79: El segundo laberinto

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El segundo laberinto

La luz que salía de la caja se fue disipando hasta desvanecerse por completo, desvelando la forma que había guardado en su interior: una moldura rectangular de piedra blanca que enmarcaba un vacío amarillento. Era un portal mágico, como el que había creado el elemental de fuego para llegar a la jungla o como el que Bernabé había utilizado para ir en busca de la caja. Sólo que aquel portal lo había creado un hombre que llevaba muerto miles de años.

Bernabé, con la espada en la mano, se acercó a la puerta y echó un vistazo a su interior. Vio un pasillo largo que nacía de la arcada y que, unos veinte metros más adelante, se dividía en tres pasillos diferentes; uno giraba en ángulo recto hacia la izquierda, otro viraba hacia la derecha y el tercero seguía recto hacia delante. El techo estaba a unos cuatro metros de altura, sustentado por una serie de gruesas columnas cuyo color rojo intenso resaltaba con fuerza contra el suave tono color crema de las paredes. Todo estaba bañado por una luz ambarina que iluminaba los pasillos sin que se pudiera descubrir su origen.

—El segundo laberinto de Dédalo… —dijo Eduardo, que se había levantado de la silla para mirar dentro del portal tras indicar a Víctor qué puerta debía elegir.

—Parece un sitio agradable… —comentó Bernabé.

—No te fíes de las apariencias. Dédalo no quería que nadie encontrara el cráneo y diseñó este laberinto para que fuera su última defensa.

—Pues tendremos que burlarla y encontrarlo. ¿Ese era el plan, verdad?

—Y lo sigue siendo… —afirmó Diana tras ellos. Llevaba un enorme ovillo de lana y cuando Bernabé se dio la vuelta, se lo tiró a las manos—. Si a Teseo le funcionó, a nosotros también puede ayudarnos… —miró a Bernabé fijamente—. ¿Nos vamos?

Bernabé asintió, mirando de reojo a su hermano.

Eduardo había deseado que Diana se quedara con él en la seguridad del despacho. Pero eso no habría sido propio de ella. Ya le había costado un gran esfuerzo convencerla de que era Víctor quien debía guiar a los secuestradores de Cristina hasta el templo. Persuadirla ahora de que dejara que Bernabé se internara sólo en el laberinto no tenía ningún sentido.

—No te separes de él —le advirtió mientras señalaba a su hermano—. Sólo puedo estar en contacto con Bernabé y no sabemos qué os vais a encontrar ahí dentro…

—No te preocupes… Todo va salir bien, ¿recuerdas? —dijo, con una débil sonrisa.

—Sí, claro que saldrá bien —cogió de la mano a Diana y apretó con suavidad.

—Cuida de los muchachos…

—Lo haré.

—Bien… —comentó Bernabé, dando una palmada para llamar su atención—. Hora de buscar tesoros…

Eduardo los vio entrar a través del portal y volvió con rapidez a la mesa. Víctor todavía no había llegado a la primera trampa del templo y se centró en el espejo de Bernabé. Su hermano y su mujer caminaban el uno junto al otro. Bernabé llevaba el ovillo reatado en el cinturón, de tal forma que este no tuviera ninguna dificultad para desenrollarse tras ellos a medida que avanzaban. Alcanzaron rápidamente la primera bifurcación y se detuvieron allí contemplando los tres pasillos.

—Bien… ¿Ahora por dónde? —preguntó Bernabé—. El camino de la izquierda se bifurca de nuevo a los pocos pasos… El de la derecha tarda un poquito más en dividirse y el que tenemos enfrente sigue recto durante un buen rato… ¿Alguna idea?

—Ninguna… —Eduardo contempló con atención la imagen reflejada en el espejo, tratando de encontrar algún indicio, en las columnas o en las paredes, que señalara el camino adecuado. Pero no había nada. La construcción era sobria y la decoración inexistente—. Creo que tendréis que ir adentrándoos en el laberinto… Tal vez más adelante encontremos alguna pista.

Hemos llegado al final del pasillo —dijo Víctor en su mente.

Eduardo cambió de espejo.