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Bajo la lluvia
Cuando salió de la estación, la lluvia se había convertido en tormenta. El día, que hasta aquel instante era gris, se había encapotado de tal forma que el pueblo se encontraba sumido en una negrura casi nocturna, rota de cuando en cuando por la violenta luz de los relámpagos. Se quedó al resguardo del soportal de la estación, con el gorro del chubasquero encasquetado hasta las orejas. Miró hacia la carretera, aun a sabiendas de que era demasiado pronto como para que su familia llegara a la estación. Sólo habían pasado unos minutos desde que había hablado con ellos. El viento cambió de dirección y una ola de lluvia cayó sobre él, empapándolo por completo.
Se giraba para abrir la puerta y volver al interior de la estación, cuando vio a la mujer con el carrito de bebé, inmóvil, ajena a la lluvia, mirándolo sonriente desde el paseo. En cuanto sus miradas se cruzaron, Víctor comprendió que aquella mujer no era humana. Sus ojos brillaban de una manera espantosa, como si un fuego blanco los consumiera desde dentro. La oscuridad de la tormenta se hacía más densa a su alrededor. Un relámpago surcó el cielo sobre sus cabezas pero la negrura que la rodeaba permaneció allí, inamovible. El monstruo vestido de mujer agitó una mano a través de la intensa cortina de lluvia. Por un momento Víctor creyó que lo saludaba, luego vio que le estaba mostrando algo: el pequeño marciano negro de Cristina.
Víctor dio un paso hacia atrás y chocó contra la puerta de la estación. Algo asomó bajo la capota del cochecito, una masa informe de carne llena de garras, colmillos y tentáculos.
—¡Hemos encontrado esto, niño! ¿Sabes de quién es? —gritó la mujer bajo la lluvia. El pelo le caía sobre los hombros, lacio y grasiento.
Víctor, sin dejar de mirar al monstruo del carrito, empujó la puerta de la estación con el codo. Un relámpago surcó el cielo como una grieta en llamas. Tres segundos después el trueno restalló en el aire. Su mirada iba del espanto deforme a la mujer y a lo que esta sujetaba en la mano.
—¡Tranquilo, chico! ¡Tranquilo! ¡No queremos hacerte daño! ¡Sólo queremos hablar contigo! ¡Sólo eso! —aunque parecía imposible, la cosa del carro hablaba. Sus palabras eran una mezcla de ladridos y chasquidos, pero no tuvo ningún problema en entenderle.
La mujer hizo ademán de sujetar el carrito para cruzar la carretera que separaba la estación del paseo.
—¡No crucéis! ¡Si lo hacéis, me marcharé! —los advirtió Víctor.
—¡Y si te marchas despellejaremos a tu amiguita! —gritó a su vez la cosa en el carro. La mujer la metió dentro de un manotazo y se volvió sonriente a Víctor. El agua chorreaba por su cara y entraba en sus ojos abiertos de par en par, pero no parecía importarle.
—Como prefieras, pequeño… Somos gente razonable. Si a ti no te importa parecer un loco hablando a gritos en medio de la tormenta, a nosotros tampoco.
—¿Dónde está Cristina? ¿Qué habéis hecho con ella? —gritó Víctor, olvidando toda prudencia. En un principio había creído que la calle estaba desierta, pero en uno de los jardines del paseo se alzaba la figura del vagabundo que se le había acercado el día del accidente. El hombre seguía envuelto en su enorme gabán negro.
—La chica está a salvo, muchacho. Y os diremos dónde encontrarla si tú y tu simpática familia nos entregáis a la díscola fantasmita que habéis adoptado —la mujer le dedicó una sonrisa que dejaba al descubierto hasta el último de sus dientes y sus pálidas encías. Víctor recordó al tiburón de la piscina—. No es mal trato, ¿verdad? Cambiamos una muerta por una viva. Salís ganando.
El muchacho los observó en silencio. La cosa informe había vuelto a encaramarse al carrito, y Víctor descubrió en su cuerpo varias bocas que pretendían sonreírle. Esa era la parte del mundo mágico de la que sus padres habían tratado de apartarlo. Aquellos engendros de pesadilla representaban la oscuridad de la Telaraña.
La mujer metió una mano en el carrito y sacó algo que Víctor no pudo distinguir entre la intensa lluvia.
—Y ahora atiende bien. Quiero a Paula aquí dentro, antes de la medianoche —Víctor comprendió que lo que le mostraba era el ánfora del Inframundo. El cristal tallado la hacía prácticamente invisible bajo la cortina de agua—. Mi inestimable compañero irá a por ella justo cuando sean las doce… Si intentáis algún truco, mataremos a la chica y después ya nos preocuparemos de encontrar otro modo de hacer que nos deis lo que queremos. ¿Quién sabe? Podríamos comenzar matando uno a uno a todos los habitantes de esta hermosa villa…
Se agachó y dejó la botella en el suelo que, a pesar del temporal, se mantuvo inmóvil allí. La mujer se levantó despacio, como si le costará un gran esfuerzo. Se masajeó los riñones y volvió a mirar a Víctor.
—Y eso es todo por hoy… —tomó con ambas manos el asidero del carro y echó a andar paseo adelante—. Te dejamos para que transmitas; nuestro mensaje a tu familia. Esta noche volverás a ver a tu amiguita, te lo prometo. El estado en que se encuentre depende de vosotros.
—¡Hasta la noche, Víctor! ¡Un placer conocerte! —gritó la cosa informe antes de volver a su escondrijo en el carrito.
Las sombras de la tormenta se tragaron a la mujer y su carricoche. Víctor, después de un segundo de duda, cruzó corriendo la carretera. La botella permanecía donde la extraña mujer la había dejado, sin tan siquiera temblar ante la embestida del viento. La tomó en su mano. Era una botella mediana, que se abombaba en su centro para luego volver a estrecharse. Estaba cerrada con un tapón de rosca blanco, con una especie de garabato dibujado en su parte superior. Querían a Paula allí dentro. Frunció el ceño. Recordó el beso que la fantasma le había dado el día antes. Luego pensó en el olor a coco de Cristina, en su sonrisa y en su tremenda energía.
—Atrapa fantasmas… Mala cosa, mala cosa… No lo pasan bien allí dentro… —dijo una voz cascada a su espalda.
—¡No te metas en lo que no te llaman, tonto! —le replicó una segunda voz a la primera—. ¡Vámonos!
El vagabundo del gabán estaba tras él. El viento agitaba las faldas de su abrigo como un remolino de tela negra. Su cara sucia y bronceada lo contemplaba bajo un sombrero de ala ancha doblada por el agua.
—¡Está en problemas! ¿Por qué no podemos ayudarlo, eh? Dime, dime… ¿Por qué no lo ayudamos?
—¡Porque si lo ayudáramos, los que nos meteríamos en problemas seríamos nosotros! —le replicó su gabardina negra. El hombre le dedicó a Víctor una mirada compungida y se alejó con rapidez.
—Pero… —le escuchó decir mientras se marchaba.
—¡Cállate! ¡Cállate! —le ordenó su gabán—. ¡Harás que nos maten!
Una vez se quedó solo, Víctor miró de nuevo la botella. La lluvia resbalaba por los bajorrelieves del cristal tallado. Vio su rostro reflejado una y otra vez en las distintas placas que conformaban el labrado del cristal. Docenas de dobles suyos lo contemplaban desde el cristal de la botella. En su cabeza escuchó la voz de su padre:
«Lo importante es aceptar la responsabilidad de nuestros hechos y cargar con ella…»