caso, quizá fuera la última vez que estaban fuera de su alcance hasta que los dejara en las manos del autarca, con sus dedos dorados. Si quería intentar una fuga, era el momento apropiado.
Golpeó la puerta con estrépito, sin prestar atención a la mirada de temor de Palomo. Al fin alzaron la aldaba y un guardia se asomó. Ella le dijo lo que quería. Él frunció el ceño y fue en busca de su oficial.
Dos oficiales fueron y vinieron hasta que se presentó el capitán, y entonces ella supo con certeza que el hombre sin nombre no estaba a bordo. Pero era obvio que el capitán aún le temía, por la ansiedad con que trataba a Qinnitan: obviamente sabía poco sobre ella, salvo que la entregarían al autarca.
—Soy sacerdotisa de la Colmena —dijo ella por tercera vez—. Debéis permitir que hoy le rece a Nushash. Es el día del sol negro. —Esperaba que ese nombre inventado tuviera un sonido ominoso.
—¿Y crees que te dejaré salir a cubierta para eso? Ni por asomo.
—¿Quieres atraer la mala suerte sobre tu barco? ¿Negar al dios sus plegarias, justo en este día?
—No. Tendría que rodearte de guardias y, para ser franco, no me atrevo a mostrar tantos hombres en este puerto. A fin de cuentas, no estamos en casa. —Comprendió que había hablado más de la cuenta y la miró con el ceño fruncido, como si Qinnitan tuviera la culpa de que él no supiera contener la lengua—. No. Puedes rezar hasta quedarte ronca, pero sólo en tu camarote.
—Pero no puedo rezar sin el sol a la vista. ¡El dios se ofendería! —Y rezó en serio para sus adentros, rogando que el capitán creyera que él mismo había tenido la idea—. Debo mirar al sol que todo lo conquista… o a un fuego. No tengo ninguno de los dos.
—¿Un fuego? Ridículo. Supongo que podrías tener una lámpara. O una vela. Sí, eso sería más seguro. ¿El dios se conformará con una vela?
—No es prudente burlarse así de los dioses —dijo ella con severidad, pero por dentro estaba casi mareada de alivio—. Una lámpara sería suficiente.
—No, una vela. Eso o nada, y correré mis riesgos con los dioses.
Qinnitan hizo lo posible por parecer una sacerdotisa consentida, habituada a salirse con la suya.
—Está bien —dijo al fin—. Si es todo lo que puedes hacer.
—Di a los dioses que te ayudé —dijo él—. ¡Sé sincera! Siempre debes decirle la verdad al cielo.
* * *
Tras una espera febril y frustrante, un marinero le llevó una vela en una taza de arcilla. Era apenas mayor que su pulgar, y la llama era pequeña como una uña. Cuando estuvieron a solas, la apoyó en el suelo y empezó a cortar la manta en grandes tiras. Palomo la miraba sorprendido, e hizo una señal inquisitiva con los dedos. Ella sonrió para tranquilizarlo.
—Ya verás. Por ahora, ayúdame. En trozos de este tamaño.
Cuando la manta quedó reducida a una veintena de tiras, ella sacó la jarra de agua de debajo de la cama. Había estado ahorrando el agua desde la noche, bebiendo apenas unas gotas, y ahora se la dio a Palomo.
—Empieza a tirar de los trozos de manta… así. —Metió uno en la jarra y lo sacó, luego exprimió la tela para devolver el exceso de agua a la jarra—. Ahora hazlo tú. Sólo un poco, y guarda el resto para los trozos secos.
Mientras Palomo, desconcertado pero voluntarioso, sumergía los trozos de lana, Qinnitan sacó un diminuto frasco de perfume que le había dado una de las muchachas en Hierosol. Sacó la tapa y lo vertió en el trozo de manta que se había guardado para ella, y luego se irguió para insertarlo en una fisura entre las tablas del techo. Mientras el niño miraba aterrado, ella alzó la vela y la acercó al trapo empapado de perfume. Poco después brotó una llama azul y transparente.
—Abajo —le dijo a Palomo—. Al suelo. Ponte esto sobre la boca… así. —Cogió una de las tiras mojadas y se la apretó contra la boca. Como todas las sacerdotisas de la Colmena, había oído la historia del terrible incendio de setenta años antes, cuando los tapices se habían prendido y la mayoría de las abejas habían muerto, junto con muchas sacerdotisas y acolitas. La anciana madre Mudiy, que entonces era joven y en tiempos de Qinnitan era la única persona viva de esa época, había sobrevivido a la conflagración porque acababa de salir del baño con la ropa y el pelo mojados, y se había tapado la boca con el pelo. Eso le había permitido encontrar el camino hacia la libertad en medio del humo sofocante. Pero ahora Qinnitan y Palomo afrontaban una tarea aún más difícil.
—Debemos aguantar hasta que alguien rompa la puerta —le dijo al niño, hablando en voz alta para que él la oyera a pesar del paño húmedo. El fuego empezaba a ennegrecer las vigas donde estaba insertado el trozo de tela y al parecer permanecería encendido. Sería imposible detener las llamas cuando llegaran a los tablones calafateados con brea—. Quédate abajo, cerca del suelo, y respira sólo por la tela mojada. Cuando se seque y sientas el humo, vuelve a sumergirla aquí. —Le señaló la jarra—. ¡Ahora acuéstate!
»Oh, valiente Nushash —susurró, pero cayó en la cuenta de que quizá no le conviniera rezarle al dios del fuego. ¿Acaso el autarca no era hijo de Nushash? Qinnitan estaba burlando su voluntad, y quizá a Nushash no le agradara.
Suya la Flor del Alba. Desde luego… Suya había sido arrebatada al esposo y obligada a errar por el mundo. Era la diosa que mejor podía entenderla.
Por favor, Flor del Alba, rezó Qinnitan, abrazando al tembloroso niño mientras el humo oscurecía el techo. Ya podía olerlo a través de la lana mojada, pero quería ahorrar el agua, pues sólo los dioses sabían cuánto tendrían que esperar. Danos tu ayuda en esta hora. Sé propicia. Déjame proteger a este niño. Ayúdanos a escapar de la gente que quiere hacemos daño. Muéstranos tu conocida misericordia…
Concluyó la plegaria, cerró los ojos para protegerse del irritante humo y esperó.
* * *
Hundió el trozo de manta hasta el fondo de la jarra, pero parecía salir más seca que al entrar. El trozo que se apretaba contra la cara también estaba seco, y lo único que olía era humo. A su lado, Palomo tosía, sacudiendo el cuerpo y dando unas arcadas que a Qinnitan le partían el alma. La espesa humareda gris ya no le dejaba ver la puerta.
No me importa morir, le dijo a Suya y a cualquier otro dios bondadoso que estuviera escuchando, y no me importa lo que me pase a mí. Pero, por favor, si el niño debe morir, cuídalo bien en el cielo. Él es inocente.
Pobre Palomo. Qué vida espantosa le habían dado los dioses: le habían cortado la lengua y la virilidad, y luego lo habían obligado a emprender la fuga por el solo delito de estar donde no debía cuando el autarca hizo asesinar a uno de sus enemigos. No es… justo… Pobre…
Qinnitan sacudió la cabeza. No veía nada, le costaba respirar y le ardían los pulmones. Palomo apenas se movía. Al mismo tiempo, un ruido estruendoso reverberaba dentro de ella, como si estuviera bajo el agua y un antiguo barco hundido tañera su campana en el fondo del mar.
Bum. Bum. Bum.
Qinnitan pensó que era extraño estar bajo el agua. Dolía respirar, pero no como ella hubiera imaginado, y el agua era muy turbia. Arena. Alguien agitaba la arena del fondo del mar, que formaba remolinos alrededor de ella, salpicados de oro y de luz, pequeños fragmentos de luz estelar, como un cielo nocturno. La oscuridad la llamaba…
¡Bum! Algo se astilló y el agua… No, el aire… No, el humo… El humo se agitó y las llamas saltaron sobre ella y unas sombras entraron tambaleándose en la turbia cabina, sombras aureoladas de luz roja como demonios bailando en el suelo del infierno. Qinnitan se preguntó qué pasaba mientras manos fuertes la aferraban y la alejaban de Palomo. La sacaron por la puerta destrozada y la llevaron escalera arriba, rebotando como una silla de montar con una correa rota.
—¡Sacad al niño! —atinó a decir—. ¡No lo dejéis allí!
Antes de que pudiera ver si los soldados traían al niño mudo, la arrojaron sin miramientos en la cubierta, junto a la escalera. Había fuego por doquier, no sólo en la cubierta sino en el mástil y más arriba. Las llamas brincaban en las velas y bailaban por las jarcias como niños demoniacos. Algunos marineros arrojaban baldazos de agua, pero era como tirar guijarros a una tormenta de arena.
Otro soldado puso a Palomo junto a ella. El niño estaba con vida, pero apenas se movía. Ella miró aturdida ese caos de hombres que corrían y gritaban, los jirones de soga ardiente que caían como el látigo infernal de Xergal, y recordó lo que había hecho. ¡Cuánto horror había causado su pequeña vela! Qinnitan se puso de rodillas con gran esfuerzo. No tenía sentido despertar a Palomo: dejaría que el agua se encargara de ello, o bien que concluyera el trabajo que el fuego había empezado.
Moriré antes de permitir que alguien vuelva a apresarlo…
Esperó a que los hombres que estaban cerca le dieran la espalda, alzó el cuerpo flojo del niño como pudo y caminó penosamente hasta la borda. Se recostó en ella, alzó a Palomo hasta apoyárselo en el hombro y el pecho, y lo aferró mientras el impulso los tumbaba a ambos.
La caída fue más larga de lo que esperaba, y tuvo tiempo para preguntarse si la muerte en agua fría sería mejor que la muerte en el fuego. Luego chocaron contra el agua y una oscuridad verde se cerró sobre ellos como un puño.