69
El regalo
—Tengo algo para ti —dijo su padre tras entrar en su habitación.
Víctor lo miró de reojo. Estaba mucho más tranquilo, pero aun así los golpes de su padre en la puerta lo habían sobresaltado más de lo que le gustaría admitir.
—No será otro talismán de repulsa ni nada por el estilo, ¿verdad? Mi cupo de cosas horribles está cubierto, te aviso.
—No —le contestó Eduardo con una sonrisa, mostrándole lo que llevaba entre las manos—. Es mi fabuloso espejo mágico. Trátalo bien y no lo rayes, lleva siglos en la familia.
Víctor abrió los ojos como platos. Era el espejo del despacho, aquel con que podían leerse todos los libros escritos en los últimos dos milenios. De todos los objetos mágicos de la casa, ese era, de lejos, el favorito de su padre.
—No… —alcanzó a decir. Tragó saliva—. No puedo aceptarlo, papá. Sé cuánto significa pa…
—¿Me has oído darte alguna otra alternativa? —le cortó mientras se lo tendía. Víctor lo cogió con manos temblorosas—. Es una orden, chaval. No desobedezcas a tu anciano padre —sonrió y le revolvió el pelo—. Te hemos ocultado cosas durante años. Hemos aplicado a la perfección el famoso dicho de «Lo que no conoces, no puede dañarte». Y, entiéndeme: no me arrepiento de haberlo hecho. Pero ya ha pasado el tiempo de los secretos. Ahí lo tienes todo —señaló al espejo—. Lo bueno, lo malo y lo peor. Sólo necesitas buscarlo.
—Yo… —Víctor miró su reflejo en el cristal—. No sé qué decir…
—Con un simple gracias, bastará. Y, bueno… es probable que de cuando en cuando te lo pida prestado, espero que no te importe.
—¡Ningún problema!
Cuando finalmente se quedó solo, no pudo resistirse a la tentación de usar el espejo de inmediato. Se sentó ante él en la cama. En ese espejo estaba contenido todo el saber del mundo, así se lo había dicho su padre hacía ya muchos años. Alguna vez le había dejado usarlo, pero siempre bajo su atenta vigilancia. Ahora comprendía el porqué. Encerrado en ese marco de bronce no sólo se encontraba recogido el saber del mundo entero, también estaban todos los conocimientos de la Telaraña. Si se hubiera quedado a solas con él, sólo hubiera sido cuestión de tiempo que comenzara a indagar sobre las hadas y eso le hubiera llevado irremediablemente a conocer lo que sus padres le ocultaban.
Pero como le había dicho su padre: el tiempo de los secretos había pasado. Y ahora todo estaba a su alcance. ¿Qué quería saber? ¿Qué era lo primero sobre lo que le gustaría investigar? No necesitó pensarlo mucho.
—Magia Muerta —susurró y acarició la superficie acuosa del espejo. Al momento apareció una página de color negro, con el texto escrito en rojo brillante. Víctor comenzó a investigar, saltando de libro en libro, buscando páginas aquí y allá, leyendo con tal intensidad que fue como si la habitación que tenía a su alrededor se desvaneciera y en ella sólo quedara espacio para lo que le mostraba el espejo.
Según varios de los libros que consultó, la Magia Muerta había sido creada por Baharal, la Bestia, el padre de todos los demonios; pero todo eso tenía más aspecto de ser una leyenda que un hecho histórico. Al parecer la Bestia había sido el primero de los monstruos de la Telaraña, un espantoso engendro de inimaginable maldad y poder. Por lo que se contaba, estuvo a punto de destruir la creación entera valiéndose de la Magia Muerta y de un ejército de atrocidades creadas también por él. Fue necesaria la unión de toda la Telaraña para abatirlo, y la victoria fue tan sufrida que muchos, durante años, creyeron que habían sido ellos los derrotados. Según se decía, la mayor parte de los monstruos y espantos de la Telaraña eran descendientes de los restos del ejército infernal de la Bestia.
Los mayores cataclismos sucedidos en la Telaraña habían estado casi siempre relacionados con la Magia Muerta. Leyó sobre el espantoso duelo entre magos que había destruido el continente de Elora, y del que ya le habían hablado sus padres. Lo que no mencionaron fue que la lucha entre ambos apenas había durado diez minutos, tiempo más que suficiente para destruir un continente entero y acabar con prácticamente todos sus habitantes… La Magia Muerta era atroz. Por todas partes encontraba pruebas de ello.
Un escalofrío recorrió su espalda cuando leyó que un mago llamado Alcibíades, a quien apodaban el Loco, se había servido de la Magia Muerta para desatar la plaga Rancia, una epidemia que asoló el mundo mágico durante más de un siglo diezmando su población y extinguiendo a numerosas razas.
La última vez que la Magia Muerta había hecho acto de aparición en la Telaraña había sido a finales del siglo XVI, cuando los pueblos vampiro centroeuropeos se aliaron para lanzarse sobre sus vecinos con una furia despiadada. Durante años la guerra asoló Europa y fue necesario que un rey vampiro traicionara a los suyos para poder derrotarlos. Entregó a los Arcontes el secreto de la Magia Muerta, les desveló cuál era su ingrediente principal, lo que le daba esencia, forma y poder:
—Yo —gruñó Víctor ante el espejo.
La Magia Muerta podía ser terrible, pero la guerra había llegado a tal punto que a los Arcontes no les quedó otra alternativa que usarla para derrotar a los pueblos vampiro. Y con el final de la guerra llegó la ley que impedía las uniones entre hadas y humanos. Los Arcontes no podían consentir que la Magia Muerta regresara a la Telaraña, más ahora que el secreto había dejado de serlo y tantas criaturas maléficas estaban al tanto de lo que podían conseguir gracias a la sangre mestiza.
Víctor resopló. Durante siglos esa ley se había cumplido a rajatabla, hasta que sus padres se conocieron y decidieron que no había ley que pudiera mantenerlos separados…
Y ahora la Telaraña entera lo buscaba a él.
Se frotó los ojos y estiró los brazos. Comenzaba a estar cansado, pero antes de irse a la cama había algo que quería averiguar. Necesitaba saber qué era aquel horror que lo había hecho caer por el precipicio. Nada más pensar en él, el espejo le mostró una página grisácea encabezada por el dibujo del monstruo. En cuanto lo vio, sintió un nudo en la garganta. Le costó mucho trabajo concentrarse lo suficiente para leer el texto.
No era un ser vivo. Era un hechizo, un hechizo de vigilancia llamado «Meeaxa» que tomaba esa apariencia para el objetivo del conjuro.
—Sólo querían verme —murmuró—. Esa cosa no era nada más que unos prismáticos mágicos…
Quizá fuera una estupidez, pero se sentía defraudado. Había sido un simple hechizo el que lo había sacado de la carretera. Se frotó las costillas, bostezó y decidió pasar unos minutos más investigando en el espejo.
No encontró nada sobre el hombre del gabán parlante. Había una gran variedad de ropas con el don de la palabra en la Telaraña, pero era complicado1 buscar alguna en particular. Fue entonces cuando comprendió que tener acceso a tanta información como le proporcionaba el espejo traía consigo un pequeño problema: había que tener muy claro qué se buscaba para dar con ello. Al menos, fuera quien fuera el vagabundo, no parecía tener intención de hacerle daño. Probablemente sólo se tratara de un curioso.
Y quizá el hombre de azul que vio en el pueblo no era más que un excéntrico dando un paseo…
En cuanto pensó en ese hombre azul, el espejo reaccionó. Víctor frunció el ceño. Había una nueva página esperando tras el cristal acuoso. La letra era de imprenta y el diseño moderno. Se trataba de la página de una revista, no de la de un libro. El texto, a dos columnas, se abría en el centro para dejar espacio al dibujo de un hombre enteramente pintado de azul. El título del artículo era: «Los Hombres Envenenados».
Según pudo leer, los Hombres Envenenados eran una secta reciente que adoraba a Baharal, el demonio a quien las leyendas consideraban el creador de la Magia Muerta. Proclamaban que aquel monstruo no había muerto como la Telaraña entera creía, sino que yacía aletargado, aguardando el momento de despertar que, según ellos, era inminente. El artículo terminaba señalando que todas las creencias de los Hombres Envenenados eran una sarta de patrañas sin sentido, y que la mayoría de los adeptos a ese culto no eran más que magos de poca valía con ganas de llamar la atención. Nada tenían que ver con los auténticos Hombres Envenenados de los que habían tomado nombre y color; nada tenían que ver con los terribles lugartenientes de la Bestia que comandaron su ejército en la batalla final y que sucumbieron con ella en el campo de batalla. Según contaban las leyendas, aquellos hombres eran Magia Muerta hecha carne.
Víctor frunció el ceño. ¿Y si las leyendas se equivocaban y no todos los Hombres Envenenados habían muerto en esa guerra? ¿Y si el hombre que había visto en el pueblo era un auténtico y genuino lugarteniente de la Bestia y no un simple imitador? Resopló. Era una tontería ponerse en lo peor, no tenía sentido. Lo más probable era que se tratara de un «mago de poca valía con ganas de llamar la atención», como decía el artículo.
Víctor decidió dejar la lectura por esa noche. Lo último que leyó antes de cortar el enlace con el espejo fue que los verdaderos hombres envenenados usaban cuervos rojos para comunicarse entre ellos.
«Está bien», se dijo, «estaré al tanto del cielo. Sólo por si acaso…»