76: Un paseo por la selva

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Un paseo por la selva

—¡Hola, niña! ¡Mira quién acude valeroso en tu rescate! —anunció la cosa mientras entraba al trote en el claro.

Cristina levantó la mirada; cuando vio a Víctor caminando junto a las dos criaturas, sus labios dibujaron un círculo perfecto que reflejaba la más absoluta sorpresa. Dio unos pasos en su dirección, sacudiendo la cabeza, como si no pudiera creerse lo que estaba viendo. El joven sonrió al verla.

El ser llameante se acercó a los recién llegados. Miró a Víctor fijamente y luego clavó la vista en la criatura alada. Durante el trayecto desde la casa, el monstruo se había ido librando de su disfraz de mujer poco a poco. Se había ido arrancando por completo la ropa y la piel que aún le quedaba hasta mostrar su verdadera forma. Sus alas de hueso eran imponentes, aun llevándolas plegadas a la espalda.

—¿Dónde está el fantasma? ¿Y por qué habéis traído al niño? —preguntó el elemental de fuego. Víctor retrocedió un paso, asfixiado por el intenso calor que despedía. Era como estar ante un horno industrial

—El crío nos llevará hasta el cráneo —le explicó—. No estaban dispuestos a entregarnos a Paula. Y nos lo han dado a él a cambio…

—Qué interesante situación —dijo el lagarto. Su lengua bífida se agitaba al compás de sus palabras. Víctor apartó la vista de los ojos del reptil, había algo terrible en ellos—. ¿De verdad sabes dónde está el cráneo de nuestro amo?

—Lo sé, sí… —contestó, con el poco aplomo que fue capaz de reunir—. Os llevaré hasta él y luego nos dejaréis marchar. Ese es el trato…

—Y es buen trato, para todos… —señaló la criatura alada.

—Demasiado bueno, a decir verdad… —sospechó el elemental de fuego. Sus ojos, que eran como zonas calcinadas en el incendio que tenía por cabeza, estaban fijos en Víctor—. Tiene que haber algún truco. Tiene que haber alguna trampa…

—¿Alguna trampa? El lugar al que vamos está plagado de ellas, pero Paula me ha dicho lo que debo hacer para esquivarlas. Si todo va bien no tendremos ningún problema.

—Por tu bien y el de tu amiga espero que así sea… —le advirtió la criatura alada—. Y ahora dinos de una vez dónde está el cráneo.

—En un templo en el Amazonas… —respondió Víctor, repitiendo las palabras que le llegaban desde la casa de la Colina Negra—. Latitud dos grados veinte minutos quince segundos sur, longitud sesenta y cuatro grados veinte minutos diez segundos oeste. Los Cócalo lo escondieron allí unos años antes de que acabarais con ellos…

Los monstruos del claro se miraron entre sí, como si sopesaran en silencio la información que Víctor les había dado. En ese tiempo, Cristina lo miró fijamente y le preguntó, moviendo los labios pero sin pronunciar palabra: «¿Qué haces aquí?»; a lo que el muchacho, del mismo modo silencioso, respondió: «Vengo a salvarte».

El elemental de fuego rompió el silencio:

—Bien, niño… Veamos si lo que nos has dicho es cierto… —Alzó una mano y dibujó con el dedo índice un gran rectángulo en el aire, como si estuviera delineando el contorno de una puerta. La porción de espacio enmarcada por su gesto crujió y se volvió opaca. Luego asestó un puñetazo en el mismo centro del rectángulo y este se hizo añicos. La criatura había creado un portal como el que los había llevado hasta allí. A través de la abertura se podía ver el color esmeralda salvaje de la jungla amazónica. Allí todavía era de día. El elemental hizo una elegante reverencia en dirección al portal mientras miraba a Víctor—. Usted primero…

Víctor se acercó al rectángulo y lo atravesó con rapidez. Nada más poner el pie al otro lado, la humedad de la selva se le vino encima de forma tan violenta que se encontró bañado en sudor sin haber dado siquiera dos pasos. Se quitó la cazadora y buscó a Cristina con la mirada, tratando de acercarse a ella. La joven marchaba junto al reptil y fueron los últimos en traspasar el portal. Cristina miraba a su alrededor, alucinada.

—¿Por dónde? —preguntó la criatura alada.

—Hacia el este —le dijeron desde la casa de la Colina Negra—. Llegaréis en unos quince minutos.

—Quince minutos en dirección este. Ya os daré más indicaciones a medida que avancemos… —Víctor se pasó la palma de la mano por la cara. El calor era asfixiante y la cercanía del ser en llamas no lo mejoraba.

Los más frondosos árboles que Víctor hubiera visto jamás se retorcían apretados unos contra otros, con el tronco cubierto de verdor y un caos de lianas repartiéndose entre sus ramas. Helechos de grandes hojas, rebosantes de humedad, los vigilaban por doquier. Víctor se detuvo hasta que Cristina se encontró a su lado. Echaron a andar escoltados por los monstruos de la Sombra. La selva era tan espesa que no había un verdadero camino por el que avanzar y era el ser llameante quien lo abría a su paso, siguiendo las instrucciones que Víctor le daba. Las llamas del elemental de fuego lo calcinaban todo mientras avanzaba por la espesura, aunque se extinguían con rapidez y no se propagaban a la vegetación vecina.

Víctor sintió que alguien le tiraba de la mano y miró hacia atrás. Era Cristina.

—¿Qué está pasando? —preguntó la joven—. ¿Qué es ese cráneo que buscan y qué tiene que ver con vosotros? ¿Y qué tiene que ver conmigo?

—Contigo nada. Te has visto metida en este embrollo por nuestra culpa. Lo siento… —en cinco minutos le resumió la historia de Paula y la Sombra. No entró en muchos detalles porque los monstruos que los custodiaban estaban atentos a su conversación. De cuando en cuando tuvo que parar la historia para seguir dando indicaciones al elemental de fuego que abría la marcha.

—¿Y no podía haber venido otro? ¡No lo sé! La policía no hubiera estado mal…

—¿La policía? ¿Tú crees que tendrían algo que hacer contra estos bichos? ¿Tú crees que se les puede detener a tiros? —como respuesta a su pregunta el pequeño ser deforme soltó una risilla.

—¡No lo sé! ¡No sé nada! ¡No sé cómo me he metido en esta pesadilla! ¡Sólo quería ayudarte y de pronto me veo metida en una película de miedo!

—Lo siento… Lo único que te puedo asegurar es que voy a sacarte de este embrollo. Les daremos lo que quieren y nos dejarán en paz.

Cristina miró a su alrededor; saltó para esquivar una gran raíz que se retorcía en el suelo y decidió que había llegado el momento de quitarse la cazadora. Estaba asfixiada.

—¿De verdad estamos en el Amazonas?

Víctor asintió y espantó con su mano un mosquito del tamaño de un gorrión que se le había acercado peligrosamente.

—Sí. En la selva amazónica brasileña, creo… El hombre antorcha ha creado un portal que une el bosque de la Colina Negra con este sitio…

—¡Callaos de una vez! —les gritó el lagarto—. ¡Vais a volverme loco con vuestra charla!

—Es el tiempo —les comentó la criatura alada que caminaba tras ellos—. El calor no le sienta nada bien.

El suelo era irregular, sembrado de raíces retorcidas. A veces la senda se inclinaba de tal modo que los dos muchachos tenían que aferrarse a las lianas y a los troncos de los árboles para no caer. En la lejanía se oía el delirio de mil aves diferentes trinando y cantando, pero a su alrededor se extendía el silencio más absoluto.

—Dile que gire a la derecha cuando llegue a ese enorme árbol podrido. Si no recuerdo mal, encontraréis la entrada del templo en cuanto hayáis dejado el árbol atrás.

Víctor transmitió las indicaciones de su padre al elemental y este giró a la derecha, calcinando dos árboles a su paso. El grupo atravesó los restos humeantes y, tras ascender una pronunciada cuesta, llegaron a una zona donde la vegetación no era tan frondosa. El lugar estaba lleno de árboles de madera clara con el tronco tan estrecho como el palo de una escoba. El suelo era un manto de musgo aromático, encharcado en algunos puntos. Las copas de los árboles creaban un techo natural sobre sus cabezas que el sol apenas conseguía traspasar.

El lugar era precioso. No tan exuberante como la porción de jungla que acababan de atravesar, pero de algún modo era más apacible, más amable. Donde antes la vegetación aturdía los sentidos, ahora, en aquel lugar, con aquellos frágiles árboles sujetando el techo de ramas como finas columnatas, les regalaba una sensación de tranquilidad y paz que ni siquiera la presencia de los sicarios de la Sombra lograba empañar.

—Parece una catedral… —susurró Cristina con los ojos muy abiertos, como si no quisiera perderse ni el menor detalle de lo que estaba viendo. Por primera vez desde que la habían secuestrado, olvidó el grave peligro en el que se encontraba.

—No estamos de paseo… —gruñó la criatura alada, abriendo sus alas perezosamente—. ¿Dónde está ese templo?

Víctor señaló hacia dos árboles justo en el linde del lugar. Hacía falta mirar dos veces para darse cuenta de que entre ambos había una puerta. Era una arcada oscura situada en el frontal de un pequeño edificio al que el abandono había convertido en parte del paisaje; las lianas, el musgo, los helechos y las hojas de los árboles lo cubrían por completo. Sólo la entrada estaba despejada.

La cosa informe se acercó y echó un vistazo al interior. La puerta daba a un pasillo oscuro que se adentraba unos metros hasta desembocar en una gran sala. Las paredes del pasadizo estaban húmedas, recubiertas también con el verdor de la jungla.

—Mmmmmmm… La magia es fuerte en este lugar… —dijo una de las cabezas del monstruo cuando salió del edificio—. Y no es magia buena, no… Un poder antiguo habita este sitio.

—Claro que sí… —afirmó Víctor—. Aquí es donde está el cráneo que buscáis…

Habían tardado mucho en decidir el sitio al que Víctor los iba a llevar. Necesitaban un lugar repleto de poder maligno y que a la vez no fuera un verdadero peligro si se conocía la localización exacta de las trampas y el modo de evitarlas. Ese templo ya había sido visitado por Bernabé y Eduardo, en su calidad de buscadores de tesoros.

—Bernabé acaba de llegar con la caja de plata… En un momento estoy contigo. Quiero echarle un vistazo.

—Este sitio me pone los pelos de punta.

—No te preocupes, sabré guiarte… Hazlos entrar y espera mis instrucciones cuando llegué is al pórtico principal. Lo reconocerás en seguida.

Víctor miró hacia la puerta oscura flanqueada por los dos árboles. En su imaginación creyó ver una boca hambrienta que deseaba devorarlo.