83: En el despacho

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En el despacho

Eduardo se limpió el sudor de las palmas de sus manos en el pantalón. Miró al techo, pestañeó con fuerza, exhaló un fuerte suspiro y volvió a centrarse en los espejos. Los muchachos estaban llevando la situación con entereza. Era verdad que se había asustado cuando Víctor tardó tanto en marcar el código en la cenefa, pero luego la cosa había salido a pedir de boca. Aquellos malévolos conglomerados de tierra y piedra que la Sombra había creado para que le sirvieran habían sido destrozados por la primera trampa.

Vio en el espejo a la criatura alada dejar al muchacho en la puerta, junto al lagarto negro, y regresar después hacia donde aguardaba el resto. No, por el momento no eran los chicos quienes le preocupaban.

Volvió la vista al otro espejo. Allí era donde había verdaderas dificultades. Bernabé había optado por tomar medidas drásticas y había golpeado una de las paredes con su espada, sin hacer mella alguna en su superficie. Luego retrocedió un paso y descargó un hechizo de derribo sobre la piedra, pero esta ni se inmutó.

—Imposible de ese modo, Bernabé —le dijo—. Están muy bien protegidas…

—¡Vale! ¡Pues piensa algo, muchacho, que te pagamos para eso! El problema ya no sólo es encontrar el cráneo. ¡También tenemos que encontrar la salida de este sitio!

—Tiene que haber algún modo… Tiene que haber algún modo… —reflexionaba Eduardo. Su mente estaba trabajando a su máxima potencia, tanto que no le hubiera sorprendido que comenzara a salir vapor por sus oídos. Era un laberinto cambiante; su geografía cambiaba desordenando sus pasillos y muros de tal modo que, una vez que te habías adentrado en él, te encontrabas en otro laberinto que en nada tenía que ver con el anterior. Su sentido común le decía que era imposible encontrar la salida de un lugar así, tan imposible como hallar su centro. Sí, tal vez con tiempo y paciencia el azar los conduciría a uno de esos puntos, pero Eduardo sabía que no podía ni debía confiar en la suerte. Cuanto antes localizaran el cráneo, mucho mejor—. Dédalo no construiría nada que no tuviera solución… ¡Es imposible!

En el espejo vio a su mujer, contemplando una de las nuevas paredes con expresión sombría. Apoyó la palma de la mano sobre la roca, arrugó la nariz y aunque no pudo escuchar las palabras que pronunciaba, no tuvo ningún problema en leerlas en sus labios.

—Hay agua cerca… Puedo olería.

Eduardo enarcó una ceja.

—¿Agua?