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El patio interior
El amplio patio interior estaba envuelto en las luces del crepúsculo.
Víctor señaló hacia delante, hacia la puerta de madera blanca que se veía entre las columnas al otro lado del patio.
—Allí está el cráneo… En esa sala…
La criatura alada gruñó, poco convencida. Pero dio unos pasos en la dirección indicada.
—No creo que sea una buena idea —comentó el reptil—. No sabemos qué hay tras esa puerta. Puede ser una nueva trampa…
Víctor miró al reptil con el ceño fruncido. La criatura alada se dio la vuelta muy despacio, clavando sus ojos negros en el último de los que lo seguían. Pareció meditar sus palabras, abriendo y cerrando su pico curvo. Estaba jugando con la idea de matar al lagarto cuando todo terminara, pero aun así no podía dejar de darle la razón. Pensó en ordenarle a él que abriera la puerta, pero luego volvió su horrible cabeza hacia Víctor y Cristina. Su amo, no sabía por qué, le había prohibido dañar al niño. Pero la cría era prescindible.
—¡Niña! ¡Abre esa puerta y tráeme lo que hay dentro! ¡Y ay de ti si intentas algo!
Víctor dio un paso hacia atrás, como si le acabaran de abofetear. Cristina permaneció inmóvil a su lado, sin respirar siquiera.
—¿No me has oído? ¡Muévete!
Cristina le dedicó a Víctor una mirada asustada y dio un tímido paso hacia delante. El muchacho tragó saliva y observó a la chica aproximarse, muy despacio, a la puerta blanca. El brillo plateado volvió a los ojos del joven. Sus labios comenzaron a moverse, musitando palabras en un lenguaje que le era desconocido. Preparando un hechizo.
La criatura de las alas de hueso negro contemplaba expectante a Cristina, ajena a los susurros de Víctor. A la espalda del muchacho el reptil entrecerró los ojos, sus labios finos y negros se curvaron en una malévola sonrisa. De dos silenciosos pasos se colocó tras Víctor; tan cerca de él que si no hubiera estado tan concentrado en el hechizo, habría sentido su fría respiración en la nuca.
Cristina llegó a la puerta. El susurro de Víctor subió de intensidad. La criatura alada levantó la cabeza, alertada por la voz del joven. Se giraba ya hacia él, cuando el reptil descargó un golpe tremendo en su cuello. Víctor cayó hacia delante, como un saco roto. Pero sus labios siguieron pronunciando aquel hechizo, sin inmutarse por el golpe recibido.
Cristina miró hacia atrás, horrorizada. Víctor estaba inmóvil en el suelo. Parecía inconsciente pero sus labios, manchados de polvo, seguían moviéndose, tenaces. El reptil se acuclilló, sin comprender por qué seguía musitando aquellas palabras que sin duda eran el preludio de un hechizo. La criatura alada también estaba perpleja, pero se giró hacia Cristina.
—¡Abre la puerta! —le ordenó.
La joven lo ignoró. Algo extraño le ocurría a Víctor. Las palabras cada vez sonaban más claras, aunque para ella nada significaban. Un resplandor lechoso la rodeaba. Se condensó en su espalda y comenzó a tomar forma. Cristina tardó un segundo en darse cuenta de que una figura humana estaba surgiendo del cuerpo de su amigo.
Era Paula, el fantasma de la casa de la Colina Negra. Salía del cuerpo caído como una mariposa que se librara de su crisálida. Alzó los brazos al cielo y, con un último empujón, salió por completo, elevándose varios metros en el aire. Ya no era Víctor quien pronunciaba aquella letanía sin sentido, sino la propia Paula. Paula, que había estado oculta en el cuerpo de Víctor aunque sin llegar a poseerlo. Tan sólo cuando el monstruo del abismo estuvo a punto de atraparlos había tomado el control de su cuerpo, aunque al final no había sido necesario descubrirse. Víctor todavía era incapaz de acceder a su poder mágico, pero Paula guardaba algunos trucos bajo su manga.
El reptil dio un salto hacia atrás, gruñendo. La criatura alada estaba indecisa, sin saber qué hacer, tomada por sorpresa por la repentina aparición del espíritu. Miraba a Cristina, inmóvil junto a la puerta, para luego volver la vista a Paula.
El hechizo llegó a su fin. Las manos del espíritu estaban rodeadas por dos glóbulos de energía negra. Saltó en el aire, se revolvió a un lado y luego al otro y por último disparó las dos esferas negras, cada una en una dirección. Una chocó contra el reptil y lo hizo rodar por el suelo, gritando de dolor. La otra acertó de pleno en el rostro de la criatura alada, que cayó al suelo cuan larga era, con la cabeza envuelta en una densa humareda oscura, aullando y sacudiéndose las llamas que la consumían.
Los dos monstruos se convulsionaron en el suelo hasta que, de repente y a la vez, se quedaron inmóviles.
El fantasma de Paula se giró hacia Cristina.
—¡Agarra a Víctor y huyamos! ¡No sé cuánto tiempo estarán inconscientes! ¡Y no tengo suficiente poder para volver a tumbarlos!
Cristina asintió con la cabeza y echó a correr hacia Víctor. El joven seguía desmayado en el suelo, como un muñeco roto. Se agachó junto a él, apretó los dientes y trató de levantarlo. Estaba agotada, pero hasta descansada le hubiera costado cargar con Víctor. El muchacho pesaba lo suyo.
—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! —le urgió Paula, vigilando a los dos engendros caídos.
—¡Estoy en ello! —replicó Cristina. Había pasado un brazo por la cintura de Víctor y trataba en vano de incorporarlo. El joven abrió los ojos y la miró, aturdido. Sus ojos estaban velados por el dolor.
—¿Qué…? —acertó a balbucear, pestañeando con fuerza.
—Oh… Dios mío… —dijo Paula, en un susurro helado.
El reptil oscuro se había puesto en pie. Parecía una marioneta de la que alguien tirara con saña, haciéndola andar aunque estuviera rota. Tenía la cabeza caída hacia un lado y los ojos entornados. La lengua bífida colgaba entre sus labios. Aquel engendro seguía inconsciente; no era su voluntad la que lo animaba.
—Resulta curioso… Tratas de sorprender a alguien y te sorprenden a ti con tu mismo truco… —pronunciaron los labios del lagarto. Una sombra oscura comenzó a salir de su cuerpo. Era como si mil surtidores de humo negro se hubieran abierto de pronto en aquel cuerpo. La neblina negra flotó un segundo sobre el reptil para luego condensarse y formar una figura humana de un tamaño desproporcionado que se inclinó sobre ellos, amenazadora. Venas de sombra y músculos de viento negro latían y pulsaban en aquella tormenta furiosa.
—No… —susurró Paula, completamente aterrada.
—Sí, cariño… —afirmó la Sombra, de su cabeza enorme surgieron dos espirales de humo, solidificándose en forma de cuernos—. Por fin va a terminar esto de una vez…