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En el bosque
Cristina abrió los ojos en la semioscuridad. Se los frotó y se incorporó hasta quedar sentada, apoyada contra una pared de roca. Había dormido un buen rato y algo le decía que no había sido por su propia voluntad. Los monstruos que la habían capturado debían de haberla hecho dormir mientras se dedicaban a sus asuntos. Miró alrededor, pestañeando con fuerza. Estaba en una pequeña cueva, de apenas unos metros de superficie. Desde la entrada, al otro extremo de donde se encontraba, se filtraba cierta claridad y llegaban débiles rachas de aire fresco.
Gateó hacia allí y en seguida salió a la luz del día. Los ojos le lagrimeaban después de casi dos días de encierro. Volvió a frotárselos con fuerza. Estaba en un claro del bosque de la Colina Negra. El suelo era bastante irregular, con pequeños promontorios y hondonadas. No había dado un solo paso en dirección a los árboles cuando, tras ella, le llegó la voz cascada de la mujer que no era una mujer:
—No trates de huir, pequeña… Te atraparemos antes de que te hayas alejado y, aunque te necesitamos viva, te haremos mucho daño.
—¡Inténtalo! ¡Escapa por favor! ¡Escapa! —le animó la cosa informe, entre risillas.
Los dos monstruos entraron en el claro. La piel de la mujer estaba pálida y reseca, como un traje mal cuidado, una mejilla estaba despellejada y dejaba ver una pulsátil masa negra que parecía hueso quemado. El engendro deforme iba a su lado, arrastrando una bolsa del supermercado del pueblo. Una naranja se escapó por un agujero y rodó por el suelo. La mujer se agachó a cogerla, abrió una boca inmensa que le provocó nuevas grietas en su rostro y la echó dentro. Su garganta se abombó a medida que la fruta bajaba por ella.
—¡Comida humana! ¡Comida humana! —exclamaba el monstruo sin forma—. Somos buenos anfitriones, ¿verdad? Traemos fruta y carne y leche y… bueno, cosas que no sé qué son.
Aquel ser espantoso le tendió la bolsa y, cuando vio que Cristina no hacía ademán alguno de agarrarla, la dejó a sus pies. Un rollo de papel higiénico y una bandeja de plástico llena de chuletas cayeron al suelo. Cristina midió la distancia que la separaba de los árboles. No, nunca podría escapar. Se encontraba cansada después de dos días de pesadilla, y aunque hubiera estado plena de facultades tampoco lo habría conseguido, a aquellas criaturas las animaba una fuerza sobrenatural.
—Tu vida ya no está en nuestras manos… —le informó la mujer—. Si los de la casa hacen lo que tienen que hacer, vivirás y podrás marcharte. Si tratan de engañarnos o ignoran nuestra petición… bueno… Haremos lo posible para que tu muerte sea rápida, ¿de acuerdo? Y ahora volvamos a la cueva. Esta noche, para bien o para mal, todo aca…
Un trueno sacudió el claro. Una parcela de aire se convirtió en cristal y, desde el otro lado, algo lo golpeó, quebrándolo en mil pedazos y creando una grieta que flotaba en la nada. Durante un segundo un brazo enorme aleteó en el vacío. Luego, un corpachón terroso salió de la grieta y, con paso lento, se acercó a la mujer. Otro ser idéntico surgió de aquella rotura en la realidad. Y otro más fue tras ellos, moviéndose con lentitud pero con tanta energía que el suelo del claro retumbaba. Cinco elementales de tierra traspasaron el portal mágico. Eran como muñecos de barro y roca, del tamaño de un hombre y tan anchos como dos. Sus cabezas eran un grotesco amasijo de tierra con dos agujeros perforados en la parte superior, a modo de ojos.
De la grieta salieron otras dos criaturas. Una era un lagarto negro de metro y medio de alto que caminaba erguido. En su rostro alargado dos ojos saltones miraban en todas direcciones a la vez; a ambos lados de su largo cuello se veían dos glándulas venenosas de color blanco. La lengua bífida y violácea asomaba entre sus labios, agitándose como un pequeño látigo. Tras ella salió una criatura tan enorme como los seres rocosos. Si aquellos eran de tierra, este nuevo espanto estaba hecho de fuego. Sus brazos, sus piernas, su torso y su enorme cabeza eran llamas rojas que vibraban y chisporroteaban. Las escasas hierbitas y hojas del suelo se consumieron en un suspiro bajo sus pies. La temperatura en el claro subió varios grados.
—¿Qué hacéis vosotros aquí? —preguntó la mujer, entrecerrando los ojos, furibunda.
El ser flamígero se adelantó unos pasos. Cristina comprendió que era el líder de los recién llegados.
—El amo nos manda para que os ayudemos… —dijo con voz cavernosa. En la parte baja de su cabeza en llamas se abrió una pequeña oquedad por la que salieron, acompañando a sus palabras, varias volutas de humo negro.
—¿No se fía de nosotros?
El reptil soltó una risilla, ganándose al instante una mirada fulminante de la extraña mujer.
—Nuestro señor es consciente de vuestras capacidades, queridos amigos… —afirmó el elemental de fuego—. Y no nos manda porque dude de ellas. Nos manda para que nos unamos a vosotros y evitar así cualquier posible sorpresa… El amo no quiere fallos.
—¡Tenemos todo bajo control! —protestó la cosa. Tres garras y un tentáculo señalaron a Cristina—. ¡Y tenemos un plan!
—La Sombra lo sabe. Nosotros lo sabemos… Pero los habitantes de la casa de la colina son excepcionales… Son astutos y su fuerza rivaliza con la vuestra. No los menospreciemos y consigamos toda la ventaja que podamos sobre ellos.
—Teniendo a la niña con nosotros no hay nada que temer. Conozco a la gente de su calaña, y no abandonan jamás a uno de los suyos…
El ser de fuego se giró hacia Cristina, examinándola detenidamente. Ella retrocedió un paso, el calor que irradiaba la criatura era infernal.
—¿Y quién te dice que es de los suyos, camarada? Tu rehén no tiene un ápice de magia en su cuerpo… No es nadie. ¿Qué te hace pensar que su vida vale algo para ellos?