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Las doce
No había campanario ni campana alguna en la casa de la Colina Negra y, aun así, al llegar la medianoche se oyeron doce campanadas. Todavía no se había apagado el eco de la última cuando golpearon con saña en la puerta principal. La cabeza de dragón sobre la chimenea abrió dos ojos ambarinos y lanzó un rugido.
Eduardo, Diana y Víctor, desperdigados por el salón, miraron hacia el pasillo que llevaba al vestíbulo. El muchacho se secó las manos húmedas de sudor en la tela vaquera de su pantalón. Diana entrecerró los ojos y Eduardo exhaló un largo suspiró que llevaba rato conteniendo.
—Todo saldrá bien —les aseguró mientras se levantaba del sillón.
—Eso espero… —susurró Diana—. Porque si la Sombra sabe lo importante que es Víctor nos podemos ver en apuros.
—Antes de hacer ningún otro movimiento, querrá recuperar el cráneo, estoy seguro. Ha sido su obsesión durante siglos y aunque sepa que Víctor es el Mestizo, no hará nada hasta estar completo de nuevo. Y eso no pasará.
Víctor siguió a sus padres hacia la puerta. Continuaban golpeándola con fuerza. El techo del descansillo se iluminó despejando de sombras la entrada. Era una luz cálida y tranquilizadora.
Fue Diana quien abrió la puerta. Un brillo perlado se extendió por el brazo derecho del hada, flexionado ligeramente hacia atrás.
La cosa informe y la mujer estaban inmóviles en el porche, como una pareja de incongruentes vendedores de enciclopedias. Tras ellos, las sombras de la noche se apretaban entre el jardín de la casa y el camino que descendía por la ladera. La barrera que impedía la entrada a toda criatura que no hubiera sido invitada era visible por primera vez en quince años. Vibraba en el hueco de la puerta, como un mosquitera hecha de luz que separaba a los de dentro y los de fuera.
—¡Buenas noches! —saludó la mujer, con una gran sonrisa en su rostro marchito—. ¡Creo que tienen algo que nosotros queremos y nosotros tenemos algo que ustedes desean! ¿Deshacemos el entuerto?
—Sí… —respondió Eduardo—. Pero no del modo convenido.
—¿Cómo? —preguntó aquel ser. Se golpeó una oreja con la palma de la mano, como si se le hubiera metido algo dentro—. ¿He oído bien?
—Sí. Lo has hecho, monstruo —le replicó Diana—. No te daremos a Paula.
—Vaya, vaya, vaya… Qué contratiempo. Entonces no tendré otro remedio que matar a la niña. Me incomoda sobremanera, se lo aseguro… Pero bueno… —pasó una mano amarillenta por su rostro destrozado—. Me hace falta ya otra piel, esta se me cae a pedazos y hay que reconocer que la chica es mona…
—No es el fantasma lo que queréis… —dijo Eduardo—. Lo que busca vuestro amo es el cráneo del Minotauro… Y eso es lo que os daremos.
—Te… ¿Tenéis el cráneo? ¿Aquí? —preguntó entonces la criatura, entrecerrando sus ojillos malévolos. Su voz se había convertido en un susurro expectante.
—No. No lo tenemos. Pero Paula nos ha dicho dónde está.
El ser lo miró unos instantes en silencio, meditando sus palabras. Luego echó hacia atrás la cabeza y soltó una espantosa risotada.
—¡Y supongo que nos diréis el lugar exacto donde se encuentra en cuanto os entreguemos a la chica! ¡Oh, sí! ¡Qué plan tan genial! ¡Claro! ¡Claro! —la cosa miraba a su compañero, atónita, preguntándose si no se había vuelto loco de repente—. ¡Muy bien! ¡Ahora mismo os la traeremos! —torció el gesto, hizo una mueca despectiva y, al instante siguiente, su rostro estalló en pedazos, como si alguien le hubiera pegado un puñetazo desde dentro. Largas tiras de piel se estrellaron contra la barrera para después caer al suelo de madera del porche. Un rostro de hueso negro, mezcla de ave e insecto, se proyectó hacia delante sobre lo que todavía era un cuello humano. El pico curvo que era su boca se abrió para graznar tres palabras—: ¡No somos estúpidos! —sus ojos brillaban, enloquecidos—. ¡Lo pediré por última vez! ¡Dadnos al fantasma o la cría morirá!
—No os lo daremos —afirmó Eduardo, con calma. Levantó un brazo y, con más calma aún, invocó el arma de familia. Los dos monstruos retrocedieron un paso cuando la espada ardiente apareció en su mano—. Pero os llevaremos hasta el cráneo…
—¿Vosotros? —preguntó la cosa, sin poder apartar ninguno de sus ojos de la espada en llamas—. No, no, no… ¡Nos matarán en cuanto tengan la menor oportunidad! ¡No!
—No iremos nosotros —susurró Diana. Luego tomó aliento, tratando de encontrar el valor necesario para decir lo que venía a continuación—. Nuestro hijo os guiará hasta el cráneo…
Las dos criaturas fijaron su vista en Víctor.
—¿El muchacho?
—Así es. El sabe dónde se encuentra lo que buscáis… Os llevará hasta allí y cuando tengáis el cráneo en vuestro poder, regresará.
—Mmmmmm —la mirada vidriosa de la criatura humanoide recorrió a Víctor de arriba abajo—. ¿Hueles magia en él? —preguntó a su compañero. Eduardo casi suspiró de alivio: no sabían quién era Víctor.
—Huele a magia por dentro, pero no por fuera… Es todavía un cachorro… No sabe cómo usarla.
—De acuerdo entonces. Que venga. Pero la niña se queda con nosotros… —dijo el otro.
—¡No! —gritó Diana.
—Se queda, sí… Volverá con vuestro retoño una vez consigamos el cráneo —su pico de hueso negro se entreabrió en una fría sonrisa—. No os preocupéis por nada, porque nada malo les ocurrirá. Si encontramos el cráneo, claro está…
—No habrá problemas… El lugar donde lo escondieron los Cócalo está sembrado de trampas. Pero Víctor sabe cómo esquivarlas… Encontraréis el cráneo.
—Bien, bien, bien… Que no se hable más. ¡Vamos, niño! ¡Pongámonos en marcha cuanto antes y así estarás cuanto antes de regreso con tu amiguita!
Diana abrazó a su hijo. Después lo apartó suavemente de sí, manteniendo las manos sobre sus hombros, y lo miró directamente a los ojos.
—Cuídate, ¿de acuerdo?
—Lo haré.
—Si no vuelves entero, me enfadaré mucho…
—Haré todo lo que pueda. Palabra.
Luego le llegó a su padre el turno de despedirse. Le revolvió el cabello con fuerza.
—Todo saldrá bien… —le aseguró. Su mano, distraídamente, acarició el pendiente verde que Víctor tenía en la oreja izquierda, asegurándose de que estaba bien sujeto—. No olvides nada de lo que te he dicho. Y cuida de Cristina…
Víctor asintió. Luego se dio la vuelta y salió de la casa, atravesando la barrera mágica. El ser informe se acercó veloz a los pies del muchacho y comenzó a olisquear sus zapatillas. Víctor ni se inmutó.
—Bueno, socio… —le dijo la otra criatura—. Tú dirás…
—Primero quiero ver si Cristina está bien. Luego os diré dónde tenemos que ir.
De pronto la cosa se irguió sobre la confusa maraña de sus patas, sorprendida y asustada. Sus ojos giraban en todas direcciones a la vez.
—¡Lleva un talismán de repulsa! —gritó con una vocecilla histérica, pateando el suelo y trazando círculos alrededor de Víctor—. ¡Lo huelo! ¡Lo huelo!
—Vaya. Yo me esperaba un poquito más de confianza, amigo… ¿Un talismán de repulsa? —el monstruo hizo castañear su pico antes de continuar—. Aquí nadie quiere hacerte daño, así que eso no te hará falta… ¿verdad?
Víctor miró inquieto a su padre. Eduardo asintió tras un segundo de duda y el muchacho, pasándose una mano por el cuello, se quitó el talismán.
—No, supongo que no lo necesito… —accedió, y se lo tendió a su padre. Eduardo cogió el talismán y acarició en el mismo gesto la muñeca de Víctor. Sus labios musitaron el hechizo de protección y camuflaje más potente que podía realizar en tan poco tiempo. Debería bastar para mantener a Víctor a salvo de hechizos a distancia durante unas horas, esperaba que fuera suficiente.
—Buen chico, buen chico… —graznó el monstruo alado—. ¿Sabes una cosa? No tenemos por qué llevarnos mal. No somos enemigos ni nada de eso, tómatelo como si fuéramos compañeros de viaje… ¿vale? —toda traza de posible amabilidad en sus palabras se disipaba sólo con contemplar su rostro oscuro, el pico acerado que se curvaba y sus diminutos ojos llenos de malicia—. Esto es sólo un cruce de caminos. A veces pasa… Nuestros caminos se han cruzado y por un tiempo discurren juntos… Luego se separarán y, muy probablemente, jamás volveremos a encontrarnos.
—Si algo le Ocurre a mi hijo… —le interrumpió Diana fulminándolo con la mirada. Parecía enorme bajo la puerta, bañada en una luz salvaje y desatada—. Si algo le ocurre a mi hijo sabrás por qué hasta los demonios del Inframundo temen el poder de las hadas…
—Protegeré su vida como si fuera la mía —le replicó la criatura alada, sonriendo amargamente al recordar todas las veces que había muerto y resucitado. Luego posó una garra en el hombro de Víctor y lo empujó hacia delante—. Vámonos, muchacho. Tu amiga espera.
Y se fueron por la senda de tierra que llevaba hasta el bosque de la Colina Negra.