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El cráneo del Minotauro
Era una sala enorme de paredes blancas, bañada por una luz temblorosa que surgía del estanque que ocupaba el centro de la estancia. A su alrededor había una docena de estatuas de metal que representaban guerreros armados. Unos llevaban espadas desenvainadas y otros, hachas de aspecto fiero. Todos portaban el mismo casco cónico, con rendijas verticales para los ojos y un penacho con forma de cepillo en lo más alto.
—Te apuesto lo que quieras a que en cuanto nos acerquemos esos gigantes vuelven a la vida para hacernos pedazos… —afirmó Bernabé en un susurro, tanto para Diana como para Eduardo.
Diana dio un paso hacia el estanque mirando de reojo a los gigantes. Bernabé invocó de nuevo el arma de familia y fue tras ella. Se oyó un estridente chillido y los doce gigantes comenzaron a moverse hacia ellos como si se tratara de un solo ente.
—¿Os lo dije? —exclamó Bernabé, alzando su espada en llamas.
Pero Diana no miraba las estatuas. Sus ojos estaban fijos en el estanque del centro de la habitación. En el fondo de este, en una urna de cristal, se encontraba el cráneo del Minotauro. Sus cuernos de hueso blanco brillaban cegadores.
Saltó para esquivar el puño del gigante que la atacaba, envuelta en una riada de chispas esmeralda.