4: Sin corazón

4

Sin corazón

El eminente filósofo Phayallos sostenía asimismo que las palabras crepusculares que significan «dios» y «diosa» estaban emparentadas con las palabras que significaban «tío» y «tía».

Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand

El niño le cogió la mano y se la apoyó en el pecho. Qinnitan sabía que ese gesto significaba «miedo». Lo abrazó con fuerza, y lo sostuvo mientras el vaivén de la nave xixiana los hamacaba.

—No te preocupes, Palomo. Él no te lastimará. Sólo te trajo para asegurarse de que yo no me arroje por la borda y trate de regresar a Hierosol a nado.

Él le dirigió una mirada de reproche: no sólo tenía miedo por él.

—De veras, estaremos bien —dijo ella, pero ambos sabían que mentía. Qinnitan bajó la voz—. Ya verás, encontraremos la oportunidad de escapar antes de que alcancemos al autarca.

La puerta del camarote se abrió de golpe. El hombre que los había capturado en las calles de Hierosol los miró con indiferencia, como si pensara en otra cosa. Mientras estaba disfrazado de vieja había imitado convincentemente los sentimientos, pero ahora los había dejado de lado, como si sólo hubiera usado la naturaleza humana como una máscara.

—¿Qué quieres? —preguntó ella—. ¿Tienes miedo de que nos escabullamos por la puerta cerrada? ¿Que trepemos por el mástil y nos subamos a una nube?

Él no le prestó atención. Verificó la resistencia de los barrotes de la ventana, y examinó el diminuto camarote.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Qinnitan.

—¿Qué importancia tiene? —dijo él, con un fruncir de labios.

—Estaremos juntos en este barco hasta que alcancemos al autarca y recibas tu dinero mal habido. Tú sabes mi nombre, y mucho más: dedicaste semanas a seguirme, a observar todo lo que yo hacía. ¡Por la sagrada Colmena, hasta te disfrazaste de vieja para espiarme! Cuando menos, dime quién eres.

Él no respondió, y su cara siguió tan inexpresiva como la de un muerto mientras se giraba y salía del camarote con movimientos tan precisos y fluidos como los de un danzarín del templo. Ella casi lo habría admirado, pero sería como un ratón admirando la gracia sanguinaria de un gato.

Sintió algo húmedo en el brazo. Palomo estaba llorando.

—Calma, calma —le dijo—. Cállate, corderito. No tengas miedo. Te contaré un cuento. ¿Quieres escuchar un cuento? —No esperó la respuesta—. ¿Conoces la verdadera historia de Habbili el Torcido? Sé que has oído hablar de él: era el hijo del gran dios Nushash, pero cuando su padre tuvo que exiliarse, Habbili fue muy mal tratado por Argal y los demás dioses demoniacos. Durante un tiempo parecía que no podría sobrevivir, pero al cabo destruyó a sus enemigos, y salvó a su padre e incluso al cielo. ¿Quieres oírlo?

Palomo aún moqueaba, pero asintió.

—Una parte es bastante escalofriante, así que tendrás que ser valiente. ¿Sí? Entonces te lo contaré.

Y le contó la historia tal como su padre se la había enseñado.

* * *

Hace mucho, mucho tiempo, cuando los caballos todavía volaban y el gran desierto rojo de Xand estaba cubierto de hierba, flores y árboles, el gran dios Nushash iba cabalgando y encontró a Suya Flor del Alba. Su belleza le robó el corazón. Acudió al padre de ella, Argal Tronador, que era su medio hermano, y la pidió en matrimonio. Argal dio su autorización, pero tenía en mente una treta cruel y deshonrosa, porque él y sus hermanos envidiaban a Nushash.

Cuando Nushash se llevó a Suya para presentarla a su familia, Argal llamó a sus hermanos Xergal y Efiyal y les dijo que Nushash había robado a su hija. Los hermanos reunieron a todos sus vasallos y guerreros y cabalgaron a Colmillo de Luna, la casa de Xosh, hermano de Nushash y Señor de la Luna, donde se alojaban Nushash y su prometida.

La guerra fue larga y terrible, y durante esos años Nushash y Suya tuvieron un hijo. Se llamaba Habbili, y era un niño valiente y hermoso, el tesoro de sus padres, con una bondad y sabiduría atípicas de su edad.

El brillante Nushash y sus parientes fueron finalmente derrotados por la traición de sus medios hermanos. Suya Flor del Alba escapó de la destrucción de Colmillo de Luna, pero se perdió en el desierto muchos años, hasta que la encontró Xergal, Señor del Abismo y hermano de Argal, y la desposó.

Xosh Señor de la Luna pereció en la lucha. El gran Nushash fue capturado, pero era demasiado poderoso para destruirlo, así que Argal y los demás lo despedazaron y desperdigaron los fragmentos por todas las tierras. Pero el joven Habbili, hijo de Nushash, fue torturado por Argal, su propio abuelo, y el resto del clan de los demonios. Lo atormentaron y lo dejaron cojo, y al fin le arrancaron y quemaron el corazón y lo dejaron muerto en las ruinas de Colmillo de Luna.

Pero una madre serpiente llegó a las ruinas buscando un sitio donde poner su huevo, y después de desovar lo ocultó en el agujero que había en el pecho de Habbili. Con el huevo envenenado en el pecho, volvió a la vida, consumido por la furia y jurando venganza.

—¿Cómo puedes hacerme esto? —preguntó la madre serpiente—. Te he devuelto la vida, pero mi hijo está en tu pecho y no puede nacer. Si te vas ahora para atacar a tus enemigos, habrás devuelto mal por bien.

Habbili pensó en ello y vio que ella decía la verdad.

—Muy bien —dijo—. Confiaré en ti, aunque mi propia familia me ha traicionado más veces de la cuenta. Recobra tu huevo, pero ve a buscar una brasa en las llamas que arden en los escombros y me pondré eso en el pecho. —Habbili se metió la mano en el pecho, sacó el huevo de serpiente y cayó muerto una vez más.

La madre serpiente era honorable. Podría haberlo abandonado, pero en cambio fue a buscar una brasa en las llamas que ardían en las ruinas de la torre y se la llevó, aunque le quemaba la boca, y por eso desde entonces las serpientes silban en vez de hablar. Se la puso en el pecho y él volvió a la vida. Le dio las gracias y siguió su camino, cojeando a causa de sus heridas, y los mortales que le conocían lo llamaron «Torcido».

Erró durante años y tuvo muchas aventuras y aprendió muchas cosas, pero siempre pensaba en el mal que su abuelo y sus tíos le habían hecho. Al fin se sintió preparado para reanudar la rencilla sagrada y devolver la vida a su padre Nushash. Pero el cuerpo de su padre había sido despedazado y desperdigado por las tierras del norte y las tierras del sur, así que Habbili tuvo que buscar con empeño para encontrar los restos. Al fin recobró todo salvo la cabeza, que estaba guardada en un cofre de cristal en la casa de Xergal, el dios de los lugares profundos y los muertos, al que los norteños llaman Kemios. Habbili fue a la fortaleza de Xergal y, valiéndose de ensalmos y embrujos que había aprendido, burló a los guardias y entró en la casa. Mientras recorría con sigilo ese lugar oscuro, se le acercó la esposa de Xergal. Al principio Torcido no la reconoció, pero ella lo reconoció a él, pues era su madre, Suya Flor del Alba, a quien Xergal había capturado y desposado por la fuerza.

—Debes escapar, hijo mío —le dijo—. El Señor de la Tierra regresará pronto, y cuando regrese se encolerizará y te destruirá.

—No —dijo Habbili—. He venido a robar la cabeza de mi padre, para devolverle la vida.

Suya estaba asustada, pero no pudo disuadirlo.

—Xergal el Oscuro guarda la cabeza de tu padre en el sótano más profundo de la casa —dijo al fin—, en un cofre que no se puede romper sin el martillo de Argal el Tronador, su hermano. Pero no puedes robar el martillo sin la red de Efiyal, Señor de las Aguas, que es hermano de ambos. Los tres hermanos han salido de cacería y sus tesoros no están custodiados, así que debes ir ahora a robarlos, pues pronto regresarán y entonces nunca tendrás éxito.

Habbili el Torcido huyó de la casa de Xergal y siguió las instrucciones de su madre, zambulléndose en el gran río y nadando hasta las profundidades de la casa de Efiyal. Con su destreza venció a los cocodrilos que custodiaban el trono del dios del río y robó la red. Luego subió a la cima de Xandos, la gran montaña, para ir a la casa de Argal, que estaba en la cumbre. Arrojó la red de Efiyal sobre los cien guerreros mortíferos que había allí, así que se durmieron a su orden, y luego sacó el gran martillo que colgaba junto a la puerta. Habbili recobró la red mágica y bajó del monte Xandos. Se dirigió a la casa donde su tío Xergal, señor de los lugares profundos, mantenía su trono y sus tesoros.

—Por favor, hijo, ten cuidado —le dijo su madre Suya—. Si Xergal descubre que estás aquí, te destruirá. Es el dios de las tierras muertas. Te arrastrará a las sombras y te quedarás allí para siempre. —Pero Habbili bajó por la escalera al lugar más profundo del castillo del Señor de la Muerte y encontró la cabeza de su padre en una caja de oro y cristal, flotando en un charco de mercurio. Cuando Habbili la recogió, su padre abrió los ojos. Pero como tenía ojos y boca pero no tenía corazón, no reconoció a su hijo.

—¡Socorro! ¡Gran señor Xergal! —gritó la cabeza de Nushash—. ¡Alguien trata de robarme!

En ese momento Xergal regresaba de su cacería. Oyó el grito de la cabeza de Nushash y bajó deprisa por el túnel hacia la gran bóveda, y sus pasos retumbaban como el trueno. Habbili estaba atemorizado a pesar de la brasa que ardía en su pecho. Sabía que con sus piernas tullidas no podía correr más que el Señor de la Muerte, así que dejó la cabeza de su padre en el suelo, cogió el martillo de Argal y la red de Efiyal, y aguardó. Cuando Xergal irrumpió en la habitación, con su barba y su atuendo negros como una noche sin estrellas y sin luna, los ojos rojos como rubíes, Habbili le arrojó la red. Por un momento la magia acuática del hermano detuvo a Xergal, que se detuvo asombrado. En ese momento Habbili le arrojó el martillo y lo derribó. Habbili recogió el martillo, tomó el cofre de cristal que contenía la cabeza del padre y corrió escalera arriba, seguido por Xergal, que se acercaba cada vez más.

Suya, la madre de Habbili, aferró la capa de Xergal cuando pasaba.

—Esposo —exclamó—, debes comer tu cena antes de que se enfríe.

El Señor de la Tierra trató de zafarse, pero ella no lo soltaba.

—Mujer, suéltame. Alguien ha robado lo que es mío.

Suya no lo soltaba.

—Pero he preparado la cama. Ven a acostarte conmigo antes de que la cama se enfríe.

Xergal aún procuraba liberarse.

—¡Déjame! ¡Alguien ha robado lo que es mío!

Suya no lo soltaba.

—Ven a quedarte conmigo. Estoy enferma, y pronto puedo morir.

—¡Morirás ahora! —gritó Xergal, y la abatió, pero Habbili el Torcido ya había escapado del palacio subterráneo y había huido al sur, a los bosques que rodean Xandos. Allí usó el martillo de Argal para liberar la cabeza de su padre, y luego unió todas las partes de Nushash Fuego Blanco y el Señor del Sol volvió a la vida.

—¡Padre! —dijo Habbili—. ¡Has vuelto a vivir!

—Eres un hijo bueno y fiel —le dijo Nushash—. Me has salvado. ¿Dónde está tu madre? Deseo verla.

Cuando Habbili le contó que Suya Flor del Alba había muerto para que ellos pudieran escapar de Xergal el Señor de la Tierra, el gran Nushash fue presa de la pesadumbre. Regresó a su casa de los altos cielos y reanudó su vieja tarea de empujar el carro del sol por el firmamento todos los días. Habbili se quedó en la tierra, donde enseñó a los hijos de los hombres la verdad sobre Argal el Tronador y el resto de ese traicionero clan de dioses, denunciándolos como enemigos de Nushash Fuego Blanco. Así la gente expulsó a los adoradores de Argal, y desde entonces las tierras que rodean Xandos adoraron a Nushash, el auténtico rey del cielo.

* * *

Palomo le apretó la mano. Ella bajó la vista y vio la pregunta en sus ojos.

—Sí —dijo—, ésa es la verdad. Por eso te conté la historia. Habbili el Torcido estaba muerto, y le habían arrancado el corazón, pero regresó para derrotar a sus enemigos. ¡Y eran dioses y demonios! Sí, tenía miedo, pero no se arredró. Por eso las cosas terminaron bien.

Palomo volvió a apretarle la mano.

—De nada. No temas, pequeño. Encontraremos un modo. Los dioses nos ayudarán. El cielo nos protegerá.

Lo abrazó largo tiempo, hasta que notó que el ruido de su respiración había cambiado. Palomo estaba dormido.

Contra viento y marea, el tullido Habbili logró sobrevivir, pensó. Contra viento y marea. Pero su madre tuvo que morir para salvarlo.

* * *

—¿Eres creyente, Olin? —Los ojos dorados del autarca brillaban más que de costumbre.

—¿Creyente?

—Sí. ¿Crees en el cielo?

—Creo en mis dioses.

—Ah. Entonces no eres creyente en el viejo sentido.

—¿Qué significa eso, xandiano? Te dije que creo en…

—«En mis dioses», dijiste. Ya te oí. —Sulepis alzó las largas manos como los dos platillos de una balanza—. Eso significa que reconoces que otra gente tiene otras creencias… otros dioses. Pero los que realmente creen en su propia religión piensan que no pueden existir otros dioses, que las creencias de otros son superstición o adoración de demonios. —El autarca sonrió. Aunque era apuesto, su sonrisa era terrible, escalofriante: después de más de un año de servicio, Pinimmon Vash aún no se había acostumbrado a ella—. Deduzco que no eres de ese tipo.

Olin se encogió de hombros, pero habló con cautela.

—Trato de entender el mundo en que vivo.

—Es decir, que no puedes creer esa necedad de que cada palabra del Libro del Trígono es cierta. ¡No, Olin, no te enfades! Lo mismo se puede decir de las Revelaciones de Nushash de mi pueblo. Cuentos infantiles.

Vash, a pesar sus años de servicio, no pudo reprimir un gruñido de asombro. El autarca lo encaró con una sonrisa.

—¿Te he ofendido, ministro Vash?

—No, Dorado. Nada que vos hagáis podría ofenderme.

—Vaya, eso suena como un desafío. —Sulepis rio con la alegría despreocupada de un niño feliz—. Pero por el momento estoy metido en una profunda conversación filosófica con el rey Olin, así que quizá te sientas más cómodo haciendo otra cosa. —La sonrisa se borró de golpe—. Dicho de otro modo, largo de aquí, Vash.

Vash hizo una reverencia y se alejó de espaldas. Mientras pasaba junto al escotarca Prusas, que se mecía en la silla, Vash creyó ver algo más que el miedo y la confusión habituales en esos ojos legañosos. ¿La blasfemia del autarca había despertado la curiosidad del tullido? ¿Esa criatura simple se había ofendido? Vash sintió una fría satisfacción. Quizá Sulepis se hubiera deshecho del hombre indebido.

Tras entrar en el camarote principal, Vash subió a cubierta con toda la rapidez que le permitían sus viejas piernas, y luego dio un rodeo para poder oír la voz del autarca. Nadie llegaba a la extrema edad del ministro supremo ignorando la esencia de las conversaciones importantes, pero como en la nave real no contaba con sus recursos habituales tendría que espiar personalmente, aunque fuera degradante y peligroso.

Sulepis aún estaba hablando cuando Vash logró acercarse para oír.

—No, no hay por qué ser tímidos, rey Olin —dijo el autarca—. Los hombres sabios saben que en los grandes libros religiosos los antiguos expresaban secretos que son demasiado intensos para la comprensión de las gentes comunes. El conocimiento de ese tipo es para los escogidos, para hombres como tú y yo, que hemos estudiado las artes profundas y conocemos la verdad que existe detrás del colorido espectáculo de la historia.

Vash se inclinó un poco hasta que pudo ver la nuca de Olin. El rey norteño estaba apoyado en la borda, debajo de él. El autarca no estaba a la vista, aunque por la tensa actitud de Olin debía de estar cerca: el ministro supremo conocía muy bien el temor nervioso que provocaba una conversación con Sulepis, aunque aparentemente fuera amistosa.

—Me confundes con… —empezó Olin, pero el autarca se rio.

—No, no discutas, buen amigo; un hombre a quien le queda tan poco tiempo en este mundo no debería desperdiciar el aliento. Sé mucho más sobre ti de lo que tú sabes sobre mí, Olin Eddon. Os he observado a ti y a tu familia.

El norteño se quedó muy quieto junto a la borda. De no ser por el vaivén de las aguas verdes y turbulentas del mar Osteyano, Pinimmon Vash habría pensado que el mundo se había detenido de golpe.

—¿Nos has observado…?

Sulepis continuó como si el otro no hubiera hablado.

—Sé que tú, tus médicos reales y otros exploradores filosóficos de tu corte habéis estudiado las viejas enseñanzas, las artes perdidas… y los días de los dioses.

—No sé a qué te refieres —dijo Olin rígidamente.

—Puede que originalmente lo hicieras por motivos personales, para hurgar en el misterio de la sangre contaminada de tu familia, pero en tus años de estudio tienes que haber aprendido más sobre el real funcionamiento del mundo que los simples que te rodean, que te llaman monarca ungido por los dioses sin saber nada sobre ellos. —Por un momento Sulepis estuvo a la vista y Vash retrocedió, pero el autarca sólo se acercó a Olin, dando la espalda al escondrijo de Vash. Vash no veía a los guardias, pero sabía que no les gustaría que el autarca estuviera tan cerca del prisionero extranjero.

Era una escena extrañamente común, los dos hombres apoyados en la borda lado a lado: salvo por el traje ceremonial del autarca (la alta toca llamada Corona de Beleño, porque se parecía a la venenosa semilla de esa planta, el dorado amuleto solar sobre el pecho, y los dedales de oro), Sulepis podría haber sido un sacerdote xandiano hablando de los diezmos y del mantenimiento del templo con un colega del norte. Pero Vash sabía que afrontar esos ojos dorados era tener una percepción muy distinta de la naturaleza del autarca.

El rey norteño parecía excepcionalmente valiente: cualquier otro que sintiera tan cerca el calor del autarca, la fiebre de los pensamientos del Dorado, se habría amilanado. La gente del Palacio del Huerto susurraba que estar cerca de Sulepis era como una exposición prolongada al sol del desierto, que primero te enloquecía, y después abrasaba la piel y los huesos.

Vash tembló. Una vez había dicho que esos comentarios eran disparatados. Ahora podía creer cualquier cosa sobre su amo, ese aterrador dios en la tierra.

—Quizá esto sea difícil de comprender. —El autarca estiró los largos dedos hacia el oeste, como si el sol poniente fuera un higo y él quisiera arrancarlo de la rama—. Quizá haya reflexionado sobre estas cosas más que tú, Olin, pero sé que puedes comprenderlas, que puedes entender la verdad. Y cuando lo hagas… bien, quizá opines de otro modo sobre mí y sobre mis planes.

—Lo dudo.

El autarca murmuró con satisfacción.

—¿Conoces la historia de Melarkh, el rey héroe de la antigua Jurr? Sin duda la has oído. Su esposa fue maldecida por hados malignos y no podía darle un hijo. Él salvó a un halcón de una gran serpiente, y en recompensa el halcón lo llevó al cielo para que pudiera robar la Semilla del Nacimiento a los dioses.

Olin alzó la vista con una expresión tan extraña que Vash no logró entenderla.

—He oído decir algo semejante del gran héroe Hiliometes.

—Ah, esto sirve de ejemplo. La mayoría de los que oyen esa historia creen que es un hecho real, que esto fue lo que hizo Melarkh, o en todo caso Hiliometes. —El rey dios alzó la mano, y sus dedales relampaguearon bajo los rayos moribundos del sol—. Pero ésos son los más simples de los simples. Los hombres más inteligentes, los escribientes y los sabios, los líderes de la gente común, dicen: «Claro que Melarkh no pudo haber volado al cielo en un halcón ni robado la Semilla del Nacimiento, pero la historia habla de cómo los hombres valientes deben descubrir los secretos de los dioses, cómo los mortales pueden cambiar su destino». Y las mentes más audaces, los filósofos solitarios que viven lejos de la reprobación ajena, incluso pueden pensar: «Como no hay ningún halcón con tamaño suficiente para llevar a un hombre, quizá la historia de Melarkh subiendo al cielo sea falsa. Y si esa historia es falsa, quizá otras también lo sean. Y si las historias son falsas, quizá todas las historias que cuentan sean mentira. ¡Quizá ni siquiera existan los dioses!». Y ante esa blasfemia se arredran aun los más sabios, pues saben que ese pensamiento derrumbaría el cielo mismo y dejaría a los hombres solos en el vacío.

El autarca bajó la voz para adoptar un tono confidencial, y Vash, maldiciendo sus viejos oídos, tuvo que inclinarse tanto que se le agudizó el dolor de espalda normal. También temía que la baranda crujiera bajo su peso, delatándolo.

—Pero he aquí lo que les digo a todos ellos, los estúpidos, los curiosos y los valientes —continuó el autarca—: ¡Todos tienen razón! Y todos se equivocan, al mismo tiempo. Sólo yo entiendo la verdad. Sólo yo, entre todos los seres vivientes, puedo someter a los dioses a mi voluntad.

Vash aspiró hondo. Nunca había presenciado semejante locura, aunque había presenciado muchas extravagancias del autarca.

—No… entiendo —dijo Olin con voz débil.

—Ah, creo que sí me entiendes. O al menos entiendes hacia dónde apunto, porque tú también has pensado estas cosas. Confiésalo, Olin, te sorprende oír tales ideas, ideas más exaltadas pero no tan distintas de las tuyas, en labios de uno que consideras tan diferente de ti. Bien, tienes razón. Soy diferente. Porque tú has aprendido estos secretos y concebido estos pensamientos en las honduras de la desesperación, tratando de averiguar por qué tú y tu linaje estáis malditos, pero yo he tenido la audacia de decir: «Busco estos secretos, pero no seré el yunque sino el martillo. Soy yo quien impondrá la forma». —El autarca soltó otra carcajada—. Verás, sé lo que hay debajo de tu castillo, Olin de Marca Sur. Conozco la maldición que tu familia padece desde hace generaciones, y conozco la causa. Pero, a diferencia de ti, yo someteré ese poder a mi voluntad. ¡A diferencia de ti, no permitiré que el cielo me domine con antiguas historias y advertencias infantiles! ¡El poder de los dioses será mío… y luego castigaré al cielo por tratar de negármelo!

Cuando el autarca regresó a su camarote, el rey Olin permaneció junto a la borda, mirando el agua en silencio. Pinimmon Vash, que sentía dolor en las rodillas, no se atrevía a moverse por temor a que el rey norteño reparase en él. Al fin, Olin dio media vuelta y dejó que sus guardias lo llevaran de vuelta a su camarote. Por un instante Vash pudo ver claramente el rostro del rey extranjero, con la piel tan floja y pálida como si estuviera muerto. Más aún, el extranjero no sólo parecía haber visto su propia muerte, sino el final de todo lo que amaba.

Pinimmon Vash, que nunca había derrochado una gota de piedad en los demás, pensó en la palidez de Olin y deseó que los dioses fueran misericordiosos con el rey norteño y esa noche lo dejaran morir en sueños.