10: Durmientes

10

Durmientes

Según Kaspar Dyelos, hay varias clases de duendes. Los más pequeños se llaman myanmoi, u hombres ratón, los medianos se llaman fetches, y luego hay varios que tienen el tamaño de un niño y son muy longevos.

Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand

Al principio Barrick apenas podía mantenerse en pie. La cuesta era irregular, marañas de enredaderas y zarzas crecían entre los árboles, y cada pocos pasos un nudo de piedra amarillenta sobresalía del verdor como un hueso roto, cerrándole el paso. Los sedosos, sin embargo, parecían estar retrocediendo: aún los veía entre los árboles a sus espaldas, saltando de rama en rama como simios fantasmales, pero sin la prisa agresiva que habían demostrado antes.

El pájaro tenía razón, pensó. Los sedosos tienen miedo de este lugar como todos los demás.

Eso tampoco auguraba nada bueno para él, salvo la oportunidad de descansar y reflexionar. Las criaturas estarían esperando cuando regresara y aún no tenía armas para enfrentarse a ellas, salvo su lanza rota. ¿Y dónde estaba Skurn? ¿El pájaro lo había abandonado?

La empinada cuesta le hacía doler los pulmones y las piernas. Cuando dejó de ver a sus perseguidores, se detuvo un rato, pero no podía dejar de pensar en sus caras lisas y envueltas en hilos y sus gomosos ojos negros y en su modo sigiloso de avanzar entre los árboles para rodearlo, así que se obligó a ponerse de pie y siguió trepando, buscando un terreno abierto y un punto de observación más ventajoso.

La cuesta se volvió más abrupta. A menudo tenía que aferrarse de ramas y rocas para impulsarse, y el brazo tullido le dolía aún más que los pulmones, palpitando y ardiendo hasta llenarle los ojos de lágrimas. Esa situación desesperada empezaba a abatirlo. Estaba en una tierra extraña —una tierra mortífera y desconocida, llena de demonios y monstruos— y totalmente solo. ¿Cuánto tiempo podía seguir sin ayuda, sin comida ni armas, sin siquiera un mapa? Una mala caída lo dejaría desvalido y esperando la muerte…

Barrick tropezó y cayó sobre las manos y las rodillas. Le dolió tanto que gritó, y se apoyó en los codos, mirando el suelo, con los ojos enturbiados por el sudor y las lágrimas. Notó que había algo raro en ese suelo… algo sumamente extraño.

Tenía caracteres escritos.

Se enderezó. Estaba arrodillado sobre una losa de piedra ocre. En la superficie habían tallado símbolos que él desconocía, y aunque el viento y la lluvia casi los habían borrado, era incuestionablemente obra de una mano inteligente. Barrick se apresuró a levantarse. Miró arriba y vio que la cima del cerro no estaba tan lejos como le había parecido, quizá a menos de una hora de marcha. Respiró profundamente y buscó rastros de los sedosos. No vio nada, y sólo oyó el viento suspirando entre los árboles, así que reanudó su marcha hacia arriba. Aunque fuera a morir en el Cerro Maldito, pensó, sería agradable ver primero un lugar alto. Quizá los cielos grises parecieran más brillantes. Eso sería bueno. Barrick Eddon estaba harto de la niebla y los lugares sombríos.

Mientras terminaba su penoso ascenso, vio que algunos habitantes o visitantes anteriores habían hecho algo más que limitarse a tallar símbolos en las piedras amarillas: en algunos lugares habían usado protuberancias de roca como techos improvisados, construyendo refugios debajo, aunque quedaba poco de ellos salvo alguna pared de piedras amontonadas. Cerca de la cima, las protuberancias amarillentas eran más comunes, grandes cúmulos y extensiones curvas de piedra a las que el verdor se aferraba como un manto rústico. Las primitivas estructuras se volvían más complejas, y trozos desgastados de la lisa roca se extendían y se conectaban con pedrejones amontonados y algunas toscas paredes y techados de madera, pero todas estaban desocupadas, y no quedaba ningún rastro de sus antiguos habitantes, salvo los símbolos tallados en la superficie.

En estas serranías siempre verdes las nieblas eran tan espesas y resbaladizas como en el pie del cerro, pero el lugar era aún más silencioso, pues ni siquiera se oía, como abajo, el ocasional canto de un ave. Aunque Barrick no había visto rastros de los sedosos en más de una hora, ese lugar silencioso y opresivo lo enervaba, y empezaba a arrepentirse de su plan de quedarse allí. Sólo podía seguir escalando hacia la cresta más alta, a poca distancia. Detrás sólo se veía un cielo gris perlado.

Se encaramó a una prominencia y vio que un último montículo de piedra, verdor y tierra barrosa se interponía entre él y la cima, y que el habitáculo más extraño se había construido allí, una cúpula de piedra que sobresalía de los árboles y la espesura, con una gran ventana oblonga asomando en la maleza. Un sendero de piedra atravesaba el último trecho de la cuesta desde el nudo de enredaderas donde estaba, conduciendo a un saliente oscuro debajo de la ventana. La cerca que había visto desde lejos, esas piedras que parecían dientes rotos, sobresalía del pico boscoso encima de esa extraña morada.

La niebla colgaba sobre ese lugar como una de esas coronas de gamón que los niños usaban para la fiesta de Onir Zakkas. Los vapores no sólo eran más espesos que al pie del cerro, sino que tenían otro color y consistencia. Barrick miró un largo instante hasta comprender que una parte no era niebla, sino humo que se elevaba entre los árboles a lo largo de la cima de la cresta.

Humo. Chimeneas. Alguien vivía en ese lugar abandonado. En la cima del Cerro Maldito.

Giró sobre los talones, más agitado que durante el arduo ascenso, pero antes de que pudiera bajar por la cuesta oyó una voz que murmuraba en el viento de la ladera, pero también dentro de su cabeza.

Ven, susurraba. Te estamos esperando.

Barrick notó que ya no dominaba las piernas, que se negaban a alejarse de la extraña casa, una casa que lo aguardaba como un pozo abandonado en el que podía caerse y ahogarse.

Ven. Ven a nosotros. Te estamos esperando.

Ahora era un observador pasivo de su propio cuerpo. Se volvió y empezó a subir el promontorio hasta que llegó al sendero de piedra. Caminó hasta la casa como una nube impulsada por el viento, sin poder hacer nada para evitarlo. La ventana oblonga y el saliente estaban cada vez más cerca. Recorrió el último tramo, atravesó la entrada, y se internó la oscuridad.

Una luz rojiza reemplazó gradualmente esa oscuridad. Barrick recobró el dominio del cuerpo, pero sólo lo suficiente para detenerse un momento, mientras su corazón martilleaba aceleradamente, antes de ser atraído de nuevo por ese tirón irresistible.

Ven. Hemos esperado mucho tiempo, hijo de los hombres. Empezábamos a temer que hubiéramos interpretado mal aquello que se nos dio.

El interior del habitáculo de piedra se elevaba como una cúpula, un lugar extraño, pálido y cavernoso que tenía cinco o seis veces la altura de Barrick, y su punto más alto estaba lleno de tallas, garabatos y remolinos incomprensibles, apenas visibles a través del negro residuo de humo. La luz roja y el humo procedían de una fogata encendida dentro de un círculo de piedras en un suelo de escombros y tierra.

Tres siluetas encorvadas del tamaño de Barrick estaban sentadas detrás del fuego, en una tarima de piedra.

Estás cansado, dijo la voz. ¿Quién hablaba? Los seres que estaban delante de él no se movieron. Puedes sentarte, si gustas. Lamentamos tener poca comida y bebida para ofrecerte, pero nuestros hábitos no son como los tuyos.

Le damos demasiado, rugió otra voz. Era parecida a la primera e igualmente incorpórea, pero con un tono cortante que la distinguía. Le damos más de lo que hemos dado a ningún otro.

Porque para eso nos convocaron. Y lo que le daremos no será ninguna amabilidad, dijo la primera voz.

Barrick quería correr, pero no podía moverse. El cuervo tenía razón: había sido un necio al venir aquí. Al fin logró hablar.

—¿Quiénes sois?

¿Nosotros?, rezongó la segunda voz. No reconocerías ni entenderías nuestro verdadero nombre.

Díselo, dijo una tercera voz, vieja y quebradiza. Dile la verdad. Somos los durmientes. Somos los parias, los repudiados. Somos los que ven y no pueden evitar ver. La voz era como el murmullo de un fantasma en una torre desierta. Barrick temblaba, pero no podía lograr que sus piernas lo alejaran.

Estáis asustando al niño soleado, protestó la primera voz. No os entiende.

—No soy ningún niño. —Barrick no quería a esas criaturas en su cabeza. Se parecía a los últimos momentos ante la gran puerta de Kernios, los momentos en que había sentido la muerte de Gyir—. Dejadme ir.

No nos entiende, dijo la voz más débil. Todo está perdido, como yo temía. El mundo ha girado demasiado…

Cállate, dijo la voz más áspera. Él es un forastero. Es un soleado. La sangre no significa nada bajo la Estrella Diurna.

Pero toda sangre es del mismo color bajo la luz del Destello de Plata, dijo la primera. Calma, niño. No te haremos daño.

Habla sólo por tu cuenta, dijo la segunda voz. Podría incinerarle los pensamientos como hierba seca. Si me amenaza, lo haré.

Ahora eres tú quien debe callarse, Hikat, dijo la primera voz. Tu furia está de más.

Todo el mundo nos desprecia, dijo Hikat. Anidamos en los huesos de quienes ansian destruimos mientras revolotean al borde de la vigilia. ¿Mi furia está de más, Hau? El inútil eres tú, con tus planes y sueños imposibles.

¿Cuándo vendrá el niño?, preguntó la trémula tercera voz. ¿Hablasteis de un niño?

El niño ya ha llegado, Hoorooen, respondió la primera voz. Está aquí.

Ah. La voz débil suspiró. Me preguntaba…

—¿Por qué me hacéis esto? —De nuevo Barrick trató de irse de esa cúpula cavernosa, pero no logró que las piernas le obedecieran—. ¿Estáis locos? No entiendo nada de lo que decís. ¿Quiénes sois?

Somos hermanos, dijo Hau, hijos de…

¿Hermanos?, protestó Hikat. ¡Necia! Tú eres mi madre, y él es tu padre.

Una vez tuve un hijo…, dijo Hoorooen con voz trémula.

La silueta del centro se puso de pie. Abrió la capa, y Barrick vio un atisbo de carne marchita, gris y asexuada. Su corazón dio un respingo y pareció enfriarse en su pecho; si hubiera podido alejarse del fuego, lo habría hecho. Había visto tez de ese color en el cruel servidor de Jikuyin, Ueni’ssoh, pero esta criatura parecía tan seca y marchita como un cadáver momificado.

Pero no somos ése, Barrick Eddon, dijo Hau, como si el muchacho hubiera hablado en voz alta. No somos tus enemigos.

—¿Cómo sabéis mi nombre? —Parecía imposible, aquí en el confín del mundo, donde hasta él mismo casi lo había olvidado, y eso lo aterró—. ¡Decidme, maldición, cómo sabéis mi nombre!

Nos ataca, exclamó Hikat. ¡Debemos destruirlo!

¿Quien está ahí?, gimió Hoorooen.

Calma, hermanos. Sólo está asustado. Siéntate, Barrick Eddon. Escucha lo que debemos decirte.

La misma fuerza que le impedía correr lo ayudó a sentarse junto al fuego. Por efecto de la ondulación de las llamas, las tres figuras flotaban ante sus ojos como algo visto en los últimos momentos del despertar.

Todos nacimos hace mucho tiempo en la ciudad llamada Sueño, dijo Hau. Sabemos que Hoorooen es el mayor, pero es lo único que sabemos con certeza. Hasta Hikat, el más joven, es tan viejo que no recordamos cuándo vino al mundo.

Vieja, corrigió Hikat, pero esta vez hablaba sin furia, casi con nostalgia. Por algún motivo, siento que fui mujer.

No tiene importancia, dijo Hau amablemente. Somos viejos. Compartimos la sangre. Nacimos del pueblo de los nocturnales, en la ciudad llamada Sueño, pero nos expulsaron…

—¡Los nocturnales! —exclamó Barrick, con una nueva punzada de miedo.

Espera a conocer nuestra historia. No todos los que caminan bajo las luces oscuras de Sueño son tan crueles como el que conociste, pero nosotros somos diferentes de todos ellos. Somos los durmientes.

Nos expulsaron, dijo Hoorooen. Soy el único que recuerda. Dormíamos, y eso los asustó. Soñábamos…

, dijo Hau. Entre los nocturnales, sólo nosotros soñábamos, y nuestros sueños no eran fantasías sino la auténtica oscilación del fuego en el vacío. En nuestros sueños vimos que los dioses caerían, y vimos que los nocturnales se rebelarían contra sus amos de Qul-na-Qar. Vimos la llegada de los mortales a estas tierras. Todo esto vimos y vaticinamos, pero nuestra gente no quiso escuchamos. Nos temían. Nos echaron.

Nunca he visto las luces oscuras, rezongó Hikat. Me despojaron de mi hogar.

Las viste pero no lo recuerdas, declaró Hau. Todos hemos perdido demasiado, y esperado demasiado…

—No entiendo —dijo Barrick—. ¿Sois nocturnales? Creía que los nocturnales no dormían…

Déjame mostrarte. Hau se echó la capucha hacia atrás. Al igual que el hombre gris de Gran Abismo, tenía una piel delicada y delgada como seda, pero también poblada de arrugas, así que parecía estar hecho de telarañas. Pero la mayor diferencia consistía en que los ojos de Ueni’ssoh eran esferas azuladas e inmóviles y esta criatura sólo tenía más arrugas carnosas bajo las cejas, y las cuencas estaban vacías como arenas del desierto.

—¡Sois ciegos!

No vemos como ven los otros, corrigió Hau. Si hubiéramos sido como nuestros hermanos nocturnales, habríamos sido ciegos. Pero en nuestros sueños vemos más que nadie.

Estoy cansado de ver tantas cosas, gimió Hoorooen. Nunca hace feliz a nadie.

La verdad no hace feliz a nadie, refunfuñó Hikat. Porque la verdad termina en muerte y oscuridad.

Silencio, amores míos. Hau se sentó, extendió las manos hacia sus camaradas. Tras titubear un instante, ambos cogieron la mano que les ofrecía, y los durmientes se unieron. Luego Hikat y Hoorooen extendieron las manos a ambos lados de la fogata. Barrick miró al terceto a través de las llamas, sin entender, o sin querer entender.

Coge nuestras manos, dijo Hau. Has venido aquí por un motivo.

—Vine aquí porque estaba perdido… Porque esos sedosos trataban de matarme…

Viniste aquí porque naciste, dijo Hikat, de nuevo impaciente. Los durmientes aún le ofrecían las manos. Quizá comenzó aun antes de eso. Pero estás aquí, y eso demuestra que eres parte de esto. Nadie viene al Cerro de los Dos Dioses sin un motivo.

Hay una página sobre ti en el Libro del Fuego en el Vacío. Permítenos leerla, dijo Hau.

¡Espera! Hay otra alma que te busca, dijo Hoorooen. Un alma gemela que te busca.

Briony. Eso decidió a Barrick. ¡Por los dioses, cuánto la había echado de menos! Se acercó al fuego. La habitación no estaba fría pero el fuego no irradiaba calor, y su luz fluctuante sólo revelaba el lugar donde se hallaban las sombras más profundas. A pesar de su inexplicable terror, asió los dedos secos y resbaladizos de Hikat y Hoorooen. Poco después cerró los ojos contra su voluntad, y de pronto estaba cayendo. ¡Cayendo! Zambulléndose en la oscuridad, agitando los brazos y las piernas…

¿Pero dónde estaban sus brazos y sus piernas? ¿Por qué sólo parecía ser un pensamiento denso que caía en el vacío?

Cayó. Al fin, algo brilló en la oscuridad, debajo de él. Por un instante pensó que era un mar vasto y circular. Poco después parecía un estanque ornamental de aguas plateadas, con bordes de piedra clara. Luego vio lo que era: el espejo que él llevaba a petición de Gyir, pero de mayor tamaño. Sólo tuvo un instante para maravillarse de esta inversión, de la idea de que podía caer en algo que estaba en su bolsillo, y luego atravesó la fría superficie y pasó al otro lado.

Dejó de moverse. El espejo aún permanecía, pero ahora pendía frente a él contra una negrura total, como un retrato en la galería de Marca Sur, y podía ver su propio rostro en él.

No, no su rostro: los rasgos de esa persona habían cambiado sin que él lo notara, deslizándose como mercurio a nuevas posiciones, cambiando de color como las torres de Marca Sur cuando asomaba el sol de la mañana y subía al cielo. El rostro que lo miraba tenía pelo negro y tez oscura. Era muy joven, pero estaba preocupado y arrugado de fatiga. Aun así, le parecía hermosa. Era ella. ¡Nunca la había visto con tal nitidez! Era la muchacha morena que durante tanto tiempo había rondado sus sueños.

—Tú —dijo ella, asombrada. También ella podía verlo—. Temía que te hubieras ido para siempre.

—Casi fue así. —Él la veía y la entendía mejor que nunca, pero su conversación aún era como un sueño, con cosas que no se decían pero se entendían, y cosas que se decían pero resultaban incomprensibles—. ¿Quién eres? ¿Y por qué… por qué ahora puedo verte?

—¿Te hace infeliz? —preguntó ella con cierta ironía. Era más joven de lo que él había creído, casi una niña, y aunque su mirada era inteligente y bondadosa, había como un velo en sus ojos, el efecto de heridas a las que había sobrevivido pero que no había olvidado. Parecía estar a un palmo de distancia, pero al mismo tiempo titilaba y se emborronaba cuando él movía los ojos, como algo vislumbrado en la niebla, como algo visto en un sueño.

Todo es un sueño. Sintió terror de no recordar ese rostro querido y conocido cuando despertara.

¿Despertar? Pero no recordaba dónde estaba, y mucho menos si estaba soñando. Si estaba dormido, ¿dónde estaba su cuerpo? ¿Cómo había llegado allí?

—Dime tu nombre, espíritu amigo —dijo ella—. Debería saberlo, pero no lo sé. ¿Eres un nafaz… un fantasma? Estás tan pálido. Si eres un fantasma, espero que hayas muerto feliz.

—No estoy muerto. ¡Claro que no!

—Mejor así. —Ella sonrió. Sus dientes relucieron contra su tez oscura—. ¡Y mira: todo tu cabello es rojo como mi estría de bruja! ¡Qué extraños son los sueños!

Tenía razón. Tenía un mechón de cabello rojo como el de Barrick. Daba la sensación de que era algo más que un parentesco.

—No creo que yo sea un sueño. ¿Estás durmiendo?

Ella reflexionó.

—No lo sé. Creo que sí. ¿Y tú?

—No estoy seguro. —Pero en cuanto sus pensamientos comenzaron a apartarse del espejo que pendía en la negrura empezó a temer que nunca lo encontrara de nuevo—. ¿Por qué podemos vernos? ¿Por qué nos vemos?

—No lo sé. —Ella se puso seria—. Pero debe significar algo. Los dioses no ofrecen esos dones sin un motivo.

Parecía algo que él mismo hubiera oído o pensado.

—¿Cómo te llamas? —Pero lo sabía, ¿o no? ¿Cómo era posible que ella estuviera tan cerca, que fuera tan real e importante, pero no tuviera nombre?

Ella se rio y él pudo sentirlo como una brisa fresca sobre una piel acalorada.

—¿Cómo te llamas tú?

—No lo recuerdo.

—Yo tampoco. Es difícil recordar nombres en sueños. Para mí tú eres… él. Ese muchacho pálido de pelo rojo. Y yo… bueno, soy yo.

—La muchacha de pelo negro. —Pero eso le daba tristeza—. Quiero conocer tu nombre. Necesito saberlo. Necesito saber si eres real, si estás viva. Perdí a la única persona que amo…

—Tu hermana —dijo ella, súbitamente triste. Y luego—: ¿Cómo supe eso?

—Quizá yo te lo dije. Pero no quiero perderte a ti también. ¿Cómo te llamas?

Ella lo miró entreabriendo los labios, como si fuera a decir algo, pero en cambio guardó silencio un largo instante. El espejo parecía encogerse contra la oscuridad, aunque él aún veía esas pestañas suaves y gruesas, esa nariz larga y fina, incluso el lunar que tenía sobre el labio superior. Temía que el espejo se encogiera y se alejara si él callaba tanto tiempo. Estuvo a punto de hablar, pero comprendió que si ella no pensaba en su nombre ahora, si no se lo decía, no lo diría nunca. Tenía que confiar en ella.

—Yo era sacerdotisa de la Colmena —dijo ella al fin, lentamente, como alguien que leyera un libro viejo y ajado—. Luego fui a vivir con las otras mujeres grandes. ¡Había tantas mujeres! Todas intrigaban y complotaban. Pero lo peor era que todas le pertenecíamos a… él. Ese hombre terrible. Luego escapé. ¡Los dioses me guarden, no quiero volver a verle!

De nuevo él quiso hablar, pero supo que no debía. Ella tenía que descubrirlo por su cuenta.

—Y no regresaré. Conservaré mi libertad. Haré lo que yo quiera. Moriré antes de permitir que él me use como un juguete o como un arma. —Hizo una pausa—. Qinnitan. Me llamo Qinnitan.

Y en ese momento él encontró una súbita fuerza, algo que le daba una raíz a pesar de la oscuridad que había atravesado, le daba una raíz en su sangre, su historia y su nombre.

—Y yo soy Barrick. Barrick Eddon.

—Pues ven a mí, Barrick Eddon, o yo iré a ti —dijo Qinnitan—. ¡Tengo mucho miedo de estar sola!

Y entonces el espejo se alejó, girando en la oscuridad como una moneda de plata arrojada a un pozo, como una concha brillante que regresara al mar, una estrella fugaz desapareciendo en el firmamento infinito…

—¡Qinnitan! —Pero ahora estaba solo en el vacío. Trató de volver a sentir la fuerza y la certidumbre que le había devuelto su nombre, el conocimiento de su sangre viviente, ardiendo en sus venas como metal derretido…

Mi sangre…

Vio su sangre como un río rojo que se extendía en dos direcciones. Hacia un lado, se perdía en una bruma plateada e impenetrable. Hacia el otro, seguía un rumbo tortuoso para internarse en una oscuridad viviente, dinámica y sugestiva. Casi daba la impresión de que podía extender la mano y tocarla con el dedo, como una pincelada en un mapa, una línea que significaba desplazamiento, una carretera, una senda, algo que lo llevaría a… a…

Un destello plateado lo deslumbró. Cayó en el río caliente y rojo y por un momento estuvo seguro de que lo destruiría, de que lo herviría hasta consumirlo por completo, incluso el nombre que acababa de recobrar.

Barrick, se dijo, y fue como si estuviera en la orilla y llamara a otra parte de sí mismo que se ahogaba en la corriente roja. Barrick Eddon. Soy Barrick Eddon. Barrick del Río de Sangre…

Un rostro se plasmó a partir del caudal rojo, tal como el rostro de la muchacha había brotado de la negrura. Era un hombre, medio anciano, medio joven, con una abundante cabellera negra y una venda en los ojos. Le resultaba conocido, como si lo hubiera visto una vez en una moneda antigua.

Ven pronto, niño hombre, dijo el ciego. En poco tiempo todo se acelerará tanto que no se podrá cambiar el rumbo. Nos precipitamos en las tinieblas. Nos precipitamos en el final de todas las cosas. Ven pronto, o tendrás que aprender a amar la nada.

Y luego todo lo que rodeaba a Barrick cayó en una oscuridad mayor, y él volvió a zambullirse en el interminable vacío negro, privado de sentimientos y pensamientos, tocado sólo por un viento áspero y gemebundo y el susurro moribundo del ciego: Tendrás que aprender a amar la nada…