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La primera trampa
El pasillo desembocaba en una arcada de piedra roja, incrustada en una pared que se inclinaba hacia ellos peligrosamente, como si estuviera a punto de derrumbarse. Víctor los había hecho detenerse y contemplaba la abertura con el ceño fruncido. Daba la impresión de estar sumido en sus pensamientos, pero en realidad escuchaba con atención las instrucciones que le llegaban desde la casa. Asintió y dio un paso al frente.
—Por aquí… Pero cuidado. Aquí está la primera trampa.
—Que pase la chica primero… —ordenó el ser alado.
Cristina miró a Víctor y él asintió, pero sin demasiada convicción. La joven no había dado dos pasos dentro cuando Víctor fue tras ella. La sala no era demasiado grande y, a excepción de una cenefa decorativa que recorría la pared que tenían en frente, estaba completamente desnuda.
Uno a uno los sicarios de la Sombra fueron entrando, mirando recelosos a su alrededor. Cuando Cristina estaba a punto de llegar a la puerta, algo crujió bajo su zapatilla y dos rejas de metal bajaron al unísono, cegando la entrada y la salida de la pequeña estancia.
—¿Qué? —gruñó la criatura alada, mirando a todas partes. El ruido de un mecanismo oculto poniéndose en marcha había sobresaltado a todos menos a Víctor, que esperaba que aquello sucediera.
—¡El techo! ¡Mirad el techo! —aulló la cosa informe.
De allí habían surgido decenas de picas de metal herrumbroso apuntando amenazadoras hacia ellos. En una de las lanzas había una calavera atravesada Y el techo descendía, poco a poco, crujiendo, dejando caer sobre ellos una fina llovizna de polvo.
El elemental de fuego saltó hasta quedar justo delante de Víctor.
—¡Niño! ¡Calcinaré tu alma si no nos sacas de aquí! ¡Morirás la terrible muerte del fuego antes de que una sola de esas lanzas te atraviese!
Víctor saltó hacia atrás, tosiendo sofocado por la corriente de aire cálido que rodeaba al elemental. El techo seguía bajando, lenta pero inexorablemente. De las paredes llegaban los chasquidos y crujidos de la maquinaria que lo estaba haciendo descender. Uno de los seres terrosos golpeó el muro que tenía más cerca, tratando de llegar al mecanismo; pero la roca era fuerte y ni la más pequeña grieta apareció en su superficie. Cristina retrocedió hasta una de las esquinas y se acuclilló allí, con la vista fija en las picas negras. Otro ser de tierra pateó una de las verjas, pero también resultó en vano: ni siquiera temblaron ante su embestida.
Víctor corrió hacia la pared opuesta. En su mente escuchó la voz de su padre:
—Bien… Ahora marca el código en la cenefa que recorre la pared. Pulsa los soles de izquierda a derecha y luego aprieta la octava luna contando desde la derecha. Eso detendrá el techo y abrirá la puerta. ¡Deprisa!
El muchacho se acuclilló ante la cenefa donde estaban grabados soles, estrellas y lunas, una en cada baldosa que componía la serie.
—¡Vamos a morir! ¡Vamos a morir! —gritaba la cosa, corriendo enloquecida de un lado para otro.
—No… —susurró Víctor—. Puedo detener el mecanismo.
—¡Deprisa!
—Si recuerdo cómo hacerlo…
—¡Date prisa, niño! ¡No tenemos tiempo!
—¡Dejadme pensar! ¡No es tan fácil! —gritó Víctor.
—¿Cómo que no es tan fácil? ¡Te he dicho lo que tienes que hacer! ¡Detén la trampa ahora mismo!
—¡Un minuto! ¡Sólo necesito un minuto para recordarlo!
El techo estaba a unos seis metros de ellos cuando los cinco elementales de tierra se aproximaron unos a otros y formaron una pina en el centro de la sala. Víctor los espiaba por el rabillo del ojo, acariciando los grabados de la cenefa pero sin apretarlos todavía. El muchacho esperaba, a pesar de los gritos de Eduardo en su cabeza ordenándole que dejara de jugar y a pesar de su propio miedo. Volvió a mirar a los cinco elementales. La tierra que daba forma a los enormes monstruos comenzó a pasarse de unos a otros. Se estaban fundiendo entre ellos, de tal modo, que al cabo de un minuto, cuando el techo se encontraba apenas a cuatro metros del suelo, no eran cinco criaturas, sino tan sólo una: un enorme elemental que se estiró en la estancia como una montaña desperezándose. Las lanzas se clavaron en su espalda a medida que se alzaba, tratando de interponerse en el trayecto del techo. Grandes trozos de roca y barro cayeron al suelo, rompiéndose en pedazos.
Víctor siguió esperando, conteniendo la respiración. El techo, a pesar de la oposición de la gigantesca criatura, seguía bajando, deshaciéndola en el proceso.
El elemental de llamas corrió hacia la esquina donde estaba acuclillada Cristina, dejando una estela de humo y llamas a su paso. Alzó una garra y amenazó con descargarla sobre la joven.
—¡Páralo! ¡Páralo ahora mismo o la mato!
La mano de Víctor voló sobre la cenefa, pulsando todos los soles de izquierda a derecha y luego deteniéndose a contar el número de lunas hasta pulsar la adecuada. El techo se detuvo con un frenazo en seco y, al mismo tiempo, el ser de tierra se desplomó al suelo, roto y deshecho.
La cosa y el reptil suspiraron aliviados. El elemental de tierra comenzó a agitarse en el suelo y una única criatura de las cinco originales se incorporó, con su lentitud característica. Estaba dañada y agrietada, pero aguantaba entera.
—Sigamos… —ordenó la criatura alada y luego añadió, dirigiéndose a Víctor—: Si ocurre algo que se parezca remotamente a esto, la niña morirá. Y a partir de ahora ella marchará delante. Así que ya nos puedes guiar bien, muchachito… Por tu propio bien y por el de ella.
Víctor se levantó, acariciándose el pendiente.