8
El halcón y el milano
Hay muchos informes sobre las hadas del continente meridional, o al menos recuerdos de ellas, desde Xis hasta la legendaria Sirkot, en los confines de las tierras del sur. También se ha informado que los qar todavía viven en algunas islas boscosas del océano Hesperiano, pero no está comprobado.
Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand
Pinimmon Vash limpió la punta de la pluma en el papel secante y trazó la curvilínea letra bre. Volvió a secar la pluma antes de iniciar la letra siguiente. Era más importante ser preciso que rápido.
El ministro supremo de Xand estaba preparando su calendario.
Algunos nobles jóvenes, descendientes de familias tan antiguas como la casa de Vash, se habían burlado de él porque dedicaba tanto tiempo de su juventud a los papeles. ¿Qué fogoso hijo del desierto optaría por permanecer sentado durante horas, afilando plumas, mezclando tinta y preparando pergamino, para garrapatear palabras en una página? Aun si las palabras hubieran sido sobre algo viril como la batalla, no era comparable a la auténtica lucha, y para colmo los ejercicios de escritura que practicaba el joven Pinimmon sólo consistían en copiar cuentas domésticas.
No era que Vash no supiera cabalgar o disparar un arco. Sabía lo necesario para escapar de los prepotentes. Nunca terminaba entre los primeros en los juegos de los días festivos, pero tampoco terminaba último ni se avergonzaba. Así, sus pares habían terminado con puestos medianos en el ejército o habían sido condenados al ocio en las fincas familiares, mientras Vash ascendía bajo un autarca tras otro, como escriba, contable y burócrata, hasta alcanzar la alta posición que tenía hoy, el segundo hombre más poderoso en el imperio más poderoso del mundo.
En la práctica, sin embargo, eso sólo significaba que era el secretario del loco más peligroso del mundo.
Vash terminó de escribir su página y suspiró. Estos largos días a bordo le habían dado tiempo para terminar tareas inconclusas, poniendo en orden varios asuntos políticos y económicos y respondiendo su descuidada correspondencia, pero ponerse al día con estas labores lo deprimía un poco: era como si se estuviera preparando para morir, ordenando su sucesión y seleccionando sus legados. Hacía meses que se sentía cada vez más incómodo con su monarca, pero las cosas habían empeorado desde la fuga de la muchacha del templo que Sulepis había escogido estrafalariamente para ser su centésimo séptima esposa. Cada vez más, el autarca parecía vivir en un mundo inaccesible para su ministro supremo, hablando en frases inconexas sobre temas raros, a menudo religiosos, y tomando decisiones como este viaje marítimo al norte que ni siquiera le había explicado a nadie, pero que sin duda no tenía el menor sentido.
¿Pero qué se podía hacer? Muchos autarcas anteriores habían estado un poco locos, en comparación con la gente común. Las generaciones de endogamia comenzaban a notarse, por no mencionar que aun los hombres más fuertes y sensatos a veces tenían problemas para lidiar con el poder absoluto. Un superviviente del reinado de Vaspis el Oscuro había dicho que vivir en presencia de ese autarca era tan enervante como dormir junto a un león hambriento. Pero Sulepis parecía diferente aun del más salvaje de sus predecesores. Actuaba con toda seriedad, pero sus actos no tenían sentido.
El viejo y frágil Vash entrelazó las manos y se incorporó, dejando caer la bata. Sus jóvenes sirvientes se acercaron para vestirlo, y había seriedad en sus bonitas caras, como si estuvieran cuidando un artefacto precioso. En cierto sentido era así, porque el poder del ministro supremo sobre ellos incluía el derecho a hacerlos matar si lo lastimaban o lo contrariaban. Nunca había hecho matar a nadie por contrariarlo. No era de esa clase. Una década atrás incluso había escogido chicos de carácter, sirvientes que lo provocaran e incluso fingieran desafiarlo, chicos astutos, picaros, seductores. Pero después de los ochenta años la paciencia de Vash se había desgastado. Ya no deseaba el ejercicio (otrora placentero, ahora agotador) de poner en cintura a esos sirvientes. Ahora, sólo daba a los nuevos reclutas dos o tres latigazos para reformarlos. Si no demostraban la obediencia silenciosa que él prefería, se los pasaba a otro, como Panhyssir o Muziren Chah, actual regente del autarca en Xis, alguien que disfrutara de domar espíritus rebeldes y no tuviera escrúpulos con el dolor.
He visto demasiado dolor, comprendió Vash. Ha perdido su poder para divertirme o conmocionarme. Ahora era sólo algo que prefería evitar.
* * *
Vash fingió encontrar a Panhyssir por casualidad en cubierta, frente al enorme camarote del autarca. El corpulento sacerdote y un acólito acababan de abrir el altar de Nushash.
—Buenos días, viejo amigo —dijo Vash—. ¿Has visto al Dorado? ¿Se encuentra bien?
Panhyssir asintió, un movimiento que consistía en achatar sus varias papadas. En la informalidad de la vida de a bordo, había dejado de usar su alto tocado, salvo durante las ceremonias: su cabeza y su ancha cara, ahora cubiertas sólo por una cofia, parecían obscenamente desnudas. Panhyssir, sin embargo, usaba una imponente túnica negra. No tenía bordado el halcón del autarca ni la rueda dorada de Nushash, sino un llameante ojo dorado.
—¿Qué es eso? —preguntó Vash—, No he visto antes ese símbolo.
—Nada —dijo Panhyssir con indiferencia—. Un capricho del Dorado. Hoy está durmiendo con las pequeñas reinas. —Éstas eran sus esposas ciento once y ciento doce, dos jóvenes hermanas nobles, sobrinas del rey de Mihan, y enviadas a Sulepis como tributo. Su interés en ellas, a diferencia de la muchacha fugitiva del templo, parecía más normal. Normal para el autarca, en todo caso: la música de sus alaridos había desvelado a los pasajeros durante las últimas noches.
—Ah, bien —dijo Vash—. Que los dioses le envíen salud y vigor.
—Sí, salud y vigor —repitió Panhyssir. Dispuesto a alejarse, volvió a aplastar las papadas.
—Ah, quería hacerte otra pregunta, buen Panhyssir. ¿Tienes un momento? ¿Podemos hablar lejos del viento? El frío afecta a mis viejos huesos, y aún no estoy acostumbrado a estas aguas del norte.
El sumo sacerdote le dirigió una mirada neutra, pero la transformó en sonrisa.
—Desde luego, viejo amigo. Ven a mi camarote. Mi esclavo te preparará un té caliente.
El camarote del sacerdote era mayor que el suyo, pero no tenía ventana. Después de décadas de calcular la puntuación de cada miembro de la corte, Vash se preguntó qué significaba eso, y decidió complacido que significaba que su propio estatus no había caído enormemente a pesar de todo el tiempo que Panhyssir había pasado con el autarca en el último medio año.
El camarote del sumo sacerdote, por suerte, sí tenía chimenea, y eso significaba que podía tener un hornillo. Un acólito se puso a preparar el té mientras Vash se acomodaba en un banco, evitando el juego habitual de procurar que un igual se sentara primero. Quería que el sacerdote de Nushash estuviera bien predispuesto: Vash deseaba franqueza, o algo parecido.
—Bien —dijo Panhyssir cuando tuvieron las tazas de té en las manos—, ¿en qué puedo servirte, querido amigo Vash?
Vash sonrió, recordando las veces en que había pensado en traer a un pariente de su país para clavar un cuchillo en el ojo de Panhyssir. La vida de la corte deparaba amistades y enemistades inesperadas. Ahora pensaba en el sacerdote casi con afecto. Panhyssir podía ser un canalla egoísta, pero pertenecía a la vieja camada, y no quedaban muchos, y menos después de la carnicería que había acompañado el ascenso de Sulepis.
—Se trata del Dorado, por supuesto —dijo—. Me preocupo noche y día por el mejor modo de servirle.
Panhyssir asintió comprensivamente.
—Como todos, que el Señor del Fuego lo proteja siempre. ¿Cómo puedo ayudarte?
—Con tu sabiduría —dijo Vash, y bebió un sorbo, procurando calmarse—. Y con tu confianza. Porque no quiero que pienses que quiero inmiscuirme en asuntos que son de tu exclusiva incumbencia.
—Continúa.
—Me refiero a tu relación con el Dorado, y tu asesoramiento sobre las tradiciones de los dioses, sin el menor afán de entrometerme. Ni siquiera puedo comprender todas las costumbres del dios viviente en la tierra… ni hablar de los dioses inmortales del cielo.
—Entiendo, entiendo —dijo Panhyssir, sonriendo—. ¿En qué sentido necesitas mi sabiduría?
—Seré sincero, viejo amigo, para demostrarte mi confianza y buena fe. Ambos sabemos que hay muchos en la corte que buscan explotar cualquier indicio de debilidad o duda por parte de otro ministro; quizá para denunciarlo, o sólo para extorsionarlo.
—Esos ministros jóvenes son tremendos —dijo gravemente Panhyssir—. Ignoran qué es la lealtad o el servicio.
—Ni más ni menos. Pero confío en que tú, con tus años de sabio servicio, reconocerás la diferencia entre cuestionar la sabiduría del autarca y una mera y sensata preocupación por su bienestar.
Panhyssir disfrutaba de la situación.
—Has despertado mi interés, Vash. Por otra parte, con tu vocación de servicio, tu pensamiento siempre se adelanta al resto de nosotros.
Vash agitó la mano, ansiando evitar un duelo de adulaciones, que en la corte xixiana podía durar horas.
—Sólo deseo el bienestar de Xis y acatar la voluntad de los dioses, sobre todo el poderoso Nushash, que es rey de todos los cielos tal como el autarca es amo de toda la tierra. Pero aquí llegamos a mi pregunta. —Calló y bebió otro sorbo de té, y por primera vez reparó en la gravedad de lo que estaba haciendo, en el riesgo que estaba corriendo—. ¿Adonde vamos, buen Panhyssir? ¿Qué planea el autarca? ¿Por qué llevamos este pequeño contingente de soldados tan lejos del alcance de nuestro poderoso ejército, para internarnos en una desconocida tierra norteña?
Ahora que había expresado su duda y ya no podía retractarse, agitó el té en la taza y observó cómo se arremolinaban las hojas, formando diseños tan complejos y hermosos como un poema transcrito en exquisita caligrafía. Por un instante tuvo una visión de una vida totalmente distinta en que había dado la espalda al poder y la riqueza y había dedicado el tiempo a delinear en tinta los límites entre la tierra y la eternidad, transcribiendo las palabras de los grandes poetas y pensadores, sin otra meta que volverlas tan bellas, evocadoras y ciertas como fuera posible.
Pero ese Vash, repudiado por sus padres, se habría muerto de hambre, pensó, y yo no tendría este pensamiento… Comprendió que estaba divagando, aun en ese momento crucial, y se maravilló. De veras me estoy haciendo viejo.
—Ah, sí, nuestro viaje al norte. —El sumo sacerdote frunció el ceño, no con exasperación, sino como alguien que analizara un desafío interesante—. ¿Qué te ha dicho el Dorado?
Vash estuvo a punto de decir «Nada», pero se contuvo. Eso sonaba a exclusión.
—Sólo vaguedades. Pero me temo que a veces no le entiendo, pues su lenguaje es muy elevado y mi pensamiento es muy limitado. Pensé que tú podrías explicármelo mejor.
Panhyssir sonrió y asintió.
Sapo satisfecho, pensó Vash. Por eso te hiciste sacerdote, ¿verdad? Para poder sometemos a todos, diciendo que sólo tú conoces los deseos de los dioses.
—En primer lugar —dijo el sumo sacerdote—, debes entender que el Dorado es un erudito, además de un monarca. Ha hallado y leído libros de antigua sabiduría cuyos nombres pocos hombres cultos siquiera conocen. En su estudio de los dioses y sus tradiciones, ha ido aún más lejos que yo, sumo sacerdote del dios supremo.
Vash no dudaba que esto era verdad: Panhyssir no era ningún tonto, pero su pasión por el poder superaba su amor por la erudición.
—¿Y todos estos estudios nos llevan al norte, a una tierra helada, lluviosa y salvaje…? ¿Por qué?
—Porque el Dorado ha concebido un plan tan audaz, tan extraordinario, que hasta a mí me cuesta entenderlo. —El sacerdote se palmeó el ancho vientre—. Y hay un solo lugar de Xand o Eion donde puede llevarse a cabo: un castillo en ese país diminuto llamado el reino de la Marca. El país del pagano rey Olin.
—¿Pero qué plan, Panhyssir? ¿Qué plan?
—El Amo de la Gran Tienda, nuestro bendito autarca, despertará a los dioses de su largo sueño. —El sacerdote bebió el té y le devolvió la taza al esclavo—. Y sólo costará la vida del rey norteño. Un precio trivial por traer el cielo a nuestra corrupta tierra, querido ministro supremo Vash. ¿No te parece?
* * *
Pinimmon Vash no sabía qué pensar. Mientras subía lentamente a cubierta, una ola de fatiga rodó sobre él, pesada como el espumoso mar. ¿Cómo reaccionar ante esa locura, y qué podía hacer un viejo? Claro que Panhyssir y sus sacerdotes estaban satisfechos con la locura del autarca, que se lanzaba sobre sus ideas extravagantes como un gato persiguiendo un trozo de hilo. ¿Era ésta la causa de la implacable expansión hacia Eion, que había agotado tantos recursos de Xis y los había dejado con un ejército tan numeroso, hambriento y peligroso que había que mantenerlo continuamente en campaña para impedir que causara problemas en casa? Pero en tal caso, ¿por qué este súbito cambio de planes, primero el ataque costero contra Hierosol y luego esta extraña incursión, como un truco de prestidigitación, en los confines del continente septentrional?
¿El autarca y los sacerdotes realmente creían que los dioses esperaban su despertar en el castillo del rey norteño? ¿O buscaban algo menos improbable, un objeto sumamente potente o valioso? ¿Pero qué podía desear tanto un hombre como Sulepis? Ya era el hombre más poderoso del mundo. ¿Sería capaz de llevar a Xis a la ruina por sus caprichos, arrojar a cada hombre adulto a la batalla, quizá destruir a toda una generación, sólo para obtener el equivalente imperial de una espada más brillante o una casa más suntuosa?
Y mi tarea… ¿será contribuir a esta locura, o tratar de impedirla? Pero aunque decidiera oponerme al autarca, ¿qué podría hacer salvo morir protestando? En el barco tiene una guardia constante de catadores, criados y Leopardos, y es mucho más joven y fuerte que yo, si por ventura lograra sorprenderlo a solas. No, era imposible que el ministro supremo pudiera hacer algo para perjudicar al autarca, y cualquier intento fallido sería castigado por atroces torturas antes de la inevitable ejecución. Vash pensó en el destino de Jeddin, ex capitán de Leopardos, y tembló. No, sería insensato tomar decisiones precipitadas…
Encontró al rey extranjero sentado en la proa, disfrutando del sol con la cabeza descubierta. Había varios guardias apostados en la borda, y dos más encima de él, en el pasadizo que rodeaba la entrada de la cubierta de los cañones. Le llamó la atención la compañía que había elegido el norteño: a pocos pasos estaba el tullido escotarca Prusas, con la cortina de la litera abierta para que él también pudiera tomar el sol. El escotarca había estado enfermo en los primeros días de viaje, pero aunque ahora estaba mejor parecía al borde del colapso, con la cabeza floja y temblores en los brazos y las piernas. El solo aspecto de Prusas irritaba y asustaba a Vash. La elección de esa criatura patética había sido el primer indicio de que el autarca tenía ideas alarmantes e incomprensibles.
Vash volvió a mirar al rey norteño. Era evidente que la locura que planeaba el Dorado significaría la muerte de Olin, y debía tenerlo en cuenta al entablar una conversación. Era como acariciar a un animal antes de sacrificarlo. Uno sólo lo hacía para calmarlo, porque no tenía sentido desarrollar un apego sentimental.
Vash sonrió.
—Buenos días, rey Olin. Confío en que estéis disfrutando del sol.
—¿Cómo puedo no disfrutarlo? Cada vez que se pone, quizá sea la última vez que lo he visto.
El ministro supremo inclinó la cabeza en una buena imitación de la aflicción.
—No desesperéis, alteza. Es posible que el Dorado os perdone la vida. Nuestro gran señor es inconstante. —Sin duda era así, aunque nunca para beneficio de nadie.
Olin enarcó una ceja.
—Perfecto, entonces. No tengo nada que temer. —Se volvió hacia el horizonte. Había recobrado el color en estos días a bordo, y poco a poco perdía la palidez. Aun los tonos rojizos de su cabello castaño parecían más brillantes e intensos. Vash tuvo que apreciar la ironía. Cuanto más se aproximaba a la muerte, Olin Eddon aparentaba más vitalidad.
—¿Hay algo que necesitéis? —le preguntó.
—No. Estoy disfrutando del viento en la piel, y por ahora eso es suficiente. Pero podrías responderme una pregunta. —Señaló a Prusas—. Se la hice a él, pero el escotarca, como lo llamáis vosotros, no es demasiado locuaz.
—No, alteza, tenéis razón. —Es un engendro lamentable que tendría que haber sido sacrificado al nacer. Sólo una mujer tan rica como su madre pudo darse el gusto de conservarlo. Era una tontería enfadarse por ello, pero la mirada de los ojos acuosos y errantes de Prusas siempre lo ponía nervioso—. Os diré lo que queréis saber, si puedo.
—Muy bien. ¿Qué es un escotarca? Deduzco que este hombre es, en cierto modo, el heredero del autarca.
—Sí, y entiendo que os parezca extraño. —A Vash empezaban a dolerle las piernas por pasar tanto tiempo de pie. Fue hasta el otro lado del banco y se sentó—. Dicen que se remonta a los antiguos días de nuestro pueblo, cuando vivíamos en el desierto y viajábamos en clanes nómadas. Nos juntábamos una vez por año alrededor de los xawadis, los lugares sagrados donde el agua nunca desaparecía del todo, y escogíamos a un caudillo de todos los clanes, un «gran halcón». Pero también elegíamos un «milano», el buitre del desierto. Habitualmente era un anciano responsable y sabio, y presuntamente sin ambición. Se iba con el clan del halcón y lo proclamaban halcón si algo le sucedía al jefe de los clanes.
»Con los siglos, cuando nos mudamos a las ciudades, la relación fue más sutil y más compleja, y a veces el halcón y el milano, ahora llamados autarca y escotarca, estaban casi en guerra, cada uno con sus partidarios, clanes y ejércitos. Cuando se derrumbó el primer imperio xixiano, los caudillos supervivientes se reunieron en el sitio donde ahora está la ciudad de Xis y redactaron las leyes de Shakh Xis. Las más importantes describen el papel del autarca y del escotarca. ¿U os estoy contando cosas que ya sabéis, alteza? —concluyó amablemente.
—Oh, no. Continúa, por favor.
—Bien. Las leyes de Shakh Xis establecían que el autarca siempre escoge a un escotarca, y que el escotarca nunca gobernará a los xixianos a menos que muera el autarca, y sólo cuando un consejo de las familias nobles pueda reunirse para aprobar al nuevo autarca, que casi siempre es el heredero del autarca que acaba de morir.
—Eso no es tan raro —dijo Olin—. Tenemos leyes similares en algunos reinos de la Marca.
—Ah, pero la parte interesante empieza cuando las cosas son al revés —explicó Vash. Miró rápidamente a Prusas, pero el escotarca parecía haberse dormido, con un hilillo de baba entre el labio inferior y el cuello—. Si el escotarca muere, el autarca también debe hacerse a un lado hasta que los nobles se reúnan para decidir si es apto para continuar su mandato. Durante ese tiempo, ya no tiene la protección de los dioses. Los nobles pueden deponerlo y ejecutarlo. Ha sucedido varias veces.
Olin enarcó las cejas.
—Si el escotarca muere, ¿pueden deponer al autarca? ¿Por qué?
Vash se encogió de hombros.
—Era un modo de garantizar que ningún clan envidioso se adueñara del poder. No tiene sentido ser escotarca si uno ambiciona el poder, porque cuando muere el autarca, uno gobierna sólo hasta que se elige a un nuevo autarca. Y no tiene sentido asesinar a un autarca, si uno es un heredero impaciente, porque el escotarca le sucede y uno no puede ascender al trono.
—Y cada autarca elige a un nuevo escotarca —dijo Olin, mirando a Prusas, que ahora roncaba pero temblaba levemente aun en sueños, agitando las manos como margaritas en una brisa fuerte—. Pero si el autarca siempre es provisionalmente depuesto cuando muere su escotarca, ¿no tendría sentido elegir a un escotarca joven y saludable?
—Desde luego, alteza —concedió Vash—. Y en el pasado, los autarcas realizaban grandes juegos ceremoniales con luchas, carreras y hazañas marciales, para encontrar a los candidatos más saludables y fuertes de las familias nobles.
—Pero es obvio que este autarca no lo hizo.
Vash negó con la cabeza.
—El Dorado es diferente de sus predecesores en muchos sentidos, larga sea su vida. —Bajó la voz para que los guardias no le oyeran—. En la ceremonia en que Prusas recibió la corona del milano, su gran majestad Sulepis nos dijo: «Que aquéllos que dudan de mí vean a quién se llevan primero los dioses, si a este hombre, Prusas, o a mis enemigos». —Vash se incorporó—. Hasta ahora, muchos enemigos del Dorado han dejado la tierra, pero Prusas aún vive y respira. —Se levantó del banco con esfuerzo. Ahora se sentía mejor. Al contarle la historia al extranjero, sus ideas y preocupaciones se habían aclarado: era deber de los dioses, no de Pinimmon Vash, decidir si era preciso detener a Sulepis. Si el cielo quería abatir o entorpecer al Dorado, los dioses sólo tenían que cortar el frágil junco que era la vida del tullido Prusas. Para los dioses no sería más difícil que aplastar a una mosca.
—Una pregunta más, por favor —dijo Olin.
—Desde luego, alteza.
—Si alguien, los dioses no lo permitan, empujara al escotarca Prusas por la borda, ¿el autarca perdería el poder?
Vash asintió.
—Otros han tenido ese pensamiento. Y es posible.
—¿Posible? Pensé que era la ley de tu país.
—Sí, pero también es sabido que Sulepis es una ley en sí mismo. Además, sospecho que hay otro motivo por el que nadie ha osado intentarlo.
—¿Y cuál es?
—Al margen de todo lo demás, el asesino de un escotarca sería castigado, y el castigo es muy cruel: se arrojan las tripas del condenado a la jaula de un león cuando el reo todavía está con vida y las conserva, si no recuerdo mal. En consecuencia, nadie asesinó a un escotarca, ni siquiera antes de que Sulepis llegara al trono.
—Gracias —dijo Olin—, Me has dado mucho en qué pensar, ministro Vash.
—Me complace haberos servido, alteza —dijo Vash, y se inclinó antes de regresar a su camarote. Después de una mañana inesperadamente atareada y la deprimente compañía de un hombre condenado, Vash necesitaba comida y vino dulce.
* * *
El hombre que nunca sonreía estaba en la puerta del camarote. Palomo, que en cualquier otra situación se habría arrojado frente a Qinnitan como un perro fiel, se puso detrás de ella con gemidos de terror. Qinnitan procuró demostrar que ella sentía lo mismo.
—¿Qué quieres? —preguntó.
El hombre sin sonrisa la miró un instante y echó una ojeada al pequeño camarote. Era sofocante a pesar del tiempo fresco, porque habían cerrado los postigos con clavos, y apestaba al tufo de sus cuerpos sucios y la bacinilla, que se vaciaba sólo una vez al día.
—Iré a la ciudad —dijo al fin—. No quiero tretas mientras no estoy.
—¿Qué ciudad? —Eso al menos le daría una idea de dónde estaban, de cuánto habían navegado. Sabía por los cambios en el movimiento y los ruidos del barco que habían anclado y en las últimas horas había temido que hubieran alcanzado a la nave del autarca. Quizá sucedía otra cosa. Trató de no esperanzarse demasiado.
Él no respondió a la pregunta, sino que echó otra ojeada.
—Si no he regresado al atardecer, un tripulante os dará la comida. Les he dicho que no pueden matarte, muchacha, pero si te pasas de lista, son libres de torturar al niño. —Clavó sus ojos claros y muertos en Palomo—. Por eso él está aquí. Para asegurarme de que obedezcas. ¿Entiendes?
Qinnitan tragó saliva.
—Sí. —Él le dio la espalda. Sus ojos estaban tan vacíos como los de los peces rojos y plateados de los estanques de la Reclusión—, Quisiera darme un baño. No pensarás entregarme al autarca con este hedor.
Él caminó hacia la puerta.
—Quizá.
—¿Por qué no me dices tu nombre?
—Porque los muertos no necesitan nombres —dijo él, cerrando la puerta. Ella oyó el chasquido de la aldaba.
Alguien hablaba con él en el pasillo. Parecía el capitán, uno de los mejores del autarca, por lo que Qinnitan había deducido de los comentarios de algunos tripulantes. También había deducido que al capitán no le agradaba recibir órdenes del hombre que los había secuestrado. Se zafó de Palomo y se acercó en silencio a la puerta para apoyar el oído en la rendija.
—Pero es inevitable —le decía el capitán al hombre sin nombre—. No temas. Nuestra nave es más rápida. Alcanzaremos a la flota del autarca dentro de pocos días.
—Si ha de ser así, ha de ser así —dijo su captor al cabo de un largo silencio. Había cierta emoción en la voz: impaciencia, quizá furia—. Regresaré al anochecer. Procura que estemos preparados para zarpar.
El capitán no pudo contener su irritación.
—Un timón nuevo no se instala en un santiamén, ni siquiera en una ciudad portuaria como Agamid. Haré todo lo posible. Los dioses siempre se salen con la suya.
—No es verdad —dijo lacónicamente su captor—. Si no alcanzamos al autarca, ni siquiera los dioses podrán salvarte. Te lo prometo, capitán.
Qinnitan regresó de puntillas a la cama y se acomodó junto a Palomo. Las sábanas estaban húmedas y el niño estaba sudado. ¿Estaría cogiendo una fiebre? Casi deseaba que fuera así. El asesino que los había capturado se llevaría un buen chasco si ambos morían de una enfermedad común antes de que él pudiera entregarlos.
—Calma —le susurró al tembloroso niño—. Estaremos bien, pollito. Todo estará bien… —Pero su mente estaba acelerada como un carro rodando cuesta abajo. El capitán había dicho que estaban en Agamid, y por la gracia de las sagradas abejas de la Colmena ella reconocía el nombre, una ciudad de la costa sudoriental de Eion, al norte de Devonis. Una de las muchachas del lavadero de la Ciudadela era de Agamid. Qinnitan hurgó en su memoria, pero no pudo recordar otra cosa que hubiera dicho esa muchacha, salvo que la ciudad portuaria había sido reclamada tanto tiempo por Devonis y Jael que la población hablaba varios idiomas. Eso no la ayudaba. Lo que necesitaba era un modo de salir del barco mientras su enemigo no estaba. Si tan sólo pudiera pensar en una distracción…
—¿Confías en mí? —le preguntó al niño mudo—. Palomo, ¿confías en mí?
Durante un largo rato pareció que él no le oía, y temió que estuviera demasiado enfermo para hacer nada, y mucho menos para arriesgar la vida tratando de escapar. Luego él abrió los ojos y asintió.
—Bien —dijo ella—. Porque tengo una idea pero me da un poco de miedo. Promete que no te asustarás demasiado, pase lo que pase.
Él sacó la mano delgada de debajo de la deshilachada manta y apretó la de ella.
—Entonces escucha. Tenemos sólo una oportunidad para lograr que esto funcione. —Y si salía mal, uno de ellos moriría, o ambos. No dijo eso, pero Palomo ya lo sabía. Habían vivido con tiempo robado desde que el hombre sin nombre los había hecho subir la plancha de la nave insignia del autarca.
Fiebre o fuego, pensó. De un modo u otro, arderé antes que permitir que el autarca vuelva a tocarme.