70: Lo correcto

70

Lo correcto

Víctor se metió el amuleto por dentro de la camisa, sin importarle los rasguños que le pudiera causar. Miró por la ventanilla cerrada. Una lluvia fría y dispersa corría por el cristal, formando riachuelos y lagos que se agitaban al compás del movimiento de la furgoneta. Su padre estaba al volante, masticando un chicle de menta que llenaba con su aroma la cabina del vehículo.

—Y dile a Cristina que sentimos mucho lo ocurrido… —le recordó por segunda vez. Víctor asintió con la cabeza. Se sentía terriblemente incómodo; no sólo no sabía cómo iba a reaccionar Cristina al verlo, él tampoco estaba seguro de cuál iba a ser su propia respuesta—. Debes convencerla para que vuelva. Hay muchas cosas que tiene que saber… Aunque haya sido por accidente, la chica ha entrado en el mundo mágico. Ya nada será igual para ella.

Víctor volvió a asentir, mirando el día gris que se extendía tras el cristal empañado por la lluvia.

—No podía dejar desaparecer a Paula… —dijo, de pronto—. No había otro modo, ¿verdad? Hice lo correcto, ¿no es así?

Eduardo guardó silencio unos segundos, meditando la respuesta.

—No es sencillo… —abandonó el sendero y entró en la carretera, tomando la primera bifurcación hasta el pueblo—. Hay preguntas a las que no se puede contestar con un sí o con un no… ¿Hiciste lo correcto al romper la esfera? ¿Hicimos lo correcto tu madre y yo al desafiar todas las reglas y casarnos? ¿Cometimos un error? Muchos te dirán que sí…, pero para nosotros fue el mayor acierto de nuestras vidas. La respuesta en sí es intrascendente… Lo importante es el aceptar la responsabilidad de nuestros hechos y cargar con ella. ¿Comprendes?

—Más o menos… Pero… El otro día le dijiste a Bernabé que él también hubiera roto la esfera para salvar a Paula… ¿Qué hubieras hecho tú?

—Una pregunta difícil… —por un momento jugó con la idea de mentir, pero sólo fue un instante y pasó tan rápido como llegó—. No, no lo hubiera hecho, Víctor… —Lo miró, aprovechando que se detenía en un semáforo—. Pero estoy orgulloso de que tú lo hicieras… ¿Queda claro?

Víctor asintió.

Llegaron a la esquina del paseo de la estación. Eduardo detuvo el vehículo y Víctor abrió la portezuela, echándose su mochila de repuesto al hombro.

—Ten cuidado… —le advirtió su padre—. ¡Y no te quites el talismán para nada!

—No te preocupes, no pienso hacerlo —le aseguró su hijo mientras se cubría la cabeza con el gorro de su chubasquero.

Víctor bajó de la furgoneta. Su padre lo despidió con un gesto y arrancó. Volvió a la carretera y tomó el camino de vuelta a la colina. El muchacho se quedó un momento parado bajo la lluvia, mirando alejarse al vehículo. Luego echó a andar hacia la estación. A través de la cristalera del edificio vio el remolino de jóvenes que se guarecía de la lluvia en la sala de espera.

Se adentró en la estación y en el caos de voces que charlaban y reían. Buscó a Cristina con la mirada, pero no fue capaz de encontrarla. Se escurrió hasta la zona de andenes. Había varios jóvenes al resguardo del tejadillo de la estación, pero la chica tampoco estaba allí. Vio a una de sus amigas sentada en un banco del andén, hablando amistosamente con un joven fornido de pelo largo. Se dirigía hacia ella cuando alguien lo golpeó suavemente en la espalda.

—Buenos días, monstruito… —dijo Fernando, sonriendo. A pesar del frío seguía llevando una camiseta de manga corta, con la enseña de su grupo favorito—. No tienes buena cara… ¿Has estado enfermo?

—Algo así… ¿Tu hermana no ha venido hoy? Quería hablar con… —la expresión de Fernando lo detuvo. El joven lo observaba perplejo. Algo andaba mal. Muy mal.

—¿Hermana? ¿Te has vuelto loco? No tengo hermanas…

—Me tomas el pelo… —respondió, aun a sabiendas de que eso no era cierto. Fernando no bromeaba—. Cristina… ¿Dónde está Cristina?

—¿Se puede saber de qué estás hablando? —Por un momento, Víctor creyó ver un brillo de reconocimiento en la mirada de Fernando—. Al final te has vuelto majareta del todo, macho…

—No… no…

El traqueteo del tren que se acercaba invadió la estación. Fernando sacudió la cabeza y se alejó de él, después de lanzarle una última mirada que dejaba bien claro lo que pensaba sobre su salud mental. El tren entró en el andén y todos corrieron hacia sus puertas, tratando de estar bajo la lluvia el menor tiempo posible. Víctor permaneció inmóvil, como si alguien lo hubiera clavado al suelo. Luego echó a correr hacia el interior de la estación, ajeno a la voz que avisaba de la inminente partida del tren.

Entró como una exhalación en la sala de espera, ahora completamente vacía y corrió hacia uno de los teléfonos públicos mientras hurgaba en sus bolsillos en busca de monedas. Llegó al teléfono. Metió dos monedas y marcó el número. Al cabo de unos segundos una voz somnolienta le llegó desde el auricular.

—¿Sí? ¿Quién es?

—Hola… ¿Está Cristina, por favor?

—¿Cristina? Lo siento… aquí no vive ninguna…

Víctor colgó. Tragó saliva y contempló el aparato como si fuera un insecto negro y repugnante. Volvió a descolgarlo y marcó, con dedos temblorosos, el número de la casa de la Colina Negra.