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Espadas asesinas
Víctor corría por el pasadizo del templo. El pasillo iba ahora cuesta abajo, con lo cual la carrera era mucho más peligrosa. A su izquierda iba Cristina y unos metros más adelante la cosa informe, chillando como un cerdo en día de matanza. El reptil lo adelantó por la izquierda. Desde detrás llegaba el sonido del trote del elemental de llamas y desde arriba el batir de alas de la otra criatura.
Detrás de ellos se oía el sonido del monstruo del pozo. Sólo una vez había girado Víctor la cabeza y lo había visto a unos metros del ser llameante, rugiendo y bramando, golpeando las paredes del pasillo mientras los perseguía, enloquecido. Un espumarajo de saliva blanca colgaba de sus labios.
—¡Tenéis una trampa justo delante! —gritó su padre en su mente—. ¡Entraréis en una sala con las paredes repletas de cuchillas! ¡En cuanto pongáis un pie en ella se pondrán en marcha! ¡Sólo hay un camino seguro! ¡Camina por la hilera central de baldosas y ve contándolas! ¡Cuando llegues a diez cámbiate a la hilera de la izquierda y cuenta cinco baldosas más, luego vuelve a la central y corre hacia la salida!
—Diez, izquierda, cinco, centro… —susurró Víctor, tratando de no olvidar la secuencia. Cristina a su lado le lanzó una mirada perpleja—. Diez, izquierda, cinco, centro… ¡TRAMPA! —gritó cuando observó que el pasillo terminaba en un arco de piedra. Entrevió en las paredes el brillo del metal; luego descubrió que este provenía de grandes cimitarras adosadas por toda la superficie de la roca. Por un segundo había jugado con la idea de no avisar de la existencia de la trampa para que los monstruos que los precedían cayeran en ella, desprevenidos. Pero si debían enfrentarse a aquello que los perseguía necesitarían toda la ayuda posible—. ¡Id por la hilera del medio, contad diez baldosas y cambiaos a la hilera de la izquierda, luego regresad a la central y salid pitando!
En cuanto la cosa informe puso la primera de sus patas en la sala, las cimitarras se colocaron en posición horizontal y comenzaron a dar mandobles de izquierda a derecha, cortando el aire con un silbido agudo. Había docenas de ellas y daba la impresión de que no había pasillo alguno que lograra atravesarlas. El monstruo frenó su carrera y volvió a chillar, espantado por el espectáculo de filos cortantes que tenía ante sí. Pero pudo más el miedo a lo que venía pisándoles los talones; y este, unido al empellón que le propinó el lagarto, le hizo avanzar por la hilera central, con todos sus ojos desorbitados por el pánico. Las dos criaturas se perdieron de vista en el caos de las espadas que iban y venían.
Cristina se detuvo a la puerta de la sala, pero Víctor la tomó con fuerza por los hombros y la empujó hacia delante a través de la tormenta de espadas. Víctor se obligó a no escuchar aquel silbido mortal, con la vista fija en las baldosas del suelo. Cuando llegó a la décima saltó con Cristina a la fila contigua y avanzó de nuevo; hasta que llegó la hora de volver a la central y correr. Alcanzaron la salida sin contratiempos, aunque los dos tenían el corazón acelerado. Un minuto después llegaron el elemental de fuego y la criatura alada. Todos se giraron para contemplar al monstruo.
Este se había detenido a la entrada de la sala. Los contemplaba con furia desde la arcada y luego miraba a las espadas que habían vuelto a su posición original. Por un momento Víctor pensó que iba a desistir, pero sus enormes patas delanteras avanzaron hacia el interior y las espadas se volvieron a poner en marcha. Víctor volvió la cabeza, convencido de que las cimitarras iban a cortar en mil pedazos al monstruo. Pero en vez de escuchar el sonido de los filos rasgando la carne, oyó el ruido atronador de algo que golpeaba con fuerza las paredes. Se giró de nuevo. El jaguar serpiente estaba arremetiendo a cabezazos y zarpazos contra ellas y como respuesta las espadas se replegaban a su antigua posición. De alguna manera, comprendió el muchacho, la fiera sabía cómo detener las cimitarras o, por lo menos, cómo destruir el mecanismo que las ponía en marcha.
Víctor se estremeció.
—¡Escapad y conseguid el cráneo! —gritó el elemental de llamas, girándose para enfrentarse al monstruo que ya había llegado al centro de la sala—. ¡Yo me encargo de él! —dijo, y le lanzó un proyectil de fuego. El monstruo lo esquivó con un salto lateral, clavó sus garras en el suelo y se impulsó hacia delante, rugiendo.
Víctor echó de nuevo a correr, llevando a Cristina de la mano. El resplandor del elemental había quedado atrás y ahora avanzaban entre tinieblas. Víctor miró por enésima vez a su espalda y vio cómo el jaguar descargaba un potente zarpazo sobre la criatura, partiéndola por la mitad.