9: Muerte en las Salas Periféricas

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Muerte en las Salas Periféricas

Aún había duendes en los confines de Eion después de la segunda guerra con los crepusculares, sobre todo las especies solitarias y de mayor tamaño. Durante el reinado de Ustin, mataron a un duende en Muro de Kerte, y su cuerpo se conservó para exhibirlo ante los visitantes, y todos coincidían en que no era una criatura natural.

Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand

—Confieso que no entiendo nada de esto, Chaven —declaró Ferras Vansen—. Dioses, semidioses, monstruos, milagros… ¡Y ahora espejos! Creí que la brujería consistía en venenos y calderos hirvientes.

El médico sonrió forzadamente.

—Aquí no hablamos de brujería, capitán, sino de ciencia —dijo—. La diferencia consiste en hombres doctos observando las reglas y compartiéndolas con otros hombres doctos para construir un cuerpo de conocimientos. Por eso necesito su ayuda. Por favor, cuéntemelo una vez más.

—Le he contado todo lo que recuerdo, doctor. Caí en la oscuridad en Gran Abismo. Caí largo tiempo. Luego fue como si durmiera y soñara. Sólo recuerdo fragmentos de ese sueño, y se los he contado. Luego salí de la oscuridad… Sí, recuerdo esa parte con claridad. Caí en las sombras, pero salí caminando. Me encontré en el centro de Cavernal… aunque al principio no me di cuenta, pues nunca había estado aquí.

—Pero usted apareció sobre el espejo, ¿verdad? El gran espejo que refleja la estatua del dios que los caverneros llaman Señor de la Piedra Húmeda y Caliente… Kernios, como lo llamamos en el Trígono.

Vansen se estaba cansando y no entendía por qué Chaven le hacía tantas preguntas sobre el modo en que había regresado al monte Midlan. ¿Acaso no lo había explicado el primer día?

—Aparecí sobre el espejo, sí. No sabía que los caverneros le daban otro nombre, pero sin duda es una imagen de Kernios. Ahora que lo pienso, eso es lo que el monstruo tuerto Jikuyin planeaba: quería abrir una puerta para entrar en la casa de Kernios. Pero no pensé mucho en ello porque pronto tuve otras preocupaciones. —Sonrió un poco—. Una horda de caverneros empuñando objetos afilados, ante todo. Y si mal no recuerdo, usted los encabezaba, Chaven, así que no puedo decirle nada que usted ya no sepa.

—Todo tiene sentido —dijo lentamente el médico, como si no hubiera oído las últimas palabras. Parecía haber dejado de escuchar cuando Vansen mencionó la casa de Kernios—. Quizá hubiera otro espejo en la oscuridad de las minas de Gran Abismo, donde usted cayó. O quizá algo cumplió la misma función… No sabemos nada sobre los conocimientos que aún poseen los qar, o que los dioses antaño compartían con ellos. —Chaven comenzó a pasearse por el refectorio, uno de los pocos lugares del templo de la Hermandad Metamórfica, salvo la capilla sagrada, que tenía tamaño suficiente para que los dos hombres permanecieran erguidos y se movieran con libertad—. En el otro extremo, un lugar sagrado de Cavernal, dedicado al dios, aunque le den otro nombre. ¡Como si una casa tuviera una puerta que se abriera en Eion y otra que diera a la soleada Xand!

—Una vez más, me ha confundido, doctor. —Ferras Vansen no tenía paciencia para hablar, reflexionar, cavilar. A fin de cuentas, era un soldado. Su país estaba en peligro y él ansiaba hacer algo al respecto—. Pero, por favor, no desperdicie energías explicando. Soy demasiado simple para esas cosas.

—Como de costumbre, usted subestima su inteligencia, capitán Vansen —rio Chaven—. Pero me pregunto si ha logrado convencerse a sí mismo. En todo caso, no se preocupe por mí. Aún debo reflexionar mucho para entender todo esto. Lo peor es que el hermano Okros era un experto en estos asuntos, y anhelo compartir esto con él y oír su opinión… al mismo tiempo que deseo arrancarle el corazón.

—Me temo que no le conozco.

—¿El hermano Okros? Un traidor, un malvado traidor. Creí que era un colega y un amigo, pero estaba al servicio de Hendon Tolly. —Por un momento el médico se emocionó tanto que no pudo hablar. Mientras luchaba con estos sentimientos, se abrió la puerta y entró Cinabrio.

—Buenos días, caballeros —dijo, saludando con la mano.

Vansen sólo le había hablado dos veces, pero le tenía simpatía y entendía por qué Sílex lo elogiaba.

—Parece que tendremos que confiar en tu palabra, magíster Cinabrio. No sé si es un buen día, ni siquiera sé si es de día. Hace tiempo que no veo el cielo. —Ansiaba ver el sol. A veces soñaba con él, tal como una persona soñaba con un pariente querido que hubiera fallecido.

—Eso se debe a que la gente de la superficie estaría más interesada en ensartarlo con una flecha que en dejarle aspirar el aire fresco, capitán —dijo jovialmente el dirigente cavernero—. Y eso no es culpa mía, ¿verdad? Bien, vine aquí para ver a Sílex Cuarzo Azul, pero parece que me lo he perdido.

—Está instalando a su familia arriba —le dijo Vansen—. Y Chaven y yo hablábamos de varios temas. Debo confesar que ignoraba que pasaran tantas cosas en Cavernal: túneles secretos, Sílex y Ópalo con su hijo adoptivo de detrás de la Línea de Sombra, espejos mágicos. ¡Pensar que viví tanto tiempo sobre un lugar tan exótico sin darme cuenta!

—¿De nuevo espejos? —preguntó Cinabrio—. ¿A qué viene esta charla sobre espejos?

—Olvídelo, magíster —dijo Chaven—. Los espejos no son importantes. —A pesar de su interés anterior y de las preguntas con que había agotado a Vansen, ahora parecía ansioso de cambiar de tema—. Lo que importa es que aquí somos muy pocos, y estamos atrapados entre los qar y el traidor Hendon Tolly. Y si los qar saben algo sobre los túneles de Piedra de Tormenta, como sugirió Sílex, quizá no se queden mucho tiempo donde están…

Antes de que el médico pudiera terminar la frase, se abrió la puerta y entró Sílex Cuarzo Azul, moviéndose despacio como si transportara algo pesado.

Y en cierto modo es así, pensó Vansen. Sílex había participado en muchas de sus discusiones, aunque obviamente no le gustaba esa responsabilidad. Aun así, había impresionado a Vansen, que lo encontraba parecido a su viejo oficial Donald Murroy, sobre todo en los sarcasmos, que no lograban ocultar su carácter bondadoso.

Cinabrio extendió los brazos.

—¡Hete aquí, buen amigo Sílex! Sin duda acabas de comer. ¿Sabéis que su esposa es una excelente cocinera?

—Con lo que nos dan esos monjes tacaños, Ópalo tendría suerte si pudiera preparar sopa de piedra —dijo Sílex—. Los metamorfos consideran que disfrutar de la comida conduce a la decadencia. —Revolvió los ojos—. Níquel me dijo: «Agradece que tengas grillos para asar. Nuestros acólitos comen papilla de grillo una vez por semana y lo consideran un festín».

Níquel entró poco después, con el ceño fruncido como de costumbre.

—No puedo lograr que los hermanos trabajen. Prefieren chismorrear sobre la gente alta y los crepusculares en vez de ocuparse de los asuntos de los Ancianos.

—Son días extraños —dijo Cinabrio—. No los trates con demasiado rigor, hermano Níquel.

El magistrado Mercurio era representante de los prefectos del gremio, y el gremio, le recordó Cinabrio, decidiría si Níquel era ascendido a abad. Hasta Ferras Vansen reparó en el rápido cambio en la conducta del monje cavernero.

—Tienes razón, magíster, desde luego —se apresuró a decir—. Toda la razón.

Vansen vio la cara de asco de Sílex Cuarzo Azul y tuvo que morderse el labio para no reír.

* * *

—¿Entonces dices que es imposible defender Cavernal? —preguntó Vansen.

—No, capitán —dijo Cinabrio—. Pero no es una ciudad amurallada como Marca Sur. Cuanto más nos acercamos a Cavernal, más caminos se deben defender. ¡Decenas!

—Entonces deberíamos defender el templo —intervino Sílex.

—¿Qué disparates dices, Cuarzo Azul? —Era evidente que Níquel simpatizaba tan poco con Sílex como Sílex con él—. ¡Éste es un lugar sagrado, no un campo de batalla!

—Un campo de batalla es el sitio donde se produce la batalla, hermano Níquel —señaló Cinabrio—. Estamos tratando de impedir que el templo de los metamorfos y Cavernal sean campos de batalla. Si no interpreto mal, eso es lo que dice Sílex.

—Más o menos. —El hombrecillo miró en torno como si se sintiera incómodo por ser centro de atención—. Pero aquí estamos. Los antiguos caminos que quizá usen los crepusculares, los que cruzan desde tierra firme bajo la bahía, pasan por el templo mucho antes de llegar a la ciudad. Además, esos caminos y los caminos con los que se conectan empiezan a bifurcarse encima de nosotros, de modo que en los alrededores de la ciudad los pocos pasajes originales se han dividido en cien más… Son demasiados para defenderlos.

—¿Por qué no los bloqueamos? —preguntó Vansen—. Tenéis piedras en abundancia. En Gran Abismo vi que los esclavos de Jikuyin usaban harina de cañón…

Cinabrio sacudió la cabeza.

—Polvo explosivo, lo llamamos nosotros. Sí, tenemos eso y piedras, pero nos llevaría un año extraerla y diez veces los hombres que tenemos para bloquear todos los accesos a Cavernal. Estos caminos conducen de la ciudad a media docena de canteras, a lagunas de agua dulce, a varios vecindarios externos, por no mencionar las cavernas y túneles naturales que no hemos perfeccionado. Tendríamos que taparlos todos. —Suspiró—. Sílex tiene razón. Si los crepusculares avanzan bajo la bahía por los caminos de Piedra de Tormenta, debemos detenerlos aquí, donde podemos reducir la cantidad de accesos, o no los detendremos en absoluto.

—No podemos transformar el templo en un campamento militar… —comenzó Níquel, pero un golpe en la puerta lo interrumpió.

—¡Perdón, caballeros, perdón! —dijo con voz ronca el joven hermano Antimonio, que entró con la cara roja—. Es que algunos de los hermanos… Ha habido… Han oído ruidos…

—¿De qué hablas, muchacho? —exclamó Cinabrio—. ¿Ruidos? ¿Qué ruidos? ¿Dónde? ¿Y por qué no deben oír ruidos?

Antimonio procuró ordenar sus pensamientos.

—En las Perforaciones de las Salas Periféricas, magíster; un grupo de cavernas conectadas por túneles, más allá de los jardines del templo. Varios acólitos oyeron voces en las profundidades y enviaron a alguien a avisarnos.

—¿Por qué no acudieron primero a mí? —preguntó Níquel.

Cinabrio silenció al viejo monje con un gesto.

—No sé si entiendo la preocupación, hermano Antimonio. Estos acólitos ayunan, ¿verdad? Es común oír y ver cosas cuando el estómago está vacío largo tiempo.

Antimonio agachó la cabeza, pero insistió.

—En efecto, magíster. Ayunan, y ven y oyen cosas. Pero varios oyeron lo mismo, voces susurrando como el viento, y las voces hablaban en un idioma que los acólitos no reconocían.

—Antimonio —intervino Sílex—, ¿estos túneles se comunican con los pasajes de Piedra de Tormenta?

Antimonio asintió.

—Más allá de las Perforaciones… Sí, desde luego, maese Cuarzo Azul. Debajo está el pasaje Lámpara Negra, y más allá empiezan los caminos de Piedra de Tormenta.

—De modo que si los qar decidieran cruzar desde la tierra firme, como comentábamos, ése es uno de los caminos que podrían tomar —dijo Vansen.

—Y aún no hemos empezado a asegurar los caminos que rodean el templo —dijo Cinabrio con preocupación—. ¡Derrumbes y aludes! ¿Cómo podemos defender todos nuestros túneles si los crepusculares ya inician su invasión? ¡Son demasiados caminos! No podríamos lograrlo, ni siquiera con la gente alta y sus caballos y cañones.

—No obstante, alguien debe ir a ver esas Perforaciones, como tú las llamas. Ánimo, quizá sea sólo la imaginación de monjes hambrientos. Pero debemos ir deprisa, por si acaso.

—Los caverneros no tenemos ejército, capitán Vansen —le recordó Cinabrio.

—Pero tendréis gente que sepa pelear. —Vansen miró en torno—. ¿Quiénes eran los que acometieron contra mí cuando llegué? La mayoría sólo tenían palas y picos, pero algunos eran jóvenes y aptos, y portaban armas de verdad.

—Los alguaciles del gremio —dijo Cinabrio—. Son como centinelas… No, son más bien como gendarmes. Ayudan a custodiar la sede del gremio y otros lugares y cosas importantes. Pero hace tiempo que se limitan a lidiar con delitos comunes como el robo y la ebriedad en público, o a contener algún disturbio.

—No importa. —El corazón de Vansen latía aceleradamente. Aquí había algo que él podía hacer, un modo en que podía ayudar de veras en vez de limitarse a responder las interminables preguntas de Chaven sobre los espejos—. Deben tener algún adiestramiento, y al menos portan armas. Envíame a un contingente de esos guardias, todos los que puedas, y con permiso del gremio los llevaré abajo para ver quién susurra y espía.

—Si le mandamos un mensajero al gremio, tardará horas en ir y volver —dijo Cinabrio, abatido.

—Quizá los monjes puedan acompañar al capitán —sugirió Sílex.

—¡Imposible! —protestó Níquel—. ¡Han tomado las órdenes sagradas para servir sólo a los Ancianos!

—¿De veras? ¿Los Ancianos preferirían que los qar vivieran en el templo y retozaran en los Misterios? —le preguntó Sílex.

—Basta —interrumpió Cinabrio—. Aquí hay media docena de guardias que vinieron conmigo para escoltarme con el astión. —El astión era como el sello real de la familia Eddon, había aprendido Vansen, un disco de piedra que indicaba que el portador cumplía una misión oficial del gremio—. Pueden ir con el capitán Vansen mientras unos mensajeros llevan una carta mía a Cavernal para comunicar al gremio nuestros temores y anunciar que necesitamos más hombres.

—Parece un plan atinado, magíster —dijo Vansen, asintiendo—. ¿El monje que trajo la noticia puede llevarnos allí?

—Ha corrido todo el día —le dijo Antimonio—. Se desplomó después de entregar el mensaje. Está en la enfermería.

—Entonces pensaremos en otra cosa. Sílex, ¿puedes ayudarme a prepararme para esto? Sé muy poco sobre tu gente y este lugar.

Sílex se encogió de hombros con resignación.

—Desde luego. Hermano Antimonio, ¿puedes avisar a mi esposa que no regresaré para la cena? —Siguió al joven monje con la vista—. Mejor él que yo —le dijo a Vansen en voz baja—. A mi mujer no le gustará nada.

Cinabrio presentó al recién llegado con el aire distraído de un hombre que pasea a un perro peligroso con una trailla muy corta.

—Éste es Martillo Jaspe —le explicó a Vansen—. Es el preboste de los hombres que usted llevará. Quería conocerle.

El recién llegado tenía la misma talla de Cinabrio, así que llegaba a la cintura de Vansen, pero con su abundante musculatura era casi tan ancho como alto. Tenía brazos largos y manos tan grandes como las de Vansen. Todo en él parecía agresivo: su cabeza rapada era redonda como una bala de cañón, y tenía cejas prominentes y patillas hirsutas que le llegaban a la barbilla.

Ese temible sujeto miró a Vansen un largo instante.

—¿Ha comandado hombres?

—Así es. Yo era… soy… capitán de la guardia real de Marca Sur.

—¿En combate?

—Sí. Mi misión más reciente fue en el campo de Kolkan, pero no todas mis campañas terminaron tan desastrosamente, gracias a los dioses. —A Vansen le divertía ese intenso escrutinio, pero había esperado largo tiempo el regreso de Cinabrio y se estaba impacientando—. Y sus guardias… ¿obedecerán órdenes?

—Si yo estoy allí —dijo Martillo, sin desviar su mirada feroz—. Cavarán granito con los dedos si se lo pido. Por eso yo los acompañaré. La pregunta es quién está a cargo… ¿Usted o yo?

Vansen no estaba dispuesto a liarse en una competición absurda con ese duendecillo insolente.

—Eso depende del magíster.

—El capitán Vansen está al mando, Martillo —le dijo Cinabrio al preboste—. Y ya lo sabías.

Vansen reprimió una sonrisa: lo había sospechado.

—No obstante, agradezco tu ayuda, preboste Jaspe. Cuidaremos de la seguridad de tus hombres. Sólo vamos a investigar unos ruidos. No espero una pelea.

Martillo resopló, cruzándose los brazos musculosos sobre el enorme pecho.

—Claro que sí. De lo contrario, llevarías a un grupo de estos granjeros del templo con sus raspadores y cestos. El magíster quiere a mis guardias, y eso significa que es muy posible que a alguien le machaquen la cara.

—Veremos. —Vansen se volvió hacia Cinabrio—. Necesitaré un arma, pues llegué aquí sin ninguna. ¿Dónde está el resto de los hombres?

—Esperando fuera —dijo el magíster—. Encontraremos algo que sirva para ensartar crepusculares. Luego podrá partir en cuanto guste.

—Permítame ir a despedirme de Ópalo, por favor —dijo Sílex, levantándose.

—¿Por qué? —preguntó Vansen—. Tú no vienes.

—Pero usted quería que le dijera…

—Quería que respondieras a mis preguntas, y las has respondido. Pero como guía para los túneles, tengo autorización para llevar al hermano Antimonio, un joven que conoce bien el terreno y no tiene familia… a diferencia de ti. Así que cállate, maese Cuarzo Azul, y pasa esta noche con tu esposa y tu niño.

Sílex lo miró con gratitud, buscando las palabras apropiadas. Vansen no se quedó el tiempo suficiente para que se prolongara esa situación incómoda. Lo esperaban los alguaciles de Jaspe, hombres que él conduciría al peligro y quizá a la muerte. En ese momento, el hecho de que tuvieran la mitad del tamaño de Ferras Vansen no significaba absolutamente nada.

* * *

Era tan extraño como Gran Abismo, pensó Vansen, o quizá más. ¡Y ese paisaje había estado bajo sus pies todo el tiempo que había pasado en Marca Sur! La Escalera de la Cascada era enorme, un túnel vertical con forma de espiral descendente, como si la piedra se hubiera endurecido alrededor de un remolino que luego había desaparecido. Las oscilantes lámparas de coral de los hombres que bajaban frente a él parecían pequeñas estrellas botando en un nubarrón.

Aquí tenemos nuestra propia Línea de Sombra, pensó. Pero en vez de haber dos tierras diferentes lado a lado, hay dos tierras una bajo la otra, nuestra Marca Sur arriba y todo esto debajo.

—Pise con cuidado, capitán —gruñó Jaspe—. Tropezar aquí no es tan peligroso, pero un poco más abajo caería largo tiempo. Mejor acostúmbrese a mirar por donde camina.

—De acuerdo. —Vansen se detuvo un momento, apoyando en la pared el arma que le había dado Cinabrio: «hacha de guardia», la había llamado el magíster, un hacha corta con un martillo nudoso en la parte opuesta a la hoja. Se acomodó la lámpara de coral que llevaba sujeta a la frente, y recogió el hacha. Esa luz verdosa no era muy reveladora. Los caverneros veían mucho mejor que él en esos lugares oscuros. Habría querido tener una buena antorcha, pero cuando se lo había mencionado al preboste, él lo había mirado con el ceño fruncido.

—Olerían y oirían eso desde lejos, ¿verdad? Además consumiría rápidamente el aire en los lugares estrechos. No, capitán, deje que el viejo Martillo se encargue de esas cosas.

Pero los caverneros tienen fuegos, ¿o no? Usan fuego para la cocina y la calefacción… ¡Los he visto! ¿Y las forjas? Claro que, por lo que le había dicho Chaven, también tenían complejos sistemas para extraer el humo de Cavernal, con lentos ventiladores semejantes a ruedas de molino que impulsaban el aire contaminado hacia arriba y luego lo arrojaban al exterior, sobre la colina pedregosa sobre la cual se asentaba Marca Sur.

Chimeneas donde vivimos, pensó desconcertado. Caminos que van a tierra firme bajo la bahía, y otros que se internan a gran distancia bajo el agua, si Sílex Cuarzo Azul me dijo la verdad. ¡Estos caverneros son más dueños de esta roca que nosotros!

Cerca del fondo de la Escalera de la Cascada, con paredes de piedra tan altas que no llegaban a alumbrar la parte superior, Vansen y los demás atravesaron un gran espacio abierto lleno de columnas de piedra que eran más anchas en la parte superior e inferior que en el medio. Después de caminar un trecho, se detuvieron frente a una pared donde se abría la boca de varios túneles.

—Este lugar se llama Cinco Arcos —susurró Jaspe.

El hermano Antimonio rezó un rato en un idioma que Vansen no entendía, lleno de cloqueos y zumbidos, mientras los doce guardias agachaban la cabeza con reverencia.

—Más allá de esto —le dijo el acólito a Vansen, al concluir—, se encuentran las Salas Periféricas. Ahora pasamos de Aquello Que Se Construyó a Aquello Que Creció.

Esto no tenía sentido para Ferras Vansen, pero se estaba acostumbrando a eso.

—¿Estamos lejos del lugar donde están los monjes? ¿Cómo se llamaba?

—¿Las Perforaciones? Ya no estamos lejos —le dijo Antimonio.

—Estamos tan cerca que conviene cerrar el pico —dijo Jaspe, y estiró un brazo largo y velludo para darle un coscorrón a un alguacil, silenciándolo de golpe—. Todos nosotros.

El joven que había recibido el golpe miró al preboste con rencor. A pesar de la ferocidad de Martillo Jaspe, Vansen temía que los demás alguaciles no estuvieran a la altura de las circunstancias si las cosas se complicaban.

* * *

—Es después de esta curva —susurró Antimonio—. Iré primero para encontrar a alguien que pueda hablarnos. No debemos molestarlos más de lo necesario; están en sus Paseos con los Ancianos. Así llamamos a este momento de retiro y plegaria.

—No irás solo… Tú, Arrabio —le dijo Jaspe al alguacil que había golpeado antes—. Acompáñalo. Protégelo y tráelo de vuelta sano y salvo.

Arrabio parecía complacido de haber recibido una tarea viril: se hinchó dentro de su gruesa capa y bajó su corta alabarda cavernera, que parecía más bien una lanza con pinchos. Arrabio no tenía yelmo ni armadura; salvo por el arma, podría haber sido otro monje.

¿Cómo podemos luchar contra alguien?, se preguntó Vansen. Nuestro ejército me llega, a las rodillas y va vestido con lana.

Los dos caverneros se perdieron de vista en el sinuoso pasaje. Vansen, que tenía la espalda dolorida porque había tenido que encorvarse en muchos pasadizos, apenas había descansado unos segundos cuando los dos regresaron al trote.

—¡Muertos! —exclamó Antimonio con ojos desencajados—. ¡Todos ellos, en sus celdas!

—¿Cómo? —preguntó Jaspe antes de que Vansen pudiera hablar.

—No pude verlo —dijo Arrabio alborotadamente—. Pero uno de ellos era Pequeño Peltre. Le conozco… ¡No tiene más de trece años!

—¿Pero cómo murieron? —preguntó Martillo Jaspe—. ¿Había sangre?

Ferras Vansen era un forastero y Jaspe era su líder habitual: Vansen entendía que quisieran aferrarse a lo que era familiar, pero la confusión de ahora podía costar vidas más tarde.

—Yo haré las preguntas, preboste —dijo, con suavidad pero con firmeza—. Hermano Antimonio, ¿qué viste? Sólo lo que viste, no lo que crees que pudo haber ocurrido. Y bajemos la voz.

Antimonio respiró profundamente.

—Las celdas están lado a lado, a pocos pasos de distancia, y abiertas al exterior. Todos se encuentran en las celdas, tumbados como si hubieran muerto tratando de levantarse. Cuatro de ellos… No, cinco. Había cinco, y las demás celdas estaban vacías. —Hizo una pausa para calmarse y ordenar sus pensamientos—. Las demás celdas estaban vacías. Tal vez una docena. Luego regresamos.

—¿Había algún indicio de la causa de la muerte? ¿Estaban fríos?

Antimonio puso cara de sorpresa.

—No había sangre, pero todos estaban muertos. Algunos tenían los ojos abiertos. No los tocamos. No sabíamos quién podía estar observando…

Vansen frunció el ceño.

—Suena muy raro. Si todos murieron así, en sus celdas, no estaban luchando. Debieron tomarlos por sorpresa. ¿Pero no había sangre? Muy extraño. —Se limpió las manos en los pantalones para empuñar mejor el hacha. Ópalo, la esposa de Sílex, había pasado dos días combinando retazos de ropa cavernera para hacerle un buen par—. Vamos. Arrabio, encabeza la marcha por ahora, pero cuando lleguemos allí yo iré primero. —Se volvió hacia los demás. Todos parecían preocupados menos Martillo Jaspe, que sonreía con ferocidad—. A partir de ahora, marcharemos en silencio. Si necesitáis decir algo importante, por amor de los dioses, hacedlo en voz baja. Si son crepusculares, son más sigilosos, astutos y crueles de lo que suponéis, y pueden oír un susurro a cien pasos. —Al decirlo sintió una punzada de vergüenza. ¿Acaso Gyir no había sido su amigo, en cierto sentido? Pero había perdido demasiados hombres en el campo de Kolkan y otras partes para no pensar que los demás qar eran enemigos mortíferos—. ¿Me entendéis? Bien. Jaspe, ven detrás de mí. Muestra a tus compañeros cómo un hombre afronta el peligro.

Ferras Vansen no quería perder hombres sin adiestramiento (o al menos hombres que no eran soldados) mientras estaba atrapado detrás de ellos sin poder ayudarlos, así que estaba decidido a encabezar la marcha en cuanto pudiera. Pero eso también implicaba un riesgo: si lo pillaban en una situación comprometida, quizá ellos no pudieran ayudarlo aunque quisieran.

Como decía Murroy, pensó, si no sabes ser soldado, apresúrate a morir, así servirás de escudo para otro. Si Vansen quedaba atrapado en una situación comprometida, quizá diera a los demás la oportunidad de retirarse para llevar el mensaje a Cavernal.

Aun así, le habría agradado contar con un buen escudo. Sobre todo en los lugares estrechos, y con tanta oscuridad. Sus silenciosas pisadas empezaban a sonarle como redobles de tambor. Sin duda hacía un buen rato que los qar los oían venir.

Vansen y su tropa abandonaron al fin el estrecho pasadizo para salir al espacio abierto que Antimonio había llamado Perforaciones, una cámara subterránea semejante a un valle de montaña, con los flancos cruzados por grietas verticales que se perdían en la oscuridad. Entre las grietas había grandes pliegues de piedra acribillados de agujeros, algunos naturales, otros abiertos con buril o al menos ampliados por manos inteligentes. Vansen no veía demasiado en la luz tenue y verdosa, pero lo que podía ver le recordaba a las alturas rocosas de Setia, donde los antiguos místicos del Trígono se ocultaban de las tentaciones de la vida cotidiana. Pero aun a los oniri les habría resultado insoportable vivir en estas profundidades tenebrosas. Vansen nunca había pensado que uno podía extrañar el cielo como un hombre hambriento extrañaba la comida, pero era así. Dioses del cielo, pensó, por favor, dejadme vivir el tiempo suficiente para ver de nuevo la luz del día.

Antimonio señaló el pliegue de piedra más cercano y su constelación de agujeros. Vansen se preocupó por las lámparas de coral. Si se enfrentaban a algo que vivía en esa negrura subterránea, o con esos crepusculares acostumbrados a la oscuridad, esas luces mortecinas los transformarían en blancos fáciles.

Vansen tomó la delantera, esquivando lugares oscuros del suelo que quizá fueran boquetes que lo arrojarían al centro de la tierra. Al aproximarse, vio que el ocupante de la celda más cercana estaba tumbado en la entrada, con los brazos estirados y torcidos. A la luz tenue del coral, la víctima parecía joven. Vansen tocó la piel del acólito. Estaba caliente, pero el cuerpo estaba flojo y los ojos estaban entreabiertos. Apoyó el oído en el pecho del cavernero, pero no oyó nada. Muerto, pues… Pero, ¿cuánto tiempo hacía?

Como había dicho Antimonio, cuerpos inmóviles llenaban varias de las austeras celdas de la fila inferior, y uno de ellos era tan pequeño que aun el curtido corazón de Vansen se conmovió. Mientras Jaspe y los demás caverneros se agachaban sobre Pequeño Peltre, murmurando airadamente, Vansen se desplazó por el borde del afloramiento, preguntándose cuántas celdas más contendrían cuerpos, y cómo habían muerto sin ninguna marca. Cada cadáver estaba en su celda, lo cual sugería que la catástrofe los había sorprendido a todos al mismo tiempo, o al menos con extremo silencio y celeridad.

La primera celda de la siguiente cuesta estaba vacía, y Vansen iba a pasar de largo cuando su lámpara le mostró algo que no había visto en las otras celdas: un agujero que se internaba en la roca, en el fondo de ese pequeño espacio. Se acercó. El suelo, que en las demás celdas estaba escrupulosamente limpio, estaba cubierto de polvo y piedras rotas. El agujero de la pared trasera parecía hecho precipitadamente con un martillo y un buril. ¿Por qué…?

De pronto Vansen comprendió lo que estaba viendo. Salió de la celda en el mayor silencio posible y regresó adonde aguardaban los demás. La mayoría estaban atemorizados, ahora que se había agotado su furia.

—Creo que he hallado el lugar por donde pasaron —susurró—. Venid por aquí.

Jaspe fue el primero en seguirlo, con Antimonio a pocos pasos, pero los otros se quedaron atrás. Vansen volvió a preocuparse. Esos caverneros sin adiestramiento no eran soldados, y no eran de fiar. Tendría que recordarlo.

Martillo Jaspe se volvió y dirigió una mirada fulminante a sus alguaciles. Su cara era una máscara grotesca a la luz de las lámparas. Los hombres se levantaron de mala gana.

—Es un agujero, abierto desde el otro lado —dijo Antimonio, mirando el boquete.

—Y no con herramientas caverneras —gruñó Jaspe en voz baja—. Ni con conocimientos caverneros. Es un trabajo chapucero. Mirad, los bordes son desparejos.

—Los túneles que mencionó Sílex… Los túneles de Piedra de Tormenta —le dijo Vansen a Antimonio—. ¿Estamos cerca de alguno?

—No sé. Déjeme pensar. —Antimonio se alejó del boquete—. Sí, creo que sí, aunque no tendríamos que ir por las Perforaciones para llegar allí… Hay un pasadizo que los comunica mucho más cerca del templo. Pero sí, pasa detrás de esta formación.

—Entonces es posible que esto sea obra de los qar —dijo Vansen—. Tal vez la invasión haya comenzado. Debemos pasar al otro lado y ver qué hay allí —les dijo a los alguaciles—. No podemos volver sin averiguar la verdad. Seguidnos, y no os separéis. ¡Y recordad: silencio!

El túnel bajo que estaba más allá de la celda era una senda despareja sobre cantos rodados y piedras más grandes, y a veces recorría espacios tan pequeños que Vansen tenía que arrodillarse, con el temor de quedar atascado. Una vez su lámpara de coral osciló, se oscureció y murió, dejándolo unos momentos en la negrura hasta que un cavernero le alcanzó una pieza de repuesto. Al fin el pasaje se ensanchó y pudo incorporarse; cien pasos después atravesó otro tosco boquete en la piedra y pudo erguirse al llegar al otro lado.

Mientras los caverneros se reunían detrás de él en ese espacio más ancho, la luz de las lámparas iluminó un pasadizo de cierta anchura, un monumento artístico y artesanal cuyo techo, suelo y paredes (salvo por el agujero que acaban de atravesar y la pila de escombros) estaban acabados con piedra alisada con arena.

—Un camino de Piedra de Tormenta —dijo Antimonio con reverencia—. Nunca he visto éste, tan lejos del templo.

—El gremio tendrá que vigilarlos mejor a partir de ahora —dijo Vansen—. Alguien penetró por aquí y llegó a las Perforaciones. Debemos llevar esta noticia a Cinabrio y los demás.

Los condujo por el nuevo túnel, que parecía un trabajo chapucero ahora que había apreciado la artesanía cavernera. Sólo había retrocedido un poco cuando un destello de luz le llamó la atención. Por un instante pensó que un cavernero se le había puesto delante, pero la parte del túnel donde estaba no era más ancha que sus hombros.

Poco después, la cosa que venía en dirección contraria se irguió, bloqueando la luz, y Vansen retrocedió tambaleándose. Era humanoide, más grande que él, y tenía una piel dura y escamosa. Sus ojos estaban tan hundidos bajo la frente prominente que apenas reflejaban la luz del farol de Vansen. Sólo tuvo un instante para ver que esa cara bestial tenía cierta semejanza con los simiescos servidores de Gran Abismo, y entonces uno de los enormes puños, grande como una pala de sepulturero, giró hacia su cabeza. Vansen apenas atinó a alzar el hacha, pero la fuerza de esa criatura hizo que el plano de su arma le pegara en la cabeza. Cayó hacia atrás, aturdido, desplomándose sobre los caverneros que lo seguían, que gritaban de terror y confusión.

¡Aa-iyah krjaaze! —gritó alguien—. ¡No es posible!

—¡Un ettin profundo! —gritó Antimonio—. ¡Corra, capitán, es un ettin!

Pero no había adonde correr. La criatura soltó un gruñido estentóreo que retumbó en el pecho de Vansen. Alzó el hacha una vez más, pero entonces un palo largo y hueco apareció detrás del hombro de la monstruosa criatura, oscilando como una serpiente. Una bocanada de humo o polvo salió de la abertura y de pronto Vansen no pudo respirar. Soltó el arma y se aferró la garganta, buscando las manos que lo estrangulaban, pero no había nada, sólo un vacío creciente y rojo en los pulmones. Mientras se desplomaba, Ferras Vansen sintió que sus pensamientos se apagaban como una vela arrojada a un pozo.