6: Dientes rotos

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Dientes rotos

El Libro de la Lamentación es una crónica crepuscular que presuntamente contiene la historia de todo lo que ha sucedido y todo lo que sucederá. Según Rhantys, cada página es de oro batido y la encuadernación es de diamante puro. Algunas viejas leyendas sugieren que la Teomaquia, o Guerra de los Dioses, se libró a causa del robo de este libro, y no por el secuestro de Zoria.

Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand

A menudo Barrick había criticado a su hermana Briony por sus hábitos descuidados. Dejaba que los perros durmieran en su cama aun en las noches cálidas, arrojaba sus zapatos donde se los quitaba, y abrazaba a las criaturas más fangosas y repulsivas del mundo como si fueran bebés, ya fueran cachorros, potrillos, gatos, corderos o pollos. Pero a pesar de las veces que Briony había enfurecido a su quisquilloso hermano, él ansiaba hablar con ella y disculparse por decirle que era la criatura más sucia que había existido, porque ahora había ampliado sus conocimientos. Ninguna criatura, ni siquiera un gusano ciego que viviera en los retretes de Kernios, podía ser más repulsiva que el cuervo Skurn, con sus festines de huevos de rana y ratones muertos y putrefactos, sus repugnantes plumas desparejas y su constante olor a sangre, fermentación y estiércol.

El gran pájaro comía constantemente, cabeceando sobre alguna inmundicia con la regularidad exasperante de una rueda de molino en una corriente fuerte. Y comía cualquier cosa: insectos voladores, excrementos de otros pájaros, babosas, caracoles y todo lo que fuera demasiado lento para eludir su pico negro y córneo. Y no comía con pulcritud: siempre tenía el pecho cubierto con una costra seca de lo que había comido la última vez, y a menudo algunos trozos aún se movían. Y sus otros hábitos eran aún más nauseabundos. Skurn no se fijaba mucho dónde defecaba, pero cuando se sobresaltaba renunciaba a toda discreción: zurullos desviados podían caer sobre el hombro o el pelo de Barrick.

—Pero no te defecamos adrede —comentó Skurn después de uno de esos accidentes, cuando lo sobresaltó una rama que caía—. Y recalquemos que hasta ahora te mantuvimos lejos de los sedosos.

Al menos eso era cierto. Desde que Skurn había regresado, había ayudado a Barrick a atravesar el Bosque de Seda sin toparse con las criaturas que le daban su nombre. Un par de merodeadores silenciosos los habían seguido un rato unos días atrás, pero sólo se habían acercado a las ramas más bajas. Quizá, pensó Barrick con cierto orgullo, se había corrido el rumor de cómo trataba él a su especie. (Aunque reconocía que lo más probable era que sólo estuvieran esperando refuerzos.)

Ni ayer ni hoy había visto rastros de ellos, y había logrado dormir unas horas mientras Skurn montaba guardia, o al menos eso decía: Skurn no sólo era egoísta, sino viejo. Una vez Barrick lo había visto dormirse en pleno vuelo, perder control de las alas y estrellarse la cabeza contra un tronco, cayendo al suelo como un manojo de hojas negras. Al acercarse, Barrick estaba seguro de que el cuervo se había desnucado.

¿Es herejía, se preguntó Barrick, rezar a dioses cuya existencia te causa confusión y cuya bondad pones en duda, para pedirles que velen por un ave bestial que ni siquiera te agrada?

* * *

—Creo que no sabes adonde vamos —le gritó al pájaro—. ¡Estamos andando en círculos!

—No andamos en círculos —protestó Skurn—. Todo parece igual porque siempre es lo mismo.

—No te creo.

Entre la niebla, los tupidos árboles y el crepúsculo eterno, Barrick nunca había podido hacerse una idea de su posición ni del aspecto de esta parte de las tierras de sombra, pero habían atravesado un bosque interminable y confuso durante tanto tiempo que se desesperaba por ver dónde estaba. Así, a pesar de la oposición de Skurn, empezó a trepar cuesta arriba con la esperanza de que hubiera una brecha en los árboles que le permitiera ver el paisaje.

—Apártate de los terrenos altos y bajos —dijo Skurn, aleteando nerviosamente mientras procuraba eludir las ramas que se curvaban sobre su cabeza—. ¡Es lo más sensato! Todos lo saben.

—Yo no. —Barrick no quería hablar. Ya le dolía el brazo y quería ahorrar el aliento para trepar.

Mascullando, el cuervo voló cuesta arriba pero pronto regresó.

—Creemos conocer este lugar. Es territorio de los gurruminos. Anidan por aquí.

—¿Gurruminos? ¿Anidan? —Barrick sacudió la cabeza—. ¿Son peores que los sedosos?

El cuervo hundió la cabeza entre las plumas, como encogiéndose de hombros.

—No lo creemos. Más aún, pueden ser bastante apetecibles si uno les quita las armas…

—Entonces déjame en paz.

—No son peores que los sedosos —gruñó el cuervo—. Pero tampoco dijimos que fueran amables.

Una hora más tarde aún subía la cuesta, sin prestar atención a un brazo que ardía como fuego mientras se arrastraba sobre árboles caídos y entre malezas pegajosas. Las peores eran esas trepadoras espinosas cuyas hojas negras y aterciopeladas se mecían en el extremo de los tallos, grandes como repollos. Esas trepadoras dominaban laderas enteras y ahogaban todo lo demás, incluso los árboles más pequeños, y eran tan tupidas que habría necesitado una guadaña para cortarlas, aunque aun así habría sido una tarea agotadora. Cuando Barrick se topaba con las flores negras, que estaban por doquier, sólo podía virar para sortearlas. Pero una ventaja de ese crepúsculo eterno era que, así como nunca había plena luz, tampoco había plena oscuridad. Al menos no debía temer que la noche lo sorprendiera expuesto en la ladera.

¿De dónde salía ese crepúsculo? Barrick entendía que las nubes y la niebla cubrieran la región y taparan el sol, pero, ¿cómo podían retener la luz en el mundo cuando el sol bajaba? ¿Acaso absorbían los rayos del sol como un trapo seco absorbe el agua, y seguían irradiando luz en el cielo cuando el sol se había ido?

¿Qué importa? Es más magia de las hadas. Pero lo instaba a hacerse preguntas sobre los dioses, que por lo que había oído no parecían muy distintos de los hombres en el modo de vivir su vida. Quizá Perin, Kernios y los demás no hubieran llegado a ser amos de la humanidad porque eran dioses, sino que eran dioses porque habían sido tan poderosos como para hacerse amos de la humanidad…

Skurn bajó del cielo y se le posó en el hombro. Barrick se sobresaltó y lanzó una maldición.

—Silencio —le susurró el pájaro al oído—. Algo se mueve en aquellos árboles.

Con el corazón palpitante, Barrick sacó la lanza rota del cinturón, aspiró aire y avanzó, apartando una rama y revelando un pequeño claro, una extensión relativamente desnuda en la ladera. En efecto, había mucho movimiento en los árboles y susurros entre las ramas, pero las criaturas que se agolpaban allí eran más pequeñas que el meñique de Barrick.

—¡Son… gente pequeña! —dijo—. ¡Como en los cuentos!

Cuando terminó de hablar, un trompetazo estridente sonó en la espesura y una lluvia de objetos pequeños y afilados cayó sobre él. Dos o tres se le clavaron en el dorso de la mano; soltó un grito de dolor y trató de arrancarse esas flechas diminutas, pero llovieron más proyectiles en miniatura, picándole la cara y el cuero cabelludo como tábanos.

—¡Basta! —gritó, y se volvió de nuevo, pero parecían llover dardos de todas partes. Se tapó la cara con el brazo y corrió hasta llegar a la primera rama que había visto. Mientras los hombres diminutos se dispersaban, Barrick llegó a ver armaduras quitinosas semejantes a un caparazón de escarabajo. Aferró la rama antes de que la mayoría pudiera escapar y la sacudió hasta que cayeron cuerpos pequeños en derredor. Apresó todos los que pudo, una media docena, y alzó esa masa movediza pero ilesa encima de la cabeza, como escudo. Oyó chillidos en los árboles y la tormenta de flechas cesó—. ¡Diles que dejen de dispararnos, Skurn! ¡Diles que no tenemos malas intenciones!

—Dijimos que te alejaras de los lugares altos —le recordó Skurn agriamente, pero al cabo de un momento Barrick oyó que el ave decía algo en una serie de trinos y chistidos. Tras una pausa, Skurn habló de nuevo. Barrick supuso que la voz del que hablaba en nombre de la gente pequeña era demasiado baja para que él la oyera. La voz del cuervo y el aparente silencio se alternaron por largos momentos.

—Creemos que las hadas pequeñas nos dejarán pasar si sueltas a los que tienes en la mano. Les dijimos que no conservarías más de dos o tres para comer.

—¿Tres para comer? ¿Tres de qué…? —De pronto Barrick comprendió—. ¡Los dioses te maldigan, pájaro repugnante! ¡No vamos a comerlos!

—Tú no —dijo Skurn, ofendido—. Sabía que no lo harías. Eran para mí…

—¡Escucha lo que dices! Son personas… en cierto modo. No puedo decir lo mismo de ti. —Barrick bajó la vista. Uno de esos hombrecillos vestidos con corteza procuraba aferrarse a su manga, pataleando para evitar una caída fatal. Se le había desprendido el yelmo, hecho con el cráneo de un pájaro, y tenía los ojos desencajados de terror—. ¡Por el amor de los Tres Hermanos, incluso usan armadura! —Siempre protegiéndose la cabeza, Barrick acercó el brazo al cuerpo para que el hombrecillo pudiera aferrarse a su raída chaqueta.

—La armadura es fácil de quitar —dijo Skurn—. Debajo son bastante apetitosos. Sobre todo los jóvenes…

—Cállate, pájaro. Eres asqueroso. Y mientras hablas así desde lo alto de un árbol, seré yo quien recibirá una flecha en el ojo si algo sale mal. Diles que voy a bajarlos a todos, si eso es lo que quieren, y que no disparen. Diles que los soltaré, Skurn, o por los dioses que voy a desplumarte.

Mientras el cuervo comunicaba este mensaje a la gente pequeña, Barrick bajó las manos hasta el suelo. Los hombrecillos, que por miedo o pragmatismo habían dejado de forcejear, descendieron con cuidado. Esperaba no haber matado a ninguno, no porque lo avergonzara (a fin de cuentas, le habían disparado flechas), sino porque dificultaría más las cosas. Era una lección que le había dado su padre. No frotes la cara de tu enemigo en el suelo cuando lo hayas abatido, decía Olin, si piensas permitir que se levante. Los insultos tardan más en sanar que las heridas. Nunca le había encontrado sentido, pues habitualmente era Barrick quien terminaba con la cara en el suelo, pero ahora empezaba a entender. Andar por la vida era como andar por ese horrible bosque: cuantas menos cosas que te odiaran dejaras detrás, menos fuerzas debías dedicar a cuidarte las espaldas y más atención podías prestar a lo que tenías delante.

Cuando los prisioneros estuvieron a salvo, un centenar de gurruminos bajaron de los árboles y salieron de las malezas del claro. No sólo se diferenciaban de los hombres verdaderos por su tamaño, decidió Barrick: sus rasgos eran más alargados, sobre todo sus narices y barbillas puntiagudas, y sus extremidades eran delgadas como patas de araña. En los demás aspectos, no eran muy distintos de la gente grande. Su armadura estaba ingeniosamente construida con cortezas, cáscaras de nuez y caparazones de insecto, y sus lanzas eran espetones de hueso afilado. Tenían la expresión de un ejército en medio de una tregua dudosa: mientras Barrick gateaba hacia ellos, lo miraban con temor y desconfianza, dispuestos a replegarse hacia las malezas si él manifestaba malas intenciones.

Cuando Barrick se detuvo, un gurrumino salió de la multitud, y su voz era como el gorjeo de un pájaro pequeño. A pesar de la voz aflautada, tenía un aspecto muy marcial, con su escudo hecho con el caparazón reluciente de un escarabajo verde azulado, y su barba sujeta con cintas, y su yelmo que era el cráneo de un pez dentudo.

—Dice que respeta la tregua —le informó Skurn—, pero que si vienes a saquear el oro sagrado de las colmenas de su gente, él y sus hombres te combatirán a muerte. Han jurado a sus antepasados que protegerán las colmenas y los caballos meleros.

—¿Colmenas? —Barrick sacudió la cabeza—. ¿Caballos meleros? ¿Está hablando de abejas? —Pensó en el sabor de la miel y se le hizo la boca agua. Durante meses lo más dulce que había probado eran bayas amargas—. Dile que no tengo malas intenciones, que trato de llegar a Qul-na-Qar.

Tras un diálogo de gorjeos, Skurn se volvió hacia Barrick.

—Dice que si no piensas robar su tesoro, deben regresar para vigilar a otros que sí lo piensan. —Skurn se picoteó las plumas del pecho, arrancando una pulga—. Nunca permanecen mucho al descampado, y ya están inquietos por haber estado tanto tiempo fuera de las sombras. —Skurn ladeó la cabeza mientras el pequeño jefe volvía a hablar—, Pero como eres honorable y no desean que tengas una muerte horrible, dicen que no te acerques al Cerro Maldito.

—¿Cerro Maldito? ¿Qué es eso?

—Nosotros lo hemos oído mencionar —dijo gravemente el cuervo—, pero nunca oímos nada bueno. Deberíamos reanudar la marcha.

Pero el jefe no había terminado. Gorjeó varias veces más, señalando al pájaro.

—¿Qué está diciendo?

—Nada. —Skurn parecía totalmente desinteresado—. Pura cháchara. Despedidas y bendiciones.

La voz del jefe se hizo más aguda. Los gurruminos parecían tener un modo muy enfático de despedirse.

—Bien, diles que se lo agradezco y… —Barrick entornó los ojos—. Skurn, ¿qué tienes bajo la garra?

—¿Qué? —El pájaro miró hacia otro lado—. Nada. Nada en absoluto, mi señor.

Si ya no hubiera visto al hombre minúsculo que forcejeaba, el súbito respeto del pájaro lo hubiera alertado.

—Es uno de ellos, ¿verdad? Uno de los heridos. Los dioses te maldigan. Suelta a ese pobre hombrecillo o de veras te arrancaré todas las plumas… y también el pico.

El cuervo lo miró con mala cara mientras alzaba su pata negra. Media docena de gurruminos acudieron al rescate de su camarada herido. Cuando estuvo a salvo, la pequeña tribu desapareció en las malezas.

—Eres repugnante.

—Ya estaba malherido —dijo hurañamente Skurn—. No podrán hacer mucho por él… ¡Y era muy regordete!

Retiro mis plegarias anteriores, les dijo Barrick a los dioses. No tenía derecho a pedir vuestra ayuda para un bribón alado como éste.

* * *

Costaba comprender las palabras de unos duendes asustados en la traducción de un cuervo malhumorado, pero Barrick interpretó que él y Skurn estaban en una cresta que atravesaba el bosque, y necesitaban bajar para evitar el sitio llamado Cerro Maldito. No sabía por qué tenía ese nombre. Ahora Skurn se negaba a hablar. A lo sumo, decía que la gente que se perdía allí salía «loca o alterada».

En todo caso, si había entendido bien a la gente pequeña, una vez que dejaran atrás ese lugar funesto estarían a sólo un día de un territorio más seguro, más allá de la comarca de los sedosos.

A Barrick no le había gustado que le disparasen un centenar de flechas diminutas en la cara, pero lamentaba que los gurruminos se fueran. De niño había oído muchos cuentos sobre la gente pequeña, pero nunca había creído que la vería. A fin de cuentas, no había hombrecillos correteando por los pasillos de Marca Sur. Pero aquí estaban y los había conocido. También en esto su vida se había vuelto aún más extraña de lo que jamás habría sospechado.

Desde luego, pensó, últimamente también ha sido peor de lo que habría sospechado.

Continuaron hasta la cima de la cresta y encontraron una protuberancia de roca que se elevaba sobre los árboles, y Barrick pudo distinguir parte de la región circundante. Mientras subía la roca fatigosamente, se recordó que la sensación del paso del tiempo era en gran medida ilusoria: el sol no bajaría pronto, por muy oscuro que estuviera el cielo. Era verdad que en poco tiempo tendría que detenerse a descansar, pero no sería en la oscuridad. Él se levantaría en pocas horas, pero el sol no saldría. Las cosas no cambiaban aquí.

Y quizá ahora Marca Sur y los reinos de la Marca sean así, pensó. Quizá los qar hayan tendido este manto de sombra sobre las tierras de los hombres. Quizá esto sea lo único que Briony y los demás pueden ver. Era un pensamiento lúgubre y desalentador.

Echó una ojeada al rugoso y brumoso mar de árboles. La gente pequeña tenía razón: estaba en la cima de una larga cresta que atravesaba el bosque como un dique. En el horizonte, en el punto donde la niebla era más espesa, un único cerro se elevaba sobre el bosque y la cresta, una enorme y solitaria masa de verdor amortajada por penachos de niebla; una elevación de rocas altas rodeaba la cima como dientes rotos. Como se erguía sobre el mar de niebla pero tenía su propia nube de bruma, el cerro parecía antiguo y misterioso, como un mendigo tan envuelto en harapos que no se puede distinguir del fondo hasta que se mueve.

Barrick no tenía ningún reparo contra el consejo de los gurruminos: no quería acercarse al lugar llamado Cerro Maldito.

* * *

Estaba agotado pero despierto, mirando el vacío y deseando dormir. El viejo cuervo estaba acurrucado cerca de Barrick, y sus ronquidos eran silbidos agudos. Un chubasco agitaba las hojas sobre la cabeza del príncipe, y más allá se extendía el gris manto de crepúsculo.

¿Cuánto hace que no veo el sol? ¿O la luna, llegado el caso? Por los Tres, ¿cómo pueden las criaturas de estas tierras vivir así? ¡Ni siquiera ven las estrellas!

Las leyendas contaban que los crepusculares habían creado el manto dos siglos atrás, y lo habían tendido cuando fracasó su segundo ataque contra el mundo de los hombres. ¿Por qué? ¿Tanto temían la venganza de la humanidad que habían optado por renunciar al sol y al cielo abierto para siempre, incluso a la noche y el día? Había visto a los crepusculares en el campo de batalla. A pesar de su inferioridad numérica, habían desbaratado al ejército humano. Y ciertamente no eran cobardes. ¿Acaso eran muchos menos doscientos años antes, o su dominio del arte de la guerra era mucho más torpe…?

Un movimiento en las ramas distrajo a Barrick. Se quedó quieto y entornó los ojos como si los tuviera cerrados. ¡Allí! Algo se deslizaba por las copas como una enorme araña blanca: un sedoso.

Otra forma pálida se descolgó en silencio junto a la primera y las dos se agazaparon, mirando hacia abajo. Procuró guardar silencio. Fingió que bostezaba y se desperezaba, como si acabara de despertarse. Los sedosos se quedaron quietos un instante, y luego regresaron a las sombrías ramas de arriba, pero las palpitaciones de Barrick no se calmaron.

Conque todavía estaban ahí. ¿Qué esperaban esas criaturas malignas? Sin duda lo habían seguido aguardando la oportunidad de atacarlo, pero ya había dormido varias veces y no habían hecho nada. ¿Qué esperaban?

Refuerzos, probablemente.

Una llovizna tamborileó sobre las hojas de arriba y a veces le goteaba en la cara, pero no importaba: de un modo u otro, no pensaba dormirse.

* * *

Barrick y Skurn habían seguido esa huesuda cresta todo el tiempo posible, pero ahora los cerros descendían, y cada uno era más bajo que el anterior. El Cerro Maldito se erguía delante, bloqueando el cielo como la cúpula de un gran templo, silencioso y enigmático. Barrick no quería bajar a los valles oscuros donde los árboles bloqueaban la escasa luz, pero tendrían que internarse en ellos si querían evitar ese lugar funesto.

Hasta Skurn parecía haber perdido el coraje.

—Esa montaña huele peor cuanto más nos acercamos —comentó—. Apesta a días antiguos y dioses muertos… Peor que Gran Abismo. Ni siquiera los sedosos van allí.

Peor que Gran Abismo… Barrick tembló y desvió la mirada. Nunca olvidaría el horror de los túneles y del tuerto Jikuyin, el pavoroso rey de esas profundidades.

Iniciaron el descenso bajo la llovizna, a lo largo de barrancas boscosas que bordeaban la base del alto cerro, y el pico se elevó sobre ellos como un gigante meditabundo. En la oscuridad de los claros, Barrick se sentía más vulnerable que en las alturas de la cresta. Skurn, que en general se adelantaba volando y a veces desaparecía largo rato, ahora permanecía cerca de Barrick, avanzando sólo pocos árboles cada vez y esperando que él lo alcanzara. El cuervo fue el primero en notar que de nuevo los seguían.

—Tres sedosos —susurró al oído de Barrick. Señaló con el pico—. ¡No mires!

—Maldición, han encontrado a un amigo. —Pero trató de no dejarse asustar. La última vez lo había atacado media docena y él los había derrotado. Tres nunca bastarían para vencer a Barrick Eddon, señor de la lanza que desgarraba seda. Pero si había tres, pronto habría más…

¿Cuándo saldremos de este maldito bosque? No puedo aguantarlo un día más. Pero aún recordaba la vasta arboleda que rodeaba el Cerro Maldito, y sabía que tardarían mucho en salir a campo abierto.

* * *

Skurn había volado un trecho en busca de un sitio relativamente seguro para pernoctar. Barrick estaba cada vez más hambriento. En los últimos días sólo había comido bayas y algunos huevos de ave, sorbidos a través de la cáscara. Contar con un fuego y carne para cocinar parecía un lujo fabuloso, algo que apenas podía recordar.

Todos los príncipes deberían pasar un año perdidos más allá de la Línea de Sombra, pensó. Les enseñaría a valorar lo que tienen. ¡Vaya si les enseñaría!

Un movimiento lo sobresaltó. Alzó los ojos y vio una mancha blanca que desaparecía detrás de un árbol, y luego otro borrón pálido que se internaba en el bosque. Más cerca que antes, comprendió. Quizá crean que nos hemos detenido porque estoy herido. Recogió una piedra y se puso a afilar la punta de la lanza rota para que lo vieran sus observadores. Había envuelto el mango con un trozo de tela arrancada de la manga, pero aun así deseaba tener una espada o un buen cuchillo.

Skurn bajó de los árboles, aleteando mientras se posaba a los pies de Barrick.

—Son cuatro —jadeó—. Ah, nos duelen las alas, de tanto que nos apresuramos para venir a contártelo. Cuatro, y traen una red.

—Los vi —dijo Barrick en voz baja, señalando con el pulgar—. Por allí.

—¿Por allí? No, éstos están adelante. Si también viste algunos, son otros.

Barrick hizo la señal de los Tres mientras se levantaba.

—¡Canallas! Tratan de rodearnos. —La impotencia que había sentido en el bosque en la linde del campo de Kolkan lo embargó como un frío repentino, el momento en que él y sus compañeros comprendieron que los crepusculares los habían engañado y no huían, sino que regresaban para atacarlos desde todos los flancos. Nunca olvidaría los alaridos de terror de esos hombres que pasaban de ser cazadores a ser cazados—. ¡Vamos!

Corrió hacia adelante, alejándose del lugar donde el cuervo había visto a los cuatro sedosos con la red, pero también de los que había visto él. Poco después Skurn pasó volando.

—¡Hay muchos a nuestras espaldas! —gritó.

Barrick miró hacia atrás. Media docena de sedosos se deslizaban por las ramas o corrían por el suelo del bosque con ese andar extraño y saltarín, medio de insecto, medio de simio.

Giró justo a tiempo para ver a otro par que se erguía ante él a la sombra de dos nudosos árboles, haciendo girar algo parecido a una red de pesca. Barrick sólo tuvo un momento para arrojarse a un lado, pero sintió el tirón pegajoso de un mechón que le rozaba el brazo. Skurn tuvo que elevarse súbitamente para eludir la red y se perdió entre las ramas altas.

Más formas pálidas se deslizaron entre los árboles, acercándose. El terreno desparejo era traicionero, así que Barrick tenía que mirar por dónde corría, pero creyó contar más de una docena en esa breve inspección. Las criaturas intentaban formar una pared ambulante frente a él, retrocediendo más despacio en los flancos que por delante: dentro de instantes estaría cercado.

—¡No! —gritó, y se detuvo, aferrando una rama para no caerse. Por un momento dejó de pisar el suelo y el peso le arrojó un relámpago de fuego por el codo, el hombro y el cuello del brazo tullido.

Cuatro o cinco sedosos que no había visto bajaban de los árboles, y había estado a punto de tropezarse con ellos.

—¡Regresa, pájaro! —gritó Barrick, esperando que Skurn le oyera; luego giró sobre los talones y regresó por donde había venido, cuesta arriba. Era más empinado de lo que recordaba y ya no le quedaba hacia dónde huir. Era hora de pensar en combatir. Si no puedes escoger otra cosa, decía Shaso, elige el lugar donde lucharás. No dejes que el enemigo te lo imponga.

Shaso. Por un momento la pena, la pérdida y el terror lo embargaron, no sólo por la idea de morir en el bosque, sino al comprender cuántas cosas nunca sabría, nunca resolvería, nunca entendería.

Quizá aprendas algo cuando mueras. O quizá no aprendas nada.

—¡Por ahí no! —Skurn volaba junto él, procurando no chocar con nada mientras seguía a Barrick a través de los árboles—. ¡Por ahí está el Cerro Maldito! ¡Recuerda lo que dijeron los gurruminos!

Barrick tropezó con una raíz pero evitó la caída y siguió trepando.

¿Por qué no? ¿Acaso el pájaro no había dicho que los sedosos no iban allí? Y si tenía que defenderse, sería mejor al aire libre, con una de esas protuberancias rocosas a la espalda.

—¡Amo! —llamó desesperadamente Skurn mientras Barrick seguía subiendo la cuesta. El cuervo descendió y se posó en una piedra delante de él—. ¡Amo, es fatal trepar a ese cerro!

—Haz lo que quieras —respondió Barrick—, Yo iré por allí.

—¡No queremos dejarte, pero allí seguro que moriremos!

Poco después el terreno se hizo tan empinado que Barrick tuvo que andar a gatas. Se aferraba de las ramas para impulsarse. Oía el crujido de la espesura a sus espaldas y el creciente murmullo de la extraña canción de caza de los sedosos.

—¡Andando, pájaro tonto! ¡Vuela! —jadeó—. Si me ha llegado la hora, al menos moriré al raso.

—¿Todos los soleados son tan tercos e idiotas? —graznó el cuervo con frustración.

No esperó una respuesta, sino que extendió las alas, remontó vuelo y desapareció.