Epílogos

Epílogos

Eduardo detuvo la furgoneta frente a la estación de tren y miró fijamente a su hijo, sentado a su lado. Víctor alargaba ya la mano hacia la portezuela del vehículo cuando su padre lo detuvo con un silbidito.

—Antes de irte hazme un repaso de todo lo que te he dicho…

—No me quitaré nunca el talismán de repulsa. No me acercaré a ningún desconocido ni dejaré que un desconocido se acerque a mí. Y si tengo la sospecha de que algo va mal, me pondré el pendiente y os avisaré. ¿Algo más?

—No. Con eso debería ser suficiente… A no ser que a Bernabé se le ocurra alguna idea nueva para protegerte…

Víctor suspiró. Su tío pretendía que llevara siempre el pendiente en la oreja para así controlar todos sus movimientos. La idea de que sus padres pudieran ver en todo momento lo que estaba haciendo era bastante inquietante. Víctor apreciaba su intimidad y no quería verla invadida de un modo tan exagerado, aunque fuera por su seguridad. Había conseguido que Bernabé no se saliera con la suya, pero por los pelos.

—No me pasará nada, papá… —le aseguró Víctor con una sonrisa.

Eduardo se la devolvió.

—No. No te pasará nada porque vamos a ir con mucho cuidado. ¿De acuerdo?

—De acuerdo… —confirmó Víctor y bajó de la furgoneta.

Cuando Eduardo lo vio entrar en la estación, con la mochila bamboleándose a su espalda, recordó la primera vez que había visto a su hijo: no era más que una bolita de carne rosada en manos de la comadrona que había asistido a Diana en el parto. Recordó el increíble sentimiento de dicha que lo recorrió al abrazar a su hijo y sentir el corazón del niño palpitando contra su pecho. Fue un sentimiento tan fuerte y poderoso que lo dejó aturdido durante días, embriagado de amor como nunca antes había creído que fuera posible. Y, viéndolo desaparecer en la marea de jóvenes que iba rumbo al andén, aquel sentimiento desaforado volvió a recorrerlo con la misma fuerza de la primera vez.

—No… —dijo, viendo cómo su hijo desaparecía de su vista—. No dejaré que te pase nada malo. Te lo prometo…

* * *

La sombra huérfana se irguió en el salón. De algún lugar cercano llegaba la música de un piano. Se deslizó por la pared rumbo al sonido, bajo la atenta mirada del dragón sobre la chimenea. Se escurrió por la rendija de la puerta doble del salón que llevaba al pasillo. La sombra de una mesita plagada de aves de porcelana se hizo a un lado, mirándola ceñuda. Una diminuta garza blanca se asomó por el borde de la mesa y graznó una sola vez en su dirección.

La sombra avanzó por el pasillo hasta llegar al lugar de donde procedía la música. Pero allí no había rastro de piano alguno, tan solo dos mesas que custodiaban la puerta blanca de un baño, una alfombra dorada, un butacón negro y una de las veinte arañas de la casa enfrascada en la tarea de tejer su tela en una esquina del techo. Dio una vuelta por el pasillo, inquietando a las sombras del lugar, pues muchas de ellas ya habían sufrido algún intento de expulsión por parte de la solitaria.

El sonido venía de aquel recodo del pasillo. Estaba segura. Se coló por la exigua separación entre la alfombra dorada y el suelo y descubrió la silueta de una trampilla oculta en el entarimado. Se coló por ella y cayó al sótano de la casa de la Colina Negra. Por un instante tuvo miedo, un miedo atroz. Había sombras horribles en aquel lugar, arremolinadas en torno a una puerta de metal rojo situada en un lateral del sótano. De allí era de donde venía la música. La sombra de algo que llevaba mucho tiempo muerto se levantó amenazante, pero ella se lanzó hacia la puerta de la sala y penetró en su interior.

Era una habitación pequeña, en tinieblas. En cuanto descubrió el piano en el centro de la estancia un escalofrío de infinita alegría la recorrió. Con sumo cuidado, como si pidiera perdón, se colocó a sus pies.

El cautivo de la casa de la Colina Negra siguió tocando el piano, ajeno a la sombra que acababa de invadir su celda. Sus manos aleteaban sobre el teclado como arañas esqueléticas, tocando una melodía tan triste que la sombra del piano se estremeció.

* * *

La fortaleza de vidrio era un hervidero de agitación. En la balconada superior de una de las torres se encontraba un hombre alto y fornido, con las manos apoyadas en la baranda de piedra y la vista perdida. Vestía una armadura de plata y su rostro adusto y noble reflejaba una gran fatiga.

—Me lo prometiste, Eduardo. Me lo prometiste… —susurró Daril.

Sus manos apretaron con tanta fuerza la barandilla que sus dedos palidecieron y un trozo de piedra crujió y se quebró. En ese mismo instante una mujer entró en la terraza. Vestía una túnica blanca y acudió a él, cabizbaja, como si el mensaje que tenía que entregarle le causara un gran pesar.

—¿Y bien? —preguntó el hombre, girándose hacia ella.

—Los Arcontes han dado su veredicto… —hablaba en un susurro—. No podemos permitir que el niño caiga en malas manos… Les duele en el corazón pero… —tragó saliva, levantó la cabeza y el caballero vio que tenía los ojos llenos de lágrimas—. El niño debe morir. Van a mandar a los cazadores y quieren que tú los comandes… Kellian, el lobo, ya está allí… Se pondrá a tus órdenes.

Daril asintió.

—¿Han dicho algo de Eduardo y de Diana? —preguntó, con un nudo en la garganta.

—Si tratan de impedir que el mandato se haga efectivo no debe temblar tu mano… El niño debe morir y los que traten de protegerlo también…

El caballero asintió por segunda vez. Cerró los ojos y se llevó una mano al pecho, como si algo, muy adentro, se le acabara de romper en mil pedazos.

* * *

Había un hombre azul sentado sobre una roca. Desde donde se encontraba alcanzaba a ver tanto la Colina Negra como el valle. Era un nuevo día y todo a su alrededor le parecía glorioso. Una maravilla digna de contemplar. Se sentía eufórico, pleno. Quizá fuera porque el aire de la mañana le traía el dulce aroma de la sangre del Mestizo. O quizá porque la espera había llegado a su fin. Ya había visto todo lo que tenía que ver. Había estudiado la casa de la Colina Negra y se había hecho una idea de lo tremendo que era su poder, y del gran esfuerzo que iban a tener que realizar para destruirla. También había visto al lobo negro acechando al Mestizo y sabía que pronto, muy pronto, los Arcontes mandarían a sus tropas para intentar capturar o asesinar al niño. Toda la Telaraña empezaba a mover sus piezas en la Colina Negra. El tablero estaba dispuesto y los jugadores comenzaban a llegar, uno a uno.

Sí. Había llegado la hora.

El Hombre Venenoso se levantó despacio. Lanzó una Voraz dentellada al aire y un cuervo rojo apareció de la nada. El ave esponjó sus plumas, graznó y echó a volar tan rápido que se convirtió en una centella escarlata.

—Que vengan todos —gruñó el hombre azul. Con cada una de sus palabras invocaba un cuervo rojo que partía al instante, tan veloz como el primero—. Prenderemos fuego al mundo y luego devoraremos las cenizas. Que vengan todos. Llamadlos. Que los dormidos despierten. Que los muertos se levanten de sus negras tumbas. Llamadlos a todos. Que vengan a la Colina Negra. Que estalle la guerra.

* * *

Víctor subió al tren y se abrió paso entre los jóvenes que buscaban asiento hasta encontrar a Cristina, que se hallaba junto a la ventanilla y con un asiento libre a su lado. La joven le dedicó una sonrisa y palmeó el hueco libre.

—¡Buenos días! ¡Te estaba guardando sitio!

Víctor se dejó caer pesadamente a su lado y una nube invisible con olor a coco le rodeó al instante.

—Pues muchas gracias —dijo él y bostezó con ganas, tapándose la boca con la palma de la mano.

—¿Qué tal por la casa? —le preguntó Cristina—. ¿Todo bien?

Víctor bajó la voz para que sólo ella pudiera escucharle:

—Tranquilo… —contestó. Ella le miró arqueando una ceja y él soltó una carcajada, sintiéndose invadido por la irrefrenable alegría de tener, por fin, alguien con quien compartir sus secretos—. Hoy los pasillos de la casa estaban llenos de flores y por todas partes había arco iris… Mi tío ha dicho que todo aquello le parecía una cursilada suprema, y cuando ha pasado cerca de la chimenea el dragón le ha soltado tal rugido que casi se ha caído al suelo del susto… Mi madre se ha muerto de la risa… —la miró a los ojos y sonrió—. Y me ha pedido que te diga que subas después de clase… Y créeme, es malo hacer enfadar a un hada.

—Lo pensaré —respondió ella, sabiendo que finalmente aceptaría. Tal vez no hoy ni mañana. Pero tarde o temprano, volvería a la casa de la Colina Negra.

La magia había irrumpido en su vida y ya no había vuelta atrás.

* * *

La Colina Negra estaba envuelta en el aire helado que había traído consigo el primer día de diciembre. El rumor de las hojas de los árboles era un susurro incompleto, el murmullo de alguien que cuenta un secreto muy importante a una persona muy querida.

La casa aguardaba, expectante. Había llevado a cabo cambios sutiles en su estructura, cambios que habían pasado inadvertidos por sus ocupantes. Estaba protegiéndolos, preparándose para fuera lo que fuera aquello que iba a suceder. Las voces que le llegaban de la Telaraña venían siempre con la misma cantinela: «Cuidado. Cuidado. Se han puesto en marcha. Buscan al niño y no se detendrán hasta conseguirlo». Y la casa esperaba, con un brillo mortecino hasta en la última de sus ventanas. En otro tiempo, bajo el gobierno del hombre que ahora estaba cautivo en la prisión del sótano, se había visto obligada a hacer cosas terribles, cosas que la perseguían en sus pesadillas y que se había jurado no volver a realizar. Pero ahora revocaba esa promesa. Si alguien trataba de hacer el menor daño a la familia que la habitaba, conocerían la medida exacta de su poder.

Diana, en la cocina, levantó la cabeza, sobresaltada de pronto. Abandonó las pociones que estaba preparando y salió fuera seguida por Paula, que había estado deambulando por la cocina perdida en sus pensamientos. Todavía no comprendía por qué no había desaparecido tras la destrucción del cráneo. Eduardo le había dicho que no debía preocuparse, que la Telaraña era caprichosa con los fantasmas. Quizá todo se reducía a que ella no deseaba desaparecer, al menos no por el momento.

Sentía que lo que fuera a ocurrir en la casa de la Colina Negra era responsabilidad suya. Y no quería marcharse hasta que todo aquello acabara.

Bernabé estaba sentado en el último peldaño de la escalera del porche, con una taza de café caliente entre sus manos mientras el ratón del jersey rojo trataba de trepar por su pantalón. El hombre tenía la vista perdida en la distancia y hacia allí miraron Paula y Diana. Sobre la línea del horizonte se estaba formando una gran oscuridad, parecía como si todas las nubes negras del mundo hubieran sido citadas allí.

—Se acerca tormenta… —afirmó el fantasma.

De pronto el aullido de un gran lobo llegó desde las faldas de la colina. Era un aullido lastimero y terrible. Un aullido que no presagiaba nada bueno.

Bernabé sonrió.

—¿Sabéis una cosa? —dijo—. Tengo muchas ganas de saber qué va a pasar ahora.

Fin