12: Una buena mujer, un buen hombre y un poeta

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Una buena mujer, un buen hombre y un poeta

Se dice que un solo rey y una sola reina han gobernado a los crepusculares desde los tiempos de los dioses. Se los conoce por muchos nombres, aunque según Rhantys, que tenía fama de contar con amigos entre los qar, se los suele llamar Eenur y Sakuri. Algunas leyendas sostienen que estos monarcas inmortales son hermanos, como los soberanos de la antigua Xis.

Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand

Matt Tinwright la había buscado en las fortalezas interna y externa durante una decena o más, aprovechando los momentos libres en que no estaba en la corte o asistiendo a Elan en su convalescencia, así que sintió cierta decepción al verla a poca distancia de la habitación que alquilaba cerca de Laguna del Acuano. Ella había ganado cierta fama entre los exiliados de la ciudad, refugiados que ahora vivían en condiciones misérrimas, apiñados en el castillo asediado.

No abordó a su madre de inmediato, sino que siguió a esa mujer alta y huesuda que caminaba por la calle del Comercio, yendo de una tienda sucia a la otra, juntando alimentos para los menos afortunados. Su madre, pensó adustamente Tinwright, nunca había tenido dificultades para encontrar a los que consideraba menos afortunados que ella. Podía olerlos como un sabueso huele a su presa.

Aun así, notó que a pesar de la nobleza de su causa, ella se embolsaba una parte de la comida, del pan rancio o de la velluda cebolla. Por más que proclamara que ayudaba a los necesitados, aunque no quisieran su asistencia, Anamesiya Tinwright siempre se ayudaba a sí misma.

La alcanzó cerca del gran templo de la plaza del Mercado, donde entregaba alimentos a la gente desplazada que vivía allí, en un triste campamento de tiendas hechas de palos y mantas raídas. Observando sus rápidos movimientos y su nariz afilada y prominente, Tinwright recordó cómo la había llamado su padre en uno de sus momentos menos caritativos: «ese entrometido pájaro carpintero».

—Si te lastima la dentadura —le decía su madre a un viejo—, es culpa tuya, no del buen pan que te doy a cambio de nada.

—¿Madre? —dijo Tinwright.

Ella se volvió y lo miró. Se llevó la mano huesuda al pecho y el estuche de madera con forma de almendra, un símbolo zoriano que llevaba colgado del cuello.

—Por el Trígono, ¿qué es esto? Por los benditos Hermanos, ¿eres tú, Matthias? —Lo miró de arriba abajo—. Tu chaqueta es buena, pero está sucia, por lo que veo. No dejes que tu atuendo se deshilache y se ensanche, como dice el libro sagrado. ¿Te han expulsado de la corte, entonces?

Él se sonrojó de furia y frustración.

—Dice «se deshilache y se manche», no «se deshilache y se ensanche». No, madre, me reciben muy bien en la corte. Saludos a ti también. Me alegra verte bien.

Ella señaló a la media docena de hombres y mujeres que la rodeaban, todos deshilachados y manchados.

—Los dioses me dan salud porque me entrego a los demás. —Entornó los ojos mientras examinaba al viejo más cercano—. Tú, mastica la comida —dijo con severidad—. No te la zampes y luego esperes sacarme más.

—¿Dónde estás viviendo, madre?

—Los dioses proveen —dijo ella con arrogancia. Eso debía significar que dormía donde podía, como muchos otros refugiados de la tierra firme en esa atestada y apestosa ciudad dentro de una ciudad—. ¿Por qué? ¿Vienes a ofrecerme aposentos en el palacio? ¿Te has avergonzado de ofender a los dioses con tus borracheras y fornicaciones y esperas recobrar sus favores ofreciendo un poco de caridad a la mujer que te trajo al mundo?

Tinwright respiró antes de contestar.

—Siempre te ha fascinado pensar en mis borracheras y fornicaciones. No sé si es adecuado que una madre hable de esas cosas con tanta frecuencia.

Tuvo el placer de ver que ella se ruborizaba.

—Eres un hijo malvado… ¡Siempre lo fuiste! Sólo señalo tus errores, sin pensar en mi propio beneficio. Y lo único que consigo es desprecio, primero de tu padre, ahora de ti, pero no me esconderé cuando sé que no se cumple la voluntad de los dioses.

—¿Cuál es la voluntad de los dioses, madre? —Tinwright estaba a punto de marcharse, a pesar de su desesperada necesidad. Nunca tendría que haberse acercado a ella—, Dime, por favor.

—Es sencillo. Es hora de que abandones esta vida licenciosa, Matthias. Vino, mujeres y poesía… Nada de ello place a los dioses. Lo que necesitas es trabajo, hijo; un trabajo de verdad. «Vaciarán los ojos del que no trabaja», dice el libro sagrado.

Tinwright suspiró. El libro sagrado era el Libro del Trígono, naturalmente, pero su madre parecía tener acceso a una versión que nadie más había visto. Estaba casi seguro de que la exhortación original era «Se abrirán los ojos del que no mira», pero no tenía sentido discutir esas cosas con ella.

—Los dioses son testigos, madre, de que no quería provocar una riña. Empecemos de nuevo. Vine a decirte que tengo un lugar donde puedes quedarte. No está en el palacio, pero es limpio y decente.

Ella enarcó las cejas.

—¿De veras? ¿Al fin has decidido ser buen hijo?

Él apretó los dientes.

—Supongo que sí, madre. ¿Podemos ir para que te muestre el lugar?

—Cuando haya terminado aquí. A un hijo obediente no le importará esperar.

No era de extrañar que ninguno de sus hijos se hubiera quedado largo tiempo en casa, pensó Tinwright. Se apoyó en una columna mientras ella terminaba de ofrecer el resto del pan duro y sus severas admoniciones a los desdichados que esperaban.

* * *

La sonrisa que había empezado a formarse en la cara de su madre al ver esa habitación limpia y bien situada se puso rígida como un pescado seco cuando vio a la muchacha dormida. Se quedó boquiabierta.

—¡Por los Hermanos Sagrados! —Hizo la señal de los Tres con tanto vigor como para protegerse de un lanzazo—. ¡Padres y madres celestiales, defendedme! ¿Qué es esto? ¿Qué es esto?

—Ella es lady Elan M’Cory, madre… —empezó él, pero Anamesiya Tinwright ya trataba de salir por la puerta.

—¡No participaré en esto! —exclamó—. ¡Soy una mujer piadosa!

—¡Ella también! —Tinwright trató de aferrarle el brazo y ella le dio una bofetada, tratando de escapar—. ¡Maldición, madre, cálmate y escúchame!

—¡No compartiré el techo con tu mujerzuela! —chilló ella, forcejeando. Algunos peatones que pasaban se habían detenido para observar ese interesante espectáculo; otros vecinos miraban desde las ventanas de arriba. Tinwright blasfemó entre dientes.

—Sólo entra y déjame explicarlo. Por el amor de los dioses, madre, ¿quieres calmarte?

Ella lo miró con furia. Estaba pálida, salvo por las manchas rosadas de las mejillas.

—¡No te ayudaré a matar al bebé de esta muchacha, fornicador! Conozco a la gente de esa corte y sus costumbres perversas. Tu padre te leía libros cuando eras pequeño, a pesar de mis advertencias. ¡Yo sabía que te arruinaría! ¡Yo sabía que te darías demasiadas ínfulas!

—Los dioses maldigan esta confusión. ¡Madre, cállate y escucha!

La arrastró al interior, cerró la puerta y se le puso delante para impedir que escapara.

—Esta muchacha es inocente y yo también… Bien, al menos no le hice nada a ella. No hay ningún bebé. ¿Entiendes? ¡No hay ningún bebé!

Ella lo miró asombrada.

—¿Qué? ¿Ya has cometido tu acto perverso, has matado a un inocente de los dioses, y ahora deseas que la ayude a reponerse?

Él agachó la cabeza, rezando para pedir paciencia, aunque no sabía a quién dirigirle esa petición. Zosim, su patrono, no tenía el menor interés en esa virtud en particular, ni en la virtud en general. Tinwright ofreció su plegaria a la diosa Zoria, que tenía fama de ser buena en estas cosas.

Siempre que me escuche, ahora que he postergado tanto su poema. ¿Pero qué podía hacer él si su musa, la princesa Briony, el avatar terrenal de Zoria, había desaparecido? Ése fue el comienzo de mi caída. ¡Pero sólo ascendí por un tiempo muy breve! Zoria, ¿no merezco un poco de piedad?

Fuera obra de la diosa o no, al cabo de un momento se sintió más tranquilo. Elan comenzaba a moverse como si emergiera de una gran profundidad, con los ojos cerrados, la cara pálida, turbada y confusa.

—Escucha con atención, madre. He salvado a lady Elan de alguien que quiere hacerle daño. —No quería revelarle que el hombre en cuestión era Hendon Tolly, presunto protector del castillo: su madre sentía una reverencia profunda e irracional por todo tipo de autoridad y quizá lo denunciara—. Está enferma porque le di una medicina para sacarla del palacio y alejarla de las garras de ese hombre. No ha hecho nada malo, ¿entiendes? Es una víctima… como Zoria, ¿ves? Como la bendita Zoria, arrojada a la nieve, sola y sin amigos.

Su madre los miró a él y a Elan con profunda suspicacia.

—¿Cómo puedo creerte? ¿Cómo sé que no me tomas por tonta? «Los dioses ayudan a los que cavan sus propios campos», como dice el libro.

—Aran. Los que aran sus propios campos. Pero si no me crees, puedes preguntarle tú misma, cuando despierte. —Señaló la esquina de la habitación y la diminuta mesa—. Hay una aljofaina y un paño. Ella necesita un baño y… no es apropiado que yo me encargue. Traeré comida para ambas, y algunas mantas del palacio.

La mención de las mantas del palacio obviamente le interesó, pero su madre no se dejaría convencer tan fácilmente.

—¿Cuánto tiempo debo quedarme? ¿Dónde dormiré?

—Puedes dormir en la cama, desde luego. —Él había abierto la puerta y ya iba a salir—. Es una cama grande. Muy mullida, además. El colchón está relleno con paja blanda, limpia y nueva. —Retrocedió otro paso. Ya casi había salido. Casi…

—Te costará una estrella de mar —dijo ella—. A la semana.

—¿Qué? —exclamó Tinwright con furia—. ¿Una estrella de mar? ¿Una moneda de plata? ¿Qué madre trata de robarle a su propio hijo?

—¿Por qué debo trabajar sin paga? Si no deseas ayudarme a mí, tu propia sangre, puedes contratar a una muchacha en una de esas tabernas donde siempre pasas el tiempo.

Él le clavó la vista. Tenía esa expresión que él odiaba, y su arrebato de furia anterior se había transformado en un gesto de victoria. Esa expresión decía que se saldría con la suya. ¿Los dioses le hablaban? ¿Acaso ella sabía que Brigid había jurado que ya no lo ayudaría, que estaba arrinconado, que su vida corría peligro?

—Madre, ¿comprendes que si se difunde la noticia de que lady Elan está aquí, el hombre que la busca me hará matar? Por no mencionar lo que le hará a esta pobre muchacha inocente.

Ella se había cruzado de brazos.

—Razón de más para que no me niegues la miseria que te pido. No hay precio que pueda pagar la seguridad de esta muchacha. No puedo creer que un hijo mío vacile ante semejante menudencia.

Él la miró.

—No te pagaré una estrella de mar a la decena, madre. No puedo costearlo. Te pagaré dos al mes hasta que ella esté repuesta y pueda irse. También recibirás comida y podrás considerar tuya esta habitación.

—Querrás decir que podré compartir una habitación y una cama. Compartirla con esta mujer infortunada. Quién sabe qué enfermedad puede contagiarme esta pobrecilla. Dos y media al mes, Matthias. El cielo te recompensará por hacer lo correcto.

No creía que al cielo le importara mucho una diferencia de media estrella de al por mes, pero él necesitaba más a su madre que ella a él, y ella lo había intuido, como de costumbre.

—Muy bien —dijo—. Dos y media al mes.

—Y para demostrar que hablas en serio… —dijo ella, extendiendo la mano.

—¿En serio?

—Quieres que la cuide, ¿verdad? ¿Y si tengo que ir a la botica?

Le entregó su última estrella de mar.

* * *

Caminó junto a los muelles desvencijados del noroeste de Laguna del Acuano, pateando un trozo de brea seca. El olor a pescado y sal impregnaba todo. A pesar del horror al que acababa de someterse para obtener libertad de movimientos, no llevaba prisa por regresar a la residencia real.

La mujer que amo, por la que he arriesgado la vida, me odia como si fuera una alimaña. No, no es cierto. Una alimaña le parecería inocente en comparación. Sobrevivo en la corte sólo por la buena voluntad del hombre al que he arrebatado su víctima, y que me asesinará sin pensarlo dos veces si llega a enterarse. Y ahora tuve que usar mi última moneda para contratar a mi propia madre, una mujer a la que gustosamente le habría pagado aún más dinero para no verla. Mi vida no puede ser más desdichada.

Más tarde Matt Tinwright comprendería que los dioses sin duda habían oído esas palabras provocadoras y se habían echado a reír. Debía ser la broma más graciosa que habían oído en todo el día.

—Vaya —dijo un hombre corpulento que se acercó para cerrarle el paso—. ¡Vaya, qué sorpresa! Eres el mentecato al que le debo una tunda.

Tinwright alzó la vista, parpadeando. Delante de él había dos hombres fornidos vestidos como peones del puerto. Ninguno de los dos era agraciado, pero el más cercano tenía una cara pálida y pastosa que le resultaba perturbadoramente familiar.

¡Dioses, qué necio fui al tentaros! Es ese maldito guardia de Las Botas del Tejón, el que quería molerme a palos por robarle a su mujer. El hombretón no estaba vestido de soldado. ¿Eso era bueno o malo?

—Me temo que me confunde, caballero… —dijo, bajando la vista mientras se desviaba hacia un costado. Una mano grande como un jamón del Día del Huérfano le aferró el cuello de la chaqueta, parándolo en seco.

—Creo que no, amigo. Creo te conozco muy bien… aunque no sabía quién eras cuando nos enviaron a buscarte. Ahora me pregunto si debo zurrarte y arriesgar la plata que nos pagarán por entregarte. —Se volvió hacia su compañero igualmente feo—, ¿Crees que el gran hombre nos pagará igual si le llevamos a este zurullo con algunos huesos rotos?

Su camarada pareció reflexionar.

—Ese gran hombre es temperamental y no quiero enfadarlo. Lo quería con vida, es todo lo que sé.

—Podemos decir que se tropezó y se estrelló varias veces contra la pared —sugirió el otro, sonriendo—. No será la primera vez que uno de nuestros prisioneros tiene un pequeño accidente.

¿Prisionero? ¿Gran hombre? ¿Qué estaba pasando? Hasta ese momento, Tinwright sólo había sentido temor a una tunda. Había sobrevivido a varias, aunque la idea lo aterraba. Pero parecía que planeaban algo peor.

¿Tolly? ¿Lo iban a entregar a Hendon Tolly? ¿El torturador de Elan había averiguado lo que él había hecho? El corazón de Matt Tinwright palpitaba tan aceleradamente que se sintió mareado y enfermo.

—De veras, habéis cometido un error. —Trató de zafarse, pero el guardia le pegó en la cabeza con tal fuerza que durante unos instantes sólo vio un resplandor de luz blanca, y sólo oyó un sonido vibrante, como si su cráneo se hubiera transformado en una campana gigantesca que daba la hora. Cuando volvió en sí, lo estaban arrastrando por la calle, y sus pies raspaban el suelo mientras los dos hombres lo sostenían.

—Si vuelves a hablar, con gusto repetiré el golpe, con el doble de fuerza —dijo el de cara pastosa—. Más aún, la próxima vez te retorceré los testículos hasta que chilles como una niña. ¿Qué te parece?

Tinwright elevó una plegaria silenciosa. A Zoria, y también a Zosim, a los Tres Hermanos y a cualquier otra deidad que se le pudiera ocurrir, incluidas algunas que él había inventado para sus poemas.

Pronto fue evidente que esos hombres desagradables no lo llevaban al castillo sino que se dirigían a otro destino. Lo arrastraron por una sucesión de calles angostas, cruzaron el puente del este de la laguna y llegaron a una taberna asentada sobre pilotes que sobresalían del agua. El lugar no tenía nombre, sólo un largo y oxidado garfio colgado sobre la puerta. El interior estaba oscuro, y cuando lo alzaron en vilo para cruzar el umbral Tinwright tuvo la sensación de que lo llevaban a la congelada sala del trono de Kernios. Pero la atmósfera fría y húmeda del lugar —una miasma de pescado, sangre y salmuera— olía como algo perteneciente a Erivor, el dios del mar.

Todos los clientes parecían ser acuanos. Mientras él y sus captores atravesaban la sala principal, los boteros miraron con ojos indiferentes de gruesos párpados, como ranas de una laguna esperando que el intruso se alejara para reanudar su canto.

¿Por qué me han traído aquí?, se preguntó Tinwright. No conozco a ningún acuano, salvo aquella algandera. Nunca les hice nada. ¿Por qué alguien de aquí me tiene inquina?

Un acuano alto de espalda encorvada se plantó frente a ellos. Era viejo, a juzgar por su piel dura y curtida, y usaba una camisa con mangas, algo infrecuente en hombres que a menudo iban con el torso desnudo, aun en pleno frío.

—¿Qué necesitan, caballeros? —preguntó con voz gutural. Todos los ojos de la sala aún parecían mirarlos, calmos pero intensos.

El guardia de cara pastosa no se molestó en demostrar respeto.

—Alguien nos espera en la sala trasera, cara de pescado. Y ya te han pagado.

—Ah, claro —dijo el viejo acuano, cediéndoles el paso—. Adelante. Él está esperando.

La puerta de la sala trasera tenía tan poca altura que Matt Tinwright tuvo que agacharse para pasar. Sus captores lo ayudaron, bajándole la cabeza con tal brusquedad que le hicieron crujir el cuello. Cuando le permitieron enderezarse, se encontró en una habitación pequeña casi totalmente ocupada por un hombre corpulento y barbado, sentado a una castigada mesa de madera.

—Veo que lo encontrasteis. —La sonrisa de Avin Brone evocaba lobos dentudos u osos hambrientos—. Saliendo de su… nido de amor, ¿eh?

Matt Tinwright, ya aterrado, tuvo que contener un jadeo. ¿Brone lo sabía? No, imposible. Debía pensar que Tinwright tenía algún asunto ilícito en el puerto.

—No lo sabemos, milord —dijo el guardia que había manifestado interés en ayudar a Tinwright a estrellarse varias veces contra una pared—. Sólo esperamos en la calle que dijisteis, y allí estaba.

—Bien. Venid más tarde y recibiréis la recompensa. Buen trabajo.

—Gracias, señoría —dijo el guardia—. ¿Esta noche? ¿Venimos esta noche?

—¿Qué? —Brone ya estaba pensando en otra cosa—. Ah, está bien. ¿No confiáis en que os pague el día final, al terminar la decena?

—Claro, señoría. Pero necesitamos cosas. —Cara Pastosa miró a su compañero, que asintió.

—Por supuesto, entonces. —Brone agitó la mano y los dos hombres salieron.

El incómodo silencio se prolongó mientras Brone miraba a Tinwright, examinándolo como un carnicero que se prepara para trocear una res. A Matt Tinwright le temblaban las rodillas, y se preguntaba si esto era una treta. Ahora que los guardias se habían marchado, ¿se suponía que intentaría escapar? ¿Brone buscaba una excusa para matarlo? No, no tenía sentido. La amenaza de Brone pertenecía al pasado y muchas cosas habían cambiado desde entonces. Avin Brone ya no tenía el mismo poder en Marca Sur. Tinwright sabía que había perdido su puesto de lord condestable y lo había reemplazado un aliado de Tolly, el cruel Berkan Hood. La barba del conde de Finisterra estaba mucho más canosa, y en todo caso parecía más corpulento que antes. ¿Por qué querría dañar al pobre Tinwright?

—¿Por qué estoy aquí, milord? —se animó a preguntar.

Brone lo miró largamente y se inclinó hacia delante. Sus cejas fruncidas parecían a punto de saltar de la cara para echar a volar como murciélagos. Alzó la mano y señaló al cautivo con un dedo.

—No… me… gustan… los… poetas.

Tinwright tardó un rato en terminar de tragar saliva.

—Lo lamento —dijo al fin—. No quería…

—Cierra el pico, Tinwright. —Brone asestó un puñetazo en la mesa, haciendo temblar las paredes del cuarto. Tinwright tuvo que reconocer que había soltado un chillido de niña—. Te conozco muy bien. Embaucador. Zalamero. Haragán e inútil. Si has tenido algún éxito, es porque adulaste a tus superiores, y la mayoría eran hombres como Nevin Hewney y su pandilla, que son la hez de la tierra. —Brone frunció el ceño; si hubiera dicho que se comería vivo a Tinwright, como un gigante malvado en un cuento infantil, el poeta le habría creído. En cambio, el conde de Finisterra bajó la voz, y habló con una voz más profunda y palpitante, con una furia que parecía amenazar con cosas peores de las que Matt Tinwright podía imaginar—, Pero luego viniste al palacio. Arrestado. Cómplice del delito de aprovecharte de la familia real. Y en vez de ser decapitado como el sucio traidor que eres, recibiste una recompensa digna de un héroe: el mecenazgo de la princesa Briony y un lugar en la corte. Cómo te habrás reído.

—No, milord; en realidad no me reí…

—Cállate. ¿Y cómo retribuyes esta insólita amabilidad? Secuestrando a una mujer de alcurnia para tenerla prisionera. ¡Por los Tres, hombre, los torturadores se quedarán todas las noches hasta altas horas tratando de inventar nuevos modos de arrancarte la carne de los huesos!

¡Lo sabe todo! Tinwright no pudo contenerse y rompió a llorar.

—¡Por todos los dioses, juro que no es así! Ella estaba… ella está… Por favor, lord Brone, no dejéis que me torturen. Soy un pobre hombre. Sólo tenía buenas intenciones. No conocéis a Elan. Ella es tan bondadosa, tan hermosa, y Tolly era tan cruel con ella… —Calló horrorizado, pensando que había empeorado la situación al denunciar al actual señor de Marca Sur—. No. Yo… Ella… Vos… —Tinwright no sabía qué decir. No había manera de salvarse. Guardó silencio, excepto por sus gimoteos.

Brone enarcó una velluda ceja.

—¿Tolly? ¿Qué tiene que ver esto con Tolly? Habla, hombre, o iniciaré los procedimientos aquí mismo y personalmente, y sólo dejaré de ti lo suficiente para que jadees tu confesión ante el lord protector.

Tinwright habló, escupiendo las palabras sin la menor pretensión de ingenio, y sus explicaciones y excusas se tropezaban y a veces se desplomaban, como ovejas bajando a la carrera por una empinada senda de montaña. Cuando concluyó, se enjugó la cara, mirando entre los dedos a Brone, que guardaba silencio y cavilaba pero aún fruncía el ceño, como reacio a abandonar esa expresión porque sabía que pronto volvería a usarla.

—Eres joven, ¿verdad? —preguntó Brone.

Tinwright pensó en todas las objeciones habituales, pero sólo se relamió los labios secos y dijo:

—Tengo veinte años, milord.

El conde sacudió la cabeza.

—Supongo que algunos errores tuyos son los mismos que yo habría cometido a tu edad. —Miró a Tinwright de soslayo—. Pero eso no incluye llevarse a Elan M’Coiy del castillo. Ése es un delito capital, muchacho. Eso es el tajo del verdugo.

Tinwright volvió a llorar.

—Oh, dioses. ¿Cómo he llegado a esto?

—Las malas compañías —dijo Brone incisivamente—. Asociarse con dramaturgos y poetas es coquetear con ladrones y dementes. Nada bueno puede salir de ello. Pero quizá no todo haya terminado para ti. Si el lord protector no se entera de este asunto de lady M’Coiy, quizá puedas sobrevivir hasta una edad venerable. Pero yo me la jugaría por ti, al saberlo y no decirlo. Sería cómplice… —Sacudió la cabeza con tristeza—. No, me temo que no puedo correr ese riesgo. Tengo familia y tierras, vasallos. No sería justo…

—Por favor, conde Brone. —El grandote parecía propenso a la piedad. Tinwright procuró ser melifluo y convincente—. Por favor… ¡Sólo lo hice para salvar a una muchacha inocente! Haré cualquier cosa por vos si me salváis de este horrible destino. A mi pobre madre se le partirá el alma. —Era una flagrante mentira, desde luego: Anamesiya Tinwright se alegraría de que se cumplieran sus peores vaticinios.

—Quizá. Quizá. Pero si he de correr el riesgo de dejarte en libertad cuando sé que eres culpable, y de encubrir esa culpa, debes hacer algo por mí.

—Cualquier cosa. ¿Queréis que sea vuestro mensajero? —Había oído el rumor de que Hewney y los demás habían prestado esos servicios a Brone—. ¿Que viaje a una corte extranjera? —Sin duda había destinos peores que abandonar a su madre, sus problemas y esa maldita ciudad durante varias lunas.

—No, creo que me serás más útil por aquí. —dijo Brone—. Más aún, me vendría bien un hombre que tenga acceso a Hendon Tolly y sus allegados. Tengo varias preguntas que quisiera responder, y tú, Matty Tinwright… serás mi espía.

—¿Espía? ¿Para espiar a… Hendon Tolly?

—No sólo a él. Tengo muchas preguntas y muchas necesidades. También hay cierto objeto cuyo paradero necesito conocer… y quizá te pida que me lo consigas. Sospecho que lo guardan en los aposentos de Okros, el nuevo médico de palacio. No pongas esa cara de preocupación, Tinwright. No es nada valioso; sólo un espejo.

¿Un espejo? ¿Sería el que Tolly había usado para torturar a Elan? ¡Sólo un necio o un lunático se acercaría a esa cosa!

Matt Tinwright miró al conde con creciente horror.

—No pensabais denunciarme a Tolly. ¡Él os ha expulsado! ¡Sólo queríais un espía!

Avin Brone se reclinó y entrelazó los dedos sobre su ancho vientre.

—No te molestes en buscar la verdad, poeta. No es tu especialidad.

El corazón de Tinwright se aceleró, pero ahora estaba furioso, y se sentía humillado por haber actuado como un imbécil.

—¿Y si voy a ver a Tolly para decirle que tratasteis de reclutarme como espía?

Brone echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—¿Y qué? ¿Te gustaría que él oyera mi versión de la historia, la verdad sobre lady Elan? Y aunque ambos nos liáramos en problemas a causa de ello, yo tengo una propiedad felizmente alejada de Marca Sur a la que puedo retirarme, y hombres para protegerme. ¿Qué tienes tú, cagatintas? Sólo un cuello que el hacha del verdugo cortará como una salchicha.

Tinwright se llevó la mano a la garganta.

—¿Pero qué pasará si Tolly me pilla? —De nuevo estaba a punto de llorar.

—Entonces estarás igual que si yo le cuento lo que has hecho. La diferencia es que si lo haces a mi manera, de ti dependerá no meterte en problemas. Si se lo cuento a Hendon Tolly… Bien, no te quepa duda de que los problemas te encontrarán rápidamente.

Tinwright miró al viejo.

—Sois… sois un demonio.

—Soy un político. Hay una diferencia, pero eres demasiado inmaduro para comprenderla. Ahora escucha atentamente, poeta, mientras te digo lo que debes hacer…