3
El Bosque de Seda
El erudito soteriano Kyros afirma que un viejo duende le contó que «los dioses nos siguieron aquí» desde un hogar originario que estaba allende las sendas del mar.
Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand
—Tengo un plan, pájaro. —Barrick Eddon se desprendió otro trozo de enredadera espinosa, pincho por pincho—. Un plan muy astuto. Encuentra un camino que no me lleve por cada espino de la tierra de las hadas y yo no te aplastaré ese horrible cráneo con una piedra.
Skurn saltó a una rama más baja, pero se mantuvo a prudente distancia de Barrick. Hinchó las plumas manchadas.
—Todo se ve diferente desde el cielo, ¿no? —dijo el cuervo con voz huraña. Ninguno de los dos había comido desde el mediodía del día anterior—. Nosotros no siempre distinguimos.
—Pues vuela más bajo. —Barrick se levantó, se frotó las heridas, y volvió a bajar la manga rota.
—Vuela más bajo, dice —gruñó Skurn—. Como si él fuera el amo y Skurn el sirviente, en vez de socios en pie de igualdad y por acuerdo mutuo. —Agitó las alas—. ¡Por acuerdo mutuo!
—¿Y por qué mi «socio» me lleva por los terrenos más escabrosos? —replicó Barrick—. Hemos tardado un día para recorrer un trecho. A este paso, cuando entreguemos el… —De pronto Barrick pensó que un bosque oscuro, lleno de oídos atentos, quizá no fuera el mejor sitio para hablar del espejo de la dama Puerco Espín, el objeto que había jurado llevar hasta el trono de los qar—. A este paso, cuando los encontremos, hasta los inmortales habrán muerto.
Skurn se aplacó un poco.
—No podemos ver el terreno desde arriba porque el bosque es muy tupido, sobre todo esos árboles-maraña… Pero no nos atrevemos a volar más bajo. ¿No lo ves? Hay sedas colgadas de las ramas altas, e incluso algunas por encima de las copas de los árboles, para atrapar a buenos sujetos como nosotros.
—¿Sedas? —Barrick empezó a andar de nuevo, abriéndose paso en la maleza con la antigua y corroída punta de lanza que había encontrado junto al camino de Gran Abismo. No era el bosque más denso que había visto desde que había cruzado la Línea de Sombra, pero las pegajosas enredaderas entorpecían tanto el paso que era como vadear un fangal. Combinado con el eterno crepúsculo de esas tierras, era suficiente para desalentar al más pintado.
—Así es. Estamos en el Bosque de Seda —graznó el cuervo—. Aquí viven los sedosos.
—¿Sedosos? ¿Qué es eso? —El nombre no parecía amenazador, lo cual sería un cambio grato después de lidiar con Juan Cadena y sus monstruosos sirvientes—. ¿Son crepusculares?
—Si te refieres a la gente elevada, no. —Skurn aleteó hasta otra rama y esperó a que Barrick hiciera su lento y monótono avance—. No hablan ni van al mercado.
—¿Al mercado?
—No como los auténticos crepusculares, no. —El ave irguió la cabeza—. Chitón. Eso parece el sonido de una criatura pequeña y estúpida que se está muriendo. ¡Hora de comer! —El cuervo abandonó la rama y voló entre los árboles, dejando a Barrick solo y desconcertado.
Despejó un sitio donde las ramas espinosas parecían menos densas y se sentó. El brazo deforme le palpitaba hacía horas, así que no le disgustaba la posibilidad de descansar, pero a pesar del fastidio que le causaba el pájaro, al menos tenía alguien con quien hablar en ese lugar de sombras interminables, cielos grises y árboles imponentes cubiertos de musgo negro. Cuando se fue el pájaro, el silencio lo rodeó como una niebla.
Se abrazó las rodillas y las apretó con fuerza para no temblar.
* * *
Barrick estimaba que había pasado más de media decena desde que Gyir y Vansen habían caído y él había escapado del laberíntico reino subterráneo de Jikuyin. Siempre era difícil estimar el paso del tiempo en el interminable crepúsculo de la Línea de Sombra, pero sabía que había dormido más de media docena de veces, pues esos sueños largos y profundos pero enervantes eran casi todo lo que tenía aquí. Kerneia había pasado en el mundo exterior mientras ellos estaban prisioneros bajo tierra. Barrick lo sabía porque el monstruoso Jikuyin había querido celebrar el día del Señor de la Tierra ofreciendo a Barrick y los demás en sacrificio. Sabía que se habían ido de Marca Sur en ondekamene para luchar contra los ejércitos crepusculares, y eso significaba que no había visto su hogar en más de un cuarto de año. ¿Qué habría ocurrido en tanto tiempo? ¿Los crepusculares habrían llegado allí? ¿Su hermana Briony estaría bajo asedio?
Quizá por primera vez desde aquel día terrible en el campo de Kolkan, Barrick Eddon vio claramente la división en sus pensamientos: aún sentía una lealtad misteriosa y dócil por la aterradora mujer que lo había escogido en el campo y lo había enviado a través de la Línea de Sombra (aunque no recordaba por qué, ni qué le había encargado ella), pero también sabía que ella era Yasammez, la dama Puerco Espín, formidable guerrera qar que odiaba a los humanos, al pueblo de Barrick. Si los qar ahora asediaban Marca Sur, si su hermana y los demás habitantes corrían peligro, o eran asesinados, era por obra de la mano pálida y mortífera de esa dama.
Y ahora había heredado una segunda misión para Yasammez y los qar. No podía recordar la primera, que ella le había encomendado el día en que le había perdonado la vida en el campo de batalla: era como si Yasammez la hubiera vertido en él como aceite en una jarra, y luego la hubiera tapado con tal fuerza que él mismo no podía sacarla. Había aceptado la otra misión confiando en la palabra de Gyir, servidor de Yasammez, que había jurado que era para el bien de los humanos y de las hadas, poco antes de que el crepuscular sin rostro sacrificara su vida por la de Barrick. Y ahora que estaba libre, en vez de hacer lo que haría cualquier persona sensata —largarse cuanto antes de las tierras de las sombras para regresar a la luz del sol—, Barrick se internaba cada vez más en esa región de niebla y locura.
Notó que la niebla regresaba. El mundo se había enfriado desde que el pájaro se había ido y los rizos de niebla ahora se elevaban desde el suelo. Barrick parecía estar sentado en un campo de hierba oscilante y fantasmal; pronto la niebla le llegaría a la cabeza. No le agradaba esa idea, así que se puso de pie.
La niebla se espesaba, arremolinándose como agua en torno a los grises árboles, trepando por los troncos. Pronto estaría por doquier, abajo y arriba. ¿Dónde estaba ese maldito pájaro? ¿Cómo podía abandonar así a su compañero? ¿Qué clase de lealtad era ésa? ¿Cuándo regresaría?
¿Alguna vez regresará?
Ese pensamiento le apretó el corazón como un puño helado. El pájaro no le había hecho un juramento a Gyir, como Barrick. A Skurn le importaban poco los deseos de los humanos o de los qar. Sólo le importaba llenarse el vientre con esas cosas nauseabundas que le gustaba comer. Quizá el cuervo hubiera decidido que aquí estaba perdiendo el tiempo.
—¡Skurn! —Su voz estaba débil, y salió como una flecha impulsada por una cuerda rota para perderse en la noche eterna y turbia—. ¡Maldición, pájaro repugnante! ¿Dónde estás? —Notó que había hablado con furia y recapacitó—. ¡Vuelve, Skurn, por favor! Te dejaré dormir bajo mi camisa. —Se lo había prohibido cuando el frío había recrudecido: la idea de tener a esa apestosa ave carroñera y lo que vivía en sus plumas contra el pecho le ponía la carne de gallina, y se lo había dicho en términos inequívocos.
Ahora empezaba a lamentar su mal carácter.
Solo. Más valía ni pensar en esa idea agobiante. Toda su infancia había sido la mitad de «los mellizos», una entidad de la que su padre, su hermano mayor y los sirvientes hablaban como si no hubiera dos niños sino un difícil niño bicéfalo. Y los mellizos vivían rodeados por sirvientes y cortesanos, y se desesperaban por escapar de ellos; Barrick Eddon había pasado gran parte de su niñez buscando escondrijos donde él y Briony pudieran estar a solas. Ahora ese castillo lleno de gente parecía un hermoso sueño.
—¿Skurn? —De pronto se le ocurrió que quizá proclamar su soledad no era la mejor idea. No habían encontrado otras criaturas en los últimos días de viaje, pues Jikuyin y su hambriento ejército de servidores habían limpiado la zona de todo lo que fuera más grande que un ratón de campo en leguas a la redonda. Pero ahora estaba lejos de las excavaciones del semidiós…
Barrick volvió a temblar. Sabía que debía quedarse en un lugar, pero la niebla ascendía y creía ver movimientos en la arremolinada distancia, como si algunos de esos mechones blancos no se movieran por la presión del viento sino por voluntad propia.
La brisa se intensificó, se enfrió. Un susurro plañidero atravesó la techumbre de hojas. Barrick aferró la punta de lanza por el asta rota y echó a andar.
La niebla limitaba su visión, pero pudo caminar sin tropezar demasiado, aunque a veces tenía que tantear con la lanza para comprobar que un lugar oscuro entre las matas no fuera un agujero donde podía torcerse el tobillo. Pero el camino parecía asombrosamente despejado, más fácil de recorrer que el espinoso trayecto de las últimas horas. Al cabo de cien pasos, cayó en la cuenta de que seguía un camino en vez de escogerlo: como estaba despejado, él iba hacia donde le conducía.
¿Y si algo o alguien quiere que haga justamente eso?
Acababa de asimilar la pregunta y sus implicaciones cuando entrevió algo por el rabillo del ojo. Se giró pero no vio nada entre los árboles, salvo un zarcillo de niebla que ondeaba en la brisa de su propio movimiento; al volverse, vio que algo del color de la niebla cruzaba el camino a lo lejos, pero desapareció antes de que él pudiera discernir su forma.
Se detuvo. Con manos trémulas, alzó la punta de lanza. Sin duda había cosas que se movían en la niebla entre los árboles más lejanos, formas altas como hombres pero pálidas y difíciles de ver. El susurro volvió a pasar sobre él, y ahora parecía menos la voz del viento que el siseo de un idioma incomprensible y jadeante.
Un murmullo a sus espaldas, pasos leves en la hojarasca. Barrick se giró y vio algo que no tenía sentido: una silueta alta como un hombre pero nudosa como una raíz de mandrágora, envuelta de la cabeza a los pies en jirones blancos como la niebla, como el cadáver de un rey. Quizá la niebla hubiera adquirido forma humana, pensó con terror supersticioso. La vestidura de bruma no la cubría por completo, y lo que había debajo se abultaba y rezumaba una negrura lustrosa. Aunque no tenía ojos visibles, la aparición parecía ver a Barrick; un instante después vio que esa cosa pálida se desvanecía en la niebla junto al sendero. Más susurros resonaron sobre su cabeza. Barrick se giró de nuevo hacia el frente, temiendo que lo rodearan, pero por el momento esas criaturas de hebras enmarañadas habían regresado a la niebla.
Sedosos. Así los había llamado el pájaro, y había dicho que ese lugar ponzoñoso era el Bosque de Seda.
Algo delgado y pegajoso como una telaraña le rozó la cara. Trató de apartarlo pero le agarró el brazo. En vez de alzar la otra mano para caer en la misma trampa, Barrick rasgó los mechones que lo aprisionaban con el filo de la lanza, serruchándolos hasta que se partieron con un crujido inaudible. Otro mechón se acercó flotando como si volara en el viento, pero luego se enroscó con aterradora precisión. Barrick lo rasgó con la lanza, sintió que se atascaba y se tensaba, y al subir la vista vio a una de esas criaturas blancas que se agazapaba en las ramas, manipulando hebras de seda como un titiritero. Con un sorprendido grito de repulsión y temor, atacó a la cosa con la punta de lanza y logró clavarla en algo más sólido que la niebla o el hilo de seda, pero no como un animal u hombre normal: era como apuñalar un manojo de varillas envueltas en budín húmedo.
El sedoso soltó un suspiro agudo y trepó a las ramas, donde desapareció entre remolinos de niebla y un manto de hebras de seda. Barrick se arriesgó a mirar adelante y vio que el sendero que antes parecía ancho e invitante ahora se angostaba tanto que apenas pasaba, un túnel de filamentos blancos como la guarida de una araña al acecho. Trataban de encajonarlo en esa trampa, obligándolo a internarse hasta que no pudiera volver atrás, hasta dejarlo indefenso como una mosca atrapada.
¿Cómo había sucedido tan rápido? La sangre le martilleaba en la cabeza. Momentos antes estaba sentado, pensando en su hogar, y ahora estaba a punto de morir.
Algo se movió a su izquierda. Barrick trazó un ancho arco con la lanza, procurando mantener a las criaturas a raya. Sintió un roce en el cuello cuando otra hizo bajar mechones ondulantes desde las ramas. Barrick gritó con asco, agitando la mano para deshacerse de esos zarcillos pegajosos.
Si se quedaba en medio del sendero, estaba perdido. Busca una pared o apoya la espalda en algo, le decía siempre Shaso. Barrick salió del camino y se abrió paso entre las malezas. Sabía que no podía alejarse del todo de los árboles, pero al menos podía escoger un sitio para defenderse. Eludiendo las hebras flotantes, llegó a un pequeño claro donde había un enorme árbol con hojas rojizas y redondas y un ancho tronco gris: la corteza del árbol era nudosa y áspera como la piel de un lagarto. Barrick apoyó la espalda. Sus enemigos no podrían trepar fácilmente a esas ramas, pues ese árbol estaba aislado de los demás.
Un remolino de niebla le rodeó los pies y le llegó a la cintura mientras él escudriñaba la turbiedad. El brazo tullido ardía como fuego, pero aferró la lanza rota con ambos brazos, temiendo que le arrebataran el arma.
Ahora se abalanzaban sobre él desde la niebla, formas pálidas y fantasmales que también parecían niebla. Pero los sedosos eran muy reales: lo había sentido al ensartar a uno con la punta de lanza. Y si podía apuñalarlos, también podía matarlos.
Sintió un cosquilleo en la cara. Barrick, concentrado en las formas que avanzaban hacia él, intentó ahuyentarlo con la mano hasta que comprendió lo que era y se apartó de un salto. Otra criatura se había acercado por detrás para arrojar sus hebras de seda, y mientras él rodeaba el ancho tronco para afrontarla, la criatura ladeó la cabeza nudosa, lisa y sedosa con sorpresa casi cómica, como un perro sorprendido en medio de un acto de desobediencia. Barrick creyó ver algo húmedo y oscuro que quizá fueran ojos espiando desde esa compleja maraña. Le clavó la lanza en el vientre, hundiendo casi todo el metal corroído de la punta. La herida era tan profunda que pensó que la había matado, pero el asta rota tardó en salir cuando echó el brazo hacia atrás. Cuando salió, un fluido viscoso y oscuro burbujeaba en el agujero que había abierto en las vendas de seda, y el sedoso se tambaleó de dolor, dio media vuelta y se perdió en la niebla.
Barrick se giró justo a tiempo para descubrir que otra criatura se acercaba por el claro, extendiendo zarcillos de seda con los dedos. Barrick se agachó y las hebras se pegaron a la corteza, y por un instante la criatura quedó atrapada por su propia arma. Echó hacia atrás la mano ganchuda, rompiendo la seda, y Barrick le perforó el pecho con la lanza. La punta no penetró demasiado porque no pudo hundirla con todas sus fuerzas, pero deslizó la mano por la empuñadura para cogerla mejor y luego empujó hacia abajo, desgarrando el vientre y abriendo un tajo del pecho a la cintura. Para su asombro, esta vez la herida casi vomitó viscosidad gris, y el herido cayó al suelo y se retorció como una serpiente decapitada, jadeando y burbujeando mientras sus silenciosos compañeros salían de la niebla.
Esas cosas eran casi totalmente húmedas por dentro, como la médula de huesos cocinados. Quizá esos vendajes no fueran ropa, sino algo parecido a un caparazón o una piel, algo que protegía sus cuerpos blandos. En tal caso, una lanza era el peor modo de combatirlas. Necesitaba algo de hoja larga y afilada, como una espada o un cuchillo, pero no tenía ninguno de los dos. Si alguno de esos atacantes lo apresaba, pronto lo tumbarían. En momentos lo envolverían como un insecto capturado en una telaraña…
Pensó en Briony, que sin duda creía que él había muerto. Pensó en la muchacha de pelo oscuro de sus sueños, una visión que quizá no tuviera vida propia. ¡Cuán pocos lo echarían de menos! Luego pensó en Gyir y en el espejo que el valiente crepuscular sin rostro le había puesto en la mano, e incluso en Vansen, que había caído en la oscuridad y la muerte en un intento de salvarlo. ¿Barrick Eddon se dejaría capturar como una estúpida bestia? ¿Se dejaría derrotar por esas criaturas sin cerebro?
—Soy un príncipe de la casa de Eddon —dijo con voz tímida y vacilante, pero luego alzó la lanza para que las criaturas la vieran y gritó a voz en cuello—: ¡La casa de Eddon! —Apoyó el arma junto a las raíces del árbol, hundiendo la punta en la corteza, y la pisó con fuerza, rompiendo casi toda el asta para dejar el metal a la vista. Empuñó la punta de lanza como una daga y la alzó con la mano sana—. ¡Si pensáis que una sarta de míseros fantasmas puede derribar la casa de Eddon, venid a mí!
Y vinieron, haciendo ondear sus sedas. Si hubieran embestido en conjunto, atacando desde arriba y desde el frente, ciertamente habría perecido: sus movimientos eran rápidos y silenciosos y era difícil distinguirlos en la niebla. Pero no parecían tener mente humana y atacaban como mendigos hambrientos, uno tras otro, tratando de atraparlo con su seda pegajosa. Barrick logró usar esos zarcillos viscosos para atraer a uno de los atacantes, y luego desgarró la cintura del sedoso. Esa criatura aborrecible cayó al suelo junto al cadáver de la primera que había matado, rezumando gris por el vientre y gimiendo como un viento lejano.
Los demás se abalanzaron sobre él. Barrick procuró recordar las lecciones que Shaso le había dado mucho tiempo atrás, cuando el mundo aún tenía sentido, pero el viejo maestro tuaní nunca le había enseñado mucho sobre la pelea con cuchillos. Barrick se las apañó como pudo, procurando conservar el arma a toda costa. Luchó como en un sueño, con mechones blancos y pegajosos adheridos a los brazos, las piernas y la cara, y oscureciéndole la visión. Forcejeó con los sedosos, sosteniéndolos por sus vendajes enmarañados mientras los desgarraba con la lanza. Cada vez que derribaba uno, otro avanzaba para reemplazarlo; al cabo no pudo ver nada salvo lo que tenía delante, como si el mundo se hubiera oscurecido. Asestó un tajo tras otro hasta que se le agotaron las fuerzas, y luego cayó inconsciente, sin saber si estaba vivo o muerto, y sin que le importara.
* * *
—¿Pr q t fst? —preguntó la voz, y él no tenía respuesta.
Al abrir los ojos, Barrick se encontró frente a una pesadilla, una cosa parecida a una fruta podrida. Gritó, pero el sonido apenas salió de su garganta reseca. El cuervo se alejó batiendo las alas, se posó a poca distancia y soltó la cosa horrible que le colgaba del pico.
—¿Por qué te fuiste? —repitió Skurn—. Te dijimos que esperaras. Te dijimos que volveríamos.
Barrick rodó y se sentó, mirando en torno con pánico, pero no había indicios de ningún atacante.
—¿Dónde están esas cosas sedosas? ¿Adonde se fueron?
El cuervo sacudió la cabeza como si lidiara con un pichón estúpido.
—Exacto, tal como dijimos. Esto es territorio de los sedosos, y no es sitio para andar paseando.
—¡Luché contra ellos, pájaro idiota! —Barrick se levantó penosamente. Le dolían todos los músculos, pero lo peor era el brazo tullido—. Creo que los maté a todos. —Pero hasta los cadáveres de los sedosos habían desaparecido. ¿Esas cosas se evaporaban después de muertas, como el rocío?
Barrick vio algo y lo recogió con su punta de lanza.
—¡Ajá! —La agitó triunfalmente ante el cuervo, y hasta el brazo bueno le temblaba de fatiga—. ¿Qué te parece que es esto?
El cuervo miró la viscosidad negra enredada en jirones blancos.
—El excremento de un animal descompuesto. —Skurn examinó esa cosa con interés—. Eso suponemos.
—¡Es una de esas cosas sedosas! La ensarté… Las desgarré y sangraron este líquido inmundo.
—Ah. Entonces debemos continuar la marcha —dijo Skurn, cabeceando—. Come esto deprisa. Los sedosos pronto volverán con refuerzos.
—¡Ja! ¿Ves? ¡Maté a algunos! —Barrick se interrumpió, con súbita confusión—. Espera. ¿Que coma qué?
Skurn tocó la cosa que había soltado en el suelo.
—Es un seguidor. Joven, demasiado pesado para llevarlo.
El seguidor muerto tenía el tamaño de una ardilla, y una boca ancha y despareja le cruzaba la cabeza redonda, así que parecía un melón aplastado. Los nudos de hueso que sobresalían de la pelambre grasienta, endurecida en bultos grises en los especímenes adultos que Barrick había visto el día en que encontraron a Gyir, todavía eran blandos y rosados en este ejemplar joven. No realzaba la belleza de esa criatura.
—¿Quieres que coma eso? —preguntó, boquiabierto.
—Hoy no conseguirás un manjar más apetitoso —dijo el cuervo, irritado—. Tratábamos de hacerte un favor.
Barrick tuvo que contenerse para no vomitar.
Una vez que recobró las fuerzas, se incorporó. El cuervo tenía razón en algo: no les convenía quedarse demasiado tiempo en ese lugar donde había matado sedosos.
—Si vas a comer esa cosa horrible, hazlo de una vez —dijo Barrick—. No hagas que la mire.
—La llevaremos con nosotros, por si cambias de opinión…
—¡No voy a comerla! —Barrick alzó la mano para golpear al pájaro negro, pero no tenía fuerzas—. Date prisa y termínala, así podremos seguir.
—Demasiado grande —dijo el cuervo con satisfacción—. Tenemos que comer despacio, saboreando. Pero es demasiado grande para llevarla lejos. ¿Puedes…?
Barrick aspiró profundamente. Aunque lo avergonzara, necesitaba ese pájaro. No podía olvidar la soledad que había sentido una hora atrás, cuando creía que el cuervo se había ido.
—Muy bien, lo llevaremos, si puedes encontrar algunas hojas o algo liara envolverlo. —Tembló—. Pero si empieza a oler mal…
—Ya sabemos, podría darte hambre. No temas, encontraremos un lugar para detenernos antes de eso.
Cuando habían recorrido un buen trecho y Barrick se sintió más seguro, se instalaron en una hondonada donde estarían guarecidos del viento y la niebla por una gran roca que sobresalía del otro lado del claro. Barrick habría dado cualquier cosa por un fuego, pero había perdido el pedernal y el acero en Gran Abismo y de todos modos no sabía cómo encender la llama.
Kendrick habría podido hacerlo, pensó amargamente. Y también mi padre.
—Al menos parece que hemos dejado el territorio de los sedosos —dijo—. Hemos caminado horas sin ver a ninguno.
—El Bosque de Seda es muy extenso —dijo el cuervo—. Creemos que aún no hemos recorrido la mitad.
—¡Por la sangre de los dioses, bromeas! —Barrick sintió que la desesperación lo abrumaba como un nubarrón tapando el sol—. ¿Tenemos que caminar en línea recta? ¿No podemos rodearlo? ¿Es el único camino para ir a…? —Luchó contra esas palabras extrañas y guturales—. ¿A Qul-na-Qar?
—Suponemos que podríamos rodear el bosque —le informó Skurn—, pero nos llevaría mucho tiempo. Podríamos ir hacia el sol y luego atravesar las tierras del Mendigo Ciego. O hacia la luz menguante, y entonces viajaríamos hacia los gusanos. En cualquiera de ambos casos, encontraríamos problemas al otro lado.
—¿Problemas?
—Sí, hacia el sol, en tierras de Mendigo, tendríamos que cuidarnos de Viejo Ojo Ardiente y el Huerto de Murciélagos de Metal.
Barrick tragó saliva. No quería saber más.
—Entonces vayamos hacia el otro lado.
Skurn cabeceó gravemente.
—Si vamos hacia la luz menguante, estaremos en un lugar pantanoso que llaman Derritehuesos, y aunque eludamos a los gusanos de madera tendremos que estar alerta para que no nos pillen los tragadores.
Barrick cerró los ojos. Había recobrado el hábito de rezar, aunque después de conocer al semidiós Jikuyin dudaba de que los dioses siempre le desearan lo mejor. Pero teniendo que optar entre los sanguinarios sedosos, los murciélagos de metal y los tragadores, una plegaria no estaba de más.
Oh dioses, oh grandes del cielo. Trató de pensar en algo. Hace pocos días descubrí que tendría que atravesar esta espantosa y desconocida tierra de demonios y monstruos con sólo dos compañeros, un guerrero crepuscular y el capitán de mi guardia real. Ahora debo realizar el viaje con mi único compañero, un pájaro insolente que come excrementos. Si os proponíais buscar alivio a mis males, oh grandes, no lo habéis hecho bien.
No era una gran plegaria, y Barrick lo sabía, pero al menos él y los dioses volvían a hablar.
—Despiértame si algo quiere matarme. —Mientras se estiraba en el suelo irregular oyó el ruido húmedo que hacía Skurn comiendo al seguidor muerto. A Barrick le dolían las costillas, y su brazo parecía lleno de afilados trozos de cacharros rotos—. No, pensándolo bien, no te molestes en despertarme. Quizá tenga suerte y me maten mientras duermo.