85: Un rastro en el aire

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Un rastro en el aire

¡Eduardo! ¿Me escuchas? —preguntó Bernabé, moviendo el pendiente en su oreja como si fuera el dial de una radio mal sintonizada—. ¿Estás ahí? ¡Contesta!

—¡Hay problemas con los chicos! ¡Han despertado a lo que dormía en el abismo!

Bernabé musitó una silenciosa maldición. Habían pasado casi veinte años desde que él se había adentrado en aquel templo y todavía recordaba la tensión con la que cruzó la cornisa que bordeaba aquella sala. En todo momento supo que allí abajo había algo terrible y que estaría perdido si lo despertaba. Suspiró y se giró hacia Diana, que estaba al pie de una nueva ramificación del pasillo, buscando el modo de darle la mala noticia. No hizo falta.

—Lo sé… —dijo Diana sin mirarlo, con la vista perdida en la siguiente ramificación del laberinto—. Puedo sentirlo… Víctor está en peligro.

El hada sabía que una terrible amenaza se cernía sobre su hijo aunque desconociera su naturaleza exacta. Pero sabía algo más. Sabía que la clave para salvar a los muchachos estaba en el laberinto. Era una intuición de tal calibre que se convertía en absoluta certeza. Lo que ocurría en el templo del Amazonas no acabaría bien si ellos no alcanzaban su objetivo. Por eso no dejó que le afectara la noticia. Preocuparse por Víctor no solucionaría nada. Si quería ayudarlo tenía que encontrar el cráneo y para eso debía mantener la calma.

Cerró los ojos. Era una tortura insoportable respirar el aire estancado del laberinto, pero ahora no sólo lo inhalaba, estaba rastreándolo. El aroma del agua que había captado había desaparecido, oculto de nuevo por la aridez de siglos de encierro.

Bernabé sacó su detector de magia y trató de activarlo, pero por algún motivo que no comprendía no funcionaba como era debido. Había una señal constante pero distorsionada que no era posible aislar para borrarla y librarse de ella.

—Por allí… —ordenó Diana, señalando el camino que tenía ante ella.

Bernabé se guardó el detector y echó a andar en esa dirección. No habían avanzado más que unos metros, cuando Diana se paró y lo agarró con fuerza del antebrazo, obligándolo a detenerse. Se estremeció al sentir el contacto de la mano del hada en su brazo y, como si se tratara de un simple eco de su agitación, el laberinto comenzó de nuevo a temblar. La porción de pared que Bernabé tenía a su derecha desapareció, ocultándose en el suelo como si la hubieran hundido de un potente martillazo.

Diana volvió a olfatear el aire viciado. El olor del agua había vuelto.

—Por aquí… —indicó, girando hacia la izquierda.