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La llave, la cerradura y la puerta
—No es una caja… —comentó Eduardo, mientras la daba vueltas ante sus ojos, examinándola con atención. Pasó los dedos por su superficie labrada, acariciando las espirales que la cubrían por entero—. Es una llave.
—¿Y qué cerradura se supone que abre? —preguntó Diana, desviando un momento la atención del espejo donde veían la entrada escondida en la espesura. Uno de los elementales de tierra penetró en las tinieblas de la enorme arcada.
—Por lo que nos contó Paula, es la entrada al segundo laberinto que construyó Dédalo… —agitó la caja con fuerza junto a su oreja sin escuchar nada raro—. Aquí es donde está el cráneo de Asterio… —quitó la tapa de la caja y la observó detenidamente.
En el espejo vieron un primer plano de Cristina. La presencia de Víctor la había tranquilizado, aunque todavía estaba muy asustada. «No es para menos», pensó Eduardo, «no todos los días te secuestra una manada de monstruos». La joven echó a andar hacia la puerta del templo a una orden del ser alado, y Víctor, a juzgar por el movimiento de la imagen en el espejo, fue tras ella. Dos elementales de tierra cerraban la marcha.
Eduardo abrió la caja y estudió las dos partes por separado, tratando de no pensar en el peligro que corrían los muchachos. Colocó la tapa bajo la cajita, de tal modo que la parte superior de la primera quedó adherida a la parte inferior de la segunda. Sonó un click cuando los relieves de la tapa coincidieron exactamente con los intersticios entre los labrados de la base.
—Creo que la cerradura y la llave son una misma cosa… —intuyó Eduardo. Entrecerró los ojos y, bajo la atenta mirada de su mujer y de su hermano, deslizó la tapa unida a la parte inferior de la caja hacia la izquierda. Se escuchó un segundo click cuando la tapa llegó hasta el tope de su giro—. Vaya, hemos dado con algo… —dijo al notar que la caja comenzaba a temblar entre sus manos.
—¿Qué está pasando? —preguntó Bernabé.
—He activado el… —sus palabras se vieron interrumpidas por un brillo nacarado que surgió, potente y rápido, del centro de la caja.
Eduardo reculó hacia atrás, sorprendido por el inesperado fogonazo. La cajita cayó al suelo del estudio cuando su espalda chocó violentamente contra la mesa. La luz se había convertido en una columna de brillante oro, tan alta como un hombre, que se fue abriendo ante ellos en forma de abanico. Bernabé y Diana se apartaron de un salto de la trayectoria de la luz. Eduardo se levantó de la silla con una mano en el costado dolorido.
Un vibrante triángulo invertido, hecho de luz, surgía de la caja tirada en la alfombra, iluminando la estancia con su intenso fulgor. Los lados verticales de la figura comenzaron a temblar al unísono y se fueron abriendo a izquierda uno y a la derecha el otro, hasta que pasados unos segundos ya no era un triángulo lo que contemplaban, sino un alto rectángulo de pura luz. Su superficie se fue ensombreciendo paulatinamente, dejando ver ahora formas tras ella, como si aquella luz cegadora no hubiera sido más que el envoltorio de algo que, ahora mismo, estaba a punto de descubrirse.
Un remolino de llamas, procedente esta vez de la propia casa, rodeó a la forma que iba surgiendo de la luz moribunda. Eduardo comprendió que la casa trataba de protegerlos; intuía que algo maléfico había entrado en su interior y pretendía apartarlos de ello. Eduardo apretó los dientes e invocó el arma de familia un segundo antes de que Bernabé hiciera lo mismo y se colocara a su lado. Diana, más retrasada, repartía su atención entre lo que estaba surgiendo de la caja y el espejo de su hijo, sin saber muy bien hacia dónde mirar.
En el espejo la mirada de Víctor recorría la estancia a la que acababan de llegar. Era una sala fría. La luz del exterior apenas llegaba allí, pero el resplandor del elemental de fuego era más que suficiente para iluminarla por completo. En la pared frente a ellos se podía ver media docena de grandes puertas de arco de medio punto labradas en la roca. Seis nuevos pasillos se adentraban en el interior del templo. Sobre las arcadas había un gran mosaico semicircular en el que una gigantesca serpiente luchaba contra un jaguar al que mantenía preso entre sus anillos.
—Estamos en el pórtico. Y hay seis puertas en la pared. ¿Por dónde tenemos que ir?
—Dame un minuto —le pidió Eduardo.
El fulgor de las espadas, el círculo de llamas que la casa había formado en torno a la caja y la propia luz que surgía de esta iluminaban el despacho con la fuerza de un incendio.