Según Rhantys y otros eruditos de los años anteriores a la Gran Mortandad, las hadas sostienen que no fueron creadas por los dioses, sino que ellas «invocaron» a los dioses.
Tratado sobre los pueblos feéricos de Eion y Xand
Pedernal recogió el disco roto y blanco y se lo mostró a Sílex.
—¿Qué es esto? —preguntó, pero su padre adoptivo estaba varios pasos adelante y no veía lo que el niño había hallado.
—¿Iremos caminando hasta Argentia, viejo? —preguntó Ópalo mientras los alcanzaba, y luego vio lo que sostenía Pedernal—. ¿Qué tienes ahí, niño? —Lo recogió y le quitó el polvo, y luego sostuvo el semicírculo a la luz de la lámpara de coral—. Vaya, Sílex, es parte de un imperial marino. ¿Por qué está aquí y no en la playa? ¿Se le habrá caído a alguien?
—Debe ser. —Sílex examinó atentamente la piedra, pero estaba bien seca—. No gotea. Además, el mar no se limita a gotear cuando penetra. Tanta agua, con tanto peso, llenaría el lugar en un santiamén. —Recordaba las terribles historias que su padre le había contado sobre la tragedia del Banco de los Canteros, llamada así por el gremio que se había asentado allí.
La primera ley de Cavernal era, y siempre había sido, que no se podían hacer excavaciones bajo el nivel del agua, pues un error bastaría para que el mar anegara las profundidades, destruyendo el distrito de los Misterios y el templo de la Hermandad Metamórfica, como todo lo demás en las cavernas inferiores. Pero en aquella mañana de sesenta o setenta años atrás la gente del gremio de los canteros había perdido la noción de cuán profundo había cavado. Luego se descubrió que también se había alejado demasiado de la rocosa isla del monte Midlan, donde se erguía Marca Sur.
Aquel día, el fragor de la piedra resquebrajada fue seguido por un chorro de agua helada que tumbó a los cavadores caverneros. En pocos instantes el agua comenzó a ensanchar la grieta; el delgado chorro pronto se convirtió en un ancho torrente. Los canteros trabajaron infructuosamente para cerrar la brecha, combatiendo contra el poder arrollador del mismísimo dios del mar, pero la excavación ya empezaba a inundarse. Un operario desobedeció al capataz y huyó a un nivel superior para informar de lo que ocurría. Los miembros de los gremios que estaban disponibles fueron deprisa al lugar y los prefectos tomaron la decisión de aislar toda la zona. Una docena de caverneros fueron rescatados del nivel inundado, pero el ascenso del agua dejó al doble de ese número aislado en otros pasajes laterales y no hubo tiempo para buscarlos. Habían tenido que escoger, había dicho el padre de Sílex con amarga satisfacción, entre veintitrés hombres condenados por un capataz idiota o los cientos que se encontraban bajo el nivel del mar en el resto de Cavernal.
En medio de esa desgracia, fue una suerte que el gremio de picapedreros hubiera permitido recientemente el uso prudencial de polvo negro en algunas excavaciones difíciles: si hubieran tenido que mover las piedras a mano, decía el padre de Sílex, no habrían podido salvar los niveles inferiores. Los hombres atrapados debieron oír un estruendo semejante al martillo del Señor de los Cielos Infinitos cuando el polvo negro derrumbó el techo del recinto cercano a las excavaciones. Después de eso sólo habrán oído sus voces aterradas y el agua que subía hasta taparlos.
En su infancia Sílex había tenido pesadillas al pensar en esa agonía, y aun hoy los niños caverneros hablaban en susurros sobre las profundidades ocultas de Banco de los Canteros y sus fantasmas.
—No, no. Aquí no hay ningún agujero —le dijo Sílex a su familia, tratando de ahuyentar esos recuerdos inquietantes. Procuró sonreír—. Por suerte, porque estamos debajo del agua y prefiero no mojarme.
—Aun así, el niño encontró un imperial marino, sin duda. —Ópalo se lo devolvió a Pedernal y acarició el pelo del niño. Ópalo era experta en conchas. Siempre le había gustado subir a la superficie durante la época del frío con las otras caverneras, para recoger mejillones en los charcos que se formaban a lo largo de la bahía de Brenn, para luego llevarlos a casa y hervirlos con una piedra caliente. A Sílex le encantaban (eran aún más dulces que los korabi, esas criaturas de muchas patas que vivían en las grietas y correteaban por las rocas húmedas de la Salada) y también a Ópalo, pero hacía tiempo que no salía a recogerlos. Desde que debían cuidar de Pedernal.
—¿Imperial…? —preguntó el niño, mirando el disco.
—Así es… porque parece una moneda, ¿ves? Pero es una concha, el esqueleto de una pequeña bestia marina. —Sílex tiró suavemente del codo del niño—. Ven conmigo y te contaré algo sobre este lugar.
—Espero que nos cuentes que ha terminado la caminata —dijo Ópalo—. ¿Quién haría un camino tan profundo y tan largo? Algún lunático, supongo.
Sílex rio.
—Sí, casi hemos llegado, querida, casi… —Se tocó el bulto que llevaba sobre la espalda—. Y recuerda que yo llevo la mochila.
Ópalo puso mala cara.
—No estarás diciendo que este saco que llevo es liviano. Porque no lo es.
—Claro que no. —Le había dicho que no llevara la mitad de las cosas que había puesto, pero era como decirle a un gato que dejara la cola y los bigotes. ¿Cómo podía Ópalo ir a alguna parte sin algunos cacharros? ¿Y sin sus cucharas buenas, regalo de bodas de su madre?—. No importa —dijo, para sí mismo y para su familia—. Sólo caminad y os hablaré de este camino: por qué está aquí y quién lo hizo.
»En los tiempos del segundo rey Kellick, si mi abuelo me contó bien la historia, había un gran cavernero llamado Azurita del clan Cobre, pero en aquellos días el nombre más común de los cristales de azurita era piedra de tormenta. Ahora bien, Piedra de Tormenta Cobre era un gran hombre, un hombre excepcional, y eso era bueno, porque nació en tiempos difíciles.
—¿Cuánto tiempo hace? —preguntó Pedernal.
Sílex reflexionó.
—Mucho antes de la época de mi abuelo; más de un siglo. El primer rey Kellick había sido bondadoso con los caverneros, honrando todos sus tratos con ellos. No los trataba peor que a otros súbditos del reino, y a veces mejor, porque valoraba su arte.
—Querrás decir su artesanía —dijo Ópalo, resoplando un poco.
—Quiero decir su arte, porque no se trata sólo de golpear la piedra con el buril. Se requiere sapiencia. El primer Kellick había sido uno de los pocos que apreciaba lo que sabía nuestra gente. Fue el único rey que luchó contra las hadas pero no trató a nuestro pueblo como duendes escapados de detrás de la Línea de Sombra. —Sílex meneó la cabeza—. Pero me estás distrayendo, mujer. Estoy tratando de explicar qué son estos pasadizos.
—¡Ah, perdón por mi atrevimiento, maese Cuarzo Azul! Adelante, por favor. —Pero él notó que lo decía de buen humor. Habían caminado gran parte de la mañana y todos estaban cansados: la distracción era bienvenida.
—Después de la muerte del primer Kellick, todos creyeron que las cosas andarían bien con su hijo Barin, que parecía muy similar al padre. Y lo era, salvo por un detalle: odiaba a las hadas y no le gustaban mucho los caverneros. Durante su reinado, la mayoría de las Ocho Puertas de Cavernal fueron clausuradas, dejándonos un solo camino para ir a la superficie y volver, el mismo que usamos hoy. Y los guardias del rey custodiaban esa puerta día tras día, revisando las carretas de nuestra gente y fastidiándola sin motivo, salvo para recordarle que no era tan importante como la gente alta. Fue una gran frustración para los caverneros, sobre todo después de la larga y feliz asociación que habíamos tenido con el padre de Barin.
»Resultó ser que Barin reinó por un tiempo más largo que el primer Kellick, casi cuarenta años, y aunque todavía teníamos trabajo en Marca Sur, no fueron años felices. La mayor parte de nuestra gente se marchó y se asentó en otras ciudades y países, sobre todo aquí en el norte, donde los ejércitos qar habían causado tantos estragos.
»Cuando murió Barin y su hijo ascendió al trono (el segundo Kellick, llamado así por su abuelo), el sabio Piedra de Tormenta Cobre se reunió con los otros jefes de los gremios y les preguntó: «¿Sabéis cómo la gente alta mata conejos? Tapan todas las entradas de las conejeras menos una, luego ponen hurones en la única entrada libre y los dejan cazar a todos los habitantes de la conejera, incluso a las hembras y los cachorros».
»Cuando los otros caverneros le preguntaron por qué los fastidiaba con preguntas sobre conejos cuando iban a coronar a un nuevo rey y había muchos temas de discusión, Piedra de Tormenta se rio despectivamente.
»—¿Por qué pensáis que el rey Barin tapó las entradas de nuestra conejera? —preguntó—. Porque así, si quieren liberarse de nosotros, sólo tienen que mandar soldados con lanzas y antorchas, tal como mandan hurones a las madrigueras de los conejos, y ése será el fin de Cavernal. Fuimos tontos al permitir que lo hicieran y somos tontos si no hacemos algo al respecto cuanto antes.
»Huelga decir que hubo muchas discusiones. Muchos miembros del gremio no podían creer que la gente alta quisiera causarles daño.
»—Este Kellick no es como el primer Kellick —dijo Piedra de Tormenta—, y su padre tampoco lo era. ¿Habéis visto cómo nos mira ahora la gente alta, el modo en que cuchichea sobre nosotros? Nos creen iguales a las hadas que están sitiando la ciudad. Si se asustan más, quién sabe lo que harán en su miedo y su furia.
»—¿Qué podemos hacer? —preguntó un miembro del gremio—. ¿Rogamos al nuevo rey que cambie la ley y nos permita reabrir las otras siete puertas?
»Piedra de Tormenta volvió a reírse.
»—¿Acaso el zorro le pide al sabueso permiso para escapar? No. Haremos lo que hay que hacer, sin contárselo a nadie.
»E hicieron lo que él sugería.
Sílex se aclaró la garganta.
—Como veis, estamos empezando a subir de nuevo. Eso significa que pronto estaremos allí. Admito que es un largo rodeo, pero así es más seguro. —Apoyó el brazo en el hombro de Pedernal, y sintió que se le estrujaba el corazón cuando el niño se zafó—. Si quieres, te contaré el resto. ¿Quieres oír el resto?
Al principio le pareció que el niño no le prestaba atención, pero luego vio un cabeceo casi imperceptible.
—El gremio de los picapedreros hizo lo que decía el sabio Piedra de Tormenta. Sacaron dinero de sus arcas y durante doce años buscaron personas altas que prefiriesen el oro a las preguntas, y en secreto construyeron varias casas en los vecindarios más pobres de los suburbios de Marca Sur. Luego comenzaron a cavar túneles bajo esas propiedades y a conectarlos con los pasadizos de los límites de Cavernal, en el extremo de ciertos caminos sin nombre que la gente alta desconocía, y que no podría haber encontrado aunque los conociera, aun con un mapa. Al fin los caminos quedaron preparados. Un grupo que tenía autorización del rey Kellick II para estar en la superficie después del ocaso, porque trabajaba en un granero real que se usaba durante el día, llevaba una cuadrilla numerosa, confundiendo a los guardias de la superficie con sus idas y venidas. Después del anochecer la mitad se iba del granero y se dirigía por callejones apartados a las casas que el gremio había comprado en secreto, y allí llegaron por los últimos codos de tierra y piedra a los túneles de abajo. Cuando hubieron concluido, cubrieron los agujeros con suelos de piedra, y en cada uno había una losa que se podía levantar para revelar una puerta que conducía a Cavernal.
»No todos estos pasadizos terminaban en la fortaleza externa, aunque allí es donde están situados muchos de ellos. Algunos conducían bajo el agua hasta las casas y otros lugares de tierra firme. —Pudo haber mencionado que él mismo había recorrido uno de esos caminos para llegar al campamento qar, cuando le había llevado el espejo de Pedernal a los crepusculares, pero no lo hizo para no alterar a Ópalo—. En realidad, se dice que Piedra de Tormenta hizo construir un túnel que terminaba dentro de la fortaleza interior, en la parte de la sala del trono.
»Al cabo de varios meses, cuando nuestra gente terminó de reconstruir el granero, también había terminado las entradas de estas Nuevas Puertas, como las llamaban en susurros los ancianos de los gremios. Y desde entonces siempre hubo caminos secretos para entrar y salir de Cavernal. Las hadas permanecieron tranquilas cien años o más después de eso, así que muchos de los pasajes ocultos están en mal estado, pero me han dicho que hemos conservado los edificios de la superficie que los esconden.
—Espero que no nos estés contando esto porque piensas llevarnos a la superficie desde aquí —le advirtió Ópalo.
—No. Casi hemos llegado, amor mío. Os cuento esto porque ahora estamos en uno de esos pasajes.
—¿Llegado adonde? —preguntó Pedernal.
—Al lugar adonde vamos: el templo de los hermanos metamorfos.
—¿Pero por qué caminamos tanto? —preguntó Pedernal, no porque estuviera cansado sino por curiosidad.
—Porque los soldados de la superficie aguardan en la puerta normal y en algunas de las calles principales de Cavernal —explicó Sílex—. Y todos buscan a un sujeto llamado Sílex y su esposa Ópalo, y también a un niño llamado Pedernal, que vive con ellos.
—Ésos son nuestros nombres —dijo Pedernal con seriedad.
Sílex no sabía si había entendido la broma.
—Precisamente. Nos buscan a nosotros, hijo… y no tienen buenas intenciones.
* * *
El hermano Antimonio los esperaba en medio del sendero que cruzaba los vastos jardines de hongos del templo, y su cara ancha y joven estaba arrugada de inusitada preocupación. Detrás de él, otras caras preocupadas se asomaban desde las sombras de la fachada del templo.
—Los hermanos no están contentos —le dijo Antimonio a Sílex—. Sólo para que lo sepas. El abuelo Azufre se ha pasado la noche en vela, gritando que pronto llegarán los Días de la Inundación. —Saludó a Ópalo con un cabeceo—. Salud, señora, y que los Ancianos te bendigan. Es bueno verte de nuevo.
Sílex buscó a Pedernal, que se había alejado, siguiendo el errático camino de un grillo de caverna por el jardín.
—¿Les preocupa el niño?
Antimonio se encogió de hombros.
—Yo diría que están más preocupados por las otras dos personas altas. —Se rio, pero con discreción: aún los espiaban desde la fachada—. Por no mencionar todo lo que sucede en la superficie, la guerra con las hadas y la idea de que puedan arrastrarnos a ella. Aun así, a algunos no nos molesta todo este revuelo. Te sorprendería, maese Cuarzo Azul, pero el templo no siempre es un lugar emocionante. No me estoy quejando, pero ciertamente nos has traído algunas interesantes distracciones en las últimas temporadas.
—Gracias… supongo.
Ópalo había recobrado al niño. Sílex les indicó que fueran hacia la puerta del templo. La mujer miraba la fachada con ojos de asombro.
—¡Me había olvidado de su gran tamaño! —Aminoró la marcha al acercarse, como si luchara contra un viento fuerte. En cierto sentido era así, pensó Sílex: siglos de tradición tácita proclamaban que el templo era sólo para los metamorfos y algunos notables.
Aunque Sílex había estado allí dos veces, no había visto el interior, y cuando Antimonio los condujo por el pórtico hacia el pronaos no pudo menos que admirar el tamaño y la artesanía de los accesorios. El techo del pronaos se elevaba a tanta altura como el famoso techo labrado de Cavernal, aunque no era tan intrincado. Los creadores del templo habían seguido la consigna de la austeridad, procurando que cada línea fuera limpia y sencilla, como era la costumbre de esa época remota. La bóveda curva no estaba decorada con hojas, flores ni animales, sino con anchas líneas y bordes bellamente redondeados. La sala parecía algo líquido que se hubiera congelado de golpe, como si el Señor mismo hubiera vertido el templo desde un enorme cubo de piedra derretida que se había enfriado en un instante.
—Es hermoso —susurró Ópalo.
Antimonio sonrió.
—A algunos les gusta, señora. Yo lo encuentro un poco severo. Es grato contar todos los días con algo que retiene nuestra mirada, pero a veces mis ojos se desvían…
—Antimonio —protestó alguien—, ¿no tienes mejor ocupación que parlotear? —Era el agrio hermano Níquel. Sílex lo había conocido en su primera visita, y parecía tan amargo como antes.
El joven monje se sobresaltó.
—Lo siento, hermano. Desde luego, sí. Tengo otras ocupaciones…
—Entonces encárgate de ellas. Te llamaremos si te necesitamos.
Antimonio, un poco abatido (no tanto porque lo hubieran pillado en una conversación intrascendente, sospechó Sílex, sino por tener que interrumpirla), hizo una reverencia y se alejó.
—Es buen muchacho —dijo Sílex.
—Es charlatán —replicó Níquel. Saludó lacónicamente a Ópalo e ignoró por completo a Pedernal—. Supongo que os dijo que el lugar está alborotado. —Los condujo hacia una puerta y entraron en un corredor bordeado de nichos. Los anaqueles estaban vacíos pero las manchas de polvo sugerían que habían quitado algo de allí—. Tuvimos tiempos más apacibles antes de conocerte, Sílex Cuarzo Azul.
—La culpa no es toda mía.
Níquel frunció el ceño.
—Supongo que no. Están sucediendo cosas desagradables por doquier, sin duda. Son los peores días desde los tiempos del prefecto Piedra de Tormenta.
—Sí, recién le hablaba a mi familia sobre él…
—Es una lástima que la gente alta no pueda dejarnos en paz. No les hacemos ningún daño —dijo airadamente Níquel—. Sólo deseamos respetar nuestras viejas costumbres, servir a los Ancianos de la Tierra.
—Quizá la gente alta forme parte del gran plan de los Ancianos de la Tierra —sugirió Sílex—. Quizá sólo hacen lo que desean los Ancianos.
Níquel lo miró largamente.
—Me avergüenzas, Sílex Cuarzo Azul —dijo de mal humor. Poco después se detuvo y abrió una puerta. Las paredes de la habitación estaban cubiertas con cestos llenos de coral reluciente, y la luz resplandeciente contrastaba con el oscuro corredor—. Ven a reunirte con tus amigos. Están aquí, en la oficina de la biblioteca.
Era una habitación modesta comparada con la sala principal, y los dos hombres que estaban allí (gente alta, no caverneros) parecían aún más grotescamente grandes. El médico Chaven sonrió pero no se levantó, quizá porque temía golpearse la cabeza contra el techo. Ferras Vansen, que era más alto que Chaven, se levantó encorvando los hombros y tomó la mano de Ópalo.
—Señora, me alegra verla a usted y su familia de nuevo. Nunca olvidaré la comida que me preparó la noche que regresé: es lo mejor que he comido.
Ópalo estuvo a punto de reírse como una niña.
—Eso no tiene gran mérito. Cocinar para un hombre famélico… bien, es como… como…
—¿Como atrapar una salamandra deslumbrada por el sol? —sugirió Sílex, pero pronto se arrepintió. Ópalo parecía ofendida—. No te subestimes, mujer. Todos saben que tu mesa es una de las mejores.
—Sí, sin duda me ha alimentado estupendamente —dijo Chaven—. Nunca creí que llegaría a admirar tanto un topo bien cocido. —Sonrió a Pedernal, que miraba al médico con su seriedad habitual—. Hola, muchacho. Estás creciendo. —Chaven se volvió hacia Sílex—. Sólo esperamos la llegada de nuestro último invitado.
La puerta se abrió con un crujido. Un preocupado acólito asomó la cabeza.
—¿Hermano Níquel? —dijo—. Un magíster de la ciudad está aquí y desea usar tu estudio del monasterio como sala de audiencia.
—¿Mi estudio? —graznó Níquel, y salió deprisa para defender su territorio.
—Nuestro último invitado ya está aquí —concluyó Chaven—. En fin. Me temo que el magíster Cinabrio y el hermano Níquel nunca serán amigos.
Sílex sacó su mellado cuchillo del bolsillo y se lo dio a Pedernal con un trozo de esteatita para mantener ocupado al niño.
—Veamos cómo lo resuelves —dijo—. Ten cuidado y piensa antes de cortar: es una pieza limpia.
La puerta se abrió de nuevo y entró Cinabrio Mercurio. A sus espaldas sonó la voz estridente de Níquel.
—Ese hombre se cree que ya es abad —dijo Cinabrio con el ceño fruncido—. Sílex Cuarzo Azul, es bueno verte… ¡Señora Ópalo! ¿Los hermanos la han tratado bien?
—Acabamos de llegar —dijo Ópalo.
—Usted y el muchacho pueden lavarse el polvo del camino —dijo Cinabrio—. Pero me temo que debo robarle a su esposo por un rato. Aunque también sería bienvenida. Mi Bermellón resuelve al instante problemas que a los prefectos les llevarían una hora.
Apareció Níquel, enfurruñado como un hombre que al llegar a casa encuentra a un intruso apoltronado en su silla favorita.
—¿Ya habéis comenzado? ¿Habéis empezado a hablar sin mí? No olvidéis que la Hermandad Metamórfica es vuestra anfitriona.
—Nadie te ha olvidado, hermano Níquel —dijo Cinabrio—. Después de todo, íbamos a mudar este consejo a tu estudio, ¿recuerdas?
El monje dirigió al magíster una mirada que habría pulverizado el granito.
—Me temo que nuestra charla llevará gran parte de la tarde —intervino Chaven—, y el capitán Vansen y yo hemos esperado un buen rato. ¿Es posible conseguir algún refrigerio?
—Podrá sentarse con los hermanos a la hora indicada —dijo rígidamente Níquel—. Sólo faltan pocas horas para la cena. Convinimos con maese Cinabrio en que lo trataríamos como a uno de los nuestros mientras sea nuestro huésped. Nuestra comida es sencilla pero saludable.
—Sí —dijo Chaven con tristeza—. Sin duda que sí.
* * *
—Y de pronto me encontré aquí… Ya no estaba a leguas de la Línea de Sombra sino en plena Cavernal, encima de un gran espejo. —Vansen frunció el ceño, perturbado—. No, el viaje desde allí hasta aquí fue más complicado, pero he olvidado el resto… como un sueño…
—Es una suerte tenerlo con nosotros, capitán —dijo Chaven—, y es una suerte saber que el príncipe Barrick se encontraba bien la última vez que usted lo vio. —Pero el médico parecía preocupado. Sílex había notado que fruncía el ceño cuando Vansen contó que había aparecido encima del suelo espejado de la cámara del consejo, entre imágenes gemelas del ceñudo dios Kernios.
—Estaba con vida, pero no sé si se encontraba bien —dijo el soldado.
—Mis disculpas —dijo Cinabrio—, pero ahora debo comunicar mis noticias, pues conciernen al joven príncipe. A algunos aún nos permiten ir al castillo para realizar tareas para los Tolly, y uno de ellos, con gran riesgo, avisó a Avin Brone que usted había llegado.
—El lord condestable —dijo Vansen—. ¿Está bien?
—Ya no es lord condestable —dijo Cinabrio—. En cuanto al resto, tendrá que descubrirlo por su cuenta. Envió esto para usted y mi subalterno me lo trajo subrepticiamente.
Vansen miró la carta, moviendo los labios mientras leía.
—¿Puedo leerla en voz alta? —preguntó.
Cinabrio asintió.
Vansen:
Me complace saber que está a salvo, y aún más tener noticias sobre el heredero de Olin. No entiendo qué sucedió ni cómo llegó usted aquí… Este hombrecillo trajo una carta de otro hombrecillo…
—Me disculpo por los modales del conde —dijo Vansen, sonrojándose.
Cinabrio agitó la mano.
—Nos han dicho cosas peores. Continúe, por favor.
Pero no logro entenderlo. Lo importante es que usted no debe venir a la superficie. T. (se refiere a Hendon Tolly) me tiene bajo vigilancia continua, y no me ha quitado la vida sólo porque los soldados aún confían en mí y siguen siendo leales.
Los crepusculares, que los dioses los maldigan, se han tranquilizado, pero creo que sólo planean nuevas calamidades. Podemos soportar un asedio porque no tienen barcos, pero poseen más armas de las que están a la vista. Inspiran gran temor en todos los que combaten contra ellos, como usted bien sabrá…
—Claro que lo sé —dijo Vansen, alzando la vista—. Temor y confusión: sus mejores armas.
Se le hizo un nudo en la garganta al leer la frase siguiente.
Aún no hay noticias de la princesa Briony, aunque algunos sostienen que Shaso la tomó de rehén en su fuga. No es tranquilizador que él se haya ido hace tanto tiempo y aún no sepamos nada.
Vansen aspiró profundamente antes de continuar.
Ésa es la situación, pues. T. gobierna Marca Sur en nombre del hijo menor de Olin, el infante Alessandros. Los crepusculares están ante nuestros muros y mientras ellos nos amenacen él no se atreve a matarme ni encarcelarme. Por ahora usted debe permanecer escondido, Vansen, aunque ojalá un día pueda saludarlo en persona para escuchar su historia y agradecerle sus muchos servicios…
Vansen se aclaró la garganta, un poco avergonzado.
—El resto es intrascendente. Habéis oído todo lo que importa. Los qar están tranquilos, pero no se han ido. Aun así, las murallas deberían protegernos largo tiempo, incluso contra los hechizos crepusculares…
—Si los qar quieren entrar en el castillo, no se molestarán con las murallas —dijo Sílex—. Entrarán por Cavernal… y por este templo donde nos encontramos.
Vansen lo miró como si se hubiera vuelto loco.
—¿Qué quieres decir con eso?
—¿Qué? —Níquel se levantó temblando—. ¿Qué estás diciendo? ¿Por qué se interesarían en nosotros o nuestro templo?
—No tiene nada que ver con el templo —replicó Sílex con el ceño fruncido.
—¿Pero qué tiene que ver con Cavernal? —preguntó Cinabrio—. Una vez que hayan cruzado las murallas del castillo, ¿por qué se ensañarían con nosotros? —De pronto comprendió—. ¡Por los Ancianos! ¡No estás hablando de un ataque por la superficie…!
—Ahora me entiendes, magíster. —Sílex se volvió hacia Vansen—. Usted ignora muchas cosas sobre nosotros y nuestra ciudad, capitán. Pero quizá sea hora de contárselo.
—¡No tienes derecho a hablar de eso! —chilló Níquel—. ¡Y menos delante de esta… gente alta! ¡Delante de extraños!
Cinabrio alzó las manos.
—Calma, hermano. Pero Sílex, quizá él tenga razón… No es un problema habitual, y sólo el gremio debe decidir…
Sílex dio un puñetazo en la mesa, sobresaltando a los demás.
—¿Acaso no entendéis? —Sílex estaba realmente furioso: con las intrigas de la gente alta, que habían arrastrado a Cavernal a guerras ajenas, con Níquel y los demás por su empecinamiento en no ver la verdad. Incluso estaba enfadado con Ópalo, comprendió, por llevar a casa a Pedernal, ese niño extraño y callado que había iniciado todo este ajetreo en la vida de Sílex—. ¿No lo veis? ¡Ya no hay problemas habituales! Níquel, ya no podemos ocultar secretos como los caminos de Piedra de Tormenta. No podemos fingir que las cosas son como antes. He visto a los crepusculares, casi tan de cerca como el capitán Vansen. Hablé con la dama Yasammez, y es escalofriante. ¡No hay nada de habitual en ella! Mi niño trajo el espejo mágico a través de la Línea de Sombra, el espejo que según Vansen el príncipe Barrick debe llevar a la gran ciudad de los qar. ¿Eso es habitual? ¿Algo de esto es habitual?
Calló, jadeando. Todos lo miraban, la mayoría con asombro, Ópalo con preocupación, Chaven con una especie de satisfacción.
—Creo que el capitán Vansen todavía espera una respuesta a su pregunta —dijo Chaven—. Y yo también. ¿Por qué piensas que Cavernal está en peligro? ¿Cómo podrían los qar llegar aquí sin atravesar las murallas de Marca Sur?
—Sílex Cuarzo Azul —dijo el hermano Níquel con voz ronca y airada—, no tienes derecho. Te hemos ofrecido asilo.
—Entonces expulsadme y llevaré a esta gente a otra parte y se lo contaré. Los qar ya lo saben, así que todos deben saberlo. Cállate, Ópalo; no empieces. Alguien tiene que dar el primer paso, y estoy dispuesto a ser yo. Pero no se crea que protegeré sus secretos, doctor Chaven. Dejaré que hable usted, si lo prefiere, pero de lo contrario yo contaré su historia.
Chaven ya no estaba tan satisfecho.
—¿Mi historia…?
—El espejo. Porque eso es lo que me causó este último problema, ¿verdad? Y ahora hay guardias de la gente alta en nuestra ciudad. Y otro espejo trajo a mi niño aquí la primera vez: el mismo espejo que llevaba el amigo crepuscular del capitán Vansen, el que le dio al príncipe Barrick. Así que si vamos a hablar de los caminos de Piedra de Tormenta, también hablaremos de espejos. Yo empezaré. Escuchad todos.
Por segunda vez ese día, inició la historia.
—Hace un siglo o más, en tiempos del segundo Kellick, había un cavernero muy sabio llamado Piedra de Tormenta…
* * *
Cuando Sílex hubo concluido, el hermano Níquel había caído en un hosco silencio y Ferras Vansen escuchaba boquiabierto.
—¡Increíble! —dijo Vansen—. ¿Entonces podríamos usar esos caminos ocultos para cruzar por debajo del agua?
—Lo más probable es que los malditos crepusculares los usen para invadir Marca Sur —le dijo Cinabrio—. Y los caverneros tendremos que ser los primeros en enfrentarnos a ellos.
—Sí, pero un camino va en ambas direcciones —señaló Vansen—. En caso de extrema necesidad, podríamos escapar del castillo por allí. ¿De veras es posible?
—Sí, claro. —Sílex estaba cansado y hambriento—. Yo mismo lo hice. Conduje al semicrepuscular llamado Gil por uno de los caminos secretos, bajo la bahía de Brenn, hasta el trono de la dama oscura.
—¡Conque esta roca está llena de caminos clandestinos, pasajes que no conocía ni siquiera cuando era capitán de la guardia real! —Vansen sacudió la cabeza—. Este castillo tiene más secretos de los que sospechaba. Y este niño fue enviado a través de la Línea de Sombra con un espejo mágico, sin duda como espía de los qar… ¿Bajo nuestras narices?
—¡No es ningún espía! —exclamó Ópalo—. Es sólo un niño.
Vansen miró a Pedernal con dureza.
—Sea lo que fuere, aún no entiendo nada de esto. ¿Qué está pasando? Es como una telaraña, y todos los hilos se tocan.
—Y todos son pegajosos y peligrosos —dijo Chaven.
—Así es —le respondió Ferras Vansen con severidad—. Y no crea que me olvidado de usted, doctor. Sílex habló de usted y los espejos. Ahora es su turno. Díganos todo lo que sabe. Ya no podemos permitirnos el lujo de guardar secretos.
El médico gruñó y se palmeó su menguada barriga.
—Mi historia es larga y angustiosa; angustiosa para mí, al menos. Esperaba comer algo antes de empezar, para fortalecerme.
—Confieso que yo también tengo hambre —dijo Cinabrio—, pero creo que usted será mucho más conciso, ulosiano, si sabe que no lo alimentarán hasta que haya terminado. Parece que quedan muchas cosas por contar antes de que termine esta velada… Primero hable, Chaven; luego, la cena.