5: Una migaja de paz

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Una migaja de paz

Durante los años de la Gran Mortandad, la mayoría de las hadas fueron expulsadas de las tierras de los hombres, acusadas de generar y propagar la terrible peste.

Pero Phayallos y otros sostienen que en los asentamientos crepusculares (como las cavernas de Falopetris, en Ulos) sólo se encontraron los cadáveres de los qar, que habían sucumbido a la plaga antes de que ningún hombre llegara allí.

Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand

—No. —La camarera dejó la moneda en la tabla húmeda y grasienta y se alejó.

Matt Tinwright quería que ella la aceptara, pero admitía que su actitud era ambigua. Era su última moneda, un esturión de plata que le había pedido prestado al viejo Acertijo (junto con los tres que ya había gastado en las dos últimas semanas) después de una épica manipulación, una hazaña de adulación, exageración y servilismo que sería celebrada por el gremio de los mendigos durante siglos. De todos modos, Tinwright no había exagerado demasiado para lograr que Acertijo sacara las monedas de la apestosa bolsa que guardaba en su bota: realmente necesitaba el dinero, y realmente era cuestión de vida o muerte.

—Por favor, Brigid —murmuró cuando la camarera volvió a pasar. No había muchos clientes en La Fortuna del Escriba a esa hora del día, y los que había no reconocerían la diferencia entre las voces que oían fuera o dentro de su cabeza, pero no convenía mencionar ese asunto en voz alta—. Por favor, no hay nadie más que pueda ayudarme.

—Qué me importa. —Ella se detuvo con los brazos en jarras y se inclinó para acercarle la cara. Normalmente él se habría distraído con la abundante pechuga que se exhibía con esta postura, pero el miedo a su tremenda responsabilidad había atrofiado aun sus instintos más dominantes—. Mis hermanos te ayudaron a sacarla de sus aposentos y yo te ayudé a llevarla a la nueva casa; incluso cargué con esa engreída mientras tú echabas a correr y te orinabas en los pantalones.

—¡Una vil mentira! —exclamó él, pero pronto bajó la voz—. Tenía que distraer a esos hombres. Eran sacerdotes, escribas de la oficina del castillo. Son hombres sobrios y de inmediato habrían visto que había gato encerrado. —Recordó el terror de ese momento, al oír que venían por el pasaje mientras él y la camarera arrastraban a una Elan M’Coiy aturdida y descalza a la habitación que le habían alquilado y preparado cerca de Laguna del Acuano. Había sido aún más escalofriante que la vez que había creído que Avin Brone iba a ejecutarlo: en aquella oportunidad no sabía por qué estaba en apuros, pero esta vez Tinwright había ayudado a una joven noble a envenenarse, aunque sin permitir que lograra ese objetivo. Ahora tenía que mantener a Elan oculta, mientras se recobraba, para evitar que la hallaran Hendon Tolly y los demás. La posibilidad de que lo pillaran en esas circunstancias… Bien, no se lo confesaría a Brigid, pero había estado a punto de mojarse la ropa.

—¿Sabes qué, Matty? Es curioso, pero aún no me importa. —Brigid agitó el pelo rizado—. Ya no me interesan tus problemas. Tengo un nuevo hombre y tiene dinero. No calderilla como tú y ese vejestorio al que le sacas el tuyo, sino un buen vivir. Tiene una casa en Castelhueso, y una tienda, y tiene ropa bonita y un bastón con un mango hecho de auténtico marfil de ballena…

—¿Y una esposa en casa? —dijo Tinwright, sin mucha amabilidad.

—¿Y qué? Es una vieja agria; él me lo dijo. Me acomodará en un bonito lugar propio y no tendré que vivir más en esta pocilga y dejar que Conary me manosee las tetas para ganarme el salario.

—Pero, Brigid, estoy en un terrible aprieto…

—¿Y quién te puso allí, Matt Tinwright? Tú mismo. ¿Y quién debe sacarte? Pues la misma persona. Aprende esa lección y empezarás a ser un hombre, en vez de un muchacho imbécil.

Dio media vuelta y se alejó vivazmente, pero regresó tras dar unos pasos. Su cara se había ablandado un poco.

—No te deseo ningún mal, Matty. Tú y yo pasamos buenos momentos, y no eres mal tipo. Pero no puedes construir una casa sobre el agua. Tienes que encontrar un terreno firme.

Luego se marchó. Después de tantos años de perseguir a la musa de la poesía, él no encontró ninguna palabra adecuada.

—Ah, eres tú. —Los ojos oscuros de ella parecían ocupar media cara. Elan M’Coiy estaba espantosamente delgada. No había comido una buena comida desde que había ingerido la poción de la algandera muchos días atrás—. Creí que era esa mujer cruel y rubicunda.

Tinwright suspiró.

—Brigid no es cruel.

—No la defiendas sólo porque te revolcaste con ella. No soy una niña, y sé cómo funciona el mundo. Y sí que es cruel. Trató de meterme sopa en el garguero. Y casi me ahoga.

—Trataba de que comieras algo. Debes comer, Elan. —Él se sentó en el extremo de la cama. Ese mueble barato y frágil crujió bajo su peso—. Por favor, milady, enfermaréis…

—¿Que enfermaré? ¿Y se puede saber quién me hizo esto? ¿Quién me engañó cuando yo quería ponerle fin a todo?

Tinwright agachó la cabeza. Ella estaba así desde que había despertado, furiosa y contestataria o triste y silenciosa, pero siempre infeliz. Con razón Brigid se negaba a seguir atendiéndola. No se arrepentía de haber impedido que la mujer que amaba se quitara la vida, pero ciertamente deseaba que las cosas anduvieran mejor.

—Fui yo —respondió. Era más fácil no discutir. Aun así, seguía oyendo esa voz quejumbrosa en la cabeza durante horas después de dejarla. Hacía días que no escribía una línea, y justo en un momento en que creía que empezaba a salir adelante.

—Sólo te pedí una pequeñez… Un favor. —Ella cerró los ojos y se hundió en la almohada—. Dices que me amas, y lo repites una y otra vez, pero, ¿acaso me trajiste lo que necesitaba? Una migaja de paz para el alma, eso era todo lo que pedía, una cosa sencilla.

—No es sencillo matar a alguien —dijo él—. Y menos cuando uno quiere a esa persona tanto como yo os quiero, lady Elan.

Ella abrió los ojos, y por un momento él temió que le gritara, pero perdió su aspecto feroz y lloró.

—Si tu amor e interés pudieran haberme salvado, Matt Tinwright, ya lo habrían hecho. Pero estoy condenada. Pertenezco a Kernios y su oscura región.

—¡De ninguna manera! —Tinwright alzó la mano para golpear la ropa de cama, pero lo pensó mejor—. Sufristeis los abusos de un canalla. Si estuviera en mi poder matar a Hendon Tolly, lo haría, pero no soy un espadachín. Soy un poeta… y a veces, creo que ni siquiera soy un poeta talentoso.

Si esperaba que ella expresara su desacuerdo, quedó defraudado.

—Es tan difícil estar viva —murmuró ella—. Una pesadilla de la que no puedo despertar. A veces creo que todos somos servidores de la muerte y que ella sólo nos pone provisionalmente al servicio de otros amos.

Él detestaba que ella hablara así.

—Pero ahora estás a salvo, Elan. Hendon Tolly ni siquiera te está buscando.

Ella recobró su expresión severa.

—¡Ah, Matthias Tinwright, eres un necio! Claro que me está buscando. No porque me eche de menos, ni siquiera porque me odie; podría resignarme a eso. Pero yo le pertenecía, y él no permite que nadie le robe nada.

—Tú no…

Ella lo contuvo con un gesto.

—Por favor. De nada sirve decir esas cosas. Tú no sabes. —Su expresión volvió a cambiar, se tornó más perturbadora. Ya no había dureza en ella. Parecía absolutamente indefensa, una criatura de cuerpo blando sin su caparazón—. Él tiene un espejo… Puede… Hay… hay cosas dentro de él. Cosas que… se ríen… y… hablan. Conocen secretos terribles. —Tembló, sus manos entrelazadas temblaron—. Me hizo mirar ese espejo…

Tinwright no podía hablar, ni siquiera moverse. Lo que más deseaba era estrecharla y protegerla de los horribles recuerdos que la perturbaban tanto, pero esa voz temerosa y desesperada le paralizaba los brazos.

—Me hizo mirar —susurró ella—. Me llevó a un sótano, me aferró la cabeza. El espejo… me habló. Esa cosa me habló. ¡Sabía quién era yo! Sabía cosas sobre mí que nadie debería saber, ni siquiera Hendon Tolly… ni siquiera mis padres. Traté de huir pero no pude. La cosa del espejo me retuvo y jugó conmigo como un gato que toquetea a un ratón, lo aferra, le arranca una pata, lo deja correr, luego lo atrapa de nuevo. Yo… yo… —Ahora lloraba a lágrima viva, pero ni siquiera alzó la mano para secarse la cara—. No quiero vivir en un mundo como éste, Matt Tinwright. Un mundo que tiene tanta suciedad, cosas tan horrendas escondidas detrás de cada espejo, de cada reflejo.

Tinwright al fin logró hablar.

—Fue un truco… Algo que él hizo para asustarte…

Ella sacudió la cabeza, y las lágrimas le empaparon las mejillas.

—No. Él también le tiene miedo. Creo que por eso me llevó a verlo. Es como una fiera en una jaula. Él quería tenerla como mascota, pero es exigente. Iba a dejar que se alimentara de mí. Ése es otro motivo por el cual no me dejará ir fácilmente, Matt. Yo iba a mantener ocupada a la fiera.

* * *

Tinwright tardó un rato en calmar a Elan M’Coiy, pero al fin logró que bebiera un poco de caldo frío y se durmiera. Era un alivio ver que olvidaba sus temores y descansaba, pero, ¿cuánto tiempo podía quedarse allí para cuidarla? ¿Cuánto tiempo podía dedicar a esos recados secretos antes de que alguien de la corte de Hendon Tolly reparase en sus ausencias? La fortaleza interior estaba llena de espías y aduladores que competían por la atención del amo, y algunos envidiaban incluso al pobre Matt Tinwright, que nunca había tenido un día de suerte que no se transformara de inmediato en excremento.

Si Brigid no quiere venir, debo encontrar a alguien que me ayude con Elan. ¿En quién puedo confiar? Más importante aún, ¿a quién le puedo pagar? Miró el esturión de plata. Salvo por un milagro semejante al de Onir Diotrodos y las jarras de cerveza, tendría que durarle un par de semanas. Parecía imposible. Alguien que se resignara a trabajar por una paga tan miserable reconocería el estatus de Elan, olería que Tinwright necesitaba guardar el secreto y lo identificaría como un candidato ideal para la extorsión. Necesitaba a alguien que tuviera poco dinero y menos escrúpulos, pero que no le diera una puñalada trapera, o que al menos esperase un poco antes de hacerlo.

En principio, parecía imposible. Lamentablemente, Tinwright sabía que no lo era.

Hay una sola persona así en toda Marca Sur, pensó con pesadumbre. Mi madre.

Pero antes de poder contratarla, tendría que encontrarla.

* * *

A pesar de los lujos y comodidades de la corte sianesa, los días eran lentos para Briony. No tenía motivos para quejarse del trato que recibía. Le dieron aposentos acordes con su rango, una suite en el ala oriental del palacio Avenida, con ventanas que tenían vistas al río. También le habían dado criadas, damas de compañía y cofres llenos de joyas y vestidos, todos escogidos, le dijeron, por la favorita del rey, lady Ananka. Briony se había criado entre cuentos de comadres sobre brujas celosas y hadas malignas: antes de ponerse un vestido lo revisaba para ver si no tenía alfileres envenenados.

Los nobles de la corte la trataban con deferencia cuando la veían, pero al principio ella no salía con frecuencia de sus aposentos. Este mundo en que no era una cosa ni la otra era demasiado extraño. No era una verdadera princesa, pero tampoco era una actriz entre actores… aunque por momentos tenía la impresión de que volvía a representar un papel. Le costaba intercambiar frases banales con la gente consentida y emperifollada de la esplendorosa corte de Enander, sin sentir que al hacerlo, al esperar, traicionaba a su familia y su pueblo. Pero en una corte extranjera, y sin amigos de confianza, lo único que podía hacer era enterarse de las pocas noticias que llegaban de su hogar. Supo que el asedio de las hadas aún continuaba, pero como en los últimos meses había adquirido un cariz más apacible los sianeses pensaban cada vez menos en Marca Sur. Tolly aún reinaba como protector del infante Alessandros. Y Briony aún era un misterio: en Marca Sur algunos pensaban que alguien la había secuestrado, quizá el autarca de Xis. Hasta hacía poco, el rumor más creído en Tessis era que la habían matado y habían escondido el cadáver, pero su aparición en el palacio Avenida había dejado sin viento las velas de ese chisme.

Las cuatro jóvenes que Ananka, la amante del rey, había enviado para atenderla (para espiarla, Briony estaba segura) eran bastante agradables, pero le costaba hablar con ellas. Ni siquiera confiaba en la más pequeña, Talia, que aún no había cumplido doce años. Briony había estado tan sola las primeras semanas posteriores a la muerte de Shaso y su fuga de Puerto Lander que había soñado con placeres domésticos como éste, hacerse cepillar el cabello, parlotear sobre menudencias, pero había perdido el gusto por esas conversaciones, o quizá estas jóvenes fueran aún más tontas que sus criadas Rose y Moina. Los alborotados comentarios sobre ciertos cortesanos ambiciosos y ciertos romances, las observaciones incisivas sobre los advenedizos, y las incesantes especulaciones sobre el príncipe Eneas y sus idilios y aventuras no le interesaban demasiado. Briony había quedado impresionada por el príncipe al conocerlo, pero sólo quería ayuda para su pueblo y el trono de su familia; no se le ocurría ningún modo aceptable de abordarlo, y menos de pedirle asistencia. En cuanto a Evander, lady Ananka ya había dejado bien claro que el rey era su territorio personal.

Aislada en sus aposentos como un marinero perdido, Briony anhelaba algo que tuviera mayor sustancia que los chismes de la corte sianesa y mejor compañía que las damas de la corte.

Una mañana la bonita Agnes, una de las damas de compañía, se acercó muy emocionada.

—¡Alteza, nunca adivinaréis quién está aquí!

—¿Aquí? ¿Dónde? —Briony se irguió. ¿Era el príncipe, que había ido a visitarla por su cuenta? En tal caso, ¿cómo podría encauzar la conversación hacia el tema de Marca Sur y sus necesidades?

—Aquí en la corte —dijo la muchacha—. Llegó anoche… ¡Vestido con pieles, como un capitán mercante vutiano!

—No tengo ni idea. —No era el príncipe, pues él ya estaba en el palacio. Tenía que ser otro noble, otro tema legendario de los chismes cortesanos. Si Perin hubiera bajado a la tierra empuñando su martillo sagrado, pensó Briony, esa gente sólo habría hablado de sus zapatos.

Y quizá se preguntara si los colores que usaba eran apropiados para la estación. ¡Dulce Zoria, y mi hermano y yo pensábamos que los nobles de Marca Sur eran superficiales…!

Agnes casi daba brincos.

—Pero tenéis que adivinarlo, alteza. ¡Es un compatriota vuestro!

—¿Qué? —Por un instante pensó en cosas imposibles: Barrick, Shaso, incluso Ferras Vansen, todos perdidos de diferentes maneras, pero incuestionablemente perdidos. Sintió una tristeza tan súbita y profunda que temió romper a llorar. Tardó un rato en recobrar el aliento—. Dímelo de una vez. ¿Quién es?

—¡Se llama Jenkin Crowel! —La muchacha se entrelazó las manos sobre el corpiño, como si no pudiera dominarse—, ¿Le conocéis?

Por un momento el nombre no significó nada para Briony. Hacía tiempo que no pensaba en esa gente ni en el mundo que había compartido con ella. Pero luego recordó y la tristeza se transformó en algo más agrio.

—Ah, sí. Le conozco. Hermano de Durstin Crowel, barón de Graylock, aunque sin duda Durstin ahora es más que un barón, pues hace tiempo que es uno de los más fervientes aduladores de Hendon Tolly. —Al pensar en los Crowel, tuvo ganas de patear algo—. ¿Por qué está aquí?

—Es el nuevo enviado de vuestro hermano Alessandros en Avenida.

—Alessandros tiene menos de medio año de edad —resopló Briony—. Crowel es un enviado del sanguinario usurpador Hendon Tolly.

La muchacha la miró con asombro.

—Desde luego, alteza. Como digáis.

Briony procuró dominarse. La traición de los Tolly no era culpa de esa muchacha, aunque fuera una espía de Ananka.

—Gracias por decírmelo, Agnes.

—¿Pero qué haréis, alteza? Él ha pedido veros.

—¿De veras? Por todos los dioses, esta gente debe tenerlos de bronce… —Se contuvo. Usar un lenguaje típico de actores ambulantes sólo provocaría más rumores sobre ella en Sian. La amargura de su vientre se transformó en algo peor, casi en espanto, pero también sentía una cólera desbordante—. Muy bien. Sí, claro que lo veremos. Si es hombre de los Tolly, tendremos mucho de que hablar. Pero antes déjame organizar ciertas cosas.

A fin de cuentas, había aprendido todas las lecciones que necesitaba sobre la fiabilidad del amo de Crowel. Si hablaba con ese hombre, quería a los guardias del rey Enander dentro y fuera de la habitación.

* * *

Alguien que no los conociera a ambos habría pensado que Jenkin Crowel hacía un favor y Briony lo aceptaba con gratitud. Trajo dos guardias propios y un escribiente delgado de cara agria vestido de negro, como si negociaran un contrato.

Crowel era rollizo sin ser gordo, con cara rubicunda, nariz prominente y barbilla con hoyuelo. Estaba vestido con lo que obviamente consideraba el último grito de la moda sianesa: cuando hizo una complicada reverencia, sus rígidos pantalones y sus mangas holgadas y alechugadas susurraron y crujieron.

—¡Alteza, qué deliciosa e inesperada sorpresa! No pude creerlo cuando me lo dijeron. Vuestro pueblo se alegrará de saber que estáis bien. ¿Cómo llegasteis aquí? ¡De inmediato enviaré un mensaje anunciando vuestra supervivencia, que alegrará el corazón de un pueblo afligido!

Briony miró a sus criadas. Todas cosían con esmero. Comparadas con ese pelmazo, las obsesiones pueriles y las crueldades sutiles de la corte sianesa de pronto resultaban atractivas. Aun así, si Crowel deseaba jugar con esas reglas, Briony también se divertiría.

—Ah, sí —dijo—. He echado de menos mi hogar, lord Crowel. Decidme, ¿cómo está mi pequeño hermano Alessandros? ¿Y mi madrastra Anissa? Y mi querido primo Hendon, naturalmente… ¿Quién cuida de todos ellos?

Él titubeó.

—¿Acaso el guardián…? ¿Es Hendon Tolly vuestro primo? Ah, no sabía que la relación familiar era tan estrecha.

Briony agitó la mano.

—Los Tolly siempre han sido más que parientes para mí. Por eso lo llamo «primo» Hendon. Vaya, la noche en que me fui de Marca Sur tuvimos una conversación sumamente esclarecedora. Hendon me contó todos sus planes para mí, mi familia y el trono. Me conmovió que nos hubiera dedicado tantos pensamientos y afanes; sí, me conmovió profundamente. De hecho, me apena terriblemente que aún no pueda haberle demostrado mi gratitud. Pero he cavilado detenidamente cómo debería recompensar a lord Tolly y sus partidarios, no lo dudéis. Sí, he pensado mucho en ello, y creo que se me han ocurrido algunas recompensas tan inusitadas que ni siquiera Hendon las adivinará.

Crowel la miró fijamente, boquiabierto.

—Ah —dijo al fin—. Sí, desde luego, alteza.

—Cuando escribáis al querido Hendon, decidle eso, por favor. Como descubriréis, he ganado muchos amigos en Sian, amigos poderosos, y todos coinciden en que su noble y leal actitud debe ser retribuida como corresponde.

* * *

Cientos de hombres y mujeres vivían en la corte de Enander, pero sólo algunos se molestaban en hablar con Briony o buscar algo más que una relación pasajera. Una de ellas era Ivgenia e’Doursos, la joven hija del vizconde de Teryon, un pequeño pero importante territorio del centro de Sian, al sur de la capital. El hecho de que ella hubiera buscado a Briony significaba que no era digna de confianza (era muy posible que actuara por cuenta de la amante del rey), pero Briony descubrió que de todos modos le agradaba la compañía de Ivgenia.

Se conocieron en una de las incómodas comidas del salón principal, con docenas de mesas y cientos de sirvientes, en medio de la algarabía. Ivgenia estaba sentada frente a Briony, a quien habían puesto junto a un noble de edad que bebía demasiado vino e insistía en mirar el frente del vestido de Briony. Al final de la comida se cayó del asiento y los sirvientes tuvieron que levantarlo. La muchacha de pelo oscuro se inclinó hacia Briony mientras el barón se iba tambaleándose a la cama.

—Nosotras las provincianas tenemos mucho que aprender de estos sofisticados tessianos —le dijo con cara absolutamente seria. Briony se rio tanto que casi se ahogó con un trozo de pan, y su amistad comenzó esa noche.

Ivgenia había sido enviada a la corte para recibir una educación y ciertamente había aprendido a prestar atención a lo que ocurría alrededor: era una fuente de chismes y observaciones divertidas, y era casi tan mordaz como Barrick. Ivgenia no tenía muchas amistades, no por su crianza, que era excelente, sino por su ingenio, una cualidad que no era muy valorada en las muchachas sianesas, al menos en las que eran jóvenes y bonitas como para no necesitarlo. El ingenio, como explicaba el dicho popular, era una herramienta de los hombres ambiciosos o las mujeres feas.

En ciertos sentidos Sian era más licenciosa que Marca Sur (las mujeres exponían más partes del cuerpo y los cortesanos lucían más las piernas), pero en otros era más conservadora, quizá por la fuerte influencia de la fe del Trígono. El famoso templo del trigonarca se erguía en una colina pedregosa en el corazón de Tessis, con torres aún más altas que el palacio Avenida, y la influencia de la iglesia estaba por doquier. Todos usaban el trisquelión, y casi todos los días parecían festivos religiosos. A la izquierda del rey Enander siempre estaba lady Ananka, pero a la derecha siempre estaba el más poderoso sacerdote del trigonarca, el jerarca Phimon. De él se decía que los únicos que podían contar más pronto con la atención del trigonarca eran los tres dioses hermanos.

—Si queréis lograr algo aquí, alteza —dijo un día Ivgenia en los aposentos de Briony—, necesitáis al jerarca de vuestra parte. Dicen que el trigonarca suele hacer lo que él pide. ¡Quizá os ayude a recobrar el reino! —Ivgenia, como todos en el palacio Avenida, conocía un poco la situación de Briony: una princesa expulsada de su propio país no era algo que sucediera todos los días, aun en una ciudad tan grande e importante como Tessis.

Briony se alarmó un poco. ¿La estaban manipulando? ¿Ivgenia memorizaría su respuesta para repetírsela a Ananka?

—Sin duda el jerarca Phimon tiene mejores cosas que hacer —dijo con cautela—. Esperaré a que el rey Enander decida qué hará con Marca Sur. Sin duda decidirá sabiamente.

Ivgenia se encogió de hombros.

—Como os plazca, alteza, ya que de todos modos no sois el tipo de persona que le interesa al jerarca. Dicen que sólo le interesan tres tipos de gente: los muchachos jóvenes con voz bonita, las mujeres viejas con mucho dinero, y los trigonarcas.

—Pero, Iwie, hay un solo trigonarca —replicó Briony, riendo.

—Sí, la última categoría es muy limitada —dijo Ivgenia—. Y no eres un muchacho joven, aunque oí decir que trataste de hacerte pasar por uno. Así que será mejor que busques el modo de conseguir dinero, abuela.

—¡Qué mala eres! —Briony le arrojó un cojín. Si Ivgenia era una traidora, era muy hábil, e incluso tener una falsa amiga tan entretenida como Ivgenia e’Doursos era mejor que vivir aislada. Aun así, cada noche que Briony Eddon dormía en el lujo tessiano lejos de su país robado, le costaba más dormirse.

—Hoy oí mencionar varias veces a los kalikanes —dijo Briony—. ¿Qué es un kalikán?

Varias de las damas de compañía demostraron consternación, pero no Ivgenia.

—¿Queréis ver algunos? Os resultarán muy interesantes, sin duda.

Estaban saliendo del Prado de las Flores, el mayor mercado de Tessis, y Briony estaba azorada. El tamaño del mercado era apabullante. Parecía haber más gente hoy, desfilando frente a las filas de puestos y de mantas, de la que vivía en los reinos de la Marca, y la fabulosa variedad de las mercancías la hacía sentir no sólo pobre sino ignorante. No había oído mencionar la mitad de las cosas que vendían ni la mitad de los lugares de donde procedían.

—¿Interesantes? —repitió lentamente, volviéndose para mirar una carreta abarrotada de altares dorados. Faltaban pocas semanas para la Gran Zosimia, un festival popular que celebraba el final del invierno. En Marca Sur era una excusa para adornar las enredaderas y cubrir las estatuas de los dioses con flores secas, pero aparentemente la celebración de Sian era mucho más compleja—. Me temo que si veo más cosas interesantes mi cabeza se hinchará y reventará como una burbuja… Pero supongo que podríamos. ¿Les molestará a nuestros guardias?

Ivgenia miró a los cuatro soldados de tabardo azul y revolvió los ojos.

—Están aquí para espiaros, no para decirnos adonde ir —dijo—. Nos seguirán adonde vayamos.

Briony se acercó a su amiga.

—¿Crees que eso es cierto? —preguntó en voz baja.

—¿Qué? ¿Que nos seguirán, o que están aquí para espiaros? —Ivgenia hizo una mueca—. Quizá no todos sean espías, alteza, pero os aseguro que al menos uno de ellos acudirá a la favorita del rey para decirle adonde fuisteis hoy. Ya que estamos, démosle algo para contar.

Alzando las faldas para no arrastrarlas por la calle lodosa, la muchacha de pelo oscuro condujo a Briony, las damas de compañía y los soldados lejos del mercado, pero en vez de dirigirse hacia el palacio cruzaron la ancha y ajetreada avenida del Farol cerca de la plaza de la fuente de Devona, y cogieron por lo que parecía una calle angosta y común, aunque más alta que las calles de ambos lados. Cuando se internaron en la muchedumbre, Briony vio que la calle alta en realidad era un puente que cruzaba el río, bordeado en ambos lados por tiendas y casas.

—Por allí —dijo Ivgenia—. En la otra margen del Ester. Lo llaman Sotopuente.

—¿Quién lo llama así?

—Ya veréis. Venid. —Ivgenia condujo a Briony, los estoicos soldados y las ansiosas muchachas hacia el flujo de tráfico humano del puente. Aún era dimene, y estaba frío y ventoso, pues habían pasado menos de dos meses desde el comienzo del año. ¿De dónde venía esa gente? Briony se preguntó cómo se vería el lugar en hexamene, cuando el sol fuera cálido y el mercado estuviera lleno de frutas y verduras y flores frescas.

Ese lugar imponente y maravilloso le despertó nostalgia. Echaba de menos la humilde plaza del Mercado (aunque antes no la consideraba humilde) y la avenida del Mercado, que parecía una calleja en comparación con la mayoría de las calles de Tessis, y mucho más en comparación con la avenida del Farol, que era ancha como una liza de torneos, con grandes veredas de piedra en el medio para que la gente se pusiera a salvo de los carromatos. ¡En ciertos sitios la gente había edificado casas pequeñas en esas veredas! Briony no podía creer lo que veía: una calle tan ancha que tenía casas en el medio.

Pero no era su hogar. Y, más importante, aquí no la necesitaban, ni la querían demasiado.

Al otro lado del puente Ivgenia hizo detenerse a los soldados. Prometió que ella y Briony no se perderían de vista y dejó que las damas los entretuvieran. Las muchachas preferían esta tarea, pues parecían considerar que esos kalikanes eran algo desagradable. Luego Ivgenia condujo a Briony a un vecindario de viviendas y tiendas tan pequeñas que al principio Briony pensó que era algo construido para un niño de la realeza, una calle de muñecas en vez de una casa de muñecas. Las puertas apenas le llegaban a los hombros.

Mientras Briony miraba esa calle en miniatura, lamentando no tener un taburete para mirar por la ventana de los pisos altos, una mujer de la mitad de su tamaño salió de una casa a poca distancia para vaciar un recipiente lleno de inmundicias, seguida por un par de chiquillos. Los chiquillos vieron a Briony e Ivgenia y las miraron con franco interés, pero cuando la mujer terminó de vaciar el recipiente descubrió que la observaban. Miró a las jóvenes un largo momento, inmóvil como un ratón sorprendido; luego cogió a los niños, atravesó la puerta y la cerró.

—Si hubiéramos sido hombres, o hubiéramos tenido a los soldados con nosotras, alguien habría tocado aquella campana. —Ivgenia señaló la torre de un templo, que era pequeña como todo lo demás—. Y nadie habría salido. Toda la calle está llena de gente como ella. Docenas de ellos.

—¿Caverneros?

—¡Kalikanes, tonta! Tú querías verlos.

—En Marca Sur los llamamos caverneros. No sabía que también vivían aquí. —Briony sacudió la cabeza. Todo parecía un sueño—. ¡Qué extraño! Hasta el nombre es distinto! Los nuestros viven en una gran ciudad bajo el castillo de Marca Sur. Cavaron el lugar en la roca, con un techo muy famoso que tiene hojas y pájaros…

—Aquí el rey y los demás les ordenaron que construyeran a la vista de todos —dijo Ivgenia—. Pueden ser malévolos. Roban.

Briony no había oído decir eso de los caverneros de Marca Sur. En todo caso, todos desconfiaban de los acuanos, con su extraño aspecto y su extraño idioma.

—¿También hay acuanos? —preguntó.

Pero Ivgenia ya se había alejado, indicando a Briony que la siguiera por la calle angosta y tortuosa, internándose en el vecindario kalikán. Los ansiosos guardias se apresuraron a seguirlas y Briony oyó que la gente pequeña cerraba ventanas y trababa postigos, resguardando sus secretos.

* * *

Cuando regresaron al palacio, se habían perdido la cena en la gran sala de banquetes. Ivgenia fue a buscar algo para comer, pero Briony estaba cansada. Tenía hambre, sin embargo, así que envió a la joven Talia a la cocina a pedir un tazón de sopa y un poco de pan mientras las otras damas la ayudaban a desatarse la ceñida chaqueta que había llevado al mercado, y a quitarse los zapatos y las medias. El fuego rugía en el hogar y sólo quería sentarse enfrente y calentarse los pies helados.

Se había acomodado y adormilado cuando un estrépito en el pasillo la sobresaltó. Una dama corrió a la puerta, se asomó y gritó.

Briony apartó a la aterrada muchacha y descubrió a la pequeña Talia de bruces en el pasillo, en un charco de sopa derramada y cacharros rotos. Dio la vuelta a la muchacha, que tenía la cara azul y los ojos vidriosos. Briony se levantó de un salto, con ganas de vomitar. La damita estaba muerta.

—¡Veneno! —A Briony le temblaban tanto las piernas que tuvo que apoyarse en la pared. Las damas de compañía estaban acurrucadas en la puerta, con los ojos desorbitados—, Pobrecilla, debió beber un poco de sopa cuando regresaba. Dijo que tenía hambre. Oh, misericordiosa Zoria… Eso estaba destinado a mí.