7
La mesa del rey
Kyros el soteriano cita como otra prueba de la naturaleza sacrílega de las creencias crepusculares que su versión de la Teomaquia sigue de cerca la herejía xandiana, presentando al Trígono como enemigo de la humanidad y a los dioses derrotados, Zmeos Fuego Blanco y sus hermanos, como benefactores.
Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand
—Estoy apenado y furioso por haberme enterado de esta noticia terrible, alteza —dijo Finn Teodoros—. ¡El asesinato de vuestra dama de compañía! Aun en mi cautiverio, no oía hablar de otra cosa.
—Es mucho peor para la familia de Talia, la muchacha que murió. —Briony sonrió con tristeza—. «Alteza». Es extraño que me llames así, Finn.
—Bien, debía ser más extraño cuando viajabais con nosotros y os llamábamos muchacho o Tim. —Rio—. ¡Zoria de incógnito, realmente!
—Con toda franqueza, lo echo de menos —suspiró ella—. Tim no comería tan bien como los nobles, pero nadie trataba de envenenarlo.
—Es alarmante, alteza. ¿Tenéis idea de quién pudo hacer semejante cosa?
Miró la puerta de la habitación de Teodoros. Erasmias Jino la había dejado entreabierta a propósito. Veía la librea de uno de los guardias que estaba fuera. Sería una tontería decir algo que no quería que otros oyeran.
—Sólo sé que una niña murió por obra de un veneno destinado a mí. Lord Jino ha prometido que encontrará al culpable.
—¿Lord Jino? —Finn Teodoros rio entre dientes—. Lo conozco: un sujeto insistente. Puede ser bastante temible. Sin duda obtendrá algunos resultados.
—Oh, Finn, ¿te han tratado mal? —Tuvo que reprimir el ansia de echarle los brazos a los hombros, pues era de nuevo una princesa y era improcedente—. Les dije que eras un buen hombre.
—Entonces, alteza, mis disculpas, pero quizá tampoco se fíen de vuestra palabra.
Briony echó una mirada a la puerta, se levantó y la cerró en silencio. Que la abran de nuevo si están tan interesados en escuchar.
—Cuéntamelo de nuevo —dijo en voz baja—. No tenemos mucho tiempo. ¿Qué quería Brone que hicieras aquí, en Tessis?
El dramaturgo puso cara compungida.
—Por favor, alteza, no me castiguéis por entrometerme con los asuntos de vuestra familia. Sólo hice lo que me dijo lord Brone… ¡Juro que no lo habría servido si hubiera sabido que había malas intenciones!
—Dudo que él te hubiera permitido elegir —dijo Briony con una sonrisa amarga—. Supongo que te ofreció una paga por tus servicios, pero también te amenazó por si no accedías.
Teodoros asintió solemnemente.
—Dijo que nunca tendríamos licencia para actuar de nuevo en Marca Sur.
—Dime qué quería que hicieras.
Teodoros sacó un pañuelo de la manga y se enjugó la frente lustrosa. Había perdido un poco de peso desde que los sianeses lo habían encarcelado, pero todavía era un hombre robusto.
—Como sabéis, entregué cartas en la corte de aquí, pero no sé lo que contenían. También me dijeron que dejara un mensaje para Dawet dan-Faar en cierta taberna, y lo hice. El mensaje decía que estaríamos en La Mujer Falsa y que yo le traía noticias de Marca Sur. Pero no tuve la oportunidad de hablar con él. No sé cómo logró huir de esos soldados…
—Presumo que lo dejaron escapar —dijo Briony—. Yo estaba un poco distraída, pero daba la impresión de que… —Se apoyó el dedo en la nariz—. De que había un entendimiento entre Dawet y los guardias. —Sacudió la cabeza. El espionaje era un pantano viscoso y enloquecedor—. ¿Y qué debías decirle a Dawet, si hubieras podido?
—Debía decirle que aún se podía llegar a un trato, pero Drakava no sólo tendría que devolver a Olin, sino enviar a un contingente de hombres armados para impedir la traición de los Tolly, que trataban de usurpar el trono.
Ella quedó anonadada.
—¿Un trato con Drakava? ¿Se refería a los cien mil delfines de oro, o mi mano en matrimonio? ¿Brone me estaba ofreciendo a Drakava… algo que mi padre y mi hermano no habían hecho?
Teodoros se encogió de hombros.
—He realizado otras tareas para Avin Brone. Él me da sólo lo necesario, en general una carta sellada. Con Dan-Faar no confiaba en escribir nada y sólo me dijo lo que era imprescindible.
Briony se reclinó, acalorándose.
—¿De veras? Quizá el conde de Finisterra tenga sus propios planes… y sus propios secretos.
El dramaturgo estaba verdaderamente incómodo.
—No sé nada más sobre lo que quería con el tuaní Dawet, lo juro. Por favor, no os enfadéis conmigo, alteza.
Briony comprendió que había asustado a Teodoros, uno de los pocos que la había tratado como amigo sin pedir nada a cambio: el dramaturgo temblaba y tenía la frente perlada de sudor.
Realmente me estoy portando como una Eddon. Como mi padre, a veces deseo que me traten como a una persona del común, pero olvido que mi temperamento puede hacer que otros teman por su vida…
—No te preocupes, Finn. No has hecho nada para perjudicarme a mí ni a mi familia.
Teodoros estaba abatido, pero logró decir:
—Gracias, alteza.
—Pero tus servicios a Marca Sur no han concluido. Tengo otros recados para ti. Necesito un secretario. No puedo confiar en los sianeses, pero necesito a alguien que se sienta a gusto en la corte, alguien que tenga oído y gusto para los chismes.
Finn Teodoros alzó la vista con una mezcla de alivio y confusión.
—No os referís a mí, ¿verdad, alteza?
Briony rio.
—En realidad pensaba en Feival. En la escena ha representado a cortesanos de ambos sexos. ¿Por qué no hacer una actuación por encargo mío? No, tengo otros planes para ti, Finn. Quiero que tú y el resto de la compañía seáis mis oídos en Tessis. Averiguad qué piensa la gente, sobre todo de Marca Sur, cualquier noticia de la guerra o de los Tolly. —Se puso de pie—. No puedo tomar decisiones sin información. Sin fuentes propias, oiré sólo lo que el rey Enander y sus allegados quieren que oiga.
—Desde luego, princesa. Pero, ¿cómo puedo cumplir con vuestros deseos? ¡Soy un prisionero!
—No por mucho tiempo. Me encargaré de eso. Ánimo, amigo Finn. Ahora eres mi servidor y cuidaré de ti.
Briony fue a la puerta y la abrió.
—¡Actores! —exclamó en voz alta, para que oyeran los guardias—. ¡Cuánto me alegra deshacerme de ellos! ¡Llevadlo de vuelta a su celda! ¡Me he cansado de la compañía de mentirosos profesionales!
Él hizo una reverencia al entrar.
—Buenos días, mi señora. ¿Me mataréis hoy?
—¿Por qué, Kayyin? ¿Tenías otros planes?
Se había transformado en su saludo habitual. No era del todo humorístico.
* * *
La dama Yasammez tenía los ojos cerrados. Sus pensamientos habían ido lejos y sólo ahora la devolvían a este lugar extranjero, esta ciudad de los soleados a orillas del océano, el mismo océano que abarcaba el mar negro y sin sol que chocaba contra las rocas de Qul-na-Qar, pero que aquí era tan distinto. Sí, el Manto había cambiado las cosas en pocos siglos, la gran mortaja que Torcido les había legado para mantenerlos a salvo, pero, ¿era sólo el Manto lo que cambiaba las cosas? ¿Su gente no había terminado por dejar de amar el sol? Reflexionó sobre Kayyin, que estaba delante de ella con su sonrisa extraña y triste. ¿Qué qar había tenido ese aspecto, con esa expresión de miedo, culpa y resignación tan típica de un mortal? No son tan distintos de nosotros como crees, le había dicho Kayyin una vez. En ese momento había pensado que él sólo trataba de azuzarla, de obligarla a matarlo para que pusiera fin a esa semivida antinatural. Luego ella había cavilado sobre ello. ¿Y si fuera cierto?
Ahora, mientras pensaba en ese oleaje oscuro que rodaba sin cesar frente a Qul-na-Qar, se le ocurrió otro pensamiento: ¿y si los soleados, los insectos mortales que durante tanto tiempo había deseado aplastar… y por cuya espada moriría con gusto si antes lograba cobrarse muchas víctimas entre sus enemigos… y si los mortales no sólo eran iguales a su gente, sino mejores? ¿Cuánto tiempo podía una criatura caminar encorvada hasta que ya no pudiera enderezarse? ¿Cuánto tiempo los animales cavernícolas seguían viviendo como si un día fueran a regresar a la luz antes de que sus ojos se desgastaran y su piel se volviera blanca y cadavérica? ¿Cuánto tiempo se podía vivir como una bestia inferior sin transformarse en una bestia inferior?
—Aún no has librado la guerra, mi señora —dijo Kayyin, rompiendo el silencio.
—¿Guerra?
—Hace pocos días juraste que destruirías la ciudad mortal que tenemos delante. ¿Lo recuerdas? Fue cuando tomaste cautivas a esas dos mujeres de Marca Sur. Fuiste muy elocuente, señora, muy tajante. «Me deleitará volver a oír los alaridos de vuestra gente», les dijiste. Pero he notado que aquí estás, y los alaridos aún no han empezado. ¿Será que has reflexionado sobre tu odio irracional?
—¿Irracional? —Ella lo encaró, irritada. Le fastidiaba demostrar fastidio. Él sólo vivía para provocarla y ella detestaba satisfacerlo. Pero lo que acababa de decir parecía extraño, casi malicioso—. Es gracias a la razón que aún siguen con vida. Sólo un necio comete sin vacilación un acto irreparable, y los planes que tengo para los mortales son de esa clase. Cuando el dios haya muerto, los mortales también morirán. —Lo miró y se permitió parpadear una sola vez, una señal de leve sorpresa—. ¿De veras deseas que los ataque hoy, Kayyin? ¿Quieres apresurar el final? Creí que te habías encariñado con ellos.
—Quiero que conozcas tu propio parecer, mi señora. Creo que muchas cosas dependen de ello.
—¿Qué tonterías dices?
—Tonterías que me susurraron al oído antes de que yo volviera a conocerme a mí mismo. —Kayyin hizo una pausa, como buscando las palabras—. No tiene importancia. Pero aunque no lo creas, temo por tu pueblo, madre mía. Temo tus decisiones. Supongo que por eso te lo pregunto. Como un hijo travieso que espera que un padre llegue a casa, temo el castigo menos que la espera.
—Eso es porque eres un niño, Kayyin, comparado conmigo. Cuando ordene el ataque, será fulminante y definitivo. Arrasaré este lugar con un poder que matará todo lo que viva, incluso las aves de los árboles y los topos del suelo.
Por primera vez él demostró sorpresa, y miedo.
—¿Qué les harías?
—Tú no tienes por qué saberlo, traidor. Pero esa destrucción será tan total que no comenzaré hasta estar segura.
—¿Entonces confiesas que tienes dudas?
—¿Dudas? Ja. —Ella empuñó su espada Fuego Blanco, se levantó estirando las largas piernas, y dejó la espada sobre la mesa. En la gran sala que había sido la sede del gobierno de la ciudad no había ni siquiera fantasmas. Sus guardias esperaban fuera. Como Kayyin, estarían inquietos e impacientes con esta larga pausa, cuando la guerra parecía ganada. A diferencia de él, eran soldados, y tendrían la disciplina para no decirlo—. ¿Te cuento una historia?
—¿Verídica?
—Me irritas menos de lo que crees, pero más de lo que es cortés. Tu padre se habría avergonzado. Era una criatura muy grácil.
—¿De eso trata la historia que quieres contarme? ¿De mi padre?
—Te hablaré de la batalla del Llano Tembloroso. Tu padre no había nacido, pero uno de tus ancestros, Ayyam, padre de tu tatarabuelo, estaba allí. Fue una de las últimas batallas entre los clanes de Brisa y Humedad y sus aliados mortales. Luchamos por Fuego Blanco contra la traición de sus tres medio hermanos, que son adorados por estos idiotas mortales.
»Yo era uno de los tres generales del rey Numannyn… Numannyn el Cauto, como lo llamarían después. Habíamos luchado largo tiempo en defensa del gran dios Fuego Blanco, batallando durante días contra semidioses y ejércitos de mortales, y nuestras tropas estaban agotadas. Anochecía y nuestras fuerzas sólo deseaban acampar antes de que oscureciera. Señor de la Luna, hermano de Fuego Blanco, había perecido, y la luna se había puesto roja y casi había desaparecido del cielo. Los dioses podían luchar sin luz, pero para nosotros era más difícil. Numannyn, sin embargo, tenía una vidente consigo, y ella le dijo que al amparo de la oscuridad un hombre escapaba del campo con una guardia de varios cientos de soldados mortales.
»—Debe ser alguien importante —dijo Numannyn—. Un rey de los mortales, huyendo de la batalla, o quizá un mensajero de los mortales para los dioses de Xandos. Debemos capturarlo.
»—Tus soldados están fatigados —le dijo uno de sus generales. Yo no me atrevía a hablar contra los deseos del rey, pero estaba preocupada. Mis guerreros ya habían dado demasiado, y el día siguiente amenazaba con ser el más sangriento. Aun nuestros soldados más fieros necesitan descansar.
»—Esto me da mala espina —dijo el tercer general—. ¿No podemos enviar una bandada de elementales para que observen a este fugitivo? Huelo una trampa.
»—Si ninguno de mis generales está dispuesto a hacerlo —dijo Numannyn, enfurecido—, entonces tomaré una compañía y lo haré yo mismo.
»Todos estábamos avergonzados. Como yo era la más joven, y la única que no había expresado una objeción, me sentí obligada a prestar este servicio. Tomé a mis compañeros, los Creadores de Llanto, subimos a nuestras monturas y partimos.
»Encontramos al enemigo cruzando el río Rastro de Plata, al pie de las colinas que bordeaban ese gran prado helado. Como había dicho la vidente, un centenar de soldados mortales cabalgaban a toda prisa. Eran fuertes y estaban bien armados, pero no parecían cumplir más función que la de proteger una litera llevada por esclavos semidesnudos. Cuando les pedimos que se rindieran, volvieron grupas y lucharon, como era de esperar. Si el personaje que custodiaban era tan rico o tan importante como para llevar semejante guardia, no lo entregarían fácilmente. Pero a pesar de su fiereza y su entrenamiento eran sólo soldados mortales, y su única ventaja era el número. Para nosotros, era como pelear contra niños fuertes pero torpes.
»Cuando derrotamos a los soldados, los esclavos dejaron la litera y huyeron. El hombre mortal que salió de ella era menudo y de pelo oscuro. No conocía su cara, pero algo me resultaba familiar.
»—No me hagáis daño —dijo con voz temerosa—. Dejadme en libertad y seréis ricos.
»—¿Qué podrías darnos? —gritaron mis hombres, riendo—, ¿Oro? ¿Ganado? Somos el Pueblo, el Pueblo verdadero. ¡No hay nada que puedas darnos que nosotros no os hayamos dado a vosotros, simios de las cavernas!
»—Nuestro rey te reclama, y vendrás con nosotros —se burlaron otros—. No hay más que decir. —Y pusieron al prisionero a lomos de un caballo, con las manos sujetas a la espalda.
»Cuando lo llevamos ante el rey, el prisionero volvió a implorar, pero ahora había algo raro en la voz.
»—Por favor, rey Numannyn, señor de los qar, señor de los vientos y del pensamiento, déjame en libertad y te haré regalos. No quiero problemas para mí ni para ti.
»El rey sonrió fríamente. Me daba miedo mirarlo, aunque no sabía por qué, pero tenía la misma sensación que cuando una gran piedra empieza a moverse para rodar cuesta abajo. Algo estaba sucediendo, aunque yo no sabía qué, y pronto sería demasiado tarde para detenerlo.
»—No puedes ofrecerme nada salvo lo que sabes —dijo Numannyn—. Y me lo darás, por las buenas o por las malas. Ahora me perteneces. ¿Quién eres y adonde te dirigías?
»El mortal agachó la vista, como si estuviera avergonzado o aterrado, pero cuando irguió la cabeza su expresión había cambiado. Le brillaban los ojos, y su sonrisa era tan fría y dura como la de Numannyn.
»—Muy bien, reyecito. Sólo deseaba abandonar este lugar y esta lucha incesante para la que no sirvo, y regresar a mi hogar en la cima del Xandos. Pero tenías que detenerme para interrogarme. Tenías que apresarme. Muy bien. —Alzó las manos. Los guardias desenvainaron las espadas, pero el desconocido no hizo otro gesto—. ¿Quieres saber mi nombre? Mis servidores me llaman Zosim, pero vosotros me conocéis como el primer y mayor Embaucador.
»En efecto, era el dios en persona, usando la forma de un mortal, y mientras hablaba comenzó a recobrar su aspecto de deidad. Creció cada vez más. Sus ojos centelleaban y el relámpago jugaba sobre su cabeza. Yo era joven, y no tan fuerte como ahora. Ni siquiera podía mirarlo de frente mientras se revelaba, tan terrible era su aspecto. ¡Y era uno de los dioses menos aguerridos! ¡Lo habíamos pillado tratando de huir de la batalla! Pero ahora lucharía. Ahora castigaría.
»Su tez se puso negra como el ala de un cuervo; sus ojos, rojos como brasas. Su armadura, de metal rojo y azul, creció sobre él como musgo sobre una piedra, hasta que quedó cubierto de la cabeza a los pies. Todos lo mirábamos boquiabiertos, como aves hipnotizadas por una serpiente. Extendió una mano, y empuñaba un látigo. Extendió la otra, y empuñaba una vara de cristal. Luego inició su ataque. Aun la canción que cantaba era estremecedora. Tú nunca has visto a un dios, Kayyin. Un dios con su equipo de combate es lo más aterrador que puedas imaginar. Espero que mi larga vida termine antes de que vuelva a ver semejante cosa. Con un dios como Embaucador, señor de los estados de ánimo y los misterios, su apariencia contribuía a volverlo temible, nuestro propio terror le daba grandeza.
»Pero no me interpretes mal. Su poder era real. Algunos dicen que los dioses quizá tengan nuestro mismo origen, que al principio nacieron de la misma simiente, el mismo hueso, pero la diferencia radicaba en lo que podían ser, lo que podían controlar. Otros dicen que son otra familia de seres. No lo sé, Kayyin. Soy sólo una guerrera, y aunque soy antigua, los dioses eran antiguos antes de que yo llegara a este mundo. Aunque en cierto modo sean nuestros primos, nuestros padres, nuestros antepasados, no cometas el error de creer que son como nosotros, porque no lo son.
»El rey Numannyn fue uno de los primeros en morir, pues la vara zumbante de Embaucador lo partió como un leño. Los otros dos generales murieron defendiéndolo, así como muchos soldados, gimiendo como los más flojos de los mortales. Si los guardias de Embaucador no hubieran echado a correr aterrorizados cuando se reveló, podrían haber destruido la mitad de nuestro ejército, tan terrible era el daño que causaba ese dios iracundo. Pero había dicho la verdad: no le gustaba la guerra. Cuando su cólera se enfrió, Embaucador dio media vuelta y se alejó, encogiéndose como un pergamino en la llama de una vela, hasta que sólo quedó su disfraz de mortal. Ninguno de los supervivientes lo siguió. Creo que nadie pensó en ello.
»Yo había caído en los primeros momentos. El látigo de Embaucador había astillado mi escudo, y un revés de su guantelete me había arrojado al otro extremo del campo. Permanecí inconsciente largo tiempo y sólo desperté cuando Ayyam, el padre de tu tatarabuelo, me llevaba de vuelta hacia mis tropas. Era vasallo de otro de los generales y había sido herido cuando trataba de salvar a su señor. Era leal, y quizá me cuidó porque pensaba que le había fallado a su general y su rey.
»En todo caso, nos hicimos amigos, y tiempo después más que amigos. Nunca hablamos de la noche en que nos conocimos, sin embargo. Estaba en nuestros pensamientos como la cicatriz de una quemadura…
Hizo una pausa, como si fuera a decir algo más, pero pasó un rato sin hablar.
—¿Por qué me cuentas esta historia? —preguntó Kayyin—. ¿Debo aprender algo de la lealtad de mi antepasado?
Ella alzó la vista lentamente, como si hubiera olvidado que él estaba allí.
—No, no. Me preguntaste por qué no destruyo a los mortales cuando he dicho a todo el mundo que lo haría. Mi amado servidor Gyir ha muerto y el Pacto del Cristal ha perdido vigencia, tal como me temía. Así que derribaré el castillo de los mortales piedra por piedra, si debo hacerlo, para obtener lo que necesito. Pero eso no significa que me apresuraré, a pesar de tu impaciencia… y a pesar de la mía.
Él se tocó la cabeza, esperando.
—Porque la cosa que sueña y sufre en un sueño inquieto bajo ese castillo es un dios, niño tonto. También es mi padre, pero eso me importa sólo a mí. —El rostro de Yasammez era pálido y amenazador como un cielo esperando una tormenta—. ¿No entendiste nada de la historia que te conté? Los dioses no son nuestros iguales. Están tan lejos de nosotros como nosotros de los insectos que se apiñan sobre una hoja. Sólo un tonto se apresura a perturbar algo que no puede entender ni controlar. ¿Ahora comprendes? Ésta será la canción de muerte de nuestro pueblo. Deseo asegurarme de que cantemos la melodía que escojamos, sea cual fuere el final.
Kayyin agachó la cabeza. Al cabo, Yasammez hizo lo mismo. Un extraño que hubiera entrado en ese momento habría pensado que eran dos mortales rezando.
* * *
—¿Realmente os pondréis eso para recibir al príncipe, alteza? —preguntó Feival reprobatoriamente. Disfrutaba muchísimo de su papel. Lo disfrutaba demasiado, pensó Briony: era tan fastidioso con la apariencia de la princesa como lo habían sido la tía Merolanna, Rose y Moina.
—¡Debéis estar bromeando, alteza! —dijo su amiga Ivgenia—. ¿Por qué no me lo dijisteis? ¿De veras el príncipe Eneas viene aquí?
Briony no pudo contener una sonrisa ante esa reacción. Eneas era sólo el hijo de un rey, igual que los hermanos de Briony, aunque debía conceder que era príncipe de una corte y un país mucho más grandes e importantes. Todas las mujeres del Avenida parecían empeñadas en tratarlo como a un dios.
—Sí, viene. —Se volvió hacia las otras damas—. Y no lo miréis embobadas cuando llegue. Seguid con vuestra costura. —Briony se arrepintió de inmediato de sus palabras. Era la primera vez que parecían interesadas en algo en los días que habían transcurrido desde la espantosa muerte de Talia—. O al menos aparentad que estáis cosiendo, por favor. De lo contrario, lo ahuyentaréis. —Sospechaba que Eneas, como su hermano Barrick, era enemigo de la adulación, aunque quizá por motivos muy diferentes.
El príncipe llegó con una admirable falta de ostentación, sin guardias ni escolta y vestido con un atuendo que era muy informal en la corte de Tessis: una chaqueta y jubón sencillos aunque limpios y de buena confección, los pantalones abolsados que estaban de moda allí, una capa manchada por el viaje, y una ancha gorra chata que también daba la impresión de haber pasado mucho tiempo a la intemperie. Briony notó que Feival estaba impresionado por el aspecto agraciado del príncipe, aunque reprobaba su ropa sencilla.
—Debe tener guardarropas del tamaño de Castelhueso —le susurró el joven actor—, pero nunca los visita.
Eneas debe ser la única persona de esta corte que no está enamorada de su espejo, pensó Briony. A su entender, esa combinación le daba un aire serio y agradable: era un hombre que se ponía ropa limpia y elegante para visitar a una dama, pero también tenía otras ocupaciones, y así llevaba su capa y su gorra de todos los días.
—Princesa Briony —dijo Eneas con una reverencia—. Como todos los demás, me horroricé al enterarme de lo que pasó aquí, en pleno corazón del reino de mi padre.
—Tuve la suerte de que no me pasara nada, príncipe Eneas —dijo ella amablemente—, Pero la pobre Talia, mi dama, tuvo una suerte muy distinta.
Él se sonrojó encantadoramente.
—Desde luego —dijo—. Perdonadme. No puedo imaginar la pena que sentirá su familia al recibir esta noticia. Fue un día horrible para todos.
Briony asintió. Él se quitó la gorra, revelando un cabello oscuro como tréboles secos; parecía que había recibido cierta atención pero que el cepillo apenas lo había rozado. Ella señaló un asiento.
—Sentaos, por favor, alteza. Ya conocéis a Ivgenia e’Dousros, la hija del vizconde Teryon.
El príncipe saludó a la muchacha con rostro solemne.
—Naturalmente —dijo, aunque Briony dudaba que la recordara, a pesar de que Ivgenia era bonita: el príncipe Eneas era famoso por pasar el menor tiempo posible en la corte, así que su presencia era doblemente interesante y bastante halagüeña.
—¿Cómo estáis, princesa… con franqueza? —preguntó cuando se sentaron—. No os puedo decir la angustia que sentí al enterarme de este horrible asesinato. ¡Que alguien pensara que podía hacer esto en nuestra propia casa…!
Briony ya había decidido que el palacio Avenida era tan peligroso como un nido de serpientes, pero le costaba dudar de la sinceridad de Eneas. ¿Qué había dicho Finn sobre él, cuando habían llegado a Sian, tanto tiempo atrás? Él aguarda pacientemente. Dicen que es un buen hombre, piadoso y valiente. Desde luego, dicen eso de todos los príncipes, incluso de los que resultan ser monstruos en cuanto asientan las posaderas en el trono. Briony tenía la desgracia de haber conocido a demasiados monstruos, y no creía que este hombre se convirtiera en uno. Era bastante encantador, y tenerlo en sus aposentos le ganaría la envidia de casi todas las mujeres de Avenida, jóvenes o mayores.
—Estoy tan bien como cabe esperar —dijo—. Un enemigo usurpa mi trono. Trató de asesinarme, y por eso tuve que escapar. Antes asesinó a mi hermano mayor, Kendrick. —No lo sabía con certeza, y Shaso parecía ponerlo en duda, pero en ese momento no estaba atestiguando en la santidad del templo, bajo la mirada de los dioses, sino tratando de ganar un aliado—. Y ahora envía a su gente y trata de asesinarme aquí; es lo que sospecho.
—No —respondió Eneas. No era una negación, sino una exclamación de disgusto—. ¿De veras? ¿Creéis que los Tolly cometerían un acto tan necio aquí, bajo las narices del rey?
Las narices del rey parecen estar en otro lugar ahora, pensó Briony, aunque no lo dijo. La vida con la impúdica gente de la compañía de Makewell no había contribuido a transformarla en una dulce princesita, pero se había vuelto más ducha en el disimulo.
—Sólo sé que viví aquí a salvo por un tiempo, pero alguien trató de asesinarme un día después de la llegada del enviado de Hendon Tolly.
Eneas apretó los puños. Se levantó y se puso a caminar. Ahora que les daba la espalda, las damas podían mirarlo embobadas, y así lo hicieron.
—Ante todo, a partir de ahora todas vuestras comidas vendrán de la mesa del rey, princesa —dijo—. Así contaréis con los servicios de los catadores de mi padre. Para mayor seguridad, uno de mis sirvientes os traerá los platos cuando no comáis con los demás. —Hizo una pausa, reflexionando—. Además, si no os ofende, dejaré a algunos de mis hombres para que vigilen vuestros aposentos. Debo volver a marcharme y no puedo velar por vuestra protección, pero el capitán de mi guardia se encargará de que estéis segura aquí y cuando salgáis de vuestra estancia. Por último, le diré a Erasmias Jino, un buen hombre que goza de mi confianza, que esté atento a vuestro bienestar, sobre todo cuando yo me ausente de la corte.
No sabía si eso la convencía (el vigilante lord Jino la inquietaba bastante), pero Briony sabía que no le convenía discutir con ese joven amable y poderoso que trataba de ayudarla. Aun así, no pudo contener una punzada de tristeza: la mención de un capitán de la guardia le recordó a Ferras Vansen, que según todas las fuentes había desaparecido con su hermano Barrick después de la desastrosa batalla del campo de Kolkan. Más aún, se sentía vagamente avergonzada, como si estuviera permitiendo que el guapo príncipe la cortejara en vez de permitirle que la protegiera, como si le debiera algo a Vansen. Era una tontería, pero el dolor tardó en disiparse, y guardó silencio tanto tiempo que Eneas comenzó a preocuparse.
Ivgenia intervino, tratando de salvar el momento.
—¿Adonde iréis esta vez, príncipe Eneas, si disculpáis la pregunta? Toda la corte os echa de menos cuando os vais.
Él hizo una mueca, pero Briony pensó que no iba dirigida a Ivgenia sino a la idea de que la gente hablara de él.
—Debo regresar al sur. El margrave de Akyon está sitiado por los xixianos en el sur. Acudiré con mis Perros del Templo y enviaremos al resto del ejército a romper el sitio.
—¿Y luego asistiréis a Hierosol, alteza? —preguntó Ivgenia.
Él negó con la cabeza.
—Me temo que Hierosol está perdida, milady. Dicen que sólo quedan en pie las murallas interiores… Que hasta Ludis Drakava ha huido.
—¿Qué? —Briony casi se cayó de la silla—. No lo sabía. ¿Hay noticias de mi padre, el rey Olin?
—Lo siento, princesa, no he oído nada. En mi opinión, ni siquiera un bárbaro como el autarca xixiano le causaría daño, pero no creo que la gente de Hierosol lo entregue a Sulepis. Recordad que aún no se han rendido, y quizá resistan largo tiempo. Supongo que algún noble habrá reemplazado a Drakava. Aun así, lamento no tener mejores noticias.
A Briony se le humedecieron los ojos. Normalmente habría reprimido las lágrimas, pero éste no era un momento normal.
—¡Los dioses guarden a mi pobre y querido padre! ¡Lo echo tanto de menos!
Feival se acercó con un pañuelo.
—Vuestro maquillaje se correrá como pintura nueva bajo la lluvia, alteza —le dijo.
Eneas parecía incómodo.
—Lo siento, alteza. Por favor, no deis mucho crédito a lo que yo diga sobre vuestro padre o Hierosol. El país está en guerra y ninguna noticia es segura. Es posible que Ludis se haya llevado a vuestro padre al escapar, pues es una pieza útil en una negociación.
Briony moqueó y soltó una risa dolorosa.
—No creo que la idea de un Ludis Drakava desesperado que arrastra a mi padre por un campo de batalla me resulte muy reconfortante, príncipe Eneas.
Ahora él se veía aún más incómodo.
—Ah, por el honor de los dioses… De veras, Briony… es decir, princesa, lamento haber hablado.
No quería ponerlo en esa situación embarazosa.
—Por favor, príncipe Eneas, no os preocupéis. Vuestras intenciones eran amables, y me han engañado tantas personas que creía amigas que os doy las gracias por decirme la verdad. Por favor, no os queremos quitar más tiempo. Sé que tenéis mucho que hacer. Gracias por todo.
Una vez que el confundido Eneas se marchó, Briony se secó los ojos, rechazando el intento de Ivgenia de consolarla y el intento de Feival de arreglarle la cara. Alegando agotamiento y preocupación, les pidió que se marcharan, aunque obviamente se morían por hablar con ella sobre el príncipe Eneas.
Briony no sufría tanto como aparentaba. Se sentía apenada por su padre, y también asustada, pero hacía meses que le sucedía eso. El terror tenía un límite, al igual que la debilidad y la indefensión. Así que había trazado planes para hacer algo por esa indefensión, y había comenzado a llevar a cabo esos planes.